Pasaron por el portal de Santiago, entraron en la calle Mayor ypreguntaron en la posada si había alojamiento.
Una muchacha apareció en la escalera.
—Está la casa llena—dijo—. No hay sitio para tres personas, sólo unapodría quedarse.
—¿Y las caballerías?—preguntó Bautista.
—Creo que hay sitio en la cuadra.
Fué la muchacha a verlo y Martín dijo a Bautista.
—Puesto que hay sitio para una persona, tú te puedes quedar aquí. Valemás que estemos separados y que hagamos como si no nos conociéramos.
—Sí, es verdad—contestó Bautista.
—Mañana, a la mañana, en la plaza nos encontraremos.
—Muy bien.
Vino la muchacha y dijo que había sitio en la cuadra para los jacos.
Entró Bautista en la casa con las caballerías, y el extranjero y Martínfueron, preguntando, a otra posada del paseo de los Llanos, donde lesdieron alojamiento.
Llevaron a Martín a un cuarto desmantelado y polvoriento, en cuyo fondohabía una alcoba estrecha, con las paredes cubiertas de unas manchasnegras de humo. Sin duda los huéspedes mataban las chinches quemándolascon una vela o con la lamparilla y dejaban estos tranquilizadoresrastros. En el gabinete y en la alcoba olía a cuadra, olor que venía delas junturas de las maderas del suelo.
Martín sacó la carta de Levi-Alvarez y el paquete de letras cosido en elcuero de la bota y separó las ya aceptadas y firmadas, de las otras.Como estas todas eran para Estella, las encerró en un sobre y escribió:
«Al general en jefe del ejército carlista.»
—¿Será prudente—se dijo—entregar estas letras sin garantía alguna?
No pensó mucho tiempo, porque comprendió enseguida que era una locurapedir recibo o fianza.
—La verdad es que, si no quieren firmar, no puedo obligarles, y si medan un recibo y luego se les ocurre quitármelo, con prenderme están alcabo de la calle. Aquí hay que hacer como si a uno le fuera indiferentela cosa y, si sale bien, aprovecharse de ella, y si no, dejarla.
Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vió en la calle unsargento y, después de saludarle, le preguntó:
—¿Dónde se podrá ver al general?
—¡A qué general!
—Al general en jefe. Traigo unas cartas para él.
—Estará probablemente paseando en la plaza. Venga usted.
Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes depetróleo, paseaban algunos jefes carlistas.
El sargento se acercó algrupo y, encarándose con uno de ellos, dijo:
—Mi general.
—¿Qué hay?
—Este paisano, que trae unas cartas para el general en jefe.
Martín se acercó y entregó los sobres. El general carlista se arrimó aun farol y los abrió. Era el general un hombre alto, flaco, de unoscincuenta años, de barba negra, con el brazo en cabestrillo. Llevaba unaboina grande de gascón con una borla.
—¿Quién ha traído esto?—preguntó el general con voz fuerte.
—Yo—dijo Martín.
—¿Sabe usted lo que venía aquí dentro?
—No, señor.
—¿Quién le ha dado a usted estos sobres?
—El señor Levi-Alvarez de Bayona.
—¿Cómo ha venido usted hasta aquí?
—He ido de San Juan de Luz a Zumaya en barco, de Zumaya aquí a caballo.
—¿Y no ha tenido usted ningún contratiempo en el camino?
—Ninguno.
—Aquí hay algunos papeles que hay que entregar al rey. ¿Quiere ustedentregarlos o que se los entregue yo?
—No tengo más encargo que dar estos sobres y, si hay contestación,volverla a Bayona.
—¿No es usted carlista?—preguntó el general, sorprendido del tono deindiferencia de Martín.
—Vivo en Francia y soy comerciante.
—Ah, vamos, es usted francés.
Martín calló.
—¿Dónde para usted?—siguió preguntando el general.
—En una posada de ese paseo…
—¿Del paseo de los Llanos?
—Creo que sí. Así se llama.
—¿Hay una administración de coches en el portal? ¿No?
—Sí, señor.
—Entonces, es la misma, ¿Piensa usted estar muchos días en Estella?
—Hasta que me digan si hay contestación o no.
—¿Cómo se llama usted?
—Martín Tellagorri.
—Está bien. Puede usted retirarse.
Saludó Martín y se fué a la posada. A la puerta se encontró con elextranjero.
—¿Dónde se mete usted?—le dijo—. Le andaba buscando.
—He ido a ver al general en jefe.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Y le ha visto usted?
—Ya lo creo. Y le he dado las cartas que traía para él.
—¡Demonio! Eso sí que es ir de prisa. No le quisiera tener a usted derival en un periódico. ¿Qué le ha dicho a usted?
—Ha estado muy amable.
—Tenga usted cuidado, por si acaso. Mire usted que estos son unosbandidos.
—Le he indicado que soy francés.
—Bah, no importa. Este verano han fusilado a un periodista alemán amigomío. Tenga usted cuidado.
—¡Oh! Lo tendré.
—Ahora, vamos a cenar.
Subieron las escaleras y entraron en una cocina grande.
Varios paisanos y soldados, congregados allí, charlaban. Se sentaron acenar a una mesa larga, iluminada por un velón de varios mecheros quecolgaba del techo.
Un hombre viejo, bajito, que presidía la mesa, se quitó la boina ycomenzó a rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos elextranjero a quien advirtió Martín de su olvido y que, al darse cuenta,se quitó apresuradamente la gorra.
En el transcurso de la cena, el hombre bajito habló más que nadie. Eranavarro de la Ribera. Tenía un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua,pómulos salientes, la boina pequeña echada sobre los ojos, como siinstintivamente quisiera ocultar su mirada. Defendía la conducta delcabecilla asesino Rosas Samaniego, que estaba entonces preso en Estella,y le parecía poca cosa el echar a los hombres por la sima de Igusquiza,tratándose de liberales y de hombres que blasfemaban de su Dios y de sureligión.
Contó el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Unade ellas era verdaderamente odiosa y cobarde. Una vez cerca de un río,yendo con la partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitosque lavaban sus camisas en el agua.
—A bayonetazos acabamos con todos—dijo el hombre sonriendo, luegoañadió hipócritamente—Dios nos lo habrá perdonado.
Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazañas por elestilo. Aquel tipo miserable y siniestro era fanático, violento ycobarde, se recreaba contando sus fechorías, manifestaba crueldadbastante para disimular su cobardía, tosquedad para darla como franquezay ruindad para darle el carácter de habilidad.
Tenía la doblebestialidad de ser fanático y de ser carlista.
Este desagradable y antipático personaje se puso después a clasificarlos batallones carlistas según su valor; primero eran los navarros, comoera natural, siendo él navarro, luego los castellanos, después losalaveses, luego los guipuzcoanos y al último los vizcaínos.
Por el curso de la conversación se veía que había allá un ambiente deodios terribles; navarros, vascongados, alaveses, aragoneses ycastellanos se odiaban a muerte. Todo ese fondo cabileño que duerme enel instinto provincial español estaba despierto. Unos se reprochaban aotros el ser cobardes, granujas y ladrones.
Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó dela mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a lacalle.
Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué depetróleo, se veían grupos de soldados.
Se oía el rasguear de laguitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la callenegra y silenciosa.
—Ya me está a mí cargando esta canción estólida—murmuró Martín.
—¿Cuál?—preguntó el extranjero.
—La jota. La encuentro como una cosa petulante. Me parece que le estoyoyendo hablar a ese viejo navarro de la posada. El que la canta quieredecir: «Yo soy más valiente que nadie, más noble que nadie, mas heroicoque nadie.»
—¿Y estos no son más valientes que los demás españoles?—preguntó elextranjero maliciosamente.
—No lo sé; yo no lo creo, por lo menos. Yo, ahora mismo, si tuvieraquinientos hombres tomaba Estella por asalto y le pegaba fuego.
—¡Ja! ¡Ja! Es usted un hombre extraordinario.
—Es que lo digo porque lo creo.
Yo también lo creo, y siento que no tenga usted los quinientos hombres.
¿Y que decía usted de la gente del Ebro?
—Nada, que han decidido ellos mismos que son los únicos francos, losúnicos leales, porque hablan muy en bruto y cantan la jota.
—¿De manera que para usted este canto es como una falsificación delvalor y de la energía?
—Sí, algo así.
—Está bien. Lo diré en mi próxima crónica. ¿No le parece a usted malque me sirva de sus opiniones?
—De ningún modo, porque a mí no me sirven para nada.
Siguieron paseando, pero al alejarse un poco, un centinela les dió elalto y volvieron a la plaza. Se hallaba ésta solitaria.
Dieron varias vueltas y un sereno les saludó y les dijo:
—¿Qué hacen ustedes aquí?
—¿No se puede pasear?—preguntó Zalacaín.
—Hombre, sí; pero no es una hora muy a propósito.
—Es que hemos cenado tarde y estábamos dando una vuelta—dijo elextranjero—no quisiéramos acostarnos tan pronto.
—¿Por qué no van ustedes allí?—dijo el sereno, señalando los balconesde una casa que brillaban iluminados.
—¿Qué es lo que hay allí?—preguntó Martín.
—El Casino—contestó el sereno.
—¿Y qué hacen ahora?—dijo el extranjero.
—Estarán jugando.
Se despidieron del vigilante nocturno y dejaron la plaza.
Después, dando un rodeo, salieron al paseo de Los Llanos. Una campana deun convento comenzó a tocar.
—Juego, campanas, carlismo y jota. ¡Qué español es esto, mi querido Martín!—dijo el extranjero.
—Pues yo también soy español y todo eso me es muy antipático—contestó Martín.
—Sin embargo, son los caracteres que constituyen la tradición de supaís—dijo el extranjero.
—Mi país es el monte—contestó Zalacaín.
CAPÍTULO X
CÓMO TRANSCURRIÓ EL SEGUNDO DÍA EN ESTELLA
Conformes Martín y Bautista, se encontraron en la plaza. Martínconsideró que no convenía que le viesen hablar con su cuñado, y paradecir lo hecho por él la noche anterior escribió en un papel suentrevista con el general.
Luego se fué a la plaza. Tocaba la charanga. Había unos soldadosformados. En el balcón de una casa pequeña, enfrente de la iglesia deSan Juan, estaba don Carlos con algunos de sus oficiales.
Esperó Martín a ver a Bautista y cuando le vió le dijo:
—Que no nos vean juntos—y le entregó el papel.
Bautista se alejó, y poco después se acercó de nuevo a Martín y le dióotro pedazo de papel.
—¿Qué pasará?—se dijo Martín.
Se fué de la plaza, y cuando se vió solo, leyó el papel de Bautista quedecía: Ten cuidado. Está aquí el Cacho de sargento. No andes por el centrodel pueblo
.
La advertencia de Bautista la consideró Martín de gran importancia.Sabía que el Cacho le odiaba y que colocado en una posición superior,podía vengar sus antiguos rencores con toda la saña de aquel hombrepequeño, violento y colérico.
Martín pasó por el puente del Azucarero contemplando el agua verdosa delrío. Al llegar a la plazoleta donde comienza la Rua Mayor del puebloviejo, Martín se detuvo frente al palacio del duque de Granada,convertido en cárcel, a contemplar una fuente con un león tenante enmedio, en cuyas garras sujeta un escudo de Navarra.
Estaba allí parado, cuando vió que se le acercaba el extranjero.
—¡Hola, querido Martín!—le dijo.
—¡Hola! ¡Buenos días!
—¿Va usted a echar un vistazo por este viejo barrio?
—Sí.
—Pues iré con usted.
Tomaron por la Rua Mayor, la calle principal del pueblo antiguo. A unlado y a otro se levantaban hermosas casas de piedra amarilla, conescudos y figuras tallados.
Luego, terminada la Rua, siguieron por la calle de Curtidores. Lasantiguas casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; enalgunos portales, convertidos en talleres de curtidores, se veían filasde pellejos colgados y en el fondo el agua casi inmóvil del río Ega,verdosa y turbia.
Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcroy se pararon a contemplarla. A Martín le pareció aquella portada depiedra amarilla, con sus santos desnarigados a pedradas, una cosa algogrotesca, pero el extranjero aseguró que era magnífica.
—¿De veras?—preguntó Martín.
—¡Oh! ¡Ya lo creo!
—¿Y la habrá hecho la gente de aquí?—preguntó Martín.
—¿Le parece a usted imposible que los de Estella hagan una cosabuena?—preguntó riendo el extranjero.
—¡Qué sé yo! No me parece que en este pueblo se haya inventado lapólvora.
En una calle transversal, las paredes de las antiguas casas hidalgasderrumbadas servían de cerca para los jardines. No se alejaron másporque a pocos pasos estaba ya la guardia. Volvieron y subieron a SanPedro de la Rua, iglesia colocada en un alto, a la cual se llegaba porunas escaleras desgastadas, entre cuyas losas crecía la hierba.
—Sentémonos aquí un momento—dijo el extranjero.
—Bueno, como usted quiera.
Desde allí se veía casi todo Estella, y los montes que le rodean, abajoel tejado de la cárcel y en un alto la ermita del Puy. Una viejalimpiaba las escaleras de piedra de la iglesia con una escoba y cantabaa voz en grito:
¡Adiós los Llanos de Estella.
San Benito y Santa Clara,
Convento de Recoletos
donde yo me paseaba!
—Ya ve usted—dijo el extranjero—que, aunque a usted le parezca estepueblo tan desagradable, hay gente que le tiene cariño.
—¿Quién?—dijo Martín.
—El que ha inventado esa canción.
—Era un hombre de mal gusto.
La vieja se acercó al extranjero y a Martín y entabló conversación conellos. Era una mujer pequeña, de ojos vivos y tez tostada.
—¿Usted será carlista? ¿Eh?—le preguntó el extranjero.
—Ya lo creo. En Estella todos somos carlistas y tenemos la seguridad deque vendrá don Carlos con ayuda de Dios.
—Sí, es muy probable.
—¿Cómo probable?—exclamó la vieja—. Es seguro. ¿Usted no será deaquí?
—No, no soy español.
—Ah, vamos.
Y la vieja, después de mirarle con curiosidad, siguió barriendo lasescaleras.
—Creo que le ha tenido a usted lástima al saber que no es ustedespañol—dijo Martín.
—Sí, parece que sí—contestó el extranjero—. La verdad es que estriste que por ese estúpido hombre guapo se mate esta pobre gente.
—¿Por quién lo dice usted, por don Carlos?—preguntó Martín.
—Sí.
—¿Usted también cree que no es hombre de talento?
—¡Qué va a ser! Es un tipo vulgar sin ninguna condición. Luego, notiene idea de nada. Hablé con él cuando el bombardeo de Irún, y no sepuede usted figurar nada más plano y más opaco.
—Pues no lo diga usted por ahí, porque le hacen a usted pedazos. Estosbestias están dispuestos a morir por su rey.
—Oh, no lo diría. Además ¿para qué? No había de convencer a nadie; unosson fanáticos y otros aventureros y ninguno está dispuesto a dejarsepersuadir. Pero no crea usted que todos tienen un gran respeto ni pordon Carlos ni por sus generales. ¿No ha oído usted en la posada quehablan algunas veces de don Bobo? pues se refieren al Pretendiente.
Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña delos Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer.
Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa y encambio estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de lalegación extranjera, y un joven comandante carlista llamado Iceta.
El conde de Haussonville fué la alegría de la mesa. El conde, hombre deunos cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio, hablaba en uncastellano grotesco.
Lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo loque le daban de comer no le servía más que de aperitivo. Había venidodesde Caspe llevando prisionero a un brigadier valenciano carlista a queconpareciera ante el Estado Mayor de don Carlos, y contaba su expediciónde tal manera que hacía morirse de risa a todos.
Explicó su estancia en un pueblo, con el batallón metido en una iglesia,sin poder moverse por estar los caminos intransitables por la nieve, nocomiendo más que habichuelas y teniendo por retrete un confesionario, ydió tales detalles, que todo el mundo reía a carcajadas.
—Un día, sobre todo, nos trajeron sidra—dijo el francés—y entre lasidra y las habichuelas se nos armó una, que tuvimos que hacer coladelante del confesionario. Pocas veces se ha visto una congregación defieles tan apenados para entrar en el confesionario como nosotros. Jefesy soldados íbamos con gran dolor de corazón a cantar nuestra canción delas habichuelas a la pequeña garita del señor cura.
Después de maldecir de la alimentación leguminosa y de la alimentación patatosa
, habló del resto del viaje.
Cada pueblo del tránsito le parecía una estación de calvario para suestómago hambriento; recordaba las aldeas por lo que había comido, omejor dicho, por lo que había ayunado; aquí habían dado por toda comidaun caldo de berzas, allá por cena una colación de verduras cocidas; ypara colmo de desdichas, estaba alojado en Estella en casa de unasviejas solteronas y por la mañana le daban chocolate con agua, por latarde cocido, y de noche una sopa de ajo infame.
—Y siempre, siempre, poco—decía Haussonville, levantando los brazos alcielo.
Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra, luegose fué a una república americana, tomó parte en una revolución ydespués, expulsado de allí por rebelde, volvía al ejército carlista, endonde estaba ya violento y deseando marcharse.
Siguiéndole a todas partes como amigo y asesor, iba un antiguo criadosuyo que se llamaba Asensio, pero a quien se le conocía por estos dosmotes: Asensio Lapurrá (Asensio el Ladrón) y Asenchio Araguiarrapatzallia(Asensio el decomisador de carne).
Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.
Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra queempleara bien.
Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y al contrario,empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced.
La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era delo más dislocada y pintoresca.
—Si aquí hubiera un buen
quenerral
—decía Haussonville—la
querra
estaba resuelta.
—
Pueda, pueda
que sí—contestaba Asensio.
—No saben
manecar
un grande
equercito
, amigo Asensio.
—Si
supieseis
de
tática
, otra cosa sería.
Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y conAsenchio Lapurrá y se rieron a carcajadas con los mil quidprocuos queresultaban en la conversación del francés y del vasco.
Asensio había estado en Cuba algún tiempo, de soldado, y contó anécdotasde aquella tierra. Lo que más le gustaba era hablar de los chinos.
—Son de
mal
intención, pero buenos cocineros, eso si.
Digáis
a unchino que os haga un arroz. Os hace una cosa
manífica
. Es gente
raro
. Luego se ponen a
chun, chun, chun
. ¿Y entenderles? nada. ¿Anosotros? Rabia nos tenían. Y al que cogían la
martirizaban. ¡Pse!Nosotros
tamíen
algunos
matemos
.
Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá.
Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta,Haussonville y Asensio fueron a un café de la plaza, donde estuvieronhablando. Había ejercicios espirituales en la iglesia de San Juan, y unaporción de beatos y de oficiales carlistas iban a la iglesia.
—¡Qué país!—dijo Haussonville—la gente no hace más que ir a laiglesia. Todo es para el señor cura: las buenas comidas, las buenaschicas… Aquí no hay nada que hacer, todo para el señor cura.
Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de genteque se encaminaba hacia la iglesia.
—¡Bestias!—exclamaba Iceta dando puñetazos en la mesa—. No quisieramás que poder ametrallarlos.
El francés murmuraba como diciéndoselo a sí mismo:
—¡España! ¡España!
¡Jamais de la vie!
Mucha hidalguía, mucha misa,mucha jota, pero poco alimento.
—La guerra—añadía Asensio, metiendo la cucharada—es cosa nada bueno
.
CAPÍTULO XI
CÓMO LOS ACONTECIMIENTOS SE ENREDARON, HASTA EL PUNTO DE QUEMARTÍN
DURMIÓ EL TERCER DÍA DE ESTELLA EN LA CÁRCEL.
Al día siguiente, por la noche, iba a acostarse Martín, cuando laposadera le llamó y le entregó una carta, que decía:
«Preséntese usted mañana de madrugada en la ermita del Puy, en donde sele devolverán las letras ya firmadas. El General en Jefe.» Debajo habíauna firma ilegible.
Martín se metió la carta en el bolsillo, y viendo que la posadera no semarchaba de su cuarto, le preguntó:
—¿Quería usted algo?
—Sí; nos han traído dos militares heridos y quisiéramos el cuarto deusted para uno de ellos. Si usted no tuviera inconveniente, letrasladaríamos abajo.
—Bueno, no tengo inconveniente.
Bajó a un cuarto del piso principal, que era una sala muy grande con dosalcobas. La sala tenía en medio un altar, iluminado con unas lámparastristes de aceite. Martín se acostó; desde su cama veía las lucesoscilantes, pero estas cosas no influían en su imaginación, y quedódormido.
Era más de media noche, cuando se despertó algo sobresaltado. En laalcoba próxima se oían quejas, alternando con voces de ¡Ay, Dios mío!¡Ay, Jesús mío!
—¡Qué demonio será esto!—pensó Martín.
Miró el reloj. Eran las tres. Se volvió a tender en la cama, pero conlos lamentos no se pudo dormir y le pareció mejor levantarse. Se vistióy se acercó a la alcoba próxima, y miró por entre las cortinas. Se veíavagamente a un hombre tendido en la cama.
—¿Qué le pasa a usted?—preguntó Martín.
—Estoy herido—murmuró el enfermo.
—¿Quiere usted alguna cosa?
—Agua.
A Martín le dió la impresión de conocer esta voz. Buscó por la sala unabotella de agua, y como no había en el cuarto, fué a la cocina. Al ruidode sus pasos, la voz de la patrona preguntó:
—¿Qué pasa?
—El herido que quiere agua.
—Voy.
La patrona apareció en enaguas, y dijo, entregando a Martín unalamparilla:
—Alumbre usted.
Tomaron el agua y volvieron a la sala. Al entrar en la alcoba, Martínlevantó el brazo, con lo que iluminó el rostro del enfermo y el suyo. Elherido tomó el vaso en la mano, é incorporándose y mirando a Martíncomenzó a gritar:
—¿Eres tú? ¡Canalla! ¡Ladrón! ¡Prendedle! ¡Prendedle!
El herido era Carlos Ohando.
Martín dejó la lamparilla sobre la mesa de noche.
—Márchese usted—dijo la patrona—. Está delirando.
Martín sabía que no deliraba; se retiró a la sala y escuchó, por siCarlos contaba alguna cosa a la patrona.
Martín esperó en su alcoba. Enla sala, debajo del altar, estaba el equipaje de Ohando, consistente enun baúl y una maleta. Martín pensó que quizá Carlos guardara algunacarta de Catalina, y se dijo:
—Si esta noche encuentro una buena ocasión, descerrajaré el baúl.
—No la encontró. Iban a dar las cuatro de la mañana, cuando Martín,envuelto en su capote, se marchó hacia la ermita del Puy. Los carlistasestaban de maniobras. Llegó al campamento de don Carlos, y, mostrando sucarta, le dejaron pasar.
—El Señor está con dos Reverendos Padres—le advirtió un oficial.
—Vayan al diablo el Señor y los Reverendos Padres—refunfuñó Zalacaín—. La verdad es que este rey es un rey ridículo.
Esperó Martín a que despachara el Señor con los Reverendos, hasta que elrozagante Borbón, con su aire de hombre bien cebado, salió de la ermita,rodeado de su Estado Mayor. Junto al Pretendiente iba una mujer acaballo, que Martín supuso sería doña Blanca.
—Ahí está el Rey. Tiene usted que arrodillarse y besarle la mano—dijoel oficial.
Zalacaín no replicó.
—Y darle el título de Majestad.
Zalacaín no hizo caso.
Don Carlos no se fijó en Martín y éste se acercó al general, quien leentregó las letras firmadas. Zalacaín las examinó. Estaban bien.
En aquel momento, un fraile castrense, con unos gestos de energúmeno,comenzó a arengar a las tropas.
Martín, sin que lo notara nadie, se fué alejando de allí y bajó alpueblo corriendo. El llevar en su bolsillo su fortuna, le hacía ser másasustadizo que una liebre.
A la hora en que los soldados formaban en la plaza, se presentó Martíny, al ver a Bautista, le dijo:
—Vete a la iglesia y allí hablaremos.
Entraron los dos en la iglesia, y en una capilla obscura se sentaron enun banco.
—Toma las letras—le dijo Martín a Bautista—. ¡Guárdalas!
—¿Te las han dado ya firmadas?
—Sí.
—Hay que prepararse a salir de Estella en seguida.
—No sé si podremos—dijo Bautista.
?