José María. Por sus risas y cuchicheoscomprendí que durante todo el día se habían divertido con los embustesde aquel buen señor, quien no ponía freno a su voluble lengua, ni aun enlas circunstancias más críticas y dolorosas.
El cirujano dijo que convenía dejar reposar al herido, y no sostener ensu presencia conversación alguna, sobre todo si ésta se refería alpasado desastre. D. José María, que tal oyó, aseguró que, por elcontrario, convenía reanimar el espíritu del enfermo con laconversación.
«En la guerra del Rosellón, los heridos graves (y yo lo estuve variasveces) mandábamos a los
soldados que bailasen y tocasen la guitarra enla enfermería, y seguro estoy de que este tratamiento nos curó máspronto que todos los emplastos y botiquines.
—Pues en las guerras de la República francesa—dijo un oficial andaluzque quería confundir a D. José María—, se estableció que en lasambulancias de los heridos fuese un cuerpo de baile completo y unacompañía de ópera, y con esto se ahorraron los médicos y boticarios,pues con un par de arias y dos docenas de trenzados en sexta se quedabantodos como nuevos.
—¡Alto ahí!—exclamó Malespina—. Esa es grilla, caballerito. ¿Cómopuede ser que con música y baile se curen las heridas?
—Usted lo ha dicho.—Sí; pero eso no ha pasado más que una vez, ni esfácil que vuelva a pasar. ¿Es acaso probable que vuelva a haber unaguerra como la del Rosellón, la más sangrienta, la más hábil, la másestratégica que ha visto el mundo desde Epaminondas? Claro es que no;pues allí todo fue extraordinario, y puedo dar fe de ello, que lapresencié desde el Introito hasta el Ite misaest. A aquella guerra debo mi conocimiento de la artillería;¿usted no ha oído hablar de mí?
Estoy seguro de que me conocerá denombre. Pues sepa usted que aquí traigo en la cabeza un proyectograndioso, y tal que si algún día llega a ser realidad, no volverán aocurrir desastres como éste del 21. Sí, señores—añadió mirando congravedad y suficiencia a los tres o cuatro oficiales que le oían—: espreciso hacer algo por la patria; urge inventar algo sorprendente, queen un periquete nos devuelva todo lo perdido y asegure a nuestra marinala victoria por siempre jamás amén.
—A ver, Sr. D. José María—dijo un oficial—; explíquenos usted cuáles su invento.—Pues ahora me ocupo del modo de construir cañones de a300.
—¡Hombre, de a 300!—exclamaron los oficiales con aspavientos de risay burla—. Los mayores que tenemos a bordo son de 36.
—Esos son juguetes de chicos. Figúrese usted el destrozo que haríanesas piezas de 300
disparando sobre la escuadra enemiga—dijoMalespina—. Pero ¿qué demonios es esto?—añadió agarrándose para norodar por el suelo, pues los balanceos del Rayo eran talesque muy difícilmente podía uno tenerse derecho.
—El vendaval arrecia y me parece que esta noche no entramos en Cádiz»,dijo un oficial retirándose.
Quedaron sólo dos, y el mentiroso continuó su perorata en estostérminos:
«Lo primero que habría que hacer era construir barcos de 95 a 100 varasde largo.
—¡Caracoles! ¿Sabe usted que la lanchita sería regular?—indicó unoficial—. ¡Cien varas! El Trinidad, que santa gloria haya,tenía setenta, y a todos parecía demasiado largo. Ya sabe usted queviraba mal, y que todas las maniobras se hacían en él muy difícilmente.
—Veo que usted se asusta por poca cosa, caballerito—prosiguióMalespina—. ¿Qué son 100
varas? Aún podrían construirse barcos muchomayores. Y he de advertir a ustedes que yo los construiría de hierro.
—¡De hierro!—exclamaron los dos oyentes sin poder contener la risa.
—De hierro, sí. ¿Por ventura no conoce usted la ciencia de lahidrostática? Con arreglo a ella, yo construiría un barco de hierro de7.000 toneladas.
