Transfusión by Enrique de Vedia - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Por mí... no... don Melchor... y aunque me hiciera... aunque mematara... ¿yo qué valgo?...

—Anastasio se guardará muy bien de pensar en venir aquí a buscarla...y con el tiempo se le pasará todo.

—¿Usted cree, don Melchor?

—Esté segura, Ramona... no le hará nada... no tema.

—Ya le decía, don Melchor, por mí no tengo miedo ninguno.

—Pues entonces, esté tranquila... o, ¿quiere volver al lado de él?

—¿Por qué me dice «eso», don Melchor?—contestó ella aproximándoseleaún más, bajando la voz como temerosa de ser oída, e inundándole conolor a cedrón de que tenía en la mano un gajo estrujado.

—Le pregunto, Ramona, porque bien podría suceder.

—¡Cómo había de ser!... ¿me cree capaz, don Melchor, de volverme conese hombre?...

—Pues entonces esté tranquila, Ramona... vaya, no más, ocúpese de suscosas y no vuelva a hablarme de esto.

—¿Me voy... entonces...?

—Sí, Ramona; vaya no más.

—Será hasta luego... entonces... ¡cuántas cartas ha recibido!...

donMelchor.

—Es verdad... de la familia... y de mis amigos—dijo Melchor poniéndosede pie, como para salir.

—Ha de haber... alguna... otra... ¡no diga!

—¡Bien puede ser!—le contestó sonriendo afablemente al dirigirse, comolo hizo, hacia las piezas interiores contemplado desde la puerta delescritorio por Ramona que al salir al corredor tiró a un cantero deljardín el gajo de cedrón estrujado que tenía en la mano.

*

* *

La sobremesa de Ricardo se había prolongado comentando el suceso del«Paso» y refiriendo detalles de su permanencia en el pueblo cuando sepresentó Melchor diciendo:

—Voy a guardar estas cartas... ya vuelvo—y siguió de largo para sudormitorio del que regresó en seguida.

—Total—dijo Baldomero al sentarse Melchor, dirigiéndose aRicardo,—muchos cuentos... y de lo principal... ¡nada!

—¿Me esperabas a mí, no es cierto?—dijo Melchor y dirigiéndose alsirviente que se retiraba después de haber guardado unos platos:—José,antes de irse, deme una taza de café.

—Empezaré, pues, por lo que Baldomero llama lo principal.

—¿Y de no?... ¿a qué fue don Ricardo?

—¡Andando! Tienes la palabra.

—Y en una sola lo diré todo: la «Pampita»...

—¿El qué?

—...la «Pampita»...

—¡Acaba!

—¡Se hace de rogar!... don Ricardo.

—...pues... la «Pampita»...

—¡Estás muy pavo!

—¡...me... ha... desahuciado!

—¡Eso no es cierto! no lo dirías en ese tono.

—Ciertísimo, Melchor.

—No te creo.

—Bueno, cuenta cómo fue—dijo Lorenzo.

—Ante todo no deja de ser realmente excepcional esta confidencia hechapor mí a todos ustedes, en un asunto que generalmente se tramita a solascon la propia conciencia; pero sería ridículo que tuviera secretos paracontigo, Melchor, tratándose de un síntoma de salud moral, readquiridapor tu esfuerzo; sería cuando menos pavo que los guardara para contigo,Lorenzo, en un caso en que nos hemos hecho confidencias y confesionesrecíprocas, y sería ingrato con el amigo Baldomero, si no le contasecómo me fue con su consejo, pues han de saber ustedes que lo consultécon él. Hecha esta declaración previa, que se impone, voy a referirlesel episodio.

El lunes llegué al pueblo a las cuatro más o menos, porque me demoré muypoco en el «Paso», y después de descansar un rato y bañarme, fui a lo dedon Casiano como a eso de las siete. Al pasar la tranquera...

—¡Se le haría cuesta abajo!...—dijo Baldomero riéndose.

—...¡al contrario!... vi que la «Pampita» estaba sentada en elcorredor, leyendo, y tan absorbida en la lectura que no me sintió llegarhasta que estuve junto al corredor, bajo ese aguaribay grande, ¿seacuerdan? que está a la derecha. Al verme, dijo como si se tratara de lacosa más habitual:

—¿Es usted... señor?... Buenas tardes...—y cerrando el libro que pusosobre la silla al levantarse, se aproximó al borde del corredor,mientras yo bajaba del caballo, cuyas riendas puse en una horquetaformada por un gajo roto.

