Transfusión by Enrique de Vedia - HTML preview

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—No, Baldomero; es que estoy ocupado con esta costilla y no atendía...por sacarle...

—¿Quieres más asado?...

—Ya que te empeñas...

—¡Mire que se ha hecho de rogar, don Ricardo! ¿y no le hará mal comersin ganas?...

—¿Sabe, Baldomero—interrumpió Lorenzo,—que estoy preocupado con unacosa?

—Usted dirá, señor.

—¿Qué le dijo a usted ayer ese hombre con quien habló, cuando estábamoscomiendo?

—¡Zonceras, señor!... que no valen la pena.

—Pero usted estaba enojado, ¿no es verdad?

—Tanto no, señor.

—¡Sí! Usted parecía enojado y cuando usted volvió a sentarse connosotros vi que él se besaba la señal de la cruz y hablaba en voz bajacon el compañero, como profiriendo una amenaza.

—¡Para que usted lo viera, don Lorenzo! ¿Qué quiere que haga eselaucha?

—Era Martín, ¿no, Baldomero?

—Él era, don Melchor. ¡Fíjese!...

—No hay enemigo pequeño, Baldomero.

—¡Cuando hay enemigo, don Lorenzo! Pero Martín no es hombre parapararse.

—El que tiene aspecto de bravo es Anastasio, ¿no?—dijo Ricardo.

—¿Ese?... ése es bravo con doña Ramona...

—¿Es posible?—preguntó Lorenzo.

—¡Le da una vida!... bueno que él se ha juntado por la necesidad nomás.

—Y ella parece una mujer excelente.

—Así es; sí, señor, ¡buenaza!... y no digamos que sea mala cosa...porque aunque le ande cerca a los cuarenta...

—Realmente—dijo Ricardo,—es más bien buena moza... ¡y ha de habersido linda!

—¿Anastasio la castiga, Baldomero?—preguntó como dudando Melchor.

—¡Si veinte veces la ha echado del rancho!... pero, ¿a dónde va a ir lainfeliz?

—¿Por qué no la trae al campo, Baldomero?... Aquí habría trabajo quedarle... en el puesto de las aves... o para lavar.

—Para eso sí... nunca estaría de más.

—Debes realizar esa obra buena; pobre infeliz—dijo Lorenzo.

—Mañana mismo nos vamos de un galope hasta el «Paso»,

¿qué les parece?y le hablo—respondió Melchor, que de pocos estímulos necesitaba, paralanzarse en empresas de esa clase.

—¿Y piensa traerla, don Melchor?

—Traerla, no; pero ofrecerle que se venga cuando quiera... es un crimendejar a una mujer como ésa en semejante condición.

—Harás perfectamente.

—¿Y por qué no completa la obra, don Melchor?

—¿Cómo?...

—«Corriéndose» hasta el pueblo... y trayendo «alguien»... que sepatocar el piano... para que lo acompañe a don Ricardo...

—¿Y a quién podría traer?—preguntó éste, ¿o hay pianistas que se«alquilen»?

—De eso no sé... yo conozco poco en el pueblo... ¿sabe quién le puedeinformar? es don Casiano...

—Lo que es por mí se pueden ahorrar el trabajo, porque también,tratándose de tocar el piano, puedo aplicarme aquello de que «el bueysuelto bien se lame».

—¡Más mejor se lamen dos, don Ricardo!—dijo Baldomero coreado por lascarcajadas de todos.

—Así será... pero «solo» nací—replicó Ricardo siguiendo labroma,—«solo» me como esta humita y «solo» toco el piano.

—¡No vaya a hablar solo también; no sea el diablo que lo tomen porloco...!

—¿Y usted cree, Baldomero, que no hay más locos que los que hablansolos?...

—¡Qué voy a creer, señor!... ¡si hay locos de toda laya!...

locos dehambre... esos que hay ahora que les dicen locos de verano... ¡Si hastahay locos por... la Pampita!.....

—Eso de los locos de hambre, ¿lo ha dicho por mí?...

—No, señor; eso, no... coma no más tranquilo...

—¡Qué Baldomero éste... es la piel de Judas!

—¡No me la vaya a quitar, don Ricardo, que no tengo otra...!

—Y a todo esto—dijo Lorenzo,—¿qué programa tenemos para mañana?

—Si se animan iremos hasta lo de Anastasio.

—¿A caballo, Melchor?

—¡Claro está!

—¿No es muy lejos para un «debut»?