—¡Y el Trinidad no tenía más que 4.000!—indicó unoficial—, lo cual parecía excesivo. ¿Pero no comprende usted que paramover esa mole sería preciso un aparejo tan colosal, que no habríafuerzas humanas capaces de maniobrar en él?
—¡Bicoca!... ¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice a usted que yo seríatan torpe que moviera ese buque por medio del viento? Usted no meconoce. Si supiera usted que tengo aquí una idea...
Pero no quieroexplicársela a ustedes, porque no me entenderían».
Al llegar a este punto de su charla, D. José María dio tal tumbo que sequedó en cuatro pies.
Pero ni por esas cerró el pico. Marchóse otro delos oficiales, y quedó sólo uno, el cual tuvo que seguir sosteniendo laconversación.
«¡Qué vaivenes!—continuó diciendo el viejo—. No parece sino que nosvamos a estrellar contra la costa... Pues bien: como dije, yo moveríaesa gran mole de mi invención por medio del... ¿A que no lo adivinausted?... Por medio del vapor de agua. Para esto se construiría unamáquina singular, donde el vapor, comprimido y dilatado alternativamentedentro de dos cilindros, pusiera en movimiento unas ruedas... pues...».
El oficial no quiso oír más; y aunque no tenía puesto en el buque, niestaba de servicio, por ser de los recogidos, fue a ayudar a suscompañeros, bastante atareados con el creciente temporal.
Malespina sequedó solo conmigo, y entonces creí que iba a callar por no juzgarmepersona a propósito para sostener la conversación. Pero mi desgraciaquiso que él me tuviera en más de lo que yo valía, y la emprendióconmigo en los siguientes términos:
«¿Usted comprende bien lo que quiero decir? Siete mil toneladas, elvapor, dos ruedas... pues.
—Sí, señor, comprendo perfectamente—contesté a ver si se callaba,pues ni tenía humor de oírle, ni los violentos balances del buque,anunciando un gran peligro, disponían el ánimo a disertar sobre elengrandecimiento de la marina.
—Veo que usted me conoce y se hace cargo de mis invenciones—continuóél—. Ya comprenderá que el buque que imagino sería invencible, lo mismoatacando que defendiendo. Él solo habría derrotado con cuatro o cincotiros los treinta navíos ingleses.
—¿Pero los cañones de éstos no le harían daño también?—manifesté contimidez, arguyéndole más bien por cortesía que porque el asunto meinteresase.
—¡Oh! La observación de usted, caballerito, es atinadísima, y pruebaque comprende y aprecia las grandes invenciones. Para evitar el efectode la artillería enemiga, yo forraría mi barco con gruesas planchas deacero; es decir, le pondría una coraza, como las que usaban los antiguosguerreros. Con este medio, podría atacar, sin que los proyectilesenemigos hicieran en sus costados más efecto que el que haría unaandanada de bolitas de pan, lanzadas por la mano de un niño. Es una ideamaravillosa la que yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nacióntuviera dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar la escuadrainglesa con todos sus Nelsones y Collingwoodes?
—Pero en caso de que se pudieran hacer aquí esos barcos—dije yo conviveza, conociendo la fuerza de mi argumento—, los ingleses los haríantambién, y entonces las proporciones de la lucha serían las mismas».
D. José María se quedó como alelado con esta razón, y por un instanteestuvo perplejo, sin saber qué decir; mas su vena inagotable no tardó ensugerirle nuevas ideas, y contestó con mal humor:
«¿Y quién le ha dicho a usted, mozalbete atrevido, que yo sería capaz dedivulgar mi secreto?
Los buques se fabricarían con el mayor sigilo y sindecir palotada a nadie. Supongamos que ocurría una nueva guerra. Nosprovocaban los ingleses, y les decíamos: «Sí, señor, pronto estamos; nosbatiremos». Salían al mar los navíos ordinarios, empezaba la pelea, y alo mejor cátate que aparecen en las aguas del combate dos o tres de esosmonstruos de hierro, vomitando humo y marchando acá o allá sin hacercaso del viento; se meten por donde quieren, hacen astillas con elempuje de su afilada proa a los barcos contrarios, y con un par decañonazos...
figúrese usted, todo se acababa en un cuarto de hora».
No quise hacer más objeciones, porque la idea de que corríamos un granpeligro me impedía ocupar la mente con pensamientos contrarios a lospropios de tan crítica situación. No volví a acordarme más delformidable buque imaginario, hasta que treinta años más tarde supe laaplicación del vapor a la navegación, y más aún, cuando al cabo de mediosiglo vi en nuestra gloriosa fragata Numancia la acabadarealización de los estrafalarios proyectos del mentiroso de Trafalgar.
Medio siglo después me acordé de D. José María Malespina, y dije:«Parece mentira que las extravagancias ideadas por un loco o unembustero lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso deltiempo».
Desde que observé esta coincidencia, no condeno en absoluto ningunautopía, y todos los mentirosos me parecen hombres de genio.
Dejé a D. José María para ver lo que pasaba, y en cuanto puse los piesfuera de la cámara, me enteré de la comprometida situación en que seencontraba el Rayo. El vendaval, no sólo le impedía laentrada en Cádiz, sino que le impulsaba hacia la costa, donde encallaríade seguro, estrellándose contra las rocas. Por mala que fuera la suertedel Santa Ana, que habíamos abandonado, no podía ser peorque la nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales ymarineros, por ver si encontraba alguno que indicase esperanza; pero,por mi desgracia, en todos vi señales de gran desaliento. Consulté elcielo, y lo vi pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré muysañuda: no era posible volverse más que a Dios, ¡y Éste estaba tan pocopropicio con nosotros desde el 21!...
El Rayo corría hacia el Norte. Según las indicaciones queiban haciendo los marineros, junto a quienes estaba yo, pasábamos frenteal banco de Marrajotes, de Hazte Afuera, de Juan Bola, frente alTorregorda, y, por último, frente al castillo de Cádiz. En vano seejecutaron todas las maniobras necesarias para poner la proa hacia elinterior de la bahía. El viejo navío, como un corcel espantado, senegaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furiade Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nadapara impedirlo.
No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien prontoRota, Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda deque el Rayo iba derecho a estrellarse inevitablemente en lacosta cercana a la embocadura del Guadalquivir. No necesito decir quelas velas habían sido cargadas, y que no bastando este recurso contratan fuerte temporal, se bajaron también los masteleros. Por último,también se creyó necesario picar los palos, para evitar que el navío seprecipitara bajo las olas. En las grandes tempestades el barco necesitaachicarse, de alta encina quiere convertirse en humilde hierba, y comosus mástiles no pueden plegarse cual las ramas de un árbol, se ve en ladolorosa precisión de amputarlos, quedándose sin miembros por salvar lavida.
La pérdida del buque era ya inevitable. Picados los palos mayor y demesana, se le abandonó, y la única esperanza consistía en poderlofondear cerca de la costa, para lo cual se prepararon las áncoras,reforzando las amarras. Disparó dos cañonazos para pedir auxilio a laplaya ya cercana, y como se distinguieran claramente algunas hogueras enla costa, nos alegramos, creyendo que no faltaría quien nos dieraauxilio. Muchos opinaron que algún navío español o inglés habíaencallado allí, y que las hogueras que veíamos eran encendidas por latripulación náufraga.
Nuestra ansiedad crecía por momentos; y respecto amí, debo decir que me creí cercano a un fin desastroso. Ni poníaatención a lo que a bordo pasaba, ni en la turbación de mi espíritupodía ocuparme más que de la muerte, que juzgaba inevitable. Si el buquese estrellaba, ¿quién podía salvar el espacio de agua que le separaríade la tierra? El lugar más terrible de una tempestad es aquel en que lasolas se revuelven contra la tierra, y parece que están cavando en ellapara llevarse pedazos de playa al profundo abismo. El empuje de la olaal avanzar y la violencia con que se arrastra al retirarse son tales,que ninguna fuerza humana puede vencerlos.