Yo no puedo pensar en describirla... ¡era algo estupendo!...

tenía lacabeza envuelta en una gasa verde oscura, recogida atrás con unosmechones de cabellos envueltos con la gasa sobre la nuca marmórea, y queme parecían luchar entre sí como si defendieran una posesión divina...yo no he visto... no... ¡no hay en el mundo una criatura que se leparezca!

—¡Sabe, don Ricardo, que está apretando... la calor!

—No interrumpa, Baldomero... y no se ría de mí... que usted las ha dehaber pasado iguales...

—Es un decir... don Ricardo.

—Pues en cuanto bajé del caballo vi aparecer al «ñato», a otroindividuo que parecía peón, a una señora de buen aspecto y alguienmás... no me acuerdo... que me miraron desde una distancia y se alejaronen seguida, en momentos en que la

«Pampita» me tendía la mano y mesaludaba como a un viejo amigo, ofreciéndome asiento. Después supe queaquella señora era su maestra de labores y que pasa una temporada conella. Le pregunté por su padre: «Está en el pueblo», me contestó,agregando: «Quizá venga antes de comer; ¿quiere hablar con él?» «Sí...y... no... señorita», le repuse. Ella me miró fijamente un instante ygirando sobre sí misma tomó del asiento que ocupaba el libro que habíaestado leyendo y que fue a poner de canto entre las rejas de la ventanapróxima. Al volver a sentarse me dijo que no sabría descifrar el enigmaplanteado con mi contestación. «Quizá» le contesté «fuera indiscretoaclararlo sin su permiso.» «¿Y necesita usted de mi autorización parahablar?», me preguntó riéndose. «No se ría usted» le dije,

«porque acasohubiéramos de hablar de cosas serias... muy serias». «Vea, usted...señor... a mí me interesan siempre las cosas serias... a pesar de seruna muchacha como cualquiera...

Cuando vienen ciertas personas a visitara tata y hablan de

«cosas serias», yo me entretengo mucho más que conlas conversaciones de mis amigas... ¿qué raro, eh?» «En un espírituselecto como el de usted» le respondí, «eso se explica; pero,desgraciadamente, mi conversación no tendrá aquel carácter, y permítameque insista en pedirle su permiso para hablarle de las «cosas serias» aque me he referido.» ¿Y quieren creer ustedes lo que me dijo?... Pues mepreguntó con una ingenuidad insuperable: «¿Usted va a comer connosotros?» Yo me quedé como aturdido y sólo atiné a decirle: «Creo queusted no está segura de que su señor padre venga a comer...» «Por eso lepregunto» me contestó, «para mandarlo buscar.» «Pues bien», le dije, enuna forma que no pude reprimir, «de usted depende que acepte suinestimable invitación o que me retire inmediatamente, y acaso parasiempre». Yo había visto a la Pampita sonriente, amable, bromista,seria, sin perder el gesto de suprema bondad que la distingue: ¿teacuerdas, Lorenzo? Pero yo no había imaginado ver aquella divinaexpresión de dignidad reposada y grave con que habló conmigo desde eseinstante para decirme después y reiteradamente: «Yo tengo queagradecerle de veras, señor, el honor que usted me dispensa, pero que,aun cuando me sintiera inclinada a aceptar, por mucho que no lo merezca,no podría aceptarlo sin menoscabar el concepto que me he formado de misdeberes de hija: yo me debo a mi padre, señor, y sería una criminal—yolo entiendo así, perdóneme—si lo abandonara en sus últimos años». «¿Nicon el asentimiento de él?» le pregunté, y me contestó: «Ni con elasentimiento de él...

que me lo daría, estoy segura, si creyera quepodría hacerme más feliz...—pero que yo tendría que juzgar en suverdadero significado: como un supremo sacrificio hecho por mí y que yono podría imponer ni aceptar».

—¡No le decía!... don Ricardo... ¡si esa muchacha es tremenda!... Ydiga que usted iba con buenas intenciones...

—¿Y al fin?—dijo Melchor,—¿a qué arribaron?

—¡A nada!... A la noche volví y hablé con don Casiano largamente; leexpuse con toda franqueza mis aspiraciones y hasta lo que tengo y loque tendré con el tiempo en punto a recursos: llegué a decirle queliquidaría todo y me vendría a establecer aquí; el buen viejo me tratócon toda consideración; pero diciéndome invariablemente: «Vea, señor, loque ella resuelva, estará bien... ¿qué quiere que yo me ponga acontrariarla?... háblele usted, no más... y si es por visitarla, puedevenir cuando quiera». Así lo hice; el martes, casi pasé el día allí;comí con ellos, tocamos el piano, conversamos largamente; volví ayer...hemos estado horas y horas solos; pero la última palabra de la Pampitaal despedirme fue la primera:

«Me debo a mi padre y no lo abandonaré ensus últimos años».