—¡No, hombre! Yendo en buenos caballos y despacio...

—Yo preferiría que nos ensayáramos de a poco.

—Vayan ustedes en el break; yo iré a caballo.

—¡Eso es! Y así podremos alternar... un poco en tu caballo... y otro encoche.

—Si quieren—dijo Baldomero—hay caballos muy mansos y de lindoandar... bueno, que para ir hasta lo de Anastasio es lejos, agregórecapacitando.

—¡Y usted hablaba de «corrernos» hasta el pueblo!

—¡Es diferente, don Ricardo!... una cosa es ir a un encargue y otra esir... pongo por caso, a visitar la «Pampita».

—Realmente, valdría la pena—dijo Lorenzo,—conque yo que nunca me hefijado en muchacha alguna he quedado fuertemente impresionado con ésta.

—¡Ya ves! Tú que decías que no encontrarías mujer a tu gusto, te estássintiendo tiernito ahora; ha sido necesario venir a estos mundos paraencontrarla.

—Ya me estás casando, Melchor.

—No digo tanto; pero tu declaración de ahora, y tu pesadilla de anochedejan pensar que este viaje puede resultar de grandes...

enseñanzas.

—Por lo pronto hemos recogido una—dijo Ricardo,—que va contra tusideas.

—¿Cuál?...

—¡El caso de Anastasio! Ahí tienes un hombre víctima inconsolable de undolor moral.

—¿Vas a ponerme como ejemplo un ser inferior, inculto, torpe, aisladode la sociedad en un medio que basta y sobra para llevar a lamisantropía? ¡No, pues! Si Anastasio fuera de la condición que nosotrosy tuviera el capital intelectual de que nosotros disponemos y viviera enpleno Buenos Aires, había de encontrar en su propio espíritu y en lasinfluencias circundantes, los estímulos necesarios para triunfar de sudolor por muy hondo que sea y que yo respeto en él, porque es él; porquevive casi solo

y

a

solas

constantemente

con

sus

recuerdos

atribuladores;pero que no respetaría ni en mí mismo puesto en la situación en queestoy, felizmente.

—¡Sabe que ha hablado lindo, don Melchor!—exclamó Baldomero.

—Yo

censuro—continuó

diciendo

vehementemente

Melchor—a los queacarician cualquier congoja como afanosos por conservarla el mayortiempo posible; yo anatematizo a los que se entregan con fruición atodas las desesperaciones de cualquier dolor moral por intenso que sea,y en vez de tirarlo al último rincón lo pasean en los labios como esospordioseros que van mostrando una llaga para excitar la caridad pública;yo me refiero a los cobardes que se rinden sin luchar por no darse eltrabajo de esgrimir las armas qué tienen a la mano.

Lorenzo y Ricardo escuchaban a Melchor como reos ante una acusaciónirreducible, mientras Baldomero pensaba que su presencia erainconveniente en aquel momento, en que comprendía instintivamente queMelchor desempeñaba una función trascendental.

—Bueno, don Melchor, voy a dejarlos.

—¿Ya se va, Baldomero? ¿no quiere una copita de coñac?

—Gracias, don Melchor, no tomo.

—¡Tome! Yo también voy a tomar para festejar la venida de ustedes.

—¿Vas a tomar coñac, Melchor?—le dijo Lorenzo con visible extrañeza.

—¡Qué me va a hacer!... ¡una copita a la salud de ustedes... y deClota!... ¡agua... ché... me he abrasado!...

—¡Para qué tomaste!

—Bueno, don Melchor, yo voy a retirarme; ¿le digo entonces a Hipólitoque ate?

—Sí, que ate, y que me ensillen el zaino.

—¿Para qué hora piensan salir?

—Yo voy a ir a despertarlo.

—Será, señor, si no hace un paseo más largo...

—¿Qué paseo?

—El galope con la «Pampita»...

—La «Pampita»... la «Pampita»...—repetían Lorenzo y Ricardo.

*

* *

En el momento en que Lorenzo abría la puerta para salir al corredor,llegaba Baldomero con el mate en la mano.

—¡Vaya, don Lorenzo, así me gusta!

—Ya ve: lavado y listo.

—¿Y los compañeros?

—Ricardo se está vistiendo; pero Melchor duerme todavía.

—¿Duerme todavía?... Sabe que es raro.

—Lo he despertado dos veces y se ha vuelto a dormir.

—Y... ¿se anima a ir a caballo?

—Hasta el «Paso»... es demasiado.

