Estas palabras, que repentinamente cambiaban de un modo tan radical lasituación, dejaron atónitos a mis amos; después una viva alegríasucedió a la anterior tristeza, y, por último, cuando la fuerte emociónles permitió reflexionar sobre el engaño, me interpelaron con severidad,reprendiéndome por el gran susto que les había ocasionado. Yo medisculpé diciendo que me lo habían contado tal como lo referí, y D. JoséMaría se puso furioso, llamándome zascandil, embustero y enredador.
Efectivamente, D. Rafael vivía y estaba fuera de peligro; mas se habíaquedado en Sanlúcar en casa de gente conocida, mientras su padre vino aCádiz en busca de su familia para llevarla al lado del herido. El lectorno comprenderá el origen de la equivocación que me hizo anunciar con tanbuena fe la muerte del joven; pero apuesto a que cuantos lean estosospechan que algún estupendo embuste del viejo Malespina hizo llegar amis oídos la noticia de una desgracia supuesta. Así fue, ni más nimenos. Según lo que supe después al ir a Sanlúcar acompañando a lafamilia, D. José María había forjado una novela de heroísmo y habilidadpor parte suya; en diversos corrillos refirió el extraño caso de lamuerte de su hijo, suponiendo pormenores, circunstancias tan dramáticas,que por algunos días el fingido protagonista fue objeto de lasalabanzas de todos por su abnegación y valentía. Contó que, habiendozozobrado la lancha, él tuvo que optar entre la salvación de su hijo yla de todos los demás, decidiéndose por esto último, en razón de ser másgeneroso y humanitario. Adornó su leyenda con detalles tan peregrinos,tan interesantes y a la vez tan verosímiles, que muchos se lo creyeron.Pero la superchería se descubrió pronto y el engaño no duró muchotiempo, aunque sí el necesario para que llegase a mis oídos, obligándomea transmitirlo a la familia. Aunque tenía muy mala idea de la veracidaddel viejo Malespina, jamás pude creer que se permitiera mentir enasuntos tan serios.
Pasadas aquellas fuertes emociones, mi amo cayó en profunda melancolía;apenas hablaba; diríase que su alma, perdida la última ilusión, habíaliquidado toda clase de cuentas con el mundo y se preparaba para elúltimo viaje. La definitiva ausencia de Marcial le quitaba el únicoamigo de aquella su infantil senectud, y no teniendo con quién jugar alos barquitos, se consumía en honda tristeza. Ni aun viéndole tanabatido cejó Doña Francisca en su tarea de mortificación, y el día de millegada oí que le decía:
«Bonita la habéis hecho... ¿Qué te parece?
¿Aún no estás satisfecho? Anda, anda a la escuadra. ¿Tenía yo razón o nola tenía? ¡Oh!, si se hiciera caso de mí... ¿Aprenderás ahora? ¿Ves cómote ha castigado Dios?
—Mujer, déjame en paz—contestaba dolorido mi amo.
—Y ahora nos hemos quedado sin escuadra, sin marinos, y nos quedaremoshasta sin modo de andar si seguimos unidos con los franceses... QuieraDios que estos señores no nos den un mal pago. El que se ha lucido es elSr. Villeneuve. Vamos, que también Gravina, si se hubiera opuesto a lasalida de la escuadra, como opinaban Churruca y Alcalá Galiano, habríaevitado este desastre que parte el corazón.
—Mujer... ¿qué entiendes tú de eso? No me mortifiques—dijo mi amo muycontrariado.
—¿Pues no he de entender? Más que tú. Sí, señor, lo repito. Gravinaserá muy caballero y muy valiente; pero lo que es ahora... buena la hahecho.
—Ha hecho lo que debía. ¿Te parece bien que hubiéramos pasado porcobardes?
—Por cobardes no, pero sí por prudentes. Eso es. Lo digo y lo repito.La escuadra española no debía salir de Cádiz, cediendo a lasgenialidades y al egoísmo de M. Villeneuve. Aquí se ha contado queGravina opinó, como sus compañeros, que no debían salir. PeroVilleneuve, que estaba decidido a ello, por hacer una hombrada que lereconciliase con su amo, trató de herir el amor propio de los nuestros.Parece que una de las razones que alegó Gravina fue el mal tiempo, ymirando el barómetro de la cámara, dijo: «¿No ven ustedes que elbarómetro anuncia mal tiempo? ¿No ven ustedes cómo baja?». EntoncesVilleneuve dijo secamente: «Lo que baja aquí es el valor». Al oír esteinsulto, Gravina se levantó ciego de ira y echó en cara al francés sucobarde comportamiento en el cabo de Finisterre. Se cruzaron palabritasun poco fuertes, y, por último, exclamó nuestro almirante: «¡A la marmañana mismo!». Pero yo creo que Gravina no debía haber hecho caso delas baladronadas del francés, no, señor; que antes que nada es laprudencia, y más conociendo, como conocía, que la escuadra combinada notenía condiciones para luchar con la de Inglaterra».
Esta opinión, que entonces me pareció un desacato a la honra nacional,más tarde me pareció muy bien fundada. Doña Francisca tenía razón.Gravina no debió haber cedido a la exigencia de Villeneuve. Y digoesto, menoscabando quizás la aureola que el pueblo puso en las sienesdel jefe de la escuadra española en aquella memorable ocasión.