«¿Me permite usted que la frecuente?» le dijeteniéndole la mano tomada. «Siempre me será grata su visita», mecontestó, y cuando salí por la tranquera para venirme, la vi en elcorredor; la saludé con el sombrero y ella me contestó con la mano. Mevine y... aquí estoy.»

—Mi opinión, Ricardo, es que tú nos cuentas la mitad de la jornada;pero con lo dicho me basta para comprender que esto es asunto concluido.

—No he reservado nada, Melchor; te he dicho toda la verdad,

¿yconcluido?... ¿por qué?...

—Porque si la Pampita no te aceptara de plano, te lo habría dicho o telo habría hecho saber por don Casiano.

—Es claro que no les he repetido sílaba por sílaba cuanto hemoshablado, pero tengo la certeza de que si don Casiano vive veinte años,durante ellos la Pampita se conservará igual.

—¡Qué se va a conservar!... ¡no seas ingenuo!... mantiene una actitudsimpática, porque es inteligentísima, para hacerse más interesante, peroha comprendido que tú eres un gran partido y no lo perderá.

—Haces mal en hablar así... la Pampita es incapaz de una coquetería, nide una farsa: me ha revelado un propósito firme y sincero, que nada ninadie hará modificar.

—Bueno; no te resientas.

—¡Si no me resiento!

—Haces una defensa que lo parece.

—Es que tú pretendes presentar a la Pampita como a una cualquiera.

—No, Ricardo, yo no puedo considerarla con tu criterio, esto es todo;creo que es una mujer, y nada más; y así, la juzgo como a todas...igualita a todas: las novias, o las solteras en un grupo: buenas,amables, sencillas, modestas, etcétera... preparándose a formar el otrogrupo, ¡el antitético!

—La Pampita no es de esa clase, Melchor, y tan no lo es, que seconserva hace tiempo en la misma actitud y no la modificará ni por mí nipor nadie.

—Vuelve mañana; insiste; plantea un dilema de términos extremos, y yaverás... ¡La Pampita no puede ser una mujer distinta de todas!

—¡Pues lo es! y no me ciega un entusiasmo perturbador; pero séperfectamente que aun cuando me aceptara de plano, como tú dices, semantendría en su actitud de hoy, mientras viva su padre; podré irveinte, cien veces, y siempre me diría lo mismo.

—¡Quién sabe! Ricardo, insiste y allá veremos.

—Este no es asunto que se gane con la insistencia, ¿no es verdad,Baldomero?... usted que la conoce bien.

—Así es, sí, señor; pero lo que usted cuenta, ¿sabe? ya es un adelantoy puede que volviendo muchas veces... porque vea, don Ricardo, que«cuantos más chicharrones más grasa sale...»—

contestó Baldomeroprovocando carcajadas hasta del mismo Ricardo.

—En fin—dijo Lorenzo,—yo pienso como Melchor: ¡ésta es campañaganada,

Ricardo!...

¡Y

tanto

que

si

quieres

acompañarnos a una siestita,podrás dormir sobre tus laureles!...

¿eh?...

—¡Qué va a dormir, Ricardo!... No está para eso.

—¿Que no, Melchor? dormiré a pierna suelta, buena falta me hace.

—Y a todo esto, Ricardo, ¿cuál es el síntoma de salud moral a que tereferiste?

—¡Hombre!... que si la Pampita me desahuciara rotundamente,

¡y eso queesta vez va como nunca!, yo me conformaría pensando...

—¡Con los colores complementarios!—le interrumpió Melchor.

—No, ché, pensando en lo que tú nos decías en el tren, ¿te acuerdas?«el mundo está lleno de Clotas».

*

* *

—¿Quiere que vayamos, don Melchor, a ver esa hacienda que han traído?

—Bueno, ¿ustedes se animan?

—No, ché, yo voy a quedarme para escribir a casa.

—Y yo también; ya te dije.

—Estoy por imitarlos, Baldomero, porque no escribo hace días. ¿Qué leparece que fuéramos mañana a ver la hacienda?