—Están ensillando caballos para ustedes; yo mandé ensillar el malacarade la niña Lola para don Ricardo, que le había prometido, y para ustedun overito de la nena, que es una malva.

¿No quiere un mate?...

—¿Dulce?

—¿Usted también toma dulce?... le daremos con azúcar.

¿Vamos paraallá?...

—Bueno, ¿y no me desconocerán los perros?

—Son mansos, no tenga reparo.

A la tenuísima vislumbre de un amanecer apacible siguieron la estrechasenda del jardín que daba acceso a las caballerizas, en las que a favorde un farol pequeño y sucio el caballerizo ensillaba

los

caballos

que

unmuchacho

rasqueteaba

previamente.

En el boj que bordeaba el camino, tropezaba Lorenzo a cada paso, almismo tiempo que esquivaba, al tacto, las guías con flores que losrosales parecían tenderle como para brindarle las galas de susproductos.

Al presentarse en el sitio en que se rasqueteaban y ensillaban loscaballos, éstos resoplaron vibrantemente en forma que Lorenzo quisoentender como una burla, casi como si fueran carcajadas caballunas, comosi hubieran sido capaces de pensar al verle: ¡Y éste es el que va amontarnos!... mientras los perros le contemplaban a cierta distancia sinque faltara alguno más confiado que se llegase a helarle laspantorrillas con el soplido explorador de su hocico.

Bajo el alero de la caballeriza tubaban palomas con tonos de dianasdistantes y el «errás-errás» de la rasqueta era apagado a veces por elrepentino aleteo de alguna gallina madrugadora que se descolgaba alsuelo y daba luego una pequeña carrerita cacareando a grito herido, comosi hubiera realizado una hazaña prodigiosa.

Las vacas tamberas se aproximaban solas a sus palenques desoyendo losreclamos temblorosos de sus crías embozaladas y mientras todo despertabaa la tarea diurna en aquel breve trecho, cruzaba el espacio una bandadade patos laguneros, rumbo a la luz, dejando caer desde lo alto gritosque parecían decir como el del cuervo de Poé: «¡ja... más!... ¡ja...más!...»

El día avanzaba poniendo tintes amarillentos en las aristas de las cosashaciéndolas surgir de entre la brumosidad ambiente y uno de los detallesde aquel cuadro campestre que más llamó la atención de Lorenzo, fue unperrazo bayo que se alzó de pronto sobre sus cuatro patas rígidas,levantó la cola, recta como una espada, arqueó graciosamente su cuerpo ylanzó un gran bostezo para echarse de nuevo lamiéndose los labios comosi lo paladeara...

—Aquí está su overo, don Lorenzo, quítele lo desparejo...

—¿Es un poco chico, no?

—¿Cuándo ha visto licor en jarro de agua?...

—¡Lo he visto en botellas!

—¡Pero no en pipas! Si vamos a eso. ¡Este es un caballito...

mire!...¡qué usted verá!...

—¿Y aquél?

—¡Ese es el crédito de don Melchor! ¡Yo no sé qué le encuentra a esecaballo!... ¡Porque si es el andar, no vale gran cosa... ni siquierasabe armarse... estrellero! ¡como el sólo! y hasta algo mosquiador... enfin: es un gusto.

—¿Y qué quiere decir estrellero?

—Que va con la cabeza así... ¿ve?... y el cogote por loconsiguiente—dijo Baldomero estirando el brazo y la mano haciaadelante.

—¿Y no tienen algún caballo de «sobrepaso»?—preguntó Lorenzo porcompensar en algo la ignorancia evidenciada.

—Hay un petizo. ¡Fíjese!... ¿Quiere verlo?—y volviéndose al muchachoque rasqueteaba al malacara dijo:

—Ché, Juancito, echá el «Risueño»...

—Está en el potrero de las coloradas.

—¿Desde cuándo?

—Afloja una mano—respondió el muchacho como si contestara a lapregunta.

—¿Y se llama «Risueño» el petizo?—preguntó sonriendo Lorenzo.

—¿Sabe por qué le pusieron?... porque cuando siente el freno, que se lovan a poner en la boca, sabe levantar el labio, que parece que seestuviera riendo.

—¡Ahí viene Ricardo!... ¡Qué toilette tan larga!

—No, es que me quedé hablando con Melchor; buenos días, Baldomero.

—¿Cómo pasó la noche, don Ricardo?

—He dormido muy bien... ¡qué linda mañana! ¿eh?