Sin negar el mérito de Gravina, yo creo hiperbólicas las alabanzas deque fue objeto después del combate y en los días de su muerte[7]. Todoindicaba que Gravina era un cumplido caballero y un valiente marino;pero quizás por demasiado cortesano carecía de aquella resolución que dael constante hábito de la guerra, y también de la superioridad que encarreras tan difíciles como la de la Marina se alcanza sólo en elcultivo asiduo de las ciencias que la constituyen. Gravina era un buenjefe de división; pero nada más. La previsión, la serenidad, lainquebrantable firmeza, caracteres propios de las organizacionesdestinadas al mando de grandes ejércitos, no las tuvieron sino D. CosmeDamián Churruca y D. Dionisio Alcalá Galiano.
Mi señor D. Alonso contestó a las últimas palabras de su mujer; y cuandoésta salió, observé que el pobre anciano rezaba con tanta piedad como enla cámara del Santa Ana la noche de nuestra separación.Desde aquel día, el Sr. de Cisniega no hizo más que rezar, y rezando sepasó el resto de su vida, hasta que se embarcó en la nave que no vuelvemás.
Murió mucho después de que su hija se casara con D. Rafael Malespina,acontecimiento que hubo de efectuarse dos meses después de la granfunción naval que los españoles llamaron la del 21 y losingleses Combate de Trafalgar, por haber ocurrido cerca delcabo de este nombre. Mi amita se casó en Vejer al amanecer de un díahermoso, aunque de invierno, y al punto partieron para Medinasidonia,donde les tenían preparada la casa. Yo fui testigo de su felicidaddurante los días que precedieron a la boda; mas ella no advirtió laprofunda tristeza que me dominaba, ni advirtiéndola hubiera conocido lacausa. Cada vez se crecía ella más ante mis ojos, y cada vez meencontraba yo más humillado ante la doble superioridad de su hermosura yde su clase.
Acostumbrándome a la idea de que tan admirable conjunto degracias no podía ni debía ser para mí, llegué a tranquilizarme, porquela resignación, renunciando a toda esperanza, es un consuelo parecido ala muerte, y por eso es un gran consuelo.
Se casaron, y el mismo día en que partieron para Medinasidonia, DoñaFrancisca me ordenó que fuera yo también allá para ponerme al serviciode los desposados. Fui por la noche, y durante mi viaje solitario ibaluchando con mis ideas y sensaciones, que oscilaban entre aceptar unpuesto en la casa de los novios, o rechazarlo para siempre. Llegué a lamañana siguiente, me acerqué a la casa, entré en el jardín, puse el pieen el primer escalón de la puerta y allí me detuve, porque mispensamientos absorbían todo mi ser y necesitaba estar inmóvil parameditar mejor. Creo que permanecí en aquella actitud más de media hora.
Silencio profundo reinaba en la casa. Los dos esposos, casados el díaantes, dormían sin duda el primer sueño de su tranquilo amor, no turbadoaún por ninguna pena. No pude menos de traer a la memoria las escenas deaquellos lejanos días en que ella y yo jugábamos juntos. Para mí, eraRosita entonces lo primero del mundo. Para ella, era yo, si no loprimero, al menos algo que se ama y que se echa de menos duranteausencias de una hora. En tan poco tiempo, ¡cuánta mudanza!
Todo lo que estaba viendo me parecía expresar la felicidad de losesposos y como un insulto a mi soledad. Aunque era invierno, se mefiguraba que los árboles todos del jardín se cubrían de follaje, y queel emparrado que daba sombra a la puerta se llenaba inopinadamente depámpanos para guarecerles cuando salieran de paseo. El sol era muyfuerte y el aire se entibiaba, oreando aquel nido cuyas primeras pajashabía ayudado a reunir yo mismo cuando fui mensajero de sus amores. Losrosales ateridos se me representaban cubiertos de rosas, y los naranjosde azahares y frutas que mil pájaros venían a picotear, participando delfestín de la boda. Mis meditaciones y mis visiones no se interrumpieronsino cuando el profundo silencio que reinaba en la casa se interrumpiópor el sonido de una fresca voz, que retumbó en mi alma, haciéndomeestremecer.
Aquella voz alegre me produjo una sensación indefinible, unasensación no sé si de miedo o de vergüenza: lo que sí puedo asegurar esque una resolución súbita me arrancó de la puerta, y salí del jardíncorriendo, como un ladrón que teme ser descubierto.
Mi propósito era inquebrantable.
Sin perder tiempo salí de Medinasidonia, decidido a no servir ni enaquella casa ni en la de Vejer. Después de reflexionar un poco,determiné ir a Cádiz para desde allí trasladarme a Madrid.
Así lo hice,venciendo los halagos de Doña Flora, que trató de atarme con una cadenaformada de las marchitas rosas de su amor; y desde aquel día, ¡cuántascosas me han pasado dignas de ser referidas! Mi destino, que ya me habíallevado a Trafalgar, llevome después a otros escenarios gloriosos omenguados, pero todos dignos de memoria. ¿Queréis saber mi vida entera?Pues aguardad un poco, y os diré algo más en otro libro.
FIN DE TRAFALGAR