Por último, después de algunas horas de mortal angustia, la quilla del Rayo tocó en un banco de arena y se paró. El casco todo ylos restos de su arboladura retemblaron un instante: parecía queintentaban vencer el obstáculo interpuesto en su camino; pero éste fuemayor, y el buque, inclinándose sucesivamente de uno y otro costado,hundió su popa, y después de un espantoso crujido, quedó sin movimiento.
Todo había concluido, y ya no era posible ocuparse más que de salvar lavida, atravesando el espacio de mar que de la costa nos separaba. Estopareció casi imposible de realizar en las embarcaciones que a bordoteníamos; mas había esperanzas de que nos enviaran auxilio de tierra,pues era evidente que la tripulación de un buque recién naufragadovivaqueaba en ella, y no podía estar lejos alguna de las balandras deguerra cuya salida para tales casos debía haber dispuesto la autoridadnaval de Cádiz... El Rayo hizo nuevos disparos, y esperamossocorros con la mayor impaciencia, porque, de no venir pronto,pereceríamos todos con el navío. Este infeliz inválido, cuyo fondo sehabía abierto al encallar, amenazaba despedazarse por sus propiasconvulsiones, y no podía tardar el momento en que, desquiciada laclavazón de algunas de sus cuadernas, quedaríamos a merced de las olas,sin más apoyo que el que nos dieran los desordenados restos del buque.
Los de tierra no podían darnos auxilio; pero Dios quiso que oyera loscañonazos de alarma una balandra que se había hecho a la mar desdeChipiona, y se nos acercó por la proa, manteniéndose a buena distancia.Desde que avistamos su gran vela mayor vimos segura nuestra salvación, yel comandante del Rayo dio las órdenes para que el trasbordose verificara sin atropello en tan peligrosos momentos.
Mi primera intención, cuando vi que se trataba de trasbordar, fue correral lado de las dos personas que allí me interesaban: el señoritoMalespina y Marcial, ambos heridos, aunque el segundo no lo estaba degravedad. Encontré al oficial de artillería en bastante mal estado, ydecía a los que le rodeaban:
«No me muevan; déjenme morir aquí».
Marcial había sido llevado sobre cubierta, y yacía en el suelo con talpostración y abatimiento, que me inspiró verdadero miedo su semblante.Alzó la vista cuando me acerqué a él, y tomándome la mano, dijo con vozconmovida:
«Gabrielillo, no me abandones.—¡A tierra! ¡Todos vamos a tierra!»,exclamé yo procurando reanimarle; pero él, moviendo la cabeza con tristeademán, parecía presagiar alguna desgracia.
Traté de ayudarle para que se levantara; pero después del primeresfuerzo, su cuerpo volvió a caer exánime, y al fin dijo: «No puedo».
Las vendas de su herida se habían caído, y en el desorden de aquellaapurada situación no encontró quien se las aplicara de nuevo. Yo le curécomo pude, consolándole con palabras de esperanza; y hasta procuré reírridiculizando su facha, para ver si de este modo le reanimaba.
Pero elpobre viejo no desplegó sus labios; antes bien inclinaba la cabeza congesto sombrío, insensible a mis bromas lo mismo que a mis consuelos.
Ocupado en esto, no advertí que había comenzado el embarque en laslanchas. Casi de los primeros que a ellas bajaron fueron D. José MaríaMalespina y su hijo. Mi primer impulso fue ir tras ellos siguiendo lasórdenes de mi amo; pero la imagen del marinero herido y abandonado mecontuvo. Malespina no necesitaba de mí, mientras que Marcial, casiconsiderado como muerto, estrechaba con su helada mano la mía,diciéndome: «Gabriel, no me abandones».