—Mejor que escriba mañana, don Melchor; de todos modos Hipólito saldrátarde... y siempre tendrá tiempo... también puede escribir luego, a lanoche, ¿no le parece?

—¡Estoy tan cansado!...

—¿De qué, don Melchor?... Usted ahora sabe cansarse de nada...

—He andado tanto estos días... y he dormido poco en las últimas noches.

—¡Tu receta, Melchor, acuérdate!—intercedió Ricardo,—

contra elcansancio, el ejercicio.

—Sí, don Melchor, vamos; puede que hallemos algún animal que valga,porque a veces en tropas así sabe venir, «un repente», algún mestizo desangre.

—Bueno, voy a vestirme; ¿mandó ensillar?

—¿En cuál va a ir?... ¿En el zaino?...

—No; hágame ensillar el Platero... con recado, ¡eh!—repuso Melchordirigiéndose a su dormitorio.

Bajo el corredor quedaron con Baldomero, Lorenzo y Ricardo tomando matey comentando el deseo de Melchor de montar al Platero, redomón que loera aún y que podía dar una sorpresa; pero las órdenes de Melchor secumplían al pie de la letra y momentos después el Platero ensilladogiraba amenazante y piafando alrededor del pilar de la caballeriza enque había sido atado.

Melchor apareció calzando botas y vestido con amplia bombacha negraceñida por un cinturón de gamuza blanca; blusa negra; chambergo colorplomo; en el cuello un pañuelo celeste cuyas puntas delanteras caíansobre la pechera de su camiseta y en la mano un pequeño rebenque,trenzado, con virolas de plata.

—¿Qué tal?—preguntó al presentarse.

—¡Pareces un gaucho de verdad!

—A mí me pareces otra cosa: un orillero de Palermo con ínfulas dehombre de campo—dijo Lorenzo.

—Mejor estaría de frac y sombrero de copa, ¿no?...

—¡Sin duda! Cuando menos, Melchor, estarías en traje más propio de tucondición.

En ese momento apareció Ramona y dirigiéndose a Melchor le entregó unperfumado pañuelo de manos, diciéndole:

—Tanto pedírmelo y se iba sin él.

—Es verdad, gracias. Conque, ¿vamos, Baldomero?

—...Cuando... quiera... don Melchor—dijo Baldomero, que se habíaquedado contemplando a Ramona.

Acompañados por Ricardo y Lorenzo se dirigieron a la caballeriza dondeHipólito palmeaba en la tabla del pescuezo al Platero, mientras lotenía sujeto por una oreja.

—Aguarde que yo monte, don Melchor; ¡tenéselo, ché, Hipólito!

—¿Por qué, Baldomero?

—Para pechárselo, si es caso—repuso éste al montar en su

«azulejo»,agregando:—Monte ahora, don Melchor.

Este había puesto el pie en el estribo, pero el Platero giraba sincesar y sin dar tiempo a montar, hasta, que parado un instante Melchoraprovechó para volear la pierna en el mismo momento en que el redomón setendía de costado, como en una espantada, abalanzándose hasta daralgunos pasos en las patas traseras.

—¡Y que te me ibas!... ¡maula!...—gritó Melchor afirmándose en elrecado y dando un formidable rebencazo al Platero, que arqueándoseagachó la cabeza, lanzó como un rugido, dio un corcovo colosal que hizocimbrar a Melchor, y partió medio trabado avanzando de través hacia elalambrado de la quinta, al que no llegó porque Baldomero, rápido yoportuno, le puso el

«azulejo» al lado, diciéndole a Melchor:

—¡No lo castigue!—y los dos caballos partieron pujando como en unacarrera que hubiese de darse «puesta».

—Cualquier día van a costarle caras estas gracias—dijo Lorenzo,contemplando a Melchor sobre cuyos hombros se veía a la distancia laspuntas flotantes del pañuelo, agitadas por el vendaval que el Platero producía.

—¡Ni potro que fuera... para sacarlo a don Melchor!—se aventuró adecir Ramona, como si la agitara un hondo orgullo ante la proezarealizada por su patrón.

—Él mandó... por eso lo ensillé—dijo Hipólito, contestando a Lorenzo,como si considerara que le alcanzaba el reproche.

—Yo no hago un cargo a nadie, Hipólito; pero si un día ocurre unadesgracia todos vamos a ser culpables.

—Mientras esté don Baldomero no ha de ser.

—Dios lo quiera—repuso Ricardo, dirigiéndose con Lorenzo hacia elescritorio, en el que se disponían a escribir.

