El paisanaje se había reunido en la «cancha» improvisada donde se medíalas distancias a correr y en cuyas inmediaciones
«se caminaban» delcabestro los parejeros que eran, sin disputa, tanto mejores cuanto peoraspecto presentaban.
—¡A ver!... ¡esa gente!... ¡Si no quieren churrasquear!—gritó Melchordesde la puerta del jardín y el grupo abigarrado y cadencioso se dirigióhacia el monte discutiendo a voces las condiciones de los caballos, quelos muchachos paseaban a morral:
—¡Le tomo! amigo, dos paradas de a peso al «rosillo» contra el«malacara»...
—Doy tres a dos al «gateao», contra el que raye.
—¡Quién dice que juega al «ruano»?
—¡No crean!... ¡el «malacara» de este hombre es muy ligero!... ¡«pal»pasto!...
—Si cuando corre el «overo» de don Lucas uno no sabe, por lo ligero queva, ¡si es que recula!
—No té me habías de escapar, lagartija, si te corriese en él—
dijo donLucas, el capataz en la estancia lindera de Cabral, dirigiéndose a unpeón joven, alto, delgado y lampiño que había estado a su servicio y queal caminar doblaba las piernas como si tuviese desarticuladas lasrodillas.
Al pasar por el camino del jardín inmediato a la sala, Melchor salió deésta, después de decir algo muy en secreto a Ramona, y se puso a lacabeza del grupo al que sirvió de guía y al que había de quedarvinculado en la fiesta, si pensaba seguir el consejo de aquélla:—No semezcle, don Melchor, con esas mujeres que pueden traerle un disgusto...
Los comensales llegaron al monte en el que habitualmente no se oía másruido que el cantar de los pájaros y el seco «tac» de los duraznos quecaían, de las ramas al suelo, en el último grado de madurez.
—¡A ver—gritó un viejo paisano, bajo, grueso, apellidado Montero,—siechan reses a la playa!
En diversos y pintorescos grupos se realizó el almuerzo presidido por lamesa dispuesta para Melchor que sentó a ella a los convidados másrepresentativos: el comisario Maidagan, don Lucas, Baldomero, Lorenzo ydos muchachas hijas de un colono alemán a las que puso a su lado, almismo tiempo que decía al hermano de ellas que las había acompañado:
—Usted no cabe aquí, amigo; pero ha de ser buen gaucho...
acomódese porallí...
Durante el almuerzo, Melchor tuvo extremadas atenciones con sus vecinasa una de las que le dijo en los primeros momentos y en tonoconfidencial:
—Parece que mi amigo Lorenzo ha simpatizado con su hermanita...
—¡Oj!... mi «guérmana» no «está» para un señor así.
—Pero usted sí... para eso y mucho más...
La muchacha ingenua y sencilla se puso más roja de lo que era: porprimera vez, en su vida, sintió en los oídos el palpitar acelerado ymartillante de su propio corazón y, como en un desvanecimiento extraño,tuvo la visión fugaz de una hermosa casa de campo en cuya puerta uncarruaje esperase a su dueña...
Melchor lo comprendió y cuando se disponía a insinuarse en el lenguajeagresivo y mudo de una pasión fingida llamó su atención, y la de todos,el viejo Montero, que alzándose a la distancia le gritó:
—¡Don Melchor!... y no lo tome a mal: a la «salú» de su futura, la niñaClota, que nos dice Hipólito...
Y el viejo que tenía en frente al cochero de la estancia levantaba enalto un jarro de lata tomado por los bordes con las puntas de los dedosvueltos hacia abajo.
—¡Por la niña Clota!...
—¡Por la futura del patrón!...—gritaron en coro todos, cuando llegóRamona que, tocando suavemente en el hombro a Melchor, le dijo:
—Se avista a don Ricardo que viene con Juancito—y regresó a las piezasde la casa, no sin mirar despreciativamente a la rabia enrojecida que supatrón tenía al lado.