Las lanchas atracaban difícilmente; pero a pesar de esto, una veztrasbordados los heridos, el embarco fue fácil, porque los marineros seprecipitaban en ellas deslizándose por una cuerda, o arrojándose de unsalto. Muchos se echaban al agua para alcanzarlas a nado. Por miimaginación cruzó como un problema terrible la idea de cuál de aquellosdos procedimientos emplearía para salvarme. No había tiempo que perder,porque el Rayo se desbarataba: casi toda la popa estabahundida, y los estallidos de los baos y de las cuadernas medio podridasanunciaban que bien pronto aquella mole iba a dejar de ser un barco.Todos corrían con presteza hacia las lanchas, y la balandra, que semantenía a cierta distancia, maniobrando con habilidad para resistir lamar, les recogía. Las embarcaciones volvían vacías al poco tiempo, perono tardaban en llenarse de nuevo.
Yo observé el abandono en que estaba Medio-hombre, y me dirigí sofocadoy llorando a algunos marineros, rogándoles que cargaran a Marcial parasalvarle. Pero harto hacían ellos con salvarse a sí propios. En unmomento de desesperación traté yo mismo de echármele a cuestas; pero misescasas fuerzas apenas lograron alzar del suelo sus brazos desmayados.Corrí por toda la cubierta buscando un alma caritativa, y algunosestuvieron a punto de ceder a mis ruegos; mas el peligro les distrajo detan buen pensamiento. Para comprender esta inhumana crueldad, es precisohaberse encontrado en trances tan terribles: el sentimiento y la caridaddesaparecen ante el instinto de conservación que domina el ser porcompleto, asimilándole a veces a una fiera.
«¡Oh, esos malvados no quieren salvarte, Marcial!—exclamé con vivodolor.
—Déjales—me contestó—. Lo mismo da a bordo que en tierra. Márchatetú; corre, chiquillo, que te dejan aquí».
No sé qué idea mortificó más mi mente: si la de quedarme a bordo, dondeperecería sin remedio, o la de salir dejando solo a aquel desgraciado.Por último, más pudo la voz de la naturaleza que otra fuerza alguna, ydi unos cuantos pasos hacia la borda. Retrocedí para abrazar al pobreviejo, y corrí luego velozmente hacia el punto en que se embarcaban losúltimos marineros. Eran cuatro: cuando llegué, vi que los cuatro sehabían lanzado al mar y se acercaban nadando a la embarcación, queestaba como a unas diez o doce varas de distancia.
«¿Y yo?—exclamé con angustia, viendo que me dejaban—. ¡Yo voytambién, yo también!».
Grité con todas mis fuerzas; pero no me oyeron o no quisieron hacermecaso. A pesar de la obscuridad, vi la lancha; les vi subir a ella,aunque esta operación apenas podía apreciarse por la vista. Me dispuse aarrojarme al agua para seguir la misma suerte; pero en el instante mismoen que se determinó en mi voluntad esta resolución, mis ojos dejaron dever lancha y marineros, y ante mí no había más que la horrendaobscuridad del agua.
Todo medio de salvación había desaparecido. Volví los ojos a todoslados, y no vi más que las olas que sacudían los restos del barco; en elcielo ni una estrella, en la costa ni una luz. La balandra habíadesaparecido también. Bajo mis pies, que pataleaban con ira, el cascodel Rayo se quebraba en pedazos, y sólo se conservaba uniday entera la parte de proa, con la cubierta llena de despojos. Meencontraba sobre una balsa informe que amenazaba desbaratarse pormomentos.
Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial diciendo:
«¡Me han dejado, nos han dejado!».
El anciano se incorporó con muchísimo trabajo, apoyado en su mano;levantó la cabeza y recorrió con su turbada vista el lóbrego espacio quenos rodeaba.
«¡Nada!—exclamó—; no se ve nada. Ni lanchas, ni tierra, ni luces, nicosta. No volverán».