Sentados frente a frente y listos para empezar la tarea, dijo Ricardo,golpeando con la pluma en el fondo del tintero, como si quisieraempaparla mejor:

—¿Sabes, Lorenzo, que estoy con una preocupación?

—Yo tengo la misma.

—¿Cuál?

—Melchor.

—¿Cómo has adivinado?

—No podía ser otra.

—¿Y en qué consiste la tuya?

—En el cambio radical que se está operando y acentuando en él.

—¡Has visto!...

—Hace ya muchos días que lo observo, y hasta me ha parecido más de unavez que se excedía en la mesa.

—De eso es el sueño que lo invade después de comer, y yo lo he vistomuchas veces, entre horas, tomando coñac en el antecomedor.

—¿Es posible?... ¿A más del vino de la mesa?

—Él me ha dicho que lo toma para ayudar a la digestión...

cuando comedemasiado.

—...¡Un muchacho que nunca ha bebido!... Y en todo se le nota un cambioalarmante... Está perezoso... indolente... todo lo deja para después...tiene un montón de cartas sin contestar...

—Hay otro detalle más extraño y es su afán de quejarse de todo: nadielo quiere, nadie le guarda consideración, sus amigos no le escriben,¡qué sé yo!

—A mí me tiene esto más preocupado de lo que tú te imaginas; pero no meresuelvo a hablarle porque temo que se enoje; por otra parte, ya no esun chico, y quién sabe a qué propósitos responde con su actual conducta.

—A nada, ché, Lorenzo, ¿qué se va a proponer?... Es dejadez, no más; vaen camino de ponerse en el mismo estado de laxitud o de atrofiamientomoral en que nosotros estábamos.

—Y de que él nos sacó...

—Sí, pero es distinto; nosotros teníamos causas que podían sercombatidas por él, como lo hizo excitivamente; pero en él no ocurre lopropio.

—En él debe haber una causa también.

—¡Vaya uno a buscarla!... ¡bah!... ¿y quién nos dice que todas lasamabilidades y todos los altruismos de Melchor no han respondido aldeseo de reciprocidades, que cree no haber conseguido y de ahí su estadoactual...?

—¿Por qué pensar eso?...

—Digo no más... porque veo que él cambia por instantes... y no paramejorar... y además yo no encuentro la causa de este cambio, que a mí meparece de muy mal aspecto...

—Sí... realmente... pero... ¡en fin!... yo me encuentro perplejo, no séqué partido tomar...

—Yo pienso que lo discreto es no meternos a redentores; si a él legusta la vida que está haciendo, ¡que la haga!

—Tal vez pudiéramos influir en algún sentido... quizá volviéndonos aBuenos Aires.

—¡Ya estás pensando en eso!...

—Tú podrías quedarte, desde que tienes un interés; pero yo me iría conél.

—Y crees que Melchor acepte el regreso ya... ¡No creas!

—¿Y por qué no?

—¿Pero no has observado que él lo pasa «ahora» muy bien?...

—...Algo me ha parecido notar...

—¡Sí, hombre! si Baldomero lo ha comprendido y me lo ha dicho anoche.Creo que él piensa hablarle...

—...¡Qué colmo sería!...

Entretanto el Platero había disminuido sus impulsos y galopabatranquilo como un caballo definitivamente domado.

—Sujetemos, don Melchor.

—Sujetemos—contestó éste poniendo su caballo al paso. Así siguieroncontemplando el estado del campo y el de las haciendas, gordas «arajarlas con la uña».

—¿Qué año excepcional, eh?

—Así es, don Melchor, para las siembras y la hacienda.

—A eso me refiero.

—Yo también...

—¿Por qué me lo dice en ese tono?

—Vea, don Melchor... yo quería hablar con usted... si me permite...¿sabe?...

porque

no

querría

faltarle...

¿me

comprende?...

—Puede hablar, Baldomero, todo lo que quiera, lo que es por mí...

—Yo digo por el respeto, ¿no?... porque a la verdad, que si el patrónllegase a venir...

—¿El qué?... ¡Hable claro!

—Porque yo veo cosas... Don Melchor... ¡vamos!... que no están bien...y en una persona como usted... don Melchor... que no es por alabarlo...pero usted comprende bien que todo se sabe... y después son losenredos... y vaya, que lo llegue a saber la familia.

—Mire, Baldomero, yo he vivido bastante para necesitar consejos, ¿meentiende? y sé lo que hago y hago lo que se me da mi real gana.

