Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Una noche del mes de Julio las facciones se presentaron en Elizondo.Bajaban por aquellos cerros, como bestias hambrientas, y sus gestos, suspisadas, la viveza de su andar, el estrépito de las armas ponían miedoen el corazón más esforzado. Por todas las entradas del valle aparecíancuadrillas de facciosos, vestidos de zamarra, cubiertos con la boinablanca o azul y calzados con alpargatas o zapatos rotos. Al anochecer,Elizondo estaba lleno, y aún entraban más.

La ferocidad pintada en lossemblantes no excluía la expresión de sufrimiento por las privaciones ytrabajos; pero estaban alegres, cantaban, reían y se las prometían muyfelices. En las filas se codeaban los muchachos con los viejos, y allado del niño, precoz guerrero lleno de ilusiones de gloria, estaba elveterano que se había batido en las campañas heroicas del año 8. Lasestaturas eran tan desacordes, que la bayoneta del enano tocaba losdoblados hombros del gigante. Por la desigualdad, por la irregularidad,por el valor ciego y salvaje, por la fe estúpida y la sobriedad casiinverosímil, a ningún ejército conocido podrían compararse, como nofuera a los ejércitos de Mahoma.

A la mañana siguiente salieron muchos para Urdax. Los demás tomaronposiciones en las alturas. Se les vela subir como gatos, escalando losempinados cerros con agilidad increíble. El calor les hacía tan pocaimpresión como les habla hecho el frío. Tenían cara de pergamino,músculos de acero, corazón de piedra y sesos de algodón, que ni el solderretía ni el pensamiento inflamaba jamás. La guerra había llegado aser en ellos fenómeno de costumbre, un estado normal, admirablementeconformado con su naturaleza agreste, dura, sufrida, refractaria a lasfatigas como a las ideas, y con especialidad inclinada al movimiento. Sino hubiera habido montañas, las habrían hecho para subir y esconderse enellas.

Por la noche, tres jinetes llegaron a casa del cura. Seguíales numerosaescolta. Se apearon y los tres entraron. Uno de ellos era de buenaestatura y a todos infundía un respeto que más bien parecía miedo osuperstición. El cura se arrodilló delante de él y le besó la mano. SuMajestad (pues no era otro) manifestó deseos de descansar. Tenía muchajaqueca y ningún apetito. Subió, encerrose en la habitación que se lotenía preparada. Ordenose el mayor silencio para no molestar a SuMajestad, que no quiso tomar más que un huevo cocido y un poco dechocolate claro. Pidió agua helada; pero en esto no le podían complacer.Quedose solo, y al poco rato llamó pidiendo le

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llevaran una venda y unpoco de sebo para ponérselo en la frente. Uno de los que le habíanacompañado entró a darle lo que pedía, y después Su Real Majestad seacostó y apagó la luz. Durante dos horas reinó el más profundo silencio,y el cura andaba casi a gatas por no hacer ruido que pudiera turbar elsueño del primero de los facciosos. Pero de repente sonó en las callesde Elizondo estrépito de caballería; llegaron muchos jinetes a la casadel párroco; se apearon y el jefe de ellos entró en la casa sin pedirpermiso ni hacer caso del cura, que salió trinando y bufando a pedircuenta de tan irreverentes ruidos. A pesar de esto, la calidad delpersonaje exigía que se pasase recado a Su Majestad. Hiciéronlo así y elSoberano mandó que entrase al momento Zumalacárregui. Oyose la voz delRey que decía:

—Traigan una luz.

Zumalacárregui estaba en el pasillo, boina en mano.

—Venga la luz—dijo, cogiéndola de las manos del cura que con ella veníapresuroso.

Era una vela, puesta no muy gallardamente en un candelero de barro. Seacercó Zumalacárregui y entró en el cuarto oscuro. Su Majestad se habíaincorporado en el lecho. Aún tenía puesta la venda. El general avanzólentamente, con respeto y cortedad. Extendió la mano con el candelero.La luz iluminó de lleno el semblante de D. Carlos, en el cual noresplandecía ningún destello ni aun chispa leve de inteligencia. Con lavenda, la palidez, el bigote afeitado (a causa del disfraz del viaje),si no era una cara estúpida estaba muy cerca de serlo.

Zumalacárreguidijo con voz ahogada por la emoción:—«Señor»: y se inclinó. Parecía unpino que se dobla.

—Acércate—dijo el Rey alargando su mano.

El general dejó el candelero de barro sobre la mesa, y acercándose allecho puso una rodilla en tierra. Seguía conmovido. El Rey recibió, conjúbilo que no podría definirse, aquel primer homenaje tributado a sureciente majestad por el más ilustre y más poderoso de sus vasallos.

Zumalacárregui encendió después en la vela que había traído la queapagada estaba en la real estancia. Las dos luces, a pesar de aumentarla claridad, hacían más lúgubre el desmantelado recinto. El Rey y elgeneral hablaron.

En tanto dos hombres que en un apartado y estrecho cuarto del piso bajode la casa parroquial estaban, entretenían el insomnio charlando acercadel suceso que motivaba tanto ruido y tan extremosas entradas y salidasde gente.

—¿Quién anda por ahí, que tanto ruido hace?—preguntó Navarro a suhermano.

—No es cosa que deba desvelarte, porque ni a ti ni a mí nos interesa.Esta noche duerme en casa del señor cura un desgraciado loco que va depaso.

—¿Para donde?... ¿Y cuál es su manía?

—La más extraña y disparatada que puedes imaginar. Ha dado en creer ysostener que es Rey de España.

—¿Y quién lo conduce?

—Otros tan locos como él.

—Eso no puede ser—dijo Navarro prontamente—, porque los locos noconducen a los locos....

Alguien habrá entre ellos que tenga razón.

Aquella tarde había hablado el anciano cura de la probable entrada de D.Carlos en el Baztán y de la aproximación de las tropas de Zumalacárreguiy Eraso para proteger la entrada del Rey y hacerle los primeros honores.Recordándolo, dijo Navarro con cierta exaltación que encandilaba susextraviados ojos.

—Este ruido, este ir y venir, este pisar de caballos, no pueden ser otracosa más que la entrada de Su Majestad, y como yo he venido aquí con miejército para esperarle, conferenciar con él y recibir sus realesórdenes, voy a vestirme al momento y a subir, porque no conviene queaguarde nuestro señor.

Arrojose del lecho, y no poco trabajo costó a Salvador detenerle.Empleando argumentos ingeniosos, y a ratos la fuerza, pudo calmarlerepitiendo lo del loco conducido por locos.

—Su Majestad no vendrá todavía—añadió—. Yo te juro por el nombre quellevas que serás el primero que sepa su llegada.

Poco después Navarro dormía, y en su febril sueño recibió a Su Majestad,le rindió pleito homenaje; oídas sus órdenes, le llevó consigo al teatrode la guerra. Al despertar, su decaimiento era tan grande como siacabara de ganar treinta batallas y de recorrer a caballo sin descansotoda Navarra. Ardiente fiebre le consumía, y la inercia de la mitad desu cuerpo era casi absoluta.

Salvador tenía ya dispuesto todo lonecesario para llevárselo. No le faltaba más que un salvo-conducto pararecorrer sin tropiezo el territorio dominado por los carlistas, yZumalacárregui se lo dio aquella noche de muy buena voluntad. Pero unmédico que acompañaba al General en jefe vio a Navarro y examinándolecuidadosamente, aseguró que, si bien el cambio de clima le sería degrandísima ventaja, no estaba en situación de emprender un viaje. Susdías estaban contados.

La parálisis haría pronto nuevas invasiones y loscentros nerviosos no tenían poder para defenderse. En vista de estoresolvió Salvador esperar allí el triste desenlace, aunque tardara algúntiempo; pero no quiso Dios que el martirio del uno y la dolorosaexpectación del otro se prolongasen mucho, porque a la tarde siguienteNavarro fue acometido de un accidente convulsivo, después del cual quedósin conocimiento. Toda la noche la pasó así, de lo que Salvador y elcura coligieron que entregaba su alma al Señor, sin decir ni hacer máslocuras. Pero por la mañana volvió en su acuerdo, y dando una gran vozllamó a su hermano y le rogó que se sentara junto a la cama pararesponder a las preguntas que a hacerle iba. Garrote empezó pordesperezarse, estirándose tanto que cada remo parecía dispuesto aarrancarse por sí mismo del tronco y a caer al suelo por los lados de lacama. Las contracciones de la cara y el crujir de huesos eran como si elhombre despertase, más que del sueño de una noche, de un encantamientode siglos. Luego clavó los ojos en su hermano y le dijo:

—Vas a hablarme con franqueza. ¿He hecho muchos disparates? ¿he dichomuchas necedades?

—Ni una cosa ni otra—replicó caritativamente Monsalud—. Todos estánacordes en juzgarte bien y es cosa indudable que diriges admirablementela guerra, llevando la bandera absolutista de victoria en victoria.

—No, no, no—dijo Navarro demostrando grandísimo dolor—, yo no soyZumalacárregui, yo no soy lo que mi cerebro abrasado y enfermo mefingió. De repente, lo mismo que se rasga un velo, se ha roto en micerebro no sé qué cortina de telarañas, y aquí me tienes con unaclaridad en el pensar y un tino en el discurrir cual creo no los hetenido en mi vida. Pasmado estoy de que un hombre como yo, jamásinclinado a fantasías ni figuraciones, haya estado por tanto tiempo... ya propósito de tiempo.... ¿en qué día vivimos? Vuelvo del país de lanecedad, donde no rigen almanaques.

Salvador le dijo la fecha, y Navarro prosiguió:

—No se han borrado de mi mente estos días tristes, pero la noción quetengo de ellos es muy oscura. Sé que he creído ser Zumalacárregui,aunque si he de decirte verdad, aún en los momentos de más exaltadademencia había en el fondo de mi alma ciertas dudas... quiero decir, queno estaba yo completamente seguro de ser lo que decía, y mis dospersonas, la verídica y la falsa se confundían y se separaban pormomentos.... La manía de ser Zumalacárregui nació en mí del deseo deemularle. Yo vine al Norte convencido de mi valer y seguro de formar conlas facciones de este país un ejército irresistible. En suma, yo pensabahacer todo lo que hace Zumalacárregui, y dicho sea sin jactancia nilocura, creo firmemente que lo habría hecho lo mismo y quizás mejor, siDios no hubiera dispuesto que se trocaran los papeles; que todas misideas las pusiese él en práctica y mis planes todos pasasen a ser obra yprovecho suyo.... Ya es tarde; pasa el tiempo y yo me muero, porqueseguramente esta vuelta mía a la razón, es como en D. Quijote, señal demuerte próxima.

No lo creyó así Salvador, viéndole con tan buenas explicaderas, serenode aspecto y fácil de palabra. Contento de este cambio que parecíamilagro, le reanimó con palabras cariñosas y le hizo un resumen delestado de la guerra y de la política. Pero Navarro no parecióinteresarse mucho en estas cosas profanas, y dando un gran suspiro, dijoasí:

—La salvación de mi alma es lo que me interesa; que lo demás, como cosadel mundo, acabó para mí. Venga un cura, que me quiero confesar.

Salvador pensó en el cura de Elizondo, a cuya generosidad debían suasilo; pero como Navarro se enterase de que había venido con las tropasel padre Zorraquín, su antiguo amigo, quiso verle y que fuese él quienle ayudara a bien morir oyendo la confesión sincera de sus culpas.Salvador le buscó por todo el pueblo y al fin halló al cura historiadory guerrero en una taberna, escanciando con marcial donaire una azumbrede vino, ganada al juego de las damas la noche antes.

Acudió Zorraquín al llamamiento de su amigo. Cuando este salía delsegundo desmayo, que fue más profundo y grave que el primero, vio entraren la alcoba, anunciándose antes con rechinar de espuelas y resoplidosde cansancio, un figurón inverosímil y que en otras circunstanciashabría traído al moribundo, en vez de consuelo, una agonía mayor que lade la misma muerte. También vinieron a verle Oricaín y Zugarramurdi, quele habían abandonado cuando cayó prisionero. Recibioles conindiferencia, y ellos se retiraron pronto.

La cara de Zorraquín, que rapada era bondadosa, desaparecía ya entre unvellón áspero, negro y erizado, como bala de lana sin cardar. Los ojospequeños, la nariz agarbanzada y la desabrida sonrisa del capellánapenas se abrían paso por tan enmarañado bosque de pelos. La boinablanca caída de un lado parecía impedir con su peso que el cabello, nomenos áspero que la barba, tomase la dirección del techo, como unescobillón que se cree ciprés. En la zamarreta del cura veíanse diversoscintajos que manifestaban sus grados y condecoraciones. El sable learrastraba por el suelo, sonando a pandereta rota. Las botasdesaparecían bajo salpicaduras de fango; las pistolas eran negras comola zamarra, y las manos de color de hierro viejo. Por donde quiera queiba el guerrero, difundía en torno suyo un complejo olor a pólvora, acuadra y a vino.

—Vamos, vamos, Sr. D. Carlos—dijo Zorraquín abrazando al enfermo—. Ahoraque los dedos se nos hacen triunfos, y tenemos a nuestro Rey connosotros, y nos preparamos para ir sobre Madrid ¿se le antoja a ustedmorirse? Eso no se puede consentir.

Navarro se acongojó mucho y dijo que la voluntad de Dios no le permitíaguerrear en aquella grande y sublime campaña. Hablaron un momento delalma y de la bondad de Dios. Zorraquín halló en su espíritu ciertadificultad para retrotraerse a su antiguo oficio, tan distinto del queentonces tenía; pero al fin pudo vencer su desgana de oír pecados.Quitose la boina, sentose, apoyó el codo izquierdo en la cama, yacariciando con la derecha mano el sable, preparose a escuchar laconfesión de su infeliz amigo.

Navarro no fue breve en aquella ocasión, y los escrúpulos sucedían a losescrúpulos, las consultas a las consultas. Al principio le oyó conpaciencia y bondad Zorraquín, dirigiendo al penitente los másedificantes consuelos; pero tanto y tanto machacaba Navarro, ydimensiones tales daba al acto de limpiar su conciencia, que el buenclérigo no pudo menos de considerar cuán incompatibles eran en aquelcaso las funciones de comandante de armas y las de pastor de almas.Empezó a sonar en el pueblo ruido de tambores tocando llamada. Elejército se iba a poner en marcha, y héteme aquí a uno de los másimportantes jefes clavado al lecho de un moribundo.

Abandonar a estecuando más contrito parecía y más necesitado de consuelos, eraimposible, y dejar de acudir a donde el honor militar y el deber lellamaban también era imposible para Zorraquín. Colocado él entre estosdos imposibles, padeció horriblemente en breves instantes.

Los toques declarín y tambor arreciaban y se sentían pasar las tropas por la callecon algazara y gritos. Las pisadas de tantos hombres producían hondorumor, como mugido lejanísimo de la tierra por tantos pies herida.Cuando Zorraquín oyó el piafar de los caballos, no supo lo que por sípasaba y un sudor se le iba y otro se le venía, mientras D. CarlosGarrote, charla que charla, no se contentaba con hablar de sí y de suconciencia, sino que se entraba en ciertos laberintos de teologías. Nole hacía ya maldito caso Zorraquín, y acariciaba el sable, como si fueraaquella arma necesaria para encaminar almas al cielo; movíaalternativamente una y otra pierna, resollaba fuerte, se acariciaba lacerdosa barba, hasta que una destemplada voz sonó en la calle,gritando...

«¡Zorraquín!» y tras esta palabra otra no muy edificante niculta. Como si estallara dentro de su cuerpo un petardo, se levantó elconfesor. No se había podido contener.

—Usted me... dispensará, Sr. D. Carlos—dijo con torpe lengua—, pero misdeberes militares.... No se pertenece uno desde que se mete en ciertostrotes.

—Sí, sí... vaya usted.... ¿Cuántos hombres hay en Elizondo?

—Doce mil y ochenta caballos. Con permiso de usted....

Y extendiendo su brazo, murmuró muy a prisa latines que más bienparecían escupidos que hablados. Desde la puerta dijo ego te absolvo;hizo la señal de la cruz como quien da bofetadas en el aire, y echó acorrer, arrastrando el sable y tropezando contra todo lo que se hallabaa su paso. Parecía una bestia recién escapada de la jaula, que busca sulibertad entre la muchedumbre.

Navarro, al verle salir, dio un gransuspiro. ¿Era porque su conciencia estaba aún algo turbada o pordesconsuelo de que sus amigos guerrearan mientras él se moría?

Dejemos a Zorraquín subiendo a su caballo, cosa para él bien distinta desubir al púlpito. La tropa carlista salía de Elizondo. En el centro ibaD. Carlos con su Estado Mayor de clérigos y generales, y a la colaalgunos carros con vituallas y coches con damas y palaciegos de la corteque empezaba a formarse. El reino apócrifo no se habría creído con visosde verdadero, si no tuviera su cola de rabillos de lagartija.

Navarro empezó a decaer después de la confesión, y se aplanó tantoaquella noche, que no podía moverse y hablaba con mucha dificultad. Suhermano no se movía de su lado.

—Tengo que hablarte—le dijo Carlos, esforzándose en sacar del pecho lavoz—. Yo me muero y no quiero morirme sin confesar que te debo inmensosbeneficios, que te has conducido cristianamente conmigo. Si viviera más,¿podría llegar a quererte?

—Si vives (y no debemos perder la esperanza de ello), nos separaremos, yno tendrás tú el enojo de agradecerme ni yo la necesidad de servirte.

—Pues bien, por más que se empeñen en unirnos la Naturaleza y el mundo,tienes unas cosas.... Dame agua....

Salvador le dio agua. El beber reanimó un tanto al enfermo, que pudodecir esto:

—¡Qué habría sido de mí sin tu ayuda, sin tu generosidad en estos mesesde locura y abandono!... Mucho te debo, mucho. Se me viene a la boca lapalabra hermano, las palabras hermano querido, y sin embargo.... Damemás agua.

—No te sofoques. Tiempo tendrás de decirme lo que quieras.... Nonecesitas darme satisfacción de nada. Lo que he hecho contigo, por deberlo hice, no por jactancia, por impulso de mi conciencia, no porhumillarte con beneficios que contrastaran con tus crueldades. Si vives,no quiero de ti más que olvido, olvido de todo.

—Sé que debo perdón a todos los que me han ofendido; pero hay ofensasque no se pueden perdonar. No está en nuestro poder perdonar, por másque lo digan Zorraquín y todos los clérigos juntos.... Yo memuero—añadió haciendo un esfuerzo para detener la palabra que se iba,abriendo paso a la vida que se iba también—, yo me acabo. Tú vivirás,volverás a Madrid, verás a la que fue tormento y bochorno de mi vida.Dile... dile que no la perdono, que no la puedo perdonar.

Salvador le dio la mano. Navarro, tomándola, la apretó en la suyafuertemente. Le miró con espanto. En aquel momento postrero parecía quese reproducían en su alma todas las amarguras de su vida y queespantosas imágenes le turbaban la vista. Con voz que parecía unsuspiro, pronunció estas palabras, aflojando los músculos de la mano conque estrechaba la de su hermano:

—¡Ni a ti tampoco!

Y dejando caer la cabeza sobre el pecho, dejó de existir.

¡Extraña cosa! Cuando llegó el momento de dar sepultura al valientesoldado, víctima de una dolencia nacida de sus propias melancolías y desu irritable carácter, no se encontraron hombres que cargaran aqueldesfigurado y un tiempo hermoso cuerpo. Todos los hombres de Elizondoestaban en la facción. Las mujeres prestáronse gustosas a conducir elcadáver; pero como el cementerio estaba muy cerca de la casa del cura,Salvador tomó en sus brazos el cuerpo frío, y acompañado del cura ysacristán, precedido de una turba de chiquillos y seguido de dos docenasde mujeres curiosas, le depositó junto al hoyo. Con ayuda de femeninasmanos fue bajado a lo profundo y se le echó mucha tierra encima. El díaestaba húmedo, la tierra blanda, el cielo triste y lacrimoso.

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Aquella misma tarde partió Salvador de Elizondo, deseando huir de unpaís que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas locurasque en él había visto; y así como el que visita una casa de orates sesiente tocado de enajenación y con cierto misterioso impulso de imitarlos disparates que ve, sentía nuestro hombre en sí cierta levadurarecóndita de demencia, por lo cual se echó fuera a toda prisa. Un hombreque se cree Zumalacárregui, un Zumalacárregui auténtico que sacrifica sugenio y su dignidad militar a ambicioso príncipe sin más talento que sufatuidad ni más idea que su ambición; un país que abandona en masahogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no esla suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangrederramados diariamente entre hombres de una misma Nación; clérigos queesgrimen espadas, moribundos que se confiesan con capitanes, villaspobladas por mujeres y chiquillos; cerros erizados de frailes y pobladosde hombres lobos, que deliran con la matanza y el pillaje, sonincongruencias que repetidas y condensadas en un solo día y lugar puedenhacer perder el juicio a la mejor templada cabeza y hacer dudar de quehabitamos un país cristiano y de que el Rey de la civilización es elhombre. Así lo pensaba Salvador, huyendo de Elizondo y de Navarra, comoel que huye de una epidemia, Deseando perder de vista pronto a la gentefacciosa y el sangriento teatro de sus hazañas, tomó el camino de Urdaxcon ánimo de salir de Navarra por los Pirineos y entrar en la EspañaIsabelina por la Francia Orleanista.

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-XXIV-

Rodfriquine, ¿vidiste hodie ceremoniam in capella Dolorosae?

—¡Eheu! amice. Vidi (et invideo) satisfactionem Agni Benedictinei (velBenigni Corderi) in desposorium suum cum puella.

—¿Quid tibi videtur?

—Ille senex, superlative frescachona illa. ¡Matrimonius slultus!Acababerit sicut rosarium albae matutinae.

—¡Oh fortunate senex!

—¡Oh terque quaterque beatus! Ille laetificat senectutem suam cum mozamatrimoniale (vel uxore) dum nobis nulla res amatoria licet. ¡Misererenobis, Domine, miserere nobis, qui Thesaurum Calepinum et horridosmamotretos desposamus! Gramatica muchacha nostra est.

—¡Eheu!... ¡pergaminosa et frigidissima uxor semper nobiscum in aula,in mensa, in thoro!...

Al oír este diálogo se comprenderá que anda por aquí el maligno ysiempre macarrónico D.

Rodriguín. En efecto, él era quien sostenía estaconversación latina con otro colegial no menos travieso, valiéndose paraello de una especie de comunicación postal establecida debajo de lascarpetas por medio de un hilo corredizo que funcionaba de un puesto aotro a escondidas de los demás colegiales y de los padres. Ambos amigosafectaban hallarse muy ocupados en sus tareas estudiantiles. Ni conrumor, ni con miradas, turbaban el silencio plácido de la sala deestudio. Los asientos de uno y otro estaban cerca. El hilo corríasuavemente por debajo de las mesas, llevando y trayendo un papelito, enel cual cada uno escribía su macarrón, referente por lo común a lossucesos del día, y así pasaban las horas dulcemente entretenidos congran detrimento de la lección señalada. A veces funcionaba el telégrafosub—carpetano tan sólo para observar que al padre Fernández se le caíala baba o que al padre Solís se le rodaba el bonete. Por poco versadoque el lector esté en humanidades macarrónicas, habrá deducido deldiálogo trascrito que aquella mañana se había casado D. Benigno Corderoen la capilla de los Dolores de San Isidro.

Este gran suceso se verificóa fines de Junio.

Estuvo D. Benigno en aquella ocasión sereno y grave, como hombre que dacumplimiento al más importante de los deberes. Sola parecía contenta sinafectación, los muchachos estaban alegres y Crucita renegando. Labendición fue dada por el padre Gracián, con quien celebró Cordero largaconferencia en la tarde de aquel día cien veces fausto.

Dejemos ahora a esta digna familia, para quien parecerán siempre pocastodas las bendiciones del cielo, y sigamos al venerable jesuita, cuyospasos son ahora del mayor interés. Acompañado del joven que solía pasearcon él, salió del Colegio Imperial, tomó por la calle de los Estudios, yentrando en la de las Maldonadas, detuvo sus pasos en la puerta de unllamado establecimiento, cuyo nombre más propio fuera tenducho. Miróadentro, no vio a nadie, volvió a mirar, llamando, y al conjuro de lavoz, moviose un enorme tinajón de hacer buñuelos que arrinconado estaba.Cayó de él una estera vieja, apartáronse dos escobas, y por el hueco quedel movimiento de estas piezas resultara, viose aparecer una figura demujercilla raquítica, que se adelantó cojeando.

—Romualda, ¿qué hacías ahí?

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La muchacha se restregó los ojos.

—Estaba durmiendo—replicó.

—¿Y así cuidas tú la tienda?

¡La tienda! Sólo por prurito de hacer hipérboles podía darse este nombreal mezquino aguaducho, consistente en media docena de botellas, un grantarro de cerezas en aguardiente, caja de latón con delantera de vidrio,medio llena de bollos y azucarillos, y un par de botijos de agua de laArganzuela.

—Tenía mucho sueño—dijo Romualda—. Anoche me tuvieron en vela esperandoa padre López, que vino entre dos luces.

—Embriagado tal vez.... ¡Bendito Dios!... ¿Y ahora está tu padre encasa?

—No lo sé... subirá. Mi madrastra está en la cama.

—Sube, y si está tu padre, dile que baje al momento. Necesito darle unrecado.

Mientras Romualda sube, dejando al buen clérigo y su acompañante en lapuerta del establecimiento, digamos cómo de la opulencia y desahogo dela carnecería pasó aquella desmoralizada familia a la estrechez de unmiserable comercio de agua y vino. En casa donde no existen ni losvínculos ni los afectos que constituyen la familia, donde la paz deja supuesto a la discordia y los vicios ocupan el lugar de la economía y lasobriedad, no pueden de modo alguno afincar las prosperidades. Laactividad de Nazaria y su inteligencia no bastaban a atenuar los malosefectos de la holgazanería de López, el cual no sólo derrochaba entorpes fraucachelas lo adquirido con sus malas artes y conexionespolíticas, sino que también sabía apurar, dejándolos en las purastablas, los cajones del mostrador, llenos del pingüe esquilmo de lamañana. Nazaria no gastaba en liviandades, pero sí en lujo y ruinososcaprichos. Empeñaba una joya para comprar otra, y a ninguna prenderadejaba salir de su casa sin quitarle de las manos, a cambio de buendinero, el rico mantón de Manila, la peineta de concha, el abanico demarfil, los soberbios encajes flamencos y otras prendas valiosas que lascasas ricas de Madrid arrojan diariamente al oscuro mercado de lance. Lacarnecería producía mucho; pero el género de Mortanchez y Candelario nocae llovido del cielo, por lo que pronto empezó a declinar la casa, ydando tumbos y traspiés cayó, a la vuelta de un año, en el abismo deldescrédito. Los acreedores se repartieron el botín y hubo una desbandadade chorizos y una dispersión de jamones, que dieron mucho que hablar atodo el barrio de San Millán. Los muebles de la casa fueron embargados,y salieron en busca de más seguro domicilio las imágenes y santicos,juntamente con los toreros. Tres o cuatro puestos del Rastro lucierondurante una semana parte muy principal del ajuar de la Pimentosa, quesólo pudo retener lo indispensable para no pedir un hueco en SanBernardino, fundado por Pontejos en aquel mismo año. Ciertos dineros nomuy lucidos que se salvaron del desastre casi por milagro sirvieron a laviuda de Peralvillo para poner la tienda acuática antes descrita; yentre aquellos cuatro fementidos trastos la infeliz mujer se mecía otravez en locas ilusiones, pensando en volver a ser favorecida de lafortuna, para sacar del comercio pequeñito un tráfico grande y rico.Ella tenía genio, sabía comprar, sabía vender, pero ignoraba el arte deguardar, que es el arte de enriquecer. Su mala estrella o su naturalezafísica y moral (que esto no está bien averiguado) le agravaron el malque ha tiempo padecía,