Al decir esto, un terrible chasquido sonó bajo nuestros pies en loprofundo del sollado de proa, ya enteramente anegado. El alcázar seinclinó violentamente de un lado, y fue preciso que nos agarráramosfuertemente a la base de un molinete para no caer al agua. El piso nosfaltaba; el último resto del Rayo iba a ser tragado por lasolas. Mas como la esperanza no abandona nunca, yo aún creí posible queaquella situación se prolongase hasta el amanecer sin empeorarse, y meconsoló ver que el palo del trinquete aún estaba en pie. Con elpropósito firme de subirme a él cuando el casco acabara de hundirse,miré aquel árbol orgulloso en que flotaban trozos de cabos y harapos develas, y que resistía, coloso desgreñado por la desesperación, pidiendoal cielo misericordia.
Marcial se dejó caer en la cubierta, y luego dijo:
«Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán volver, ni la marles dejaría si lo intentaran. Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos demorir los dos. Por mí nada me importa: soy un viejo y no sirvo paramaldita la cosa... Pero tú... tú eres un niño, y...»
Al decir esto su voz se hizo ininteligible por la emoción y la ronquera.Poco después le oí claramente estas palabras:
«Tú no tienes pecados, porque eres un niño. Pero yo... Bien que cuandouno se muere así...
vamos al decir... así, al modo de perro o gato, nonecesita de que un cura venga y le dé la solución, sino quebasta y sobra con que uno mismo se entienda con Dios. ¿No has oído túeso?».
Yo no sé lo que contesté; creo que no dije nada, y me puse a llorar sinconsuelo.
«Ánimo, Gabrielillo—prosiguió—. El hombre debe ser hombre, y ahora escuando se conoce quién tiene alma y quién no la tiene. Tú no tienespecados; pero yo sí. Dicen que cuando uno se muere y no halla cura conquien confesarse, debe decir lo que tiene en la conciencia al primeroque encuentre. Pues yo te digo, Gabrielillo, que me confieso contigo, yque te voy a decir mis pecados, y cuenta con que Dios me está oyendodetrás de ti, y que me va a perdonar».
Mudo por el espanto y por las solemnes palabras que acababa de oír, meabracé al anciano, que continuó de este modo:
«Pues digo que siempre he sido cristiano católico, postólico, romano, y que siempre he sido y soy devoto de laVirgen del Carmen, a quien llamo en mi ayuda en este momento; y digotambién que, si hace veinte años que no he confesado ni comulgado, nofue por mí, sino por mor del maldito servicio, y porquesiempre lo va uno dejando para el domingo que viene. Pero ahora me pesade no haberlo hecho, y digo, y declaro, y perjuro, que quiero a Dios y ala Virgen y a todos los santos; y que por todo lo que les haya ofendidome castiguen, pues si no me confesé y comulgué este año fue por aquél de los malditos casacones, que me hicieronsalir al mar cuando tenía el proeto de cumplir con laIglesia. Jamás he robado ni la punta de un alfiler, ni he dicho másmentiras que alguna que otra para bromear. De los palos que le daba a mimujer hace treinta años, me arrepiento, aunque creo que bien dadosestuvieron, porque era más mala que las churras, y con ungenio más picón que un alacrán. No he faltado ni tanto así a lo quemanda la Ordenanza; no aborrezco a nadie más que a los casacones, a quienes hubiera querido ver hechos picadillo;pero pues dicen que todos somos hijos de Dios, yo les perdono, y así mismamente perdono a los franceses, que nos han traídoesta guerra. Y no digo más, porque me parece que me voy a toda vela. Yoamo a Dios y estoy tranquilo. Gabrielillo, abrázate conmigo, y apriétatebien contra mí. Tú no tienes pecados, y vas a andar finiqueleando con los ángeles divinos. Más vale morirse a tuedad que vivir en este emperrado mundo... Con que ánimo,chiquillo, que esto se acaba. El agua sube, y el Rayo seacabó para siempre. La muerte del que se ahoga es muy buena: no teasustes... abrázate conmigo. Dentro de un ratito estaremos libres depesadumbres, yo dando cuenta a Dios de mis pecadillos, y tú contentocomo unas pascuas danzando por el Cielo, que está alfombrado conestrellas, y allí parece que la felicidad no se acaba nunca, porque eseterna, que es como dijo el otro, mañana y mañana y mañana, y al otro ysiempre...»
No pudo hablar más. Yo me agarré fuertemente al cuerpo de Medio-hombre.Un violento golpe de mar sacudió la proa del navío, y sentí el azotedel agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en Dios. En el mismoinstante perdí toda sensación, y no supe lo que ocurrió.
-XVI-
Volvió, no sé cuándo, a iluminar turbiamente mi espíritu la noción de lavida; sentí un frío intensísimo, y sólo este accidente me dio a conocerla propia existencia, pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba mimente, ni podía hacerme cargo de mi nueva situación. Cuando mis ideas sefueron aclarando y se desvanecía el letargo de mis sentidos, me encontrétendido en la playa.
Algunos hombres estaban en derredor mío,observándome con interés. Lo primero que oí, fue:
«¡Pobrecito...!, yavuelve en sí».
Poco a poco fui volviendo a la vida, y con ella al recuerdo de lopasado. Me acordé de Marcial, y creo que las primeras palabrasarticuladas por mis labios fueron para preguntar por él. Nadie supocontestarme. Entre los que me rodeaban reconocí a algunos marineros del Rayo, les pregunté por Medio-hombre, y todos convinieron enque había perecido. Después quise enterarme de cómo me habían salvado;pero tampoco me dieron razón.
Diéronme a beber no sé qué; me llevaron a una casa cercana, y allí,junto al fuego, y cuidado por una vieja, recobré la salud, aunque no lasfuerzas. Entonces me dijeron que habiendo salido otra balandra areconocer los restos del Rayo, y los de un navío francés quecorrió igual suerte, me encontraron junto a Marcial, y pudieron salvarmela vida. Mi compañero de agonía estaba muerto. También supe que en latravesía del barco naufragado a la costa habían perecido algunosinfelices.
Quise saber qué había sido de Malespina, y no hubo quien me diera razóndel padre ni del hijo.
Pregunté por el Santa Ana, y medijeron que había llegado felizmente a Cádiz, por cuya noticia resolvíponerme inmediatamente en camino para reunirme con mi amo. Me encontrabaa bastante distancia de Cádiz, en la costa que corresponde a la orilladerecha del Guadalquivir. Necesitaba, pues, emprender la marchainmediatamente para recorrer lo más pronto posible tan largo proyecto.Esperé dos días más para reponerme, y al fin, acompañado de un marineroque llevaba el mismo camino, me puse en marcha hacia Sanlúcar. En lamañana del 27 recuerdo que atravesamos el río, y luego seguimos nuestroviaje a pie sin abandonar la costa. Como el marinero que me acompañabaera francote y alegre, el viaje fue todo lo agradable que yo podíaesperar, dada la situación de mi espíritu, aún abatido por la muerte deMarcial y por las últimas escenas de que fui testigo a bordo. Por elcamino íbamos departiendo sobre el combate y los naufragios que lesucedieron.
«Buen marino era Medio-hombre—decía mi compañero de viaje—. ¿Peroquién le metió a salir a la mar con un cargamento de más de sesentaaños? Bien empleado le está el fin que ha tenido.
—Era un valiente marinero—dije yo—; y tan aficionado a la guerra,que ni sus achaques le arredraron cuando intentó venir a la escuadra.
—Pues de ésta me despido—prosiguió el marinero—. No quiero másbatallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo obaldado, le dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo.Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le sirven. ¿Qué creeusted? La mayor parte de los comandantes de navío que se han batido el21, hace muchos meses que no cobran sus pagas. El año pasado estuvo enCádiz un capitán de navío que, no sabiendo cómo mantenerse y mantener asus hijos, se puso a servir en una posada.
Sus amigos le descubrieron, aunque él trataba de disimular su miseria,y, por último, lograron sacarle de tan vil estado. Esto no pasa enninguna nación del mundo; ¡y luego se espantan de que nos venzan losingleses! Pues no digo nada del armamento. Los arsenales están vacíos, ypor más que se pide dinero a Madrid, ni un cuarto. Verdad e