—No digo lo contrario... no, señor; pero vea: esos mozos que están conusted...

—¡Son pavadas! de ellos, que quieren que me pase el día escribiendocartas a cuantos imbéciles me escriben...

—No es eso... no... don Melchor...

—...y que se espantan porque tomo vino en la mesa.

—Tampoco... don Melchor...

—...como si pudiera hacerme mal.

—¿Quién va a decir eso?...

—...porque ahora tomo y antes no tomaba... ¡bah!...

—No es eso... don...

—¡Bueno, Baldomero! ¡ya basta!... ¿me entiende?... No me venga ustedcon pavadas que no voy a atender—exclamó Melchor vehementemente.

—No le hablaré entonces, don Melchor.

—¡Sí, es lo más discreto! ¡y basta!

—...si se ha de incomodar... pero no son pavadas... no...

señor...no... son... pa... va... das...—repetía Baldomero, como hablandoconsigo mismo y en silencio continuaron durante todo el tiempo que duróla jira hasta que Melchor dijo:

—¿Volvamos?...

—Volvamos... don Melchor.

*

* *

—Hoy es el día de más calor que hemos tenido, ¿no te parece?...

—El termómetro lo confirma, Lorenzo; a las diez marcaba 39

grados.

—¡Cómo estarán en Buenos Aires, ché, Melchor!

—Ya ves... y tú decías que es preferible vivir allá.

—Con todo, ché: los ventiladores... los baños... los helados...

—En cambio aquí refresca a las tardes, y las noches son siempresoportables, cuando menos.

—¿Lloverá hoy?—preguntó Ricardo.

—¡Sin duda!—dijo Melchor,—el barómetro marca ya 755milímetros—agregó, mirando al que pendía de la pared del comedor, dondeacababan de almorzar.

—¡Qué agradable sería dormir la siesta bajo un buen aguacero!

—Aquí tienes, ché, Ricardo, un día excelente para ir a visitar la«Pampita»... y hacer méritos...

—¡Hacer una barbaridad!... porque me moriría en el camino.

Así habría sucedido sin duda, pues un sol de fuego caía a plomo sobrelos campos, en los que danzaba macábricamente un temblequeante vaho decapas superpuestas entre las que todo se agitaba, desfigurándose conperfiles movibles y ridículos, pues tan pronto parecía que los álamos ylos eucaliptus se encogían en contorsiones de dolor, como parecía quelos ombúes se empinaban

en

espirales,

o

que

las

vacas

multiplicabanrepentinamente el número de sus patas, sus cabezas, o sus colas.

Las ovejas se agrupaban protegiéndose mutuamente de la calcinación solarde los sesos, que cada una ponía bajo el vientre de la vecina, hastaofrecer, en compacto conjunto, el aspecto de grandes quillangos puestosa secar.

En los sitios en que la densidad de las capas atmosféricas era mayor,los fenómenos del espejismo se mostraban en forma de lagos y de ríosque, no por ser idénticos a los verdaderos, llegaban a engañar al ojoinerrable de los animales sedientos.

Bajo la sombra de los ombúes de la caballeriza, se refugiaban los perrosechados de lado, con las patas estiradas como para ahorrarse el calor desus contactos, indiferentes a la presencia de las gallinas que buscandola misma sombra, se ubicaban junto a ellos, salpicándolos con la tierraque removían con las alas en procura de capas más frescas y sólo cuandoalgún idilio gallináceo molestaba demasiado a un perro, éste selevantaba resignadamente, daba algunos trancos, dirigía una mirada haciael campo como pensando: ¡qué calor tendrán las vacas!, y se echaba denuevo rezongando entre colmillos algún lamento perruno.

De pronto un gallo, como si recordase repentinamente una orden, olvidadaal amanecer, lanzaba las cuatro notas de su vibrante canto al que sólorespondía, por excepción, el ronco trisílabo de un gallito enano ytuerto trepado al eje de un carro en la caballeriza, por cuyos pesebrescirculaban cacareando «sotto-voce» las gallinas más inquietas delcorral.

En competencia con ellas, las movedizas ratoncitas pululaban gorjeandovibrantemente y era interesante seguir el revoletear de cualquiera que,del barrote superior de una ventana, modulaba su trino y se descolgabaveloz hasta el pie de un rosal, donde cantaba de nuevo, para dirigirsecomo en una diligencia urgente a posarse de costado en la pata del catreen que dormía un peón, repetir allí su trinar aleteado y volar a untirante del techo de la caballeriza, recorr