Tradiciones Peruanas by Ricardo Palma - HTML preview

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que

Cerezo

tiene

encinta

a

su

mujer.

Digo

que

no

puede

ser,

porque no puede ser eso.

Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna inseparablecompañera de la copa de aguardiente; y todo buen peruano hacía ascos ala cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la fraseque se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las once(hoy se dice lunch, en gringo):—Señores, vamos a remojar unaaceitunita.

Y ¿por qué—preguntará alguno—llamaban los antiguos las once, alacto de echar después de mediodía, un remiendo al estómago? ¿Por qué?

Once

las

letras

son

del

aguardiente.

Ya lo sabe el curioso impertinente.

Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y que hogaño nosatracamos de aceitunas sin que nos asusten frases.

¡Lo que va de tiempoa tiempo!

Hoy también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una docena.

OFICIOSIDAD NO AGRADECIDA

Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía susribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, queusaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía añospedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, eldiablo está de asiento, como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia,llamóle un día y le dijo:

—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barritade plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo,irá por ella esta tarde.

Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señorLoayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjíamagistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando unenvoltorio bajo el brazo, y le dijo:

—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo depaño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello decrin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistióse las flamantes prendas, yencaminóse al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tantaliberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo oangulema del prelado agradecido al préstamo.

Nada tiene que agradecerme, padre Godoy—le dijo el arzobispo.—Véasecon mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita;pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempopara pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con supropio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.

Retiróse mohino el padre, fuése donde Ribera, ajustó con él cuentas, yhalló que el chamalote y el paño importaban un dineral, pues elmayordomo había pagado sin regatear.

Al otro día, y después de echar cuentas y cuentas para convencerse deque en el traje habrían podido economizarse dos o tres duros, volvióGodoy donde el arzobispo y le dijo:

—Vengo a pedir a su ilustrísima una gracia.

—Hable, padre, y será servido a pedir de boca.

—Pues bien, ilustrísimo señor. Ruégole que no vuelva a tomarse eltrabajo de vestirme.

EL ALMA DE FRAY VENANCIO

Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sinodel alma de un padre mercedario que vino del otro mundo, no sé si encoche, navío o pedibus andando, con el expreso destino de dar un sustode los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fué tan popularcomo la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de SanFrancisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma deGasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de laplazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, losduendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban lasabuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.

De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasenespíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historiade los hijos de Noé, que fueron cinco, y se llamaron Bran, Bren, Brin,Bron, Brun, como dicen las viejas.

Pero es el caso que una niña, muyguapa y muy devota a la vez, me ha pedido que ponga en letras de moldeesta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar elcompromiso.

¡Ay,

que

se

quema!

¡Ay,

que

se

abrasa

el ánima que está en pena!

era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelopedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cualcontestaba siempre algún chusco completando la redondilla:

que

se

queme

en

hora

buena,

que yo me voy a mi casa.

I

El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente comodos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y noandan al morro por centavo más o menos de la herencia.

En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron elnoviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.

Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades concerquillo.

No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermonesgerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, yni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalocallejero o una querella capitular.

Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche seles encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos!¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!

Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y deausteras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla, y pareusted de contar.

Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque nomundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupaciónconstante.

Los dominicos, agustinos, franciscanos y hasta juandedianos y barbones obelethmitas ostentaban con orgullo, en su primer claustro, lasprincipales escenas de la vida de sus santos patrones, pintadas enlienzos que, a decir verdad, no seducen por el mérito de sus pinceles.

¡Qué vergüenza! Los mercedarios no adornaban su claustro con la vida deSan Pedro Nolasco.

Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita deenvidia.

Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio, y lo que hizo votode realizar en pro del decoro de su comunidad.

El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyóirrealizable el propósito, pues los lienzos no los pintan ángeles, sinohombres que, como el abad, de lo que cantan yantan. Según el cálculo deambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra.

El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que confe y constancia se allanan imposibles y se realizan milagros. Y entreellos no se volvió a hablar más del asunto.

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vezque de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas demisas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas deoro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en latienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputaciónde probidad, y que por ello era el banquero o depositario de loscaudales de muchos prójimos.

Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de papel; pues lahonorabilidad del mercader, hombre que diariamente cumplía con elprecepto, que comulgaba en las grandes festividades y que era mayordomode una archicofradía, se habría ofendido si alguno le hubiese exigidorecibo u otro comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga usted hoylo propio, y verá dónde le llega el agua.

Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio, cuando unanoche se sintió éste acometido de un violento cólico miserere,enfermedad muy frecuente en esos siglos, y al acudir fray Antolínencontró a su alter ego con las quijadas trabadas y en la agonía. Nopudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia, y fray Venancio fuéal hoyo.

El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que nadiele reclamase el depósito, llegó a encariñarse con él y a mirarlo comocosa propia. Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarsesin lucir su gallardía en cuadro al óleo.

II

Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.

Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltadosintiendo una mano fría que se posaba en su frente.

Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivosesparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos.

A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado frayVenancio.

—No te alarmes—dijo el aparecido—. Dios me ha dado licencia paravenir a encomendarte un asunto. Ve mañana al mediodía al portal deBotoneros y pídele a don Marcos Guruceta seis mil pesos que le di aguardar, y que están destinados para poner en el primer claustro la vidade nuestro santo patrón.

Y dicho esto, la visión desapareció.

El padre Antolín se quedó como es de presumirse. Cosa muy seria es éstade oír hablar a un difunto.

Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de laorden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado.

—Nada se pierde, hermano—contestó el superior—, con que vea aGuruceta.

En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba almostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido.

Don Marcos sesubió al cerezo y díjole que era un fraile loco o trapalón.

Retiróse mohino el comisionado; pero al llegar a la portería de suconvento, salióle al encuentro un fraile en el cual reconoció a frayVenancio.

—Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?

—Malísimamente, hermano—contestó el interpelado—.

Guruceta me hatratado de visionario y embaucador.

—¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que, si no se allana a pagarte, voyyo mismo dentro de cinco minutos por mi plata.

Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por lapuerta de la tienda, le dijo:

—¿Vuelve usted a fastidiarme?

—Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocosinstantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted.Yo me he adelantado a esperarlo.

Al oír estas palabras, y ante el aplomo con que fueron dichas,experimentó Guruceta una conmoción extraña, y decididamente temió tenerque habérselas con un alma de la otra vida.

—Que no se moleste en venir fray Venancio—dijo tartamudeando—. Esposible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidadoque me dió dinero. Sea ello lo que fuere, pues el propósito es cristianoy yo muy devoto de San Pedro Nolasco, mande su paternidad un criado porlas seis talegas.

La religiosidad de los limeños suplió con limosnas y donativos la sumaque faltaba para el pago de pintores, y un año después, en la festividaddel patrón, se estrenaban los lienzos que conocemos.

Tal es la tradición que, en su infancia, oyó contar el que esto escribea fray León Fajardo, respetabilísimo sacerdote y comendador de laMerced.

LA TRENZA DE SUS CABELLOS

AL POETA ESPAÑOL DON TOMÁS RODRÍGUEZ RUBÍ, AUTOR DE UN

DRAMA QUE LLEVAEL MISMO TÍTULO DE ESTA TRADICIÓN

I

De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita lapelona

Allá por los años de 1734 paseábase muy risueña por estas calles deLima, Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lopresente, lectora mía. Paréceme estar viendo, no porque yo la hubieseconocido, ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, esteservidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mentedel Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabatohizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo yandar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mixtura. Marujitaera de esas limeñas

que

tienen

más

gracia

andando

que

un

obispoconfirmado, y por las que dijo un poeta: Parece

en

Lima

más

clara

la

luz,

que

cuando

hizo

Dios

el

sol

que

al

mundo

alumbrara,

puso

amoroso

en

la

cara

de cada limeña, dos.

En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando,Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo detul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitardifuntos, y la cabeza cubierta de jazmines.

Los rayos de la lunaprestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y loshombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso,la echaban una andanada de requiebros, a los que ella, por no quedarsecon nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizoproverbiales la gracia y agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: Yo no soy la salve para suspirar ygemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o segaste la pizarra!

En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en lasnoches de luna. Era ése el punto de cita para todos. Ambas acerasestaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con elairecito del río hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban losojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa,embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines quepoblaban sus cabelleras.

La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sinoflores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, quecon medio real de plata salían de compromisos, y aun sacaban alma delpurgatorio. Tenían, además, la ventaja de satisfacer curiosidades sobreel estado civil de las mujeres, pues las solteras acostumbraban ponerselas flores al lado izquierdo de la cabeza y las casadas al derecho.

Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima variosmuchachos, y al pregón de ¡el jazminero! , salían las jóvenes a laventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano, sobre las quehabía una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares,flores de chirimoya, y otras no menos perfumadas. Las limeñas deentonces buscaban sus adornos en la naturaleza, y no en el arte.

La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para losdientes; y, sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos.Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder unaCalifornia de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas quenada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes aquién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como eljazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raícesblandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morderrestregándolas sobre los dientes.

Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros,y es lástima; que a haberlos, les caería encima una contribuciónmunicipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta losperros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia deustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechasazufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.

Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.

La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas sino uno que otroricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes nipapillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas parael pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lobueno, lo mejor.

Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoyde humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. Tambiénlos borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas ysabandijas.

Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucirdos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura deEva,

la medían en pie la talla entera.

Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando unamirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla alde más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacóuna afilada navaja, y ¡zis!

¡zas!, en menos de un periquete le rebanóuna trenza.

Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó acorrer, hubo cierre de puertas, y a palacio llegó la noticia de que unoscorsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río ytomado la ciudad por la sorpresa.

En conclusión, la chica quedó mocha, y para no dar campo a que lallamasen Mariquita la pelona, se llamó a buen vivir, entró en unbeaterio y no se volvió a hablar de ella.

II

De cómo la trenza de sus cabellos fué causa de que el Perú tuviera unagloria artística

El sujeto que, por berrinche, había trasquilado a Mariquita era un jovende veintiséis años, hijo de un español y de una india.

LlamábaseBaltasar Gavilán. Su padre le había dejado algunos cuartejos; pero elmuchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se dió a gastar hastaque vió el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurablecomo las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.

Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchascampanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado grancariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traíaen cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó, en los primerosdías, la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que,aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdidatrenza, o, lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase atorcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizohincapié en el artículo de extradición.

Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó porlabrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niñoJesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misteriode Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjuntoquedó lucidísimo, y los visitantes del guardián propalaban que aquelloera una maravilla artística. Alentado por los elogios, Gavilán seconsagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino enpiedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesiasde Lima.

La obra más aplaudida de nuestro artista fué una Dolorosa, que nosabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués deVillagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmenteconvencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller.Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos enel elogio, departió familiarmente con el artista; y éste, animado por laamabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que hartopurgada estaba su falta en tres años de vida conventual, y que anhelabaancho campo de libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y lecontestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en elPuente había dado el escándalo, era preciso que en el Puente seostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre paraadmirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre lostalones y tomó el camino de la puerta.

Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima, con solemne pompa yespléndidos festejos, la colocación sobre el arco del Puente de laestatua ecuestre de Felipe V.

En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes losencomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, nole sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, alderrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.

Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez quecaía de su pedestal el busto del monarca, recibióse en Lima la noticiade la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, quees como quien dice un terremoto en el organismo.

III

De cómo una escultura dió la muerte al escultor Los padres agustinianos sacaban, hasta poco después de 1824, la célebreprocesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la medianoche con nopoco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más deveinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera deellas iba una perfecta imagen de la Muerte con su guadaña y demásmenesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.

El día en que Gavilán dió la última mano al esqueleto fueron a su tallerlos religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta yunánime aprobación el buen desempeño del trabajo.

El artista alcanzabaun nuevo triunfo.

Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, sehabía entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró susmejores efigies en completo estado de embriaguez.

Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo Poe y Alfredo deMusset, titulado El alcoholismo en literatura.

Baltasar puede dar temapara otro escrito que titularíamos El alcoholismo en las bellas artes.

El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era suninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todolo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.

Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron losagustinos, fuése Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomóuna turca soberana. Agarrándose de las paredes pudo, a las diez de lanoche, volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, yencendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.

A medianoche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejosobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parcaparecía levantada sobre Baltasar.

Espantado, y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció laobra de sus manos. Dió horribles gritos, y acudiendo los vecinoscomprendieron, por la incoherencia de sus palabras, la alucinación deque era víctima.

El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó elesqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio laspersonas que, en los primeros años de la Independencia, asistieron a laprocesión de Jueves Santo.

DE ASTA Y REJON

Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado concontemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva,esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta yrejón.

¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, talcual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.

I

En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760la señora doña Feliciana Chaves de Mesía.

Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, apesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de platalabrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sinoen aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos ala ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casados vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar