¿Mi
afán
te
desconsuela?
— Dígote,
don
Peruétano,
que
digo,
que aquella no es mujer... es sanguijuela.
No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casadason, como los de la ley de Dios, diez: El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.
El segundo, no jurarle amor en vano.
El tercero, hacerle fiestas.
El cuarto, quererlo más que a padre y madre.
El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.
El sexto, no traicionarlo.
El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.
El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.
El noveno, no desear más prójimo que su marido.
El décimo, no codiciar el lujo ajeno.
Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos dearroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.
El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos convarios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.
Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambrasde moros y cristianos, gutibambas y muziferreras, se dijo:
—Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras quelas que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad enel otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había deperder su braveza, y embobalicarse.
Decididamente, hoy me ahorco.
Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, sedirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro varas decuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tenerya otros en la vida.
II
—¿Y qué virrey gobernaba entonces?—Paréceme oír esta pregunta, que esde estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan losoyentes.
Pues, lectores míos, gobernaba el excelentísimo señor don Gabriel deAvilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los realesejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y elvirreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargodel mando de esta bendita tierra.
Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuandoestalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fué mandado contropas para sofocarla. Excesivo fué el rigor que empleó Avilés en esacampaña.
Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporóGuayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugiopara mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doñaMercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalinapara cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel, ymás tarde virrey, don Joaquín de la Pezuela.
Con grandes fiestas se celebró la llegada del flúido vacuno.
Tuvo elPerú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche elalarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esaépoca se plantaron los árboles de la Alameda de Acho.
Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa derealizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaronen Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertesaverías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.
Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización debienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que elprudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas ymemoriales a la corona. No fué ésta la primera vez en que el virreyapeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse decompromisos. En 1804
interesábase la ciudad porque el virrey dictasecierta providencia; mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o queno entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo,que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta depalacio apareció este pasquín:
¡Avilés!
¡Avilés!
¿Qué haces que por la ciudad no ves?
El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo: Para
dar
gusto
a
antojos
he mandado hasta España por anteojos.
Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que suempeño estaba sujeto a la decisión del rey.
Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. Elpueblo lo pintaba con esta frase. En la oración hábil es y en gobiernoinhábil es.
En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.
Anciano, enfermo y abatido de ánimo, por la reciente muerte de suesposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó aValparaíso, y a los pocos días falleció en este puerto el virreydevoto, como lo llamaban las picarescas limeñas.
III
Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas dedespedida, como es de moda desde la invención de los nervios y delromanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz,lugar amenisimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que noparecía sino que estaban convidando al prójimo para colgarse de ellos ydar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.
Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algúnpero que ponerles. Este no era bastante elevado; aquél no ofrecíaconsistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él;el otro era poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuandouno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a suregalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el casorequería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas másvigorosas.
En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido yquedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lomejor era esperar a que el camino estuviese desierto.
Indias pescadorasque venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores,cimarrones de San Juan y peones de las haciendas, traficaban a esa horaa pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombrepudiera matarse en paz.
—¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase untranseúnte inoportuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde conesperar un rato, que no llega tarde quien llega.
En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espesoramaje del árbol, cuando vió llegar con tardo paso, y mirando a todaspartes con faz recelosa, un hombrecillo envuelto en un capote lleno deremiendos.
Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien enLima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que enuna época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta queun día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.
Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y alcamino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando unatijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban sumugriento capote de barragán.
¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parchesacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol,después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolasamorosamente?
—¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos!—exclamó Román, descendiendolistamente de su árbol apenas se alejó el mendigo—. Pues Dios me havenido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo dela calva. ¡Arbol feliz el que tal abono tiene!
Y se puso a la obra, y desenterró poco más de cien peluconas, de esasque bajo el Indiae et Hispaniarum Rex lucían el busto de Carlos III oCarlos IV.
IV
Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchóviento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a losderroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la DivinaProvidencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.
Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se habíaconvertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que eldinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, yque es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano enmano. Mendigos ha habido, en todos los tiempos, que a su muerte handejado un caudal decente.
Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre susherederos una fortuna que se estimó en más de cincuenta mil pesos.
Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala duranteveinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragiodel alma de Ovillitos.
EL FRAILE Y LA MONJA DEL CALLAO
Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra lahistoria y la literatura cometí cuando muchacho.
Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta.
Mi sueñodorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, losdestemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monteantojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas,mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puestouna pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forroconsultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejospergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a darquince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yoentonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar debellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándololibro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí.
Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionabley caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todoslos hombres a falta de razón.
Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y asíDios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñaladade pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo,hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que,en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas delaurel hechizo.
Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el únicomalaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatronacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura.Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.
Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacránde cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí!, fuí tan bruto que no sólocreí a mi hijo la octava maravilla, sino que, ¡mal pecado!, consentí enque un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poneren letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!
Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto,diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo,caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, lahistoria arreglada a mi antojo y...
vamos, aquello era un mamarrachodigno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra talpaternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabréguardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil notendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la míacuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.
—¡Basta de preámbulo, y al hecho!—exclamó el presidente de untribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles yrodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. Elletrado dijo entonces de corrido:—El hecho es un muchacho hecho: elque lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho.
I
Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la Independencia deSudamérica. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, Españadominó por trece meses más en un área de media legua cuadrada. Latraición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a losrealistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellónde Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que laobstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquíarayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leónidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado.Stevenson y aun García Camba convienen en que Rodil fué cruel hasta labarbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperadapara dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armasespañolas.
Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la Península, nide que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial,viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por elescorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instantela indomable terquedad del castellano del Callao.
Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva elprimer puerto de la república, y entre otras versiones, la másgeneralizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playadel pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.
A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporcioneslegendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba unavoluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamáspudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo,y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en losbaluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste quearrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió uninstante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrirfuentes en los brazos.
Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de laUniversidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia,abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plazaen el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú conel grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido pocodespués a comandante, se le encomendó la formación del batallónArequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita delAlacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta queOsorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo quehabía creado, a las batallas de Talca, Cancharrayada y Maipú.
Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra lospatriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate dePucarán.
Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, elbrigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces deSomorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes,
Medina
del
Campo,Tarifa,
Pamplona
y
Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallasen que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores.Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom,y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fuéverdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la, paraRodil, decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravojefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza,abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La Mar, que era, valiéndome de una feliz expresióndel Inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas,tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil,que desde el 1º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en elmando del Callao, hasta enero de 1826, casi no pasó día sin combatir.
Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, unaastucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots.En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldadque le rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de losfusilados en esa ocasión fué Frasquito, muchacho andaluz muy popular porsus chistes y agudezas, y que era el amanuense de Rodil.
El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar enMadrid un motín de cuartel) fué comisionado por el virrey conde de losAndes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló lainmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficioen que Canterac le transcribía el artículo de capitulación concernienteal Callao, exclamó furioso:—
¡Canario! Que capitulen ellos que sedejaron derrotar, y no yo.
¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora ybalas, no quiero dimes ni diretes con esos p...ícaros insurgentes.
II
Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado porlos patriotas, 9.553 balas de cañón, 454 bombas, 908 granadas, y 34.713tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de sieteoficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta ydos soldados heridos. Los patriotas, por su parte, no anduvieron cortosen la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón,317 bombas e incalculable cantidad de metralla.
Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarniciónde 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres enestado de manejar un arma. El resto había sucumbido al rigor de la pestey de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un añoantes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas sillegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. SegúnGarcía Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los quemurieron combatiendo.
En los primeros meses del sitio, Rodil expulsó de la plaza 2.389personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, yvióse el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar alcampamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes selas rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dosfuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana.He aquí lo que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto quepublicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno atodo sentimiento de humanidad.
«Yo, que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que nopodían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con susprovisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fué cumplida conprudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros queemigraron fué animando a los que carecían de recursos para vivir en lapoblación, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Losenemigos, a la decimocuarta emigración de ellas, entendieron que suconservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzoinhumano. Yo las repelí decisivamente».
Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en laconciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta labarbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fué la conductadel sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historiala conducta del gobernador de la plaza.
Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayócuando, en los primeros días de enero de 1826, se vió abandonado por suíntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filaspatriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de SanRafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseíanel secreto de las minas
que
debían
hacer
explosión
cuando
los
patriotasemprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus manores detallestodo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. Latraición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible ladefensa.
El 11 de enero se dió principio a los tratados que terminaron con lacapitulación del 23, honrosa para el vencido y magnánima para elvencedor.
Las banderas de los regimientos Infante don Carlos y Arequipa, cuerposmuy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase aEspaña. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso elgeneral La Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro seguardasen en la Catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo deNuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.
¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido dela pregunta.
III
Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especialdistinción; y fué el único, de los que militaron en el Perú, a quien noaplicaron el epíteto de ayacucho con que se bautizó en España a losamigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en laguerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuestoescribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir queobtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fué general en jefe delejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria lacorona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió losderechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortunaen las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuandoEspartero eclipsó el prestigio de Rodil.
Fué virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán generalde Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes,ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador dela Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de laorden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica yCarlos III, y caballero
con
banda
de
las
de
San
Fernando
y
SanHermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo políticoy aun personal, habiendo llegado a extremo tal que, en 1845, siendoministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo deguerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones.Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevoministerio amnistió a Rodil, devolviéndole
su
clase
de
capitán
general
ydemás
preeminencias.
El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tomar parte activa en lapolítica española, y murió en 1861.
Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.
IV
Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidadde esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. Claraidea del estado de ánimo de los habitantes del castillo puede dar estepasquín:
Como
estuvimos
estamos,
como
estamos
estaremos,
enemigos
sí
tenemos
y amigos... los esperamos.
El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente don DiegoAliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de FuenteGonzález, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muertovíctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en todaplaza mal abastecida. Los oficiales y tropa, estaban sometidos a raciónde carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban aprecios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle,moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio deotros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieronratas como manjar delicioso.
Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetrabanmisteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoydescubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas niproceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetirlos castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquelque más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodilpor el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.
Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamenteconspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hastaponerse a tiro de fusil, y gritaban:
—A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores—
palabras queeran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes elhambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.
V
A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen desedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron arevolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que don Ramón Rodil erahombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!
Fué el caso que una mañana encontraron privados de sentido, y echandoespumarajos por la boca, a dos centinelas de un bastión o lienzo demuralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos,mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes,capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarleuna bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero losinfelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticoshasta dejarlo de sobra.
Vueltos en sí, declaró uno de ellos que, a la hora en que Pedro negó alMaestro, se le apareció como vomitado por la tierra un franciscano conla capucha calada, y que con aquella voz gangosa que diz que se estilaen el otro barrio le preguntó:—
¡Hermanito! ¿Pasó la monja?
El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le habíaaparecido una mujer con hábito de monja clarisa, y díchole:—¡Hermanito!¿Pasó el fraile?
Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de laotra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el