Momentos antes de terminar el almuerzo llegó Ricardo que, al encontrarsecon Melchor; lo abrazó efusivamente:
—¡Que los cumplas muy felices!
—¿Cómo te fue?...
—¡Perfectamente!...
—¿No te dije?...
—...hasta donde es posible—agregó Ricardo tomando asiento donde nohabía cabido el hermano de las rubias.
Terminado el almuerzo, se entregaron los invitados a tocar la guitarra ypayar algunos, otros a jugar a las bochas, la taba o el truco, mientraslos invitados a la mesa de Melchor se dirigieron con éste a la sala paraoír a Ricardo en el piano.
A los acordes de éste la gente empezó a reunirse en el corredor donde sehizo una tertulia en que el piano alternaba con la guitarra, mientrasMelchor atendía a todos, como dueño de casa, haciendo servir algunasbotellas de sidra espumante.
Llegó luego la hora de las carreras que debían empezar por la del premioofrecido por Lorenzo y en la que tomarían parte cinco caballos.
La carrera debía ser largada por Lorenzo, teniendo por juez de raya alcomisario Maidagan, pero aquél no sospechó la laboriosa operación en quese había comprometido, pues cada vez que calculó poder bajar la señal dela partida debió desistir, porque el
«overo» hacía punta, o el «ruano»se quedaba atrás, o el «rosillo»
se anticipaba, o el «malacara» sevolvía, o el «gateao»
permanecía firme en la raya.
Entre la línea fijada a los caballos y la de la partida definitiva,ocupada por Lorenzo, había unos treinta metros que aquéllos recorrierontreinta veces, sin presentarse en línea, hasta que por fin Lorenzo lesdijo:
—Bueno, amigos, va la última: voy a largar... ¡y el que se quede atrásque se quede!
Los cinco caballos, ante esta amenaza, pasaron por delante de Lorenzo enirreprochable formación; bajó la señal; sonaron los rebenques y el lotepartió, levantando tras sí como la cortina de polvo de un automóvil enmarcha.
Todo el paisanaje se lanzó a escape tras los competidores entre los quedesde el «pique» hizo «punta» el «malacara» montado por Juancito—elpeón de la caballeriza solicitado al efecto por su dueño con la promesade darle dos pesos si ganaba la carrera.—
Llegó segundo el «rosillo»montado por su dueño, Lucas Bando, que había tomado varias «paradas»dando «fila» con su cacaballo y que al bajar de éste dijo a gritos:
—¡Meten un caballo de sangre y así qué gracia!... Con un animal de laestancia... ¡«Pchá» que son vivos!...
Melchor, que montaba el «zaino» y que había bebido más de lo habitualpor estimular a sus invitados, al oír a Bando, picó su caballo yponiéndosele al lado le dijo:
—¡Avisa si querés que estrene este arreador!
—¡Sí!... usted está en su casa... y... ¿por qué hacen correr esecaballo por criollo, entonces?...
—Porque es criollo, ¿entendés «guacho»?
—Vea, don Melchor, respete a la gente si quiere que no le falten...
—¡Pero qué te has pensado, canalla!—dijo Melchor haciendo girar elcinturón como para sacar el revólver.
Hubo un instante de pavoroso silencio, durante el cual Bando se recostóen el anca del «rosillo» y sereno y sonriente miró a Melchor, a quienMaidagan tomó del brazo diciéndole:
—¡Qué va a hacer!... Don Melchor... ¡Si no vale la pena!...—al mismotiempo que decía a Bando:—¡Monte y retírese, amigo!
—¡Suélteme, Maidagan!... ¡Suélteme, le digo!
—Primero voy a pagar honradamente lo que he perdido—
repusoBando;—para irse hay tiempo... «anque» sea al otro mundo...
Lorenzo y Ricardo se aproximaron a Melchor y lo llevaron para lacaballeriza, donde se habían refugiado las mujeres, y donde le tuvieron,poco menos que a la fuerza, hasta que, apaciguados los ánimos, volvieronal sitio de las carreras, que se tramitaban en inacabables discusiones,y desde el cual pudieron ver a la distancia, que Lucas Bando sealejaba, solo, llevando de tiro a su «rosillo».
*
* *
En varias mesas puestas bajo el ombú grande, se había improvisado lacantina, gratis, atendida por Rufino a pedido de Melchor, con larecomendación de dar preferencia al despacho de limonada gaseosa.
Terminadas las carreras se organizó el baile designándose bastonero alviejo Montero que aceptó el cargo diciendo:
—¡La primera pieza «pal» patrón!...
La orquesta, formada por dos guitarras y un acordeón, rompió con unahabanera cadenciosa y sensual; las mujeres ocupaban los bancos,abanicándose complacidas; los hombres de pie, sobre uno
de
los
costadosdescubiertos,
las
contemplaban
«comentándolas», cuando avanzó Melchor y,parándose frente a la rubia que había tenido al lado en la mesa, se sacóun pequeño ramito del ojal y mientras los músicos suspendían laejecución de la habanera, le dijo;
—Para la reina de la fiesta, a la que le pido quiera acompañarme ainiciar el baile.
La muchacha tornó el ramito y aceptando el brazo que Melchor le ofrecíasalió con él que, en seguida, hizo seña a los músicos para quecontinuaran, mientras se paseaba con su compañera cuya mano derechaapretaba fuertemente con la izquierda.
Él estaba, sin duda, hermoso bajo la influencia de la profunda exitaciónque lo dominaba. Sus mejillas habían recobrado el sonrosado color deotros días y por sobre sus hondas ojeras brillaban sus enormes ojos defauno estival; los labios enrojecidos y gruesos y lascivos brotaban,entre el bigote y la rubia barba crecida, como una roja amapola en untrigal maduro y su aliento de horno quemaba las mejillas de su inocentey sencilla compañera, cuyo respirar acelerado y ansioso contestaba, sinpalabras, a las tremantes insinuaciones de su gallardo y prestigiosogalán.
Las guitarras sonaban metálicamente bajo los golpes violentos y secos enlas bordonas; el acordeón se quejaba en el desmayo rítmico de sus notas,prolongadas en calderones que le exigían todo el desarrollo de su cajay, aprovechando uno de éstos, Melchor se puso al frente de la rubiaarrastrando la pierna izquierda cuyo pie trazó en el suelo unsemicírculo y pasándole el brazo derecho por el talle, al que se ajustócomo un cinturón ardiente, le tomó, con toda delicadeza, la punta de losdedos de su mano derecha que levantó hasta la altura de los hombros ymirándola lánguidamente en los labios temblorosos, empezó a bailar tanunido a ella
«Que sus dos almas en una acaso se misturaron».
—¡Quiébrela, niño...!—dijo una voz que partió del grupo de paisanos,hacia el que Melchor lanzó una mirada de indignación visible...
La pareja giraba lentamente, bajo las miradas de todos y conespecialidad del hermano de la rubia cuyos movimientos seguía ansioso ylívido mientras le torturaban penosamente los comentarios circundantes.
Cuando el acordeón, como una isoca que se encoge, se replegó ondulanteemitiendo su gorjeo final y los guitarristas rasguearon sobre lascuerdas como en un pizzicatto decreciente y sonaron los aplausos y aquel«cinturón ardiente» se corrió por la cintura como una culebra que sedesliza, y Melchor se inclinó en una graciosa reverencia sobre larubia, el hermano de ésta avanzó resueltamente y sin calcular laimpresión que provocaba en todos, la tomó del brazo diciéndole que erahora de retirarse, al mismo tiempo que hacía una seña a la otra hermanasentada con Lorenzo bajo el farol de la pared del fondo.
Fue inútil cuanto se hizo por modificar la resolución que arrancaba delbaile a sus dos mejores prestigios; pero las criollas experimentaron unalivio viendo alejarse a las dos rubias, cuyas mejillas tenían el color,la pelusa y hasta el perfume de los priscos maduros.
—...¡Cretino!... ¡Imbécil!...—repetía Melchor contemplando a las dosmuchachas que se alejaban llevadas por el hermano, en el carro bajo yancho del colono.
—¡Rufino, deme un vaso de cerveza; de la que está en el balde!
—No bebas más, Melchor...
—Déjate de pavadas, Lorenzo; tengo sed.
—Toma limonada.
—¡Pero qué afán de darme consejos!... ¡Caramba!... Deme la cerveza,Rufino.
—Don Lorenzo—exclamó Baldomero desde la caballeriza,—
aquí le hanhecho un pericón... Usted que quería verlo. ¡Venga!...
Cuando Lorenzo salió de bajo el ombú de la cantina, oyó el compasado ymonótono «¡glú!... ¡gluglú!... ¡glú!» de las guitarras y el «¡ras!...¡rasrrás!... ¡ras!» de los pies cepillando el piso al girar de losbailarines, como en las cadenas de los lanceros.
Tras de Lorenzo, se aproximó Melchor que a cada figura gritaba:
—¡Más listos!... ¡más vivo ese movimiento!... ¡Parecen hombres depalo!...
Terminado el pericón, llegó Hipólito con una escalera y encendió la luzde los faroles, pues la pared del fondo, en el lado del poniente,proyectaba una sombra que oscurecía al local.
Realizada aquellaoperación, se ennegrecieron las «damas», que sentadas en los bancosfueron revistadas por Melchor, de cuyo panamá bajó sobre los ojos el aladelantera.
Al llegar frente al farol de la pared vio, bajo la penumbra de éste, unapareja que conversaba íntimamente.
—¿Y ustedes?... ¿qué hacen, que no bailan?
—«Ahura» hemos de bailar, señor, lo que toquen.
—¡A ver!... Déjenme sentar a mí también—les dijo Melchor,—quieroverles las caras.
La pareja unida se corrió hacia un lado, dejando sitio junto al paisano;pero Melchor le dijo a éste, metiendo el cabo de su rebenque entre él ysu compañera:
—No, yo en el medio.
En el mismo instante los músicos empezaron a tocar algo semejante a una«mazurka» y levantándose rápido el paisano dijo a su compañera:
—Acompáñeme, que ahí tocan.
La criollita no se hizo repetir la invitación y de la mano de sucompañero se alejó mientras Melchor se sentaba y decía:
—Vayan no más, que no se han de ir muy lejos...—pero no volvió averlos aquella tarde.
El baile continuó hasta que al entrar la noche se retiraron losconvidados, muchos de los cuales destacaban, sobre las últimasvislumbres del crepúsculo, la silueta oscilante en el caballo que por sísólo marchaba a la querencia.
Aquella fiesta dejó en el espíritu de Lorenzo, de Ricardo y aun deRufino, una penosa impresión que se trasmitieron mutuamente mientrasMelchor, que la había engendrado, tomaba el baño que todas las tardes lepreparaba Ramona.
—Yo no me debo meter, niño; pero, en mi sentir, don Melchor vamal—decía Rufino,—y diga que don Baldomero no le pierde pisada...
—En lo único que hace mal Melchor, es en querer alternar con estagente, Rufino.
—Y otras cosas, niño, que me ha dejado comprender don Baldomero... ¡ycómo lo quiere este hombre!...
—¡Como todos! ¿quién no ha de querer a Melchor?—repuso Lorenzo.
—Así es, niño; pero vea, don Baldomero dice que usted puede mucho y quede no que le hable al patrón.
—No ha de haber necesidad de nada, Rufino, porque esta fiesta no ha derepetirse.
—Más vale así, niño; ¡mire que seria una lástima!...
—¿Y usted tiene todo listo para regresar mañana, Rufino?—le preguntóLorenzo para cortar la conversación.
—Sí, niño, todo, sólo me faltan unas cartas que me dijo don Melchor queme iba a dar.
Terminado el baño de Melchor reapareció éste y pasaron al comedor dondedurante la comida comentó complacidamente los diversos episodios deldía, lamentando sólo no haber tenido tiempo de escribir las cartas quehabía pensado enviar con Rufino, cuyo regreso estaba improrrogablementefijado para la mañana siguiente según lo tratado en la cochería deGaspar.
—¿Parece que a ustedes no los ha dejado satisfechos la fiesta?—dijo depronto Melchor al terminar la comida.
—¿Cómo no?...—repuso Ricardo,—hemos asistido a un espectáculo muyinteresante; yo no hablo mucho porque estoy cansado con el galopón deesta mañana y el trajín de todo el día.
—¿Y tú?
—¿Yo?... ¿Qué más quieres que te diga?... Me parece que he elogiadobastante, y de lo que no me merece elogios... ¿a qué hablar?...
—¿Por ejemplo?...
—Si te empeñas... me parece muy censurable tu afán de identificarte contodo este chusmaje... de vestirte como ellos...
hablar como ellos... ¡yhasta beber a la par de ellos, Melchor!
—¡Apareció el aristócrata!... ¿y qué más?...
—¡Hombre!... mucho más que callo quizás por no fastidiarte.
—Sí, ché Lorenzo, para hablar tonteras mejor es callarse...
—Así será... ¡tonteras!—dijo Lorenzo levantándose de la mesa enmomentos en que Melchor decía a José:
—Traiga el cognac...
Al oír esto, Lorenzo, que trasponía la puerta del comedor, se detuvo uninstante y antes de continuar dijo:
—¿También sería tontera criticarte eso?...—y se alejó.
—¡Ven... no te vayas... ché Lorenzo!... ¡Si no me voy aemborrachar!—dijo Melchor en voz alta y prorrumpió en una carcajada...
*
* *
El ambiente de amables alegrías se había modificado gradualmente en laestancia de Astul hasta ofrecer a ratos el aspecto de una casa de duelo.
Ricardo, Lorenzo y Melchor paseaban como con desgano; se aislaban, acasosin determinarlo deliberadamente y cuando conversaban lo hacían sobretemas indiferentes o fríos. Largas horas trascurrían sin hablarse y másde una vez tomaban asiento en la mesa conservando cada uno el libro queleía y al que servía de atril la copa o la botella que se tenía delante.
Así había pasado la hora empleada en comer una tarde en que Ricardorompió el silencio diciendo:
—¡Vamos a levantarnos de la mesa roncos!
—Ustedes han dado en no hablar.
—Seguimos tu ejemplo.
—¿Y de qué quieres que hable, Ricardo?... ¡Yo tan luego!...
No tengotemas agradables, ché...
—¡Yo tengo—dijo Lorenzo,—ahora que me acuerdo! Entre las cartas quenos trajeron hoy recibí una del doctor Moreno en que me dice que te pidapermiso para mandar aquí a todos sus enfermos en vista de las noticiasque le daba de mi estado.
—¡Al fin me da la razón ese pillo!
—¿Pillo?... ¿Por qué?... el doctor Moreno es todo un caballero,Melchor.
—Sí... sin duda... un caballero que te habría declarado sano el primerdía que te vio, si no hubiera comprendido que eras un buen filón.
—¿Pero por qué hablas así del doctor Moreno?
—Porque todos «ésos» son iguales; mercaderes de la peor especie que enla mayoría de los casos venden enfermedades a sanos y no salud aenfermos... traficantes que toman a un hombre como el viejo y lo atan ala cama para sacarles el jugo.
—Yo no niego que haya médicos de esa índole; pero son la excepción...Moreno es un hombre digno y serio.
—¡Bah!... ¡Bah!... No me hables de los hombres serios—
exclamó Melchorreaccionando sobre la nerviosidad con que habló de los médicos ysonriendo como si compadeciera a Lorenzo por su ingenuidad.
—Que también, para ti, los hombres serios son... unos...
—¡Truanes! en la mayoría de los casos—le interrumpió Melchor,—¡porquecasi siempre revisten de seriedad, fingida, un estado de conciencia queharía poner colorado a un negro!
—Te confieso que me aturdes cada vez que te oigo hablar así y que todomi discernimiento se desvanece cuando te veo en tren de escarnecerdespiadadamente todo cuanto debe merecernos respeto.
—¿Pero
crees,
Lorenzo—interrumpió
Melchor
violentamente,—que yopuedo, tener respeto por la cáfila de bribones que se habrán completadopara declarar enfermo al viejo... cuando el viejo no tiene más«enfermedad» que la de tener algunos recursos?... ¿Y crees que yo puedoo debo respetar a esos ceremoniosos caballeros que hablan solemnemente yno se sonríen
siquiera
ante
nadie,
para
poder
pasar
por
«hombresserios»?... ¡Bah! no seas infeliz: en la mayoría de los casos son unosgrandísimos trapalones que después de haber tocado en todos los fondosde la corrupción y del vicio, ahitos de impudicias y de concupiscencias,se cubren las llagas con el manto de los honestos y de los virtuosos...verdaderos escenógrafos en el drama de la propia vida, que nos la pintano nos la muestran a la manera de esos telones teatrales que representan,vistos de lejos, un hermoso paisaje apacible, hecho burdamente aescobazos con pinturas ordinarias.
—Me apena como no es decible todo lo que estás diciendo...
tú nopensabas así.
—¡Es que he aprendido!
—Yo también aprendí, y de ti especialmente, a pensar de otro modo y nome pesa, Melchor, porque en mi experiencia, poca o mucha, los pillosrepresentan el uno por ciento de los hombres que he conocido.
—¡Que no has conocido!... precisamente: ¡que no has conocido! porquehan sido suficientemente astutos para embaucarte.
—¿De modo que la proporción es inversa?...
—Posible... ¡casi seguramente!...
—¡No digas eso, por Dios, Melchor!—exclamó Lorenzo poniéndose de pie ycaminando nerviosamente a lo largo del comedor, mientras Ricardo, echadohacia atrás en su asiento, arrojaba al techo tenues espirales del humode su, cigarro, como deseando substraerse a la discusión.
—No lo diré si te incomoda—repuso Melchor con voluptuosa indiferencia.
—¡Me, desespera verte así!... Yo no sé qué influencias perniciosasgravitan ahora en tu espíritu para hacerte ver las cosas y loshombres...
—¡Como son!—le interrumpió Melchor con vehemencia, agregando:—yo hepasado diez años creyendo en todo lo bueno, lo amable, lo digno; yo hepagado ya el tributo de mi inocencia; pero he aprendido a defenderme y acalcular hasta la más solapada intención del que tengo delante y hoy mesiento capaz de juzgar a las cosas y a los hombres y a las mujeres sinengañarme, ¿entiendes?...
—¿Cómo he de entenderte, Melchor, si me hablas de condiciones negativasdesde que sólo te sirven para ver todo malo, corrupto, repugnante?
—¿Y qué culpa tengo yo de que las cosas sean así?...
—¡Es que no son!... Tú no puedes considerar así a tu madre, ni a tupadre, ni a los de Ricardo ni a los míos.
—Pongamos punto final, ché Lorenzo, si vas a argumentarme con lasmadres... Son argumentos excesivos... y de los que seguramente no piensocomo tú.
Lorenzo se disponía a contestar; pero se limitó a mirar fijamente aMelchor que al notar su silencio se inclinó sobre la mesa para buscar,por debajo de la gran lámpara colgante, la cara de su amigo que sehabía parado al otro extremo de la mesa.
—Mírame todo lo que quieras, Lorenzo, si no he dicho una blasfemia.
—Te miro asombrado, sencillamente; creí que ibas a formular unaprotesta de respeto, de reverencia para las madres y vi en seguida queme equivocaba... una vez más.
—Y qué te equivocabas, ¿por qué?... ¿pretendes imponerme, también, tusideas o fórmulas de amor filial?... ¿me consideras capaz de la villaníade proclamar mi amor a mi madre como el más grande de los que mi corazónpuede y debe sentir?
—¡Melchor!... ¡Pero qué estás diciendo, por Dios!... ¿Tú, el hijoamantísimo, hace dos meses, vas a declarar ahora que no quieres a tusanta madre?
—Por mucho que te espantes y por mucho que ahueques la voz, te diré sinsensiblerías ridículas que para mí el famoso amor a la madre encubre unagravio miserable y ruin.
—¡Qué monstruosidad!...—exclamó Lorenzo.
Al oír esto y ver a Lorenzo que se tomaba la cabeza con ambas manos,Melchor se levantó de la mesa, en la que acaso había bebido demasiado, ydando en ella un puñetazo dijo poco menos que a gritos:
—Con todos tus gestos de ridículo reproche y con todos tus desplantesde moralista recién llegado, tú, tú no serías capaz de explicarmesatisfactoriamente esta difundida predilección por la madre...
estemiserable
afán
de
posponer
al
padre,
invariablemente, en el orden denuestros afectos... esta, cobarde fórmula que la noción del adulterioimpone en los espíritus bajos... Habla... te callas, ¿eh?... Y quizás tecallas porque empiezas a comprender que te has vinculado, sinreflexionarlo ni un instante, a esa agraviante predilección por la madreque sólo se explica por medio de un raciocinio repugnante: ¡amo a mimadre, sobre todas las cosas, porque tengo la certeza de que soy suhijo!
—Estás blasfemando, Melchor; pero sin duda mereces que se tedisculpe... tú no estás en condiciones de discutir «ahora»...
mañanahablaremos.
—¿Qué me quieres decir?... ¿que estoy borracho?—rugió Melchoraproximándose a Lorenzo en actitud amenazante. Al verlo Ricardo seinterpuso rápidamente, diciendo:
—No discutan más, Melchor... tú te alteras demasiado.
—Si no me altero, ché—repuso Melchor apaciblemente; pero alzando denuevo el tono de la voz exclamó;—¡sólo que no le voy a permitir aLorenzo ni a nadie, que me falte en mi casa!
—Yo soy incapaz de ofenderte—dijo Lorenzo en el mismo instante en queentrando al comedor y dirigiéndose a Melchor, dijo Baldomero:
—Quiere venir un momento, don Melchor...
—¿Para qué?...
—Tengo que hablarlo; venga un momento...
—¿Qué misterio es ése?... ¡Hable aquí, Baldomero!...
Este se aproximó a Melchor y bajando la voz como si quisiera hablar paraél solo, pero dejándose oír por Lorenzo y Ricardo a quienes, por detrásde Melchor, hacía señas de que no era cierto, le dijo:
—Ahí está Anastasio... venga... Patroncito...
Melchor se puso visiblemente pálido y dejándose llevar por Baldomerosalió del comedor.
*
* *
Las cartas que Lorenzo y Ricardo habían enviado a sus familias fueronportadoras de noticias cada vez más halagüeñas, pues a medida quevivieron la vida sana del campo sintieron sus influencias en francasmanifestaciones de robustecimiento físico ya que en lo moral habían sidodefinitivamente curados por la acción tenaz, y altruista de Melchor.
Este en cambio había caído en un desnivel, que lo condujo rápidamente atodos los grados de la perversión, como si las energías de su espírituse hubieran agotado o se hubieran trasvasado al de sus amigos,respondiendo al principio en virtud del cual, cuando un platillo
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Published:
Dec 2024
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