—¿Y Melchor?

—Me ha costado un triunfo despertarlo. Dice que tiene más pereza quevergüenza.

—¡Y él sabe ser madrugador!... Estará cansado... o puede que tenga unatraso de sueño.

—Voy a verlo, ya vuelvo, espérame aquí con Baldomero.

Por la ventana del dormitorio vio Lorenzo al subir al corredor, queMelchor estaba sentado en el borde de la cama con las manos

sobre

losmuslos

en

actitud

de

profundo

ensimismamiento; pero en el mismo instanteen que le golpeó el vidrio, Melchor le miró sonriendo como si hubieraestado pensando en cosas alegres.

Lorenzo penetró en el dormitorio, ligeramente preocupado con la actituden que había sorprendido a Melchor, y le dijo:

—¿No te sientes bien?

—¿Yo?... ¡Perfectamente!... ¿Por qué?

—Me dijo Ricardo que estabas sin muchas ganas de levantarte.

—¡Cosas de Ricardo! ¡Tenía un poco de sueño y nada más!...

en unperiquete me visto e iremos a dar un galope; espérate.

Lorenzo se aproximó a la ventana, por la que se veía gran parte deljardín, la casa de Baldomero a la izquierda y al fondo las caballerizasrodeadas de corpulentos y seculares ombúes.

En la parte posterior de la casa continuaba el jardín hasta el punto enque empezaba el monte de frutales y era de tal modo vibrante y compacto,si puede decirse, casi aturdidor, el cantar matinal de los pájaros, quehizo exclamar a Lorenzo:

—Parece una pajarera esta casa.

—¿Has visto?... ¡Cuánto pájaro! ¿eh? Es que aquí no se les persigue y,al contrario, cuando están las muchachas les echan montones de alpiste yde maíz de guinea por todas partes.

—¡Qué lindo es eso!

—Aquí todo es lindo, ché, hay que convencerse, y si no fuera que laestancia queda tan lejos de Buenos Aires, yo me vendría a vivir a ellapara siempre.

—¿Y qué te lo impide?... Al fin tu empleo no te da gran cosa.

—No; si yo lo conservo por ocuparme en algo y porque es de porvenir;pero no sería justo que la condenase a Clota a este aislamiento... ¿Pormí? Si yo me dejase llevar de mi tendencia no me movía más de aquí.

—¡Te parece!... al mes saldrías volando para la ciudad...

Nosotros nohemos nacido para la vida embrutecedora del campo... para estasoledad... este aislamiento...

—Todo tiene sus encantos y sus compensaciones, Lorenzo.

Aquí haysoledad; pero hay salud; hay aislamiento pero no hay decepciones.

—¿Y de qué decepciones puedes quejarte tú?

—¡Bah!... Es que yo disimulo; pero si tú supieras cuántos me hanfrecuentado asiduamente, cuando yo no tenía más tarea que atenderles ydistraerles y se me han retirado en cuanto me vieron ocupado opreocupado.

—¡Eso me parece muy natural!

—¡Ah!... ¡Sí!... «¡muy natural!» Llevarme tribulaciones, angustias,conflictos de todo género, para que yo los consolase o los arreglara yel día que me tocaba quejarme a mí, encontrarme solo entre las cuatroparedes de mi cuarto.

—¡Pero tú no puedes decir eso, Melchor! ¡Tú menos que nadie!

—¡Bah!... Con excepción de Ricardo y de ti, ¿dime? ¿cuáles son misamigos ahora?

—¡Pero los de siempre, Melchor! Es claro que te frecuentan menos portus visitas a Clota... y porque, al fin y al cabo, tú también hascambiado... ya no eres tan chacotón ni tan conversador como antes.

—¡Yo no he cambiado!—le interrumpió Melchor con cierta vehemencia,suspendiendo la tarea de anudarse la corbata.—¡Son ellos los que mehabrán hecho cambiar!... Los que supieron aprovecharme siempre que menecesitaron, y para sacarme el cuerpo el día que pude necesitar deellos: ¡porque todos son así!...

—¡Son ganas de quejarte!

—¡Bueno! Así será, no hablemos más de esto; mira qué monada esaratoncita... ¡allí!... ¿La ves?... bajo aquel clavel...

—¿Sabes cuál es su nombre técnico?

—¡Qué voy a saber!

—Troglodita.

—¡Eso querría ser yo!...

En ese momento se presentó en la puerta del cuarto Juancito, el pequeñopeón de la caballeriza, y dijo:

—Buen día, don Melchor... ¿que si no van a ir?

*

* *

—¡Qué barbaridad! ¡Ya no puedo tomar más!—dijo Ricardo poniendo en elsuelo un vaso con un poco de leche.

—Ni yo tampoco: he tomado demasiada.

—A mí sáqueme otro vaso, Águeda.

—¡Será a la vaca, niño Melchor!—contestó la vieja que ordeñaba, riendode su propia ocurrencia y procurando cubrir con sus labios plegados dearrugas el solo diente que le quedaba en la boca, largo y amarillento,como hueso de bagual en una zanja.

—¡Vea!... ¡Doña Águeda mojando también!

—¡No se descuide, don Baldomero, que cuando llueve se mojantodos!—replicó la vieja disponiéndose a ordeñar, al sentarse encuclillas al pie de una vaca negra que rumiaba tranquilamente, mientrasmovía, sin éxito, el tronco de su cola atada en la punta a sus propiosgarrones.

—Yo he tenido que desayunarme con leche—dijo Lorenzo,—

cansado deesperar un mate dulce que me ofrecieron...

—¡Pero, si usted se fue a conversar con don Melchor!...

—Le digo por broma, Baldomero; si yo prefiero la leche.

—¿Y al fin?... ¿Nos vamos a pasar aquí la mañana?

—¡Cuando quieran!... ¿Van a ir a caballo?—preguntó Melchor.

—Si hemos de ir hasta lo de Anastasio, prefiero el coche.

—No, Lorenzo, iremos otro día; vamos a dar una vuelta por el campo, nomás.

—Entonces nos ensayaremos... ¿qué te parece, Ricardo?

—¡Convenido!... ¡a caballo!

—¿Y eso?... ¿No decía, don Melchor, que iba a ir hoy para hablar a doñaRamona?...

—Iremos mañana, Baldomero, u otro día... Cuando estén más acostumbradosal caballo, ¿no le parece?...

—Como usted mande... ¿y no sería bueno consultarle primero al patrón?

—No hay necesidad; al viejo le parece bien todo lo que yo hago, ytratándose de una cosa así, más.

Al tomar los caballos, dijo Ricardo:

—¡Baldomero!... ¡bajo su responsabilidad!

—Monte sin cuidado, señor. ¡Si el malacara es una dama!

Efectivamente, ni el malacara de Ricardo, ni el overo de Lorenzoparecieron darse por entendidos de la carga que tenían, pues quedaroninmóviles en el mismo sitio, sin dar señales de vida.

Los dos jinetes sentían la honda emoción de una expectativatrascendental, temerosos de las consecuencias de una repentinaresolución de los nobles brutos, y abrumados también por la actitud deintensa curiosidad con que eran observados por Baldomero, Hipólito,José, Águeda, el caballerizo, Juancito, los perros, las vacas y hastalas palomas que sobre los tirantes del techo inclinaban sus cabecitascomo para mirarlos mejor.

—¿Vamos?...—dijo Melchor, correctamente montado en su zaino.

—Bue...e...no—Contestó Ricardo, pensando:—¡Aquí va a pasar algo!

Casi al pensamiento de Melchor respondió el zaino avanzando, con sucabeza levantada como si explorase el horizonte; el malacara, porinstinto, que no por resolución de su jinete, lo siguió; viendo el overoque sus compañeros se iban, no quiso quedarse solo y en un ex abruptomortificante, salió al trotecito.

Lorenzo creyó, en el primer instante, que se había desbocado; pero noperdió su serenidad hasta el extremo de no oír que Baldomero le decía:

—Que se divierta.

A favor de la marcha del overo pudo ponerse pronto al lado de Melchor, aquien le preguntó, sin volver la cabeza por temor de perder elequilibrio que a duras penas había podido conservar:

—¿Por qué... me... habrá... dicho... Baldomero... que...

me...divierta?...

—¡Qué encuentras de raro en eso?

—¿Yo?... nada...—repuso Lorenzo que empezaba a sudar; yagregó:—no... vayamos... tan... ligero...

—Sujeta, si te incomoda el trote.

Obedeció Lorenzo tan estrictamente, que el overo se paró.

—¿Qué te pasa?... ¿Por qué te paras?...

—«Él»... se paró.

—¡Sigue... hombre!...

El «hombre» no siguió; siguió el caballo, reanudando su irritantetrotecito a favor del cual los pantalones de Lorenzo se acortabanaceleradamente.

Ricardo había tomado posesión del malacara descubriendo en él unacondición salvadora: era íntimo amigo del zaino...

¡inseparable! yresolvió no contrariar en lo más mínimo el noble afecto del noble bruto.De esta suerte, a través del zaino y de Ricardo, Melchor gobernaba almalacara, convertido por discreta resolución de su jinete en la sombradel compañero de pesebre, cuyos movimientos seguía con absolutalibertad.

—Tu... caballo... sí... que... es... bueno...—dijo Lorenzo a quien elzangoloteo a que el suyo lo obligaba le impedía emitir más de tressílabas seguidas.

—Tiene muy buen tranco, realmente.—contestó Ricardo;—

pero el tuyo esmás bonito.

—¿Quieres... cambiar?...

—No; voy bien, en éste.

—Lolita hace lo que quiere en ese caballo—dijo Melchor.

—¡Quién fuera Lolita!—pensó Ricardo.

—¡Quién podrá hacerlo con este monstruo!—pensó Lorenzo.

—Lo que despuntemos este alambrado, podremos galopar.

—¿Para... qué?... Melchor... no... tenemos... apuro...

Melchor, que había notado las angustias inmotivadas de Lorenzo,prorrumpió en una carcajada, diciéndole:

—¡Vienes temiéndole a ese caballo en el que la nena hace lo que quiere!

—La... nena... ella... sabe... andar.

—¡Pero si cualquiera sabe andar en ese caballo!

—Es... que... yo... no... lo... conozco—repuso Lorenzo sudando a maresy viendo pavorosamente que el fin del alambrado estaba próximo.

Por la fatiga que sentía, por el calor que lo abrumaba, por la tirantezde su ropa en toda dirección y por otros detalles concurrentes,calculaba Lorenzo haber andado varias leguas, cuando al volver la cabezapor un movimiento de instintiva curiosidad, vio a corta distancia queÁgueda desataba la cola de la lechera negra.

—¿Galopemos?...—dijo Melchor inclinando ligeramente el cuerpo haciaadelante, y los tres caballos aceptaron la invitación...

Cuando Lorenzo iba a romper en una enérgica protesta, se encontrógalopando sin poder evitarlo; pero al mismo tiempo notó, o creyó notar,que esa nueva forma de marcha era más soportable, bien que le molestabaalgo el movimiento de ascenso y descenso de los jinetes que llevaba allado.

Lo agradable del galope no le impedía pensar, con cierta inquietud, enun suceso inevitable, y en una observación de orden distinto: ¿Cómo seráal parar?; ¡qué difícil es hablar cuando se galopa!...

El galope duró cuanto lo permitió la naturaleza del suelo, que a nohaberse interpuesto un bañado continuaría acaso todavía; y el paseo seprolongó por mucho tiempo, pues pasado el momento de la prueba inicial,Ricardo y Lorenzo se posesionaron resueltamente de sus caballos, a losque, a ratos, creían sinceramente que ellos los habían domado.

Sudorosos, contentos ¡«gauchos» ya! regresaron a las casas, en las queentraron casi a media rienda, desoyendo las indicaciones de Melchor,pues querían mostrar a «todo el mundo» que eran capaces de jinetear comoel mejor.

Al bajar de los caballos sintieron, sin embargo, sensaciones noexperimentadas

y

reveladoras

por

lo

mismo

de

anormalidades,

cuyasconsecuencias

no

podían

calcular:

punzadas agudas en las plantas de lospies; temblor en las piernas; ardor en los ojos y resistencia en la ropainterior a desprenderse de algunas partes.

*

* *

A la mañana siguiente, cuando Baldomero entró al dormitorio, con lasprimeras luces del día, a despertarles, para montar en los caballos yaensillados, Lorenzo y Ricardo, dijeron casi al unísono:

—¡Yo no puedo moverme!... ¡ay!...

Melchor insistió tenazmente en la conveniencia de vencer los dolores quesentían y volver a repetir la prueba del día anterior; pero todadialéctica resultó estéril:

—«No puedo moverme.»

—«Me duele todo el cuerpo.»

—«No puedo darme vuelta»—contestaban.

—Mañana será peor, levántense, no sean maulas.

Convénzanse de que aesos dolores, «como a todos», se les domina y vence con un poco devoluntad.

—¡Yo necesitaría toda la del mundo para mover una pierna!...

¡ay!...

—Después les va a pesar... ¡vamos!... ¡un poco de energía y arriba!...Vean que