Kevin M. Weller
Bilogía
Narrativa policial-erótica
Kevin M. Weller
Libro digital
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I. Fugitivo de la ley – El historial del señor Jack Hock
II. El sexagésimo noveno hotel de la ciudad – El gueto de los li-
III. El botones Tobby – Un gatito mañoso y pomposo
IV. Crónicas de una fuga – El plan maestro para escapar de prisión
V. Encuentro casual – La bailarina y el multimillonario
VI. Las mucamas del señor Wilson – Las conejitas en celo
VII. El lupanar de la calle Wombat – Las pruebas de Lisa
VIII. Los suburbios de la inmoralidad – Acosadores, proxenetas y
IX. En busca de drogas más fuertes – Los excéntricos experimen-
X. Una anécdota cabalística y apasionante – Un padre amoroso y
XI. La primera cita – El lujoso restaurante de la costa
XII. Artífices de la seducción – Las virtuosas actuaciones de los
XIII. Una fotógrafa inmiscuida – La solícita nutria de Hexagrama
XIV. Un día al aire libre – Recorridos en pareja
XV. Un plan descabellado pero funcional – Material pornográfico
XVI. Un sábado alocado – Bacanal en el club nudista
XVII. El detective de la manada – Un cérvido escrupuloso y con-
XVIII. Un funeral inesperado – Remordimiento en aumento
XIX. El plan ideal para atrapar a un forajido – En aras del gran
XX. Hora de abandonar la ciudad – Un viaje hacia otro recinto
XXI. Los arrabales de Farfrand – Entre perros y gatos
XII. El mercado negro de las valkirias – Hembraje oportunista y
XXIII. Vladimir, el amigo de Tobby – Un parafílico retraído
XXIV. Dos gatos y un coyote – Un trío teatral
XXV. Los nuevos integrantes del grupo – Ágiles pastores alemanes
XXVI. Área 54 – El punto de encuentro del clan Felumia
XXVII. Kaylee y Hugh – La dupla lobuna
XXVIII. La Caja de Arena – El club prohibido
XXIX. Una carta proveniente de Zuferrand – El detective está de
XXX. Travis versus Jack – Dos coyotes en un duelo
XXXI. Datos perturbadores – Los aliados de un criminal
XXXII. La dulce venganza – En nombre de la familia Hallmark
XXXIII. Un secuestro inaudito – La otra cara de la mafia canina
XXXIV. El último adiós a un amigo muy querido – Un error im-
XXXV. Es hora de irse a dormir – El asesinato de los traidores
El mundo había cambiado muchísimo los últimos años: las leyes ya no amparaban a los delincuentes, la mafia tenía la mitad de poder que había tenido en el siglo XX, el capitalismo se había vuelto un sistema de gobierno en casi todo el mundo, los recaudadores de impuestos eran más temidos que las propias fuerzas armadas, el libertinaje había echado por tierra las ideas arcaicas de matrimonio y familia ideal, las religiones habían sido reemplazadas por grupos sectarios que alababan al dinero, muchos valores del pasado se habían perdido, los partidos políticos estaban más polarizados que nunca, las diferencias socioeconómicas eran menos formidables, el desempleo y la pobreza habían disminuido mucho, el individualis-mo se había implantado de tal forma que ya nadie lo notaba, las parafilias y los fetichismos se habían vuelto normales, la esponta-neidad había reemplazado la paciencia y los medios de información tergiversaban los datos según sus deseos.
I. Fugitivo de la ley – El historial del señor Jack Hock
Dentro del mefítico cuarto de los archivadores, expedientes de toda clase yacían desparramados bajo la intensa luz blanca que emitía la lámpara de arriba, que colgaba del mugroso techo por medio de un trenzado cable negro. Envueltos en un tono grisáceo con mezcla de marrón oscuro, las porosas paredes y los lisos pisos estaban repletos de polvo y pelos. En la chueca mesa del centro, junto a dos sillas macizas y una enorme pila de etiquetadas cajas de cartón, resaltaba por su color el expediente de un criminal que había escapado de prisión hacía una semana, haciendo uso de una estrategia común pero astuta.
Desde la única ruidosa puerta metálica del fondo, apareció la oscura figura de un ciervo de cuernos cortos, piernas largas, un sobretodo negro, un sombrero con agujeros para astas, un puro en la boca, un pantalón ancho con orificio para rabo y calzado de cuero. Superaba los ciento ochenta centímetros de altura por muy poco, parecía más alto al llevar borcegos de suela gruesa. Su nombre era Eric Hallmark.
Al echarle un ojo al expediente naranja, vio algunas fotografías opacas del fugitivo que se las había ingeniado para huir sin que nadie se diera cuenta. Se trataba de un saturnino coyote de pelaje rucio que había vivido los últimos años de su vida en los suburbios de la ciudad, en un departamento alquilado que compartía con su pareja, una vulpeja de pelaje albugíneo y apariencia llamativa. Su verdadero nombre era confidencial así que lo llamaban “el perro artero”.
La fuga que había planeado era demasiado compleja para que lo planificara un mequetrefe cualquiera. Él, con ayuda de dos compañeros, llevó a cabo una de las hazañas más difíciles del mundo: escapar de una prisión de máxima seguridad ubicada en una región alejada, rodeada de colinas empinadas y pozos profundos. En los alrededores, erguidas estaban las atalayas desde las cuales los guardias vigilaban día y noche, cámaras instaladas en cada rincón de los gruesos muros sáxeos seguían de cerca cada ínfimo movimiento, alambres de púas y cercas electrificadas rodeaban el recinto amura-llado, trampas para osos por doquier descansaban bajo una gruesa capa de lodo. Sólo un verdadero profesional podía fugarse.
Al leer el historial del coyote, el ciervo apoyó el cigarro en la mesa y suspiró con alivio. Contento estaba de iniciar la exhaustiva búsqueda del problemático canino prófugo. No era la primera vez que se metía en un caso complicado, aunque sí podía ser la última.
Lo conocían en toda la ciudad por ser el detective privado más confiable y el más lúbrico de su calaña.
El motivo de la encarcelación era por evasión fiscal agravada. El ciudadano no había pagado sus impuestos como debía, había obtenido ingresos durante varios años que en ningún momento declaró ante el fisco, muchas de las ventas que había concretado estaban respaldadas por documentación espuria, y, en reiteradas ocasiones, falsificó la firma para que no descubriesen su verdadera identidad. Además, se creía que había tenido contacto directo con un camello a quien le compraba estupefacientes y psicotrópicos con cierta frecuencia para luego revender y así obtener un ingreso extra, pero eso era sólo un rumor, todavía no estaba respaldado por pruebas fehacientes para sumarlo al informe de antecedentes penales.
De su pareja, Natasha Linger, no se había hallado rastro alguno luego de la detención del coyote en su domicilio. La vulpeja, también culpable de haber violado la ley al ser cómplice de sus actos delictivos, se había esfumado antes de que la policía la detuviera.
Amilanada por el temor a ser encerrada en un pandemónium repleto de animales salvajes, desapareció del mapa de un día para otro.
Sin embargo, las autoridades se habían encargado de sellar el único puente que conducía hacia la próxima ciudad, por lo cual nunca podría haber abandonado su ciudad natal.
Los inquietos dedos huesudos del cérvido hacían ruido al golpear la mesa, sus piernas estaban inquietas y el rabo se le erizaba a cada rato. Inhaló la última brizna de nicotina, tomó el archivo, lo guardó en un bolsillo del gabán y se dirigió a la puerta con el afán de irse.
Se introdujo de lleno en el pasillo que conducía hacia la sala principal donde trabajaban los empleados del edificio. Se apresura-ba por tomar la puerta de salida cuando la suave voz de una de las encargadas de la limpieza resonó. Vestida con una cenicienta muda de ropa holgada, una cofia, botas blancas y un par de guantes de látex, la joven oveja de un metro treinta y ocho, ojos cetrinos y rostro pálido se lo quedó mirando con total asombro mientras él buscaba la manera de ocultar la inquietud carnal.
—¿Ya tomó lo que necesitaba?
—No, digo sí —balbuceó mientras trataba de esconder la latente masculinidad entre las piernas.
—Lo veo nervioso. ¿Le sucede algo?
Se acercó a ella y olfateó el fuerte aroma de damisela que tenía.
Imaginársela desnuda era suficiente para empalmarlo, no necesitaba esforzarse mucho para obtener una erección completa.
—Oye, linda, ¿no te produce molestia estar limpiando a estas horas de la noche?
—¡Qué bueno! —Mostró una descarada sonrisa—. ¿Podrías llevarme al baño? Me es difícil movilizarme con este fastidioso calambre que tengo.
—Venga conmigo —lo tomó de la mano y lo condujo hacia el amplio baño con fuerte aroma a lavandina y desodorante de ambiente.
El impecable sitio poseía diez cabinas con relucientes sanitarios, ocho urinarios separados con sus respectivas mamparas de már-mol, un extenso lavamanos con un nítido espejo, recipientes de jabón líquido, un secador en la pared ubicado debajo del único ventiluz de aluminio, piso de cerámicos sin patrones, una pared sin humedad y un techo poroso con cuatro lámparas destellantes protegidas con una delgada lámina de vidrio. La espesa blancura del baño lo distinguía del resto de las habitaciones.
—Huele muy bien.
—Lo acabo de limpiar, pero no me molesta que lo use si es urgente.
—Qué amable eres.
Bajó la bragueta del pantalón, desabrochó el calzón y dejó que la fraguada protuberancia masculina saliera a la luz: era un enrojecido apéndice rígido de treinta centímetros con forma cilíndrica.
Enseñárselo a las hembras siempre lo ponía al rojo vivo, le daba pábulo a su orgullo.
—Pensé que quería hacer uso del baño —tartamudeó la joven oveja con un poquitín de intranquilidad en sus palabras.
—Quizá más tarde —musitó el excitado ciervo—. Por lo pronto, necesito eyacular en alguna parte.
—Puede usar los orinales.
—Eyaculo mejor cuando me ayudan. —Le clavó los ojos color café en su empalidecido rostro como si buscara hipnotizarla.
—Eso no es parte de mi trabajo. Lo siento.
—Te pagaré por el servicio —le prometió—. ¿Qué tal cien pesos?
—Bueno, es que yo...
—¿Doscientos?
—Lo que sucede es que...
—¿Trescientos?
—Tengo novio.
—Descuida, no soy celoso. No creo que a él le moleste que me des una buena chupada. Al fin y al cabo, ganarás dinero por esto.
¿No te parece justo?
—Es que… si alguien aquí se entera, tendré problemas.
—Nadie se enterará de esto. Mi boca es una tumba. —Hizo el ademán de un cierre cerrándose frente a su morro.
Convencida por la interesante propuesta, la empleada tomó el miembro entre sus manos y lo masturbó como si fuera lo más normal del mundo. Colocó la punta en su boca y esperó a que se calentara. El ciervo la acorraló contra la pared del fondo y la tomó de las orejas para que no lo soltara. Jadeando de placer al recibir la felación, accedió al más intenso abismo de complacencia. Gozó de la sabrosa mamada hasta que el instinto animal no resistió más y se corrió en su boca. El orgasmo no duró más de diez segundos.
—¡Mierda! Eso sí estuvo rico —aseveró, satisfecho con el resultado—. Si sigues, duplicaré la suma de dinero —le propuso para que prosiguiera con el trabajo—. Eso sí, trágate todo, no vayas a escupir. No querrás ensuciar el piso que tanto te costó limpiar.
Entusiasmada por poder conseguir más dinero de forma no convencional, siguió felándolo con cariño, como si se la estuviera chupando a su querido carnero, y lo hizo venirse una segunda vez.
Lo dejó más contento que antes.
—¿Quiere duplicar de nuevo?
—No suelo hacerlo, pero qué rayos. Venga esa succión.
Una vez más, la jovenzuela engulló la verga metiéndole todas las ganas del mundo. A diferencia de su novio, él iba a remunerarle por el servicio. En menos de lo que canta un gallo, la tercera venida atravesó la garganta de la joven.
—Debería estar totalmente satisfecho, pero no lo estoy. ¿Qué tal una vez más?
—No hay problema.
Tomó de nuevo la verga rígida y se la metió en la boca, sus manos ayudaban masajeando la entumecida base, su inquieta lengua ofrecía más placer de lo esperado. Envuelto en un manto de sensaciones electrizantes y temblorosas, el ciervo se vino por cuarta vez.
—Creo que ya estuvo bien por hoy.
—Una más —le rogó con cara de lástima.
—¿Segura?
—Segurísima.
—Bueno, una vez más y ya.
Siguió adelante con lo suyo y succionó la verga por quinta vez, no porque le agradara hacerlo, sino porque obtendría más dinero.
Tuvo tanta suerte que le tocó un tipo sensible que se corría con mínima estimulación. En menos de un minuto, sintió el semen correr por su boca y se lo tragó.
—¡Uf! Ahora sí estoy satisfecho. —Guardó la relajada verga en su lugar y cerró la bragueta.
—Son cuatro mil ochocientos. —Extendió la mano derecha, deseosa por que le pagara.
—Tienes suerte de que soy un tipo que siempre cumple lo que promete. —Abrió la billetera y sacó casi todos los billetes que tenía, quedándose con nada más que doscientos pesos.
—Así me gusta —tomó el dinero y se fue. Tenía que seguir limpiando el resto del edificio. Con un poco de enjuague bucal podía sacarse el mal aliento de boca sin problema.
El calmado ciervo se lavó las manos y se mojó el rostro. Salió del baño, atravesó el pasillo, cruzó por la oscura sala principal y arrumbó el edificio lo más pronto posible. Al bajar las escaleras, se acordó de que tenía que pagar un taxi que lo llevara a su casa, que quedaba a diez kilómetros de allí.
—¡Puta madre! —Se dio cuenta de que el dinero que tenía no le alcanzaba para pagar un viaje tan largo. No le quedaba otra opción más que irse caminando. Su incontrolable lujuria siempre le costaba caro—. Ah, en fin.
Acomodó otro cigarro en su boca, lo encendió con el mechero y se fue caminando lo más tranquilo por la desolada vereda, bajo pleno novilunio, en la silenciosa noche. Circulaba con absoluta
tranquilidad porque estaba en una zona segura, no en un barrio periférico. De todas formas, él siempre tenía un revólver oculto en caso de que apareciese algún asaltante de sopetón. No les tenía lástima a los bandidos ni a los malandrines.
Después de medianoche, llegó a su morada, subió por las angostas escaleras y se metió en la vivienda. Encendió la luz, guardó las llaves en el llavero de tres ganchos y se dirigió a la yacija, quería echarle un último vistazo al expediente antes de irse a dormir.
Su pequeña casa parecía más un albergue que otra cosa, poseía un baño chico con ducha eléctrica, una kitchenette, un cuarto de lavado externo, una única habitación con muebles de abedul, una cama matrimonial, una amplia cantidad de papeles alborotados en los cajones, una mesa con dos sillas, tres ventanas con rejas y un techo bajo. Compartía el barrio con veinte viviendas parecidas a la suya, con vecinos comunes y corrientes.
—Conque el perro artero quiere jugar conmigo al gato y al ratón. Jugaremos entonces, señorito. Y cuando lo encuentre, se arre-pentirá de haberse escapado —susurró para sí.
El coyote ya había investigado acerca de los detectives que había en la ciudad, conocía dónde vivían y cuánto cobraban por sus servicios. Eso sí, no sabía con exactitud cómo eran físicamente. Él
era un sujeto precavido que no se fiaba de nadie. Muy pronto, tendría el agrado de conocer a su buscador.
II. El sexagésimo noveno hotel de la ciudad – El gueto de los libertinos
Tras haber estado más de un mes buscando y buscando, la pareja de caninos se había enterado de la existencia de un hotel de media estrella en las afueras de la ciudad, en el otro extremo de su terreno, cerca de un barrio peligroso en el que los drogadictos y los pandilleros frecuentaban encontrarse, y en muchos casos, discutían y se peleaban por dinero. La policía rara vez intervenía en los alrededores por temor a que algún sicario los interceptara.
Aunque la zorra había estado apartada de su pareja por más de ocho años, rencontrarse con él fue lo más emocionante de la vida.
Ella se sentía como una basura al haberlo dejado a la deriva durante tanto tiempo, tuvo una buena justificación para ello, le había convenido mantenerse lejos de él, con el fin de evitarse problemas legales y un enjuiciamiento arrollador, que echaría por tierra lo poco de dignidad que le quedaba.
Para el coyote no había nada más importante que el bienestar de su hembra, contentísimo estaba de que ella se encontrara a salvo de los execrables sabuesos del fisco y de los incompetentes
policías de la ciudad. Habría sido espectacular poder recibir sus visitas mientras estaba en prisión, en especial las visitas conyugales que los demás presos tanto gozaban. Privar a un animal de su libertad era posible, privarlo de su apetito sexual no. Él adoraba el sexo como a una deidad, dispuesto a sufrir todo tipo de incomodidades estaba con tal de sentir el más intenso placer carnal.
Por mera intuición, la encontró en un lugar lejano trabajando como una miserable ayudante de cocina. En una de las tantas pastelerías eróticas de la ciudad había estado trabajando mientras él estuvo pudriéndose de aburrimiento en la cárcel, quien además compartió una experiencia horrenda junto a un montón de salvajes incapaces de hacerle un favor sin sexo de por medio.
El coyote había utilizado el cuerpo como medio para obtener acceso a todo tipo de beneficios. En prisión, sin importar la orientación sexual de los cautivos, el sexo era un ritual necesario para adquirir permisos especiales y/o amparo grupal. Allí mismo, en una mugrosa mazmorra, había conocido a un viejo león negro condenado a cadena perpetua por homicidio múltiple, de quien aprendió muchísimas cosas que ni se imaginaba. Le contó acerca de varios refugios en los que ningún lacayo del sistema judicial se metería, y en esa extensa lista de nombres, se encontraba el sexagésimo noveno hotel, mejor conocido como Furtel 69.
A pesar de ser un hotelucho de segunda categoría con departamentos desorganizados, era el sitio ideal para que se ocultaran dos delincuentes con pasiones desenfrenadas y pocas ganas de salir a la calle. Expuestos en los centros urbanos, los caninos eran presa fácil para los curiosos inspectores; pasar el día encerrados en un viejo edificio situado en una zona poco habitada era una estrategia magnífica para mantenerse de incógnito.
Como la delicada tesitura ameritaba un cambio radical, no quedó opción, tuvieron que viajar en transporte público hasta el famoso hotel en el que se hospedarían por tiempo indeterminado. Al pisar la desconocida acera en mal estado, tuvieron la sensación de que no estarían a salvo si salían más de lo necesario. Necesitaban contar con alguien que les comprara los víveres y se los llevara hasta el refugio, y con la gran picardía que tenían, podían timar a cualquier pelele para que realizara los mandados.
Tomados de la mano, vestidos con harapos descoloridos y calzado desgastado, arrastrando una valija con rueditas y cargando dos mochilas negras, se desplazaron con lentitud hasta la esquina, doblaron hacia la izquierda, caminaron dos cuadras y llegaron al famoso refugio que tanto ansiaban conocer.
El hotel tenía tres pisos, un sótano amplio, puertas anchas y macizas con picaporte metálico, ventanas pequeñas con celosías, techo rugoso en mal estado, instalaciones precarias, lámparas co-
munes en cada sector, tomacorrientes rotos, piso de cerámico poroso, paredes rajadas y manchadas, muebles de baja calidad, baños acogedores y un bar con una gran variedad de bebidas.
Desde la parte de adentro, el recepcionista vio a lo lejos dos estrafalarios caninos que se acercaban hacia la entrada, deseosos por hospedarse en el hotel. Los podía ver a través de las banderolas de las antiguas puertas que estaban en la entrada. Entre la puerta y la barra de la recepción, había cuatro sillones cómodos donde se podían sentar los visitantes. Un corto pasillo conducía hacia el fondo, donde estaban las garrafas y las llaves térmicas. Una entrada en el suelo conducía hacia el sótano, al cual se ingresaba por una empinada escalera.
A la derecha, la zorra albina de ojos celestes, largo cabello lacio y níveo, un metro setenta y ocho de altura, cuello fino, bustos prominentes, cintura angosta, caderas anchas, piernas carnosas y jopo reluciente, parecía una hembra de buen gusto con dotes de princesa. Su femínea figura esbelta maravillaba a cualquier macho que pasara cerca de ella. Tenía un hermoso cuerpo y un rostro angelical típico de una actriz importante o de una supermodelo.
Era común que le tiraran piropos o que le silbaran cuando pasaba por la calle.
A la izquierda, un coyote marrón de ojos verdes, orejas pequeñas, ondulado cabello castaño y corto, un metro setenta y nueve de
altura, espalda ancha, abdomen chato, piernas fibrosas, rabo enmarañado y corto, parecía un deportista o un competidor de olimpia-das. Aunque no poseía la intransigente beldad atractiva de un macho alfa, estaba bien dotado y era cariñoso a la hora de hacer el amor. Poseía una gruesa voz propia de varón provocador, aun siendo un sujeto pacífico y asocial. Era conocido por ser audaz y cuidadoso con los planes que fraguaba.
El encargado de recepción era un puntilloso mapache llamado Gregory Prick, de un metro cincuenta y nueve de altura, cabello crespo de color negro, ojos grises, cuerpo rechoncho, barriga sobresaliente, jopo rayado y pies grandes. Había cumplido cuarenta y siete años el mes anterior, era el trabajador más viejo del grupo. Se caracterizaba por tener una parva amabilidad, gustos extravagantes, ideas raras, tics frecuentes y pocas ganas de trabajar. Estaba disponible desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde; desde ese momento en adelante, lo reemplazaba el dueño del edificio hasta medianoche.
El señor Anthony Wilson era el que estaba a cargo del hotel.
Era una calva morsa panzona de dos metros diez, rostro arrugado, amarillentos colmillos salientes, cachetes mofletudos, bigotes tor-cidos, extremidades abultadas, un tórax ancho y pies gigantescos.
Superaba los trescientos kilogramos. Toda la ropa que usaba le
quedaba ajustada y los rollos de grasa se le salían por todas partes.
Tenía una voz aguardentosa y hablaba con lentitud.
La zorra tomó la delantera y le habló al recepcionista con el objeto de saber si había alguna habitación disponible. Con mala cara y una actitud reticente, el mapache dio a entender que quedaba una habitación libre, la última del tercer piso, ubicada en el fondo del pasillo. De las doce habitaciones que había en total, once ya estaban ocupadas.
—Está bien para nosotros. —Intercambió una ligera mirada con su pareja.
—Documentación, por favor —exigió el recepcionista con las manos extendidas hacia adelante.
Le entregaron los documentos de identificación para que él re-llenara los datos en un formulario de chequeo. Los datos de los recién llegados no estaban inscriptos en el Sistema Nacional de Habitantes Registrados (SNHR), conque los puso como extranjeros. Tras presionar varias teclas, desde un pequeño monitor aparecieron datos biométricos de otros ciudadanos con aspecto similar.
Ellos dos se parecían mucho a una pareja de prófugos que las autoridades andaban buscando. Como al mapache le importaba un bledo y medio la legalidad, ignoró las similitudes y siguió adelante con lo suyo.
—¿Hay algún mercado cerca donde podamos ir a comprar? —
preguntó la zorra.
—El más cercano está en el barrio del fondo, a nueve cuadras de aquí —respondió enseguida.
—Oiga, —interrumpió el coyote—antes de continuar, ¿nos podría enseñar el tarifario?
—Todas las habitaciones son iguales en tamaño y tienen el mismo costo de hospedaje durante todo el año. Son treinta pesos por día. No se incluyen servicios extras ni atención personalizada
—contestó como si se tratase de una frase aprendida de memoria.
—Pues con ese precio no se puede esperar mucho —susurró el coyote sin que él lo oyera.
—Nosotros no sabemos cuánto tiempo nos quedaremos. Puede que sea una semana, un mes o dos meses. ¿Nos podría hacer un descuento por estadía?
—Aquí no aceptamos clientes extorsivos ni mojigatos. —La miró de reojo.
—Sólo era una duda. Es que estuvimos en otros hoteles y cada uno tiene un sistema distinto.
—Pues no espere mucho de nosotros. Hacemos el mínimo esfuerzo para caerles bien a los clientes.
Mientras la zorra y el mapache intercambiaban miradas desa-fiantes, el coyote echó un vistazo a la sala. Detrás de la barra, no muy bien escondida, había una hilera de cintas VHS de películas para adultos de los años noventa. Por las cajitas, las reconoció al instante. Eran películas que había visto en su juventud y le habían servido de inspiración para un futuro negocio en la industria au-diovisual. Junto con su novia, había grabado varias escenas teniendo sexo que luego editaba para venderlas por internet. Aun sin ser un negocio muy lucrativo, siempre dejaba ganancias.
—¿También venden porno aquí? —le preguntó al recepcionista.
—Esa colección es mía —la señaló—. Lo que nosotros vende-mos a nuestros clientes es lubricante íntimo y condones —les mostró una caja con los susodichos productos de uso íntimo.
—Haberlo dicho antes —interrumpió la zorra, más emocionada que nunca—. ¿A qué precio tiene las botellitas de lubricante?
—Llévese una de doscientos cincuenta mililitros por diez pesos
—le enseñó una de mediana calidad con etiqueta amarilla.
—Llevaré cinco. —Le entregó cincuenta pesos al instante y tomó las cinco botellitas.
—Un momento —interrumpió el coyote—, ¿desde cuándo los hoteles venden este tipo de cosas?
—Este lugar fue un motel en el pasado, como no lucraba lo suficiente el dueño lo convirtió en hotel, sin perder su esencia sicalíp-tica.
—Oiga, señor, ¿no le molesta que los huéspedes tengan sexo en las habitaciones?
—A mí me vale verga lo que hagan los huéspedes en sus habitaciones —respondió con poco interés—. Mientras paguen su estadía, todo estará bien.
—¡Mierda! ¡Qué buen servicio! —Se rio con disimulo.
—Por cierto, si llegásemos a necesitar algo en algún momento,
¿a quién se lo podemos pedir? —preguntó la zorra.
—El botones los atenderá.
—¿Sabe dónde está?
—Si no está cogiendo con alguno de los huéspedes o con el barman, está en el sótano. No es un sujeto muy responsable que digamos.
—¿No tienen mucamas aquí? —le preguntó el coyote.
—Sí, seis putitas que están siempre ocupadas haciendo lo mejor que saben hacer.
—Al parecer, caímos en el sitio apropiado y en el momento apropiado —musitó la zorra con una sonrisa sospechosa y malvada.
—Sin duda —el coyote le dio la razón.
Habiendo completado la tarjeta de registro, el mapache comple-tó las tarjetas de identificación de los novísimos huéspedes y les dijo en qué parte se encontraba el bar para cuando quisiesen ir a chingarse y los horarios de atención del hotel. También les dijo que no había maletero que los ayudase así que tenían que cargar sus pertenencias por cuenta propia.
Los caninos le dieron un pagaré, con la promesa de que solven-tarían los gastos antes de irse, se les entregó la llave con número de habitación y se dirigieron al nuevo escondite. Como no había as-censor, tenían que subir por las escaleras en forma de espiral.
Cruzaron el último pasillo hasta pararse frente a la nueva recámara, donde podían hacer lo que querían sin ninguna restricción.
Después de una eternidad de haber estado dando vueltas por doquier, al fin hallaron el sitio indicado donde resguardarse por quién sabe cuánto tiempo.
Al ingresar a la habitación, inspeccionaron cada recoveco y cada detalle, querían cerciorarse de que estuviese en buenas condiciones y que no hubiese cámaras ni micrófonos ocultos. El interior era
cómodo, tenía una amplia cama matrimonial cubierta con edredón colocada entre dos mesillas de noche con tres cajoncitos, un clóset grande con barra y diez perchas fijas, una ventana al costado, un baño decente y dos lámparas incandescentes.
—Y bien, ¿qué te parece?
—Es mejor que la covacha en la que estábamos antes —
aseveró la zorra.
—Un pozo negro sería mejor que nuestra antigua morada.
—Aunque el recepcionista me cae mal. ¿No pudieron encontrar un tipo más antipático para que atendiese al público?
—Es un hotel media estrella, ¿qué esperabas encontrar, un servicio de lujo como en las películas?
—Bueno, al menos conseguí un poco de lubricante. —Sujetaba entre sus manos las botellitas con líquido transparente—. Probaré qué tan bueno es. —Se lanzó a la cama como la desesperada perra en celo que era.
Se desvistió, tiró al suelo los guiñapos, se quitó la ropa interior, se extendió a lo largo y ancho de la cama, abrió una de las botellitas y untó un poco del ungüento en los dedos de las manos. Se embadurnó las tetas con lubricante y acarició sus rosados pezones, poniéndolos bien húmedos. Si bien no era la calidad que a ella más le gustaba, era suficiente para excitarla. Sus inquietas manos reco-
rrieron desde el pecho hasta el vientre y de ahí hasta la entrepierna, cruzaron por encima del velloso monte de Venus rumbo hacia la parte baja. Al abrir las piernas, dejó expuesto el clítoris y la boca invertida con labios ardientes. Sus manos se desplazaron por la vulva con libertad mientras los dedos creaban círculos, uno tras otro, en busca de más sensaciones intensas.
—¿No te molesta hacerlo aquí y ahora? —el coyote le preguntó, no podía quitarle los ojos de encima—. Acabamos de llegar.
—La calentura no espera. Lo sabes muy bien —le replicó—.
Además, tú te masturbaste en lugares públicos cientos de veces.
—Pero yo al menos era discreto.
—He estado cargando con esta arrechura desde que salimos. Ya no aguanto más. Quiero correrme como una perra alzada.
La zorra no dejaba de mover su corola de pétalos con sus humedecidos dedos. Los labios menores eran sensibles, tocárselos generaba un placer moderado. Expuso el vestíbulo y el cíngulum a los ojos de su novio con el deseo de que viera su belleza incomparable. El segundo orificio, debajo de la uretra, era profundo y flexible. Era un túnel oscuro y tenebroso que iba hasta el útero, donde se volvía menos blando. La excitación que acarreaba producía la dilatación de la vagina y la lubrificación de sus rugosas paredes; no
obstante, a ella siempre le fascinaba tener muchísima lubricación.
Poco a poco, tanto los labios como el clítoris se iban hinchando.
—¿Buscas provocarme para que te dé placer?
—Me excito más cuando me observan.
Aun sin estar en el ciclo estral, la zorra se comportaba como una ninfómana. Si había algo que sabía hacer de manera profesional era actuar como una manceba experimentada. El sexo formaba parte de su día a día, desprenderse de los lujuriosos deseos le era imposible.
El coyote se quitó la ropa, se sentó en la cama, se aproximó a la zorra, palpó su tibio cuerpo y admiró su lindeza de cerca. Al tocarla, sus glándulas produjeron más lubricación. El fino hocico acercó para olfatear el penetrante aroma que la hembra liberaba. Como la fragancia magnetizadora que era, lo atraía, arreciaba su sexo, lo llenaba de libídine, le producía un hormigueo en la ingle, le ponía los pelos de punta.
—Sea lo que sea que vayas a hacer, hazlo sin acholamiento —le pidió.
—Ni sé qué es eso.
Sin perder el tiempo, le acarició los muslos con las manos y apoyó el mentón sobre su vientre, anhelaba seguir inhalando las feromonas que ella excretaba. Centró la atención en su punto más
sensible y la lengua sacó para explorar el glande de su compañera.
Como si se tratase de una erección, el rígido clítoris era la fuente más vasta de terminaciones nerviosas, y la que más le gustaba estimular, o, mejor dicho, que se la estimulasen. Sin apuro, empezó a lamerle de arriba abajo, de izquierda a derecha, en zigzag, dibujando círculos y hemiciclos; lo hizo de mil maneras distintas.
A fin de intensificar la fruición, insertó los dedos de la mano derecha en el orificio, examinó el interior de la vagina en busca de más placer. Los dedos y la lengua iban a la par en cuanto a esfuerzo, ambos producían deleite a su manera. Mientras más exploraba, más goce provocaba. Estaba casi tan excitado como ella. Su miembro ya había salido del velloso prepucio que lo ocultaba, crecía a paso ligero al mismo tiempo que el nudo se le inflaba como un globo.
En menos de lo esperado, la zorra se retorció de placer, le tem-blaron las piernas y se vino como una ola. Sus genitales quedaron empapados como siempre. Sin aliento quedó y muy contenta se puso.
—Ya que estamos aquí ¿qué tal si lo hacemos? —sugirió para pasar el rato—. Tenemos lubricante de sobra.
—Nos engancharemos un buen rato.
La zorra tomó más lubricante de la botellita, se lo untó en la verga, humedeció las bolas peludas y el prepucio. Una vez listo para la cópula, el coyote se acomodó encima de ella, la penetró suavemente y sin premura. Fue variando las penetraciones de suaves a duras. Con cuentagotas, se excitó lo suficiente para empezar a metérsela con ganas. Cuando empujaba con fuerza, la hacía gritar como una puta. Al rojo vivo se ponía cuando alcanzaba el límite de la exaltación, sentía que la venida era inminente. Antes de llegar al clímax, introdujo el nudo en la vagina para así iniciar el abotonamiento que tanto disfrutaba.
Llegadas las famosas contracciones, expulsaba el semen con presión y lo introducía en el interior de su órgano sexual. El orgasmo era agudo y duradero, las eyaculaciones eran continuas, algunas más intensas y otras menos intensas. Anclados de sus partes íntimas, los caninos permanecían así durante casi media hora.
Aprovechaban la circunstancia para mostrar cariño recíproco: se besaban, se daban mordisquitos, se lamían y se acariciaban como una pareja de tortolitos.
El largo juego de amor acabó a las cuatro de la tarde, momento de tomar la merienda. Se separaron, se vistieron, tomaron el equipaje y sacaron tápers de plástico con algunos sánguches de carne y verdura que devoraron en un soplo.
Se dirigieron al cuarto de baño y se bañaron juntos bajo la ducha que apenas alcanzaba a mojar a los dos al mismo tiempo. Cayeron en la cuenta de que el baño era la parte más linda de la habitación. Era ideal para tener sexo, beber algún trago fuerte o fumar alguna hierba prohibida. Como no tenían toallas, tuvieron que la-merse entre sí para que se les secara el espeso pelaje. Secarse por completo les tomó más de tres horas.
Tenían sueño porque se habían despertado temprano ese día, prefirieron omitir la cena y acostarse con las gallinas. Acurrucados como cachorritos, se acomodaron en la cama y se durmieron en cuestión de minutos, antes del anochecer.
En ningún momento oyeron ruidos de los demás vecinos del piso. Las gruesas paredes imposibilitaban el traspaso de sonidos de una habitación a la otra. Ellos habían pasado el primer día en el Furtel 69, no tenían idea de todo lo que les esperaba por conocer.
III. El botones Tobby – Un gatito mañoso y pomposo
Eran las ocho en punto cuando tocaron la puerta de la habitación, los caninos dormían plácidamente sobre el cómodo colchón de espuma, con sus cabezas apoyadas sobre las almohadas rellenas de plumas. La zorra fue la primera en abrir los ojos, extrañada al escuchar los inoportunos golpes en la puerta de entrada. No recordaba haberle pedido servicio de despertador a ningún conserje.
—Ve a ver quién es, cariño —le pidió a su compañero, quien seguía medio tonto después de haber dormido durante tantas horas.
El coyote sacudió la cabeza, se levantó de la cama, bostezó y se dirigió a la puerta a ver quién era el desgraciado que interrumpía su precioso descanso. Al abrirla, se topó con el botones del hotel, el afamado marica al que todos se culeaban sin piedad.
Tobby Hammock era un gato grisáceo de un metro sesenta, veintiséis años de edad, azulenco cabello lacio con flequillos que le tapaban parte de la frente, ojos verdosos, orejas grandes, cuello fino, cuerpo enjuto, cintura delgada, cola larga y peluda, trasero
carnoso y pies pequeños. Llevaba puesto un uniforme azabache con botones dorados, camisa blanca, moño rojo, pantalón ajustado y zapatos puntiagudos. No era atractivo para las hembras, sí para los machos que gustaban de los servicios de michinos curiosos. Al gato le gustaba que lo sodomizaran y que le eyacularan encima.
—¡Muy buenos días, señor! —lo saludó con absoluta amabilidad—. Disculpe que lo moleste, le traje las toallas del baño. Iba a ponerlas ayer, pero me olvidé. —Se las entregó para que las sujeta-ra.
—Ah, ya me parecía —bostezó de nuevo—. Por un momento pensé que nos habían traído el desayuno a la cama.
—Eh, no. Ese servicio no tenemos. —Se rio de manera sinuo-sa—. Este no es un hotel de lujo como los del centro. Los pocos que trabajamos acá tenemos que intercambiar de puesto para aca-parar todas las tareas el día.
—¿Tú eres el conserje? —le preguntó. Lo miraba con los ojos entrecerrados.
—No, yo soy el botones del hotel. Estoy a disposición de los huéspedes en el primer turno —declaró con toda franqueza—.
Ofrezco un servicio especial para cuando te sientas aburrido. —Le guiñó el ojo izquierdo.
—Bueno, gracias por... —Olfateó un aroma conocido en su ro-pa que le llamó mucho la atención—. Espera, eso que huelo me es familiar. —Se inclinó para olfatearlo mejor—. ¡Ajá! Eso era lo que olía.
—Oye, espera. —Su rostro se oscureció por un momento—.
No se te ocurra decirle a mi jefe lo que oliste. Él no sabe lo de la hierba. Es que perdió el olfato después de haber contraído una jodida enfermedad.
—¿Me puedes decir dónde puedo conseguir un poco de marihuana? —le preguntó con los ojos bien abiertos—. Prometo que no se lo contaré a tu jefe.
—Si quieres saber, te puedo traer un porro esta tarde. Dime a qué hora puedo venir.
—Después de las cinco.
—Muy bien. Entonces así quedamos. —Le estrechó la mano en gustosa complacencia—. Por cierto, me llamo Tobby.
—Yo soy Jack. La zorra que me acompaña se llama Natasha.
—¿Ella también fuma?
—Muy poco. —Arrugó el hocico en señal de rechazo—. De todas formas, ella tiene pensado salir a dar una vuelta así que estaré solo cuando vengas.
—¡Qué bueno! —asintió con una suspicaz sonrisa.
Finalizado el diálogo, el coyote se despidió de él, cerró la puerta, puso las toallas blancas en el baño, se sacudió un poco, volvió a la cama y se reacomodó en la misma posición que estaba antes de levantarse.
—¿Quién era?
—Un sujeto que trabaja aquí —le respondió y se acomodó en el mismo sitio de antes—. Oye, él sabe dónde conseguir hierba. ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Vas a seguir con lo de la hierba? —Lo miró con desconfianza—. Donde te lleguen a descubrir, te meterán a la cárcel de vuelta, y esta vez con una pena mayor.
—La droga deja mucho dinero. De no ser por mis negocios clandestinos, jamás habríamos podido comprar el ordenador portátil —le recordó—. No lo veas como un obstáculo, velo como una oportunidad para hacer crecer nuestros ingresos.
—Tú sabes bien a lo que te expones, Jack. Que nosotros fu-memos hierba es una cosa, venderla es otra historia.
—Oye, tranquila. Aquí al fondo hay un barrio chamagoso donde puedo hacer muchos clientes. Con un ayudante que me mantenga al día con la mercadería, verás qué rápido recuperamos lo que perdimos.
—No sé cómo puedes seguir pensando en eso después de haber estado ocho años encerrado. La policía estará detrás de ti antes de lo que imaginas.
—La policía me puede chupar bien la verga. A esta altura del partido, no me va ni me viene lo que hagan. Al fin y al cabo, no tengo oportunidad de salir a buscar trabajo. Mi cara estuvo en todos los periódicos y canales de televisión de la ciudad, me recono-cerán donde sea que vaya. Tengo que mantenerme en las sombras si quiero sobrevivir.
Las sabias palabras del coyote parecían absurdas, empero tenían mucho sentido. Tenía dos opciones: o se dedicaba al negocio sucio en los barrios bajos o se mudaba de la ciudad para no volver jamás.
Como la segunda opción no era viable en ese momento, tenía que optar por lo primero, aun siendo riesgoso para su existencia. Por insistencia, acabó ganándose la aprobación de la zorra, que ya no quería meterse en más problemas luego de todo lo acontecido.
Pasaron toda la mañana discutiendo sobre sus planes para salir a la calle. No podían andar juntos, tenía que ir cada uno por su lado, hacerse pasar por ciudadanos normales, fingir honestidad, camuflarse entre la muchedumbre. Las autoridades sospechaban de cualquier coyote marrón de ojos verdes que anduviese acompañado de una zorra albina de ojos claros. Horas y horas de debate, planificación y reflexión, los obligó a ponerse de acuerdo. Ella iba
a salir de día y él de noche. Cada uno tomaría caminos distintos y actuarían como si no se conociesen. Fuera del hotel, tenían que actuar como los simuladores, embarcados en operativos de simulacro.
Al mediodía, el coyote sacó una mesita plegable de la maleta, acomodó el ordenador portátil de color azul encima, lo enchufó a un tomacorriente y se conectó a internet con el wifi del edificio, cuya contraseña aparecía en las paredes de cada piso.
—Natasha, mira esto —la llamó para que se acercara—. Esta semana vendimos más de cien copias de nuestro último video.
La zorra se sentó a su lado y echó un vistazo al monitor, la página web que habían creado mostraba cien nuevas ventas de su más reciente producto. El dinero que obtenían iba directo a una cuenta corriente de un banco extranjero, desde donde retiraban dinero con la tarjeta de crédito cada vez que podían. Habían escogido ese banco porque cobraba treinta pesos mensuales por el mantenimiento de la tarjeta. El material pornográfico que vendían valía sesenta pesos, el cual incluía varias escenas de sexo duro y mucho gimoteo como a los consumidores les gustaba.
La zorra había conseguido mucha fama en las redes sociales y en páginas XXX por sus reiteradas apariciones. Tenía el cuerpo de una actriz porno y el talento de una prostituta veterana. Más de
uno pagaría una fortuna por cogérsela o verla actuar en vivo. Sus dotes artísticos podían llevarla a lo alto, aunque exponerse al público general no era apropiado teniendo en cuenta que las autoridades la tenían en la mira.
—Seiscientos pesos en una semana es mucho, al menos para nosotros.
—Espera, todavía hay más. —Le enseñó la bandeja del correo electrónico para que viese la cantidad de mensajes que le habían enviado sus seguidores.
De todas partes del mundo, llegaban mensajes en los que se exponía el ferviente deseo que tenían por conocer a la zorra. La ado-raban como a una diosa, ansiaban verla en vivo y en directo, querían tener contacto carnal con ella, dispuestos estaban a pagar por tener una cita.
—Muchos de esos tipos que envían mensajes podrían ser tremendos violadores. Yo no correría el riesgo de acercarme a ellos sin antes conocerlos.
—Si llegaras a conseguir trabajo en algún burdel, harías mucho dinero.
—¿Quieres que ejerza la prostitución? Eso ya es el colmo de lo ilegal.
—Debe ser uno de los delitos más inofensivos que hay. Es tu cuerpo y tú eres libre de usarlo como quieras —le dijo e hizo una corta pausa—. Mi abuelo era minero, tenía que romperse el culo trabajando, y eso es legal. ¿Dónde está la lógica entonces?
—Las prostitutas se exponen a todo tipo de peligros: violencia física, acoso, estrés, explotación, enfermedades venéreas, etcétera.
No estoy de acuerdo con eso de vender mi cuerpo por unos billetes.
—¿No te das cuenta de que podrías hacerte rica?
—¡Y qué! Mi salud mental también importa —dijo con tono sentencioso—. Además, eso echaría a perder lo nuestro. Si me pongo a coger con un montón de desconocidos, ya no tendré deseos de hacerlo contigo. ¿Podrías sobrevivir con eso?
—Pues sí. Estuve ocho años sin verte.
—Pero en la cárcel te daban por detrás, que es más o menos lo mismo sólo que más doloroso.
—Si fuese por dinero, no me molestaría que me rompiesen el culo. Si vas a sufrir, por lo menos que sea con una buena remune-ración a cambio.
—No estoy segura. Tendré que pensarlo.
—Mira, yo no dejaré de amarte porque vendas tu cuerpo por dinero. Recuerda que tenemos muchas deudas que pagar. Si logramos conseguir los cuatrocientos mil pesos que debemos, no nos meterán a la cárcel.
—Tú te escapaste, y el Código Penal establece lo siguiente:
“Quien se fugue de prisión antes de cumplir la pena, será multado con una suma de setecientos mil pesos o cinco años más de cárcel”. Si además de la fuga, te descubren in fraganti cometiendo otro delito, la pena se vuelve perpetua o se pone una multa superior a los nueve millones de pesos.
Bajo la jurisdicción a la que se encontraban sometidos, las multas eran altísimas, variaban de acuerdo a la gravedad del acto delictivo. Las más bajas eran por cuestiones menores, las más altas eran por violaciones a las leyes constitucionales y/o a las normas jurídi-cas del territorio. Algo tan tonto como tener sexo en público era multado con cinco mil pesos; en caso de que se repitiese dicho acto impúdico, la multa se quintuplicaba o se recurría a encarcelación por un año o más.
Improvisaron el almuerzo con lo poco de comida fresca que les quedaba y permanecieron en silencio hasta la tarde. La zorra optó por salir a las cuatro, momento en el que abrían los locales que trabajaban en turnos matutinos y vespertinos. Vestida con ropa elegante, gafas oscuras y un sombrero emplumado, salió de la habi-
tación caminando como una cobista de sangre azul, cargando una cartera de cuero sintético, fingiendo ser una vedete.
El coyote se quedó en la cama pensando cómo hacer para conseguir dinero sin hacer mucho esfuerzo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de obtener ingresos, ya sea de forma legal o ilegal. El dinero era dinero y había que conseguirlo fuese como fuese.
Al cabo de un rato, escuchó que golpearon la puerta y salió a recibir al botones que llevaba consigo dos porros para fumarlos en el cuarto. Emocionado estaba por compartir el vicio con alguien más.
—Pasa, Tobby. Vamos a pasarla bien un buen rato.
—Gracias. —Ingresó sin temor y se quedó parado frente a la puerta del baño.
El coyote acomodó algunas cosas en el clóset, el gato puso los porros en la mesilla de noche, se desvistió, tomó un condón que tenía guardado para ponérselo antes de tiempo, y se recostó sobre la cama para que el cliente evaluara su cuerpo antes de entrar en acción. Se tocaba los genitales de forma provocativa para que él se diera cuenta de lo que pretendía.
—Ahora que estamos solos, podemos hablar... —Quedó pati-tieso al verlo desnudo sobre la cama, tocándose las partes naturales—. ¡Oye! ¿Qué estás haciendo?
—¿No querías que viniera para esto? —Sus brillantes ojos y su macabra sonrisa denotaban que estaba ansioso por pasarlo bomba.
—No. Te dije que vinieras para compartir la hierba, no para...
Casi le dio escalofríos verlo tocarse de esa manera provocadora.
Su corto miembro espinoso salía de la bolsa velluda donde se resguardaba y se iba poniendo tieso dentro del condón. Con apenas doce centímetros de longitud, el gato exponía su virilidad con total orgullo ante el desconocido.
—Sigue.
—Tobby, ¿qué es lo que pretendes hacer conmigo?
—No lo sé, tú dímelo.
—Oye, no te pases. No te pedí tanto así que guarda esa cosa en su lugar. —Apuntó el dedo índice a su miembro—. Yo no tengo ningún deseo de coger con gatos.
—Vamos, Jack. Vine específicamente para esto. —Puso cara de lástima—. Te cuento que soy un experto en dar placer. Todos los huéspedes quedan satisfechos con mis servicios.
—¿Acaso te prostituyes?
—No. Yo no cobro nada por el sexo. Lo hago porque me gusta.
—¿Y tu jefe no te dice nada?
—¿Por qué crees que me contrató? Es porque hago unas mamadas riquísimas y tengo un culo de acero.
—¡No me jodas! ¿Estás hablando en serio?
—Este hotel es el gueto de los libertinos. Todos los pervertidos de la ciudad vienen aquí a divertirse. Las mucamas y yo hacemos nuestra parte ofreciendo nuestros cuerpos como medios de entretenimiento —le explicó la situación para que no siguiera en la inopia—. ¿Acaso prefieres que llame a una de las mucamas? ¿Te apetece más hacer un trío o una orgía?
—La zorra que está conmigo es mi novia. ¿Sabes lo molesta que se puede poner si descubre que me cogí a un empleado del hotel?
—Todo el mundo me coge. Vengo haciendo esto desde hace siete años. Me pagan un plus por darles placer a los clientes —le explicó el porqué de su actividad—. Además, antes de irse, todos los huéspedes llenan una encuesta de satisfacción para evaluar el servicio brindado. Gracias a mí y a las mucamas, muchos nos dejan cinco estrellas como calificación final.
—Escucha, no sé qué pensarás de mí, pero yo no le entro a eso.
Soy salaz, pero tampoco para tanto.
—Vamos, Jack. ¿Qué tiene de malo que nos divirtamos un ra-to? ¿Acaso nunca cogiste con otro macho?
—Sí, pero no fue muy satisfactorio que digamos. Los que yo conocí eran tipos rudos y toscos.
—Si ya conoces las reglas del juego, será pan comido.
—¿De verdad quieres que hagamos eso?
Un inquietante cosquilleo en su entrepierna le producía más molestias que todas las deudas que tenía hasta el cuello. Por un lado, no quería engañar a su novia; por otro lado, tenía intensos deseos de cogerse al gato que no dejaba de tocarse. El bello cuerpo de Tobby tenía rasgos femeniles, casi como los de una doncella.
—Aquí tienes lubricante de sobra —señaló las botellitas en la mesilla—. Podemos coger de lo lindo. Y después, volaremos un rato con los porros.
—Si Natasha se llega a enterar de esto, me cortará los cataplines
—susurró para sí—. Eh, bueno, ¿qué sabes hacer? —Se acercó a la cama un poco más.
—De todo. Tú dime qué quieres hacer y yo te complaceré.
—A mi chica le gusta hacerme sexo oral, supongo que a ti no te molestará hacérmelo.
—Para nada. —Arqueó las cejas e hizo un ademán—. Muero por chupártela.
—Espera, tengo entendido que los gatos tienen la lengua áspera.
—La mía no es áspera —le dijo y dejó de tocarse—. Las chupadas que doy son incomparables.
Era saber común que los gatos domésticos tenían lenguas porosas que les servían durante el acicalamiento y el aseo. Sus lenguas estaban repletas de espinas puntiagudas curvadas en la misma dirección, que recibían el nombre de papilas. Los lametazos que daban producían una leve sensación de raspado, aunque ya no se sentía igual de molesto que en el pasado. Las especies más actuales poseían lenguas con papilas diminutas que apenas se sentían al tacto. No por nada a los gatos se los consideraba los mejores feladores del reino animal.
—Mira, hagamos algo. Me das una chupada ligera, nos fuma-mos los porros, y hacemos como que esto nunca sucedió. ¿De acuerdo?
—No te sientas especial, Jack. No eres el único al que quiero cogerme.
—Bien. ¿Qué quieres que haga?
—Quítate la ropa y muéstrame lo que tienes. De seguro debes estar bien dotado.
—Más o menos. Excitadito casi llego a veinte.
—Uy, uy, uy. ¡Qué animal! —Se mordió los labios—. Vamos, sácate esos astrosos andrajos que tienes puesto. No tengas vergüenza. Yo no muerdo.
Aun estando nervioso por hacerlo, se desnudó frente a él y se mantuvo parado junto a la cama, sin apoyarse en ella. El exaltado gato se acercó a él, tomó las bolas peludas con las manos y las acarició, su boca se dirigió al velludo estuche de donde salía la verga.
Los besos húmedos y las lamidas fueron excitantes, lo hicieron estremecerse. La mano izquierda apretó la base del miembro y la derecha siguió masajeando las bolas con todo el cariño que se merecían. La punta rojiza de la verga salió, la lamió de forma encantadora. Logró que el coyote se empalmara en un parpadeo. La verga erecta repleta de venas al descubierto frente a su cara lo llenaba de entusiasmo, se la quería tragar de una vez.
—Está rico —dijo jadeando, a la espera de una exquisita mamada como las que le brindaba su pareja.
—Ahora viene la mejor parte. —Se metió la verga en la boca con el deseo de succionarla.
El coyote se retorcía de placer mientras el gato le hacía garganta profunda y le masajeaba las bolas. Le producía mucha más fruición de lo que esperaba, incluso más que su zorra cuando se la chupaba.
Estaba encantadísimo de haberlo dejado entrar a la habitación, podía experimentar uno de los placeres más sabrosos del mundo en ese hotelucho.
Poco a poco, la respiración se le agitaba, el corazón le latía más rápido y la intensidad del regodeo aumentaba. Se iba acercando al momento culminante del lujurioso juego: el clímax. El gato hacía caso omiso a sus comentarios, seguía chupándosela con fervor como si nada le importara. Lo hacía vibrar de placer con cada lamida que le daba. Las repentinas contracciones en el miembro lo convencieron de que el coyote estaba por venirse. Siguió chupando hasta el último instante para que se corriera.
Lo tomó de las orejas y le lanzó el semen en la boca. Su orgasmo había sido muy intenso pese a haber eyaculado tan poco. Quedó con la lengua afuera y con una inmensa sensación de alivio.
—¡Mierda! Eso estuvo riquísimo. —Le acarició la cabeza con ambas manos.
—Esperaba más cantidad de fluido.
—Es que tuve sexo ayer. Mis depósitos no se llenan de un día para otro.
—Los míos sí. Yo tengo leche de sobra.
Desde su etapa núbil, el gato había sufrido de eyaculación pre-coz, se corría en cualquier momento sin previo aviso. Tuvo largos periodos de sueños húmedos, hasta llegó a ensuciar a su hermana con sus propios fluidos siendo que compartía la cama con ella. La única forma de contener las inadvertidas corridas era llevando puesto un condón. Para cuando comenzó a trabajar en el hotel, ya no tuvo ese problema, tenía la estupenda oportunidad de tener sexo todos los días del año; por ello, ya no tenía eyaculaciones pre-coces.
—Oye, ¿piensas seguir adelante?
—Pues claro. Sólo te corriste una vez. Todavía puedes correrte varias veces más.
—No creo que pueda aguantar tanto.
—Si yo aguanto, tú con más razón podrás aguantar.
Siguió felándolo con el mismo frenesí de antes, con raudos movimientos de succión y suaves caricias testiculares. Enfocado de lleno en su sexo, el gato tenía la verga goteando como una chichi estimulada. Tenía que ser paciente y resistir la tentación.
—Mmmmm, lo estás haciendo de maravilla —respiraba con dificultad—. No aguantaré mucho.
Dicho y hecho, el coyote no duró ni un minuto de estimulación, se corrió en su boca igual que al principio. Lo disfrutó como si se tratara de una mamada común.
—¿Qué tal estuvo?
—Nada mal para ser un gato.
—Venga. Quiero más.
La chupada que le daba era de lo más sabrosa, mucho más sabrosa de lo que podría imaginar en una de sus fantasías eróticas. El gato sabía cómo inducirle placer a un canino siendo que había tenido sexo con más de cien ejemplares, incluso con un coyote que se había hospedado en ese hotel. Le eyaculó de nuevo en la boca, le lanzó los fluidos en la lengua para que los saboreara y luego se los tragara.
—No aguantas nada. Apenas empezamos y ya te estás quedan-do sin gasolina.
—Cuando termines con lo tuyo, pondré a prueba tu fertilidad.
—Uy, ni me imagino qué tendrás pensado hacerme. —Le lanzó una encantadora mirada intemperante.
De regreso en su servicio, siguió dándole hermosísimas sensaciones placenteras que recorrían de una punta a la otra de su cuerpo. La mayor porción de deleite se concentraba en la entrepierna,
en donde se producían los más intensos espasmos. Sin siquiera esperarlo, se corrió otra vez en su boca.
—Ay, Tobby. Me has sacado lo poco de vergüenza que me quedaba. Ya no tengo deseos de negarme a tu servicio.
—A todos les encanta que les haga felación. Ninguno de mis compañeros alguna vez se quejó de mi servicio.
—Ya veo por qué.
El último esfuerzo por resistir hizo el coyote para que el gato le succionara lo poco de semen que le quedaba en las bolas. A diferencia de las veces anteriores, la última ronda fue la que más tiempo aguantó, casi dos minutos. Después de terminar, le agradeció por el favor y le dijo que le pagaría.
—No necesito que me lo pagues.
—Claro que sí. Te lo mereces por haberme hecho el día.
—Bueno, si tú insistes.
—Acuéstate de aquel lado. Te enseñaré un juego.
Se trataba de un juego que había aprendido en prisión, cuando estaba aburrido con sus compañeros de celda: un rudo oso negro llamado Terence Block y un malicioso topo llamado Victor Glim-mer. Los dos prisioneros con los que compartió ocho intermina-
bles años de su miserable vida, le enseñaron un montón de juegos sexuales con los que podía entretenerse.
El gato se acomodó en el lugar de la zorra, clavó las uñas en el colchón, abrió las piernas y dejó que su compañero lo tocara. Un poco de lubricante el coyote tomó y lo untó en sus bolas peludas antes de iniciar el juego. Su mano izquierda tenía que apretarle las bolas y su mano derecha tenía que masturbarle a la velocidad del sonido.
»Este juego se llama “La prueba de los diez minutos”, y consiste en ver cuántas veces te puedes correr en ese corto lapso de tiempo mientras te masturbo.
—Cuando quieras, Jack —le dijo con una cautivadora sonrisa.
Manos a la obra, le jaló la verga cuán rápido pudo durante los siguientes minutos. Pese a tener mayor resistencia a la tortura genital, el gato no aguantaba más de un minuto sin correrse. Iba inflando la punta del condón como un globo cada vez que eyaculaba.
Gemía como el palpable joto que era. Se regodeaba en el más divertido juego sensual. Cumplido el tiempo, el coyote se detuvo y lo dejó en paz para que recuperara la compostura.
—Te corriste como seis veces. Nada mal, eh.
—Menos mal que traje protección; caso contrario, me habría ensuciado la pancita con mi propia leche.
—Y bien, ¿podemos fumar ahora que terminamos?
—Desde luego. —Tomó los porros y le dio uno. A continuación, sacó un encendedor del bolsillo trasero del pantalón y encendió los dos, empezando por el de él—. Hora de volar, hermano.
Recostados boca arriba sobre la cama, experimentaron el inconmensurable placer de un buen porro en la decimosegunda habitación. Probar el fuerte néctar de la marihuana le trajo muchos recuerdos del pasado al coyote. Narcóticos como ese sobraban en la cárcel, además de otras drogas duras. Se acordó de un pertinaz lobo gris que tenía el monopolio de las hierbas adictivas, a quien todos le pedían favores a cambio de sexo. Él, como buen macho alfa, se culeaba a todos los machitos de la prisión, sin importar la especie, estatura, fisonomía, edad u orientación sexual. Nadie allí sabía más de drogas que él, por eso lo apreciaban tanto.
—Hacía tanto que no fumaba uno de estos.
—Yo fumo seguido —aseveró el gato—. Tengo plantitas en la azotea.
—¿Dónde vives?
—En el sótano del hotel.
—¡¿Qué?! —Quedó pasmado por un instante—. ¿Cómo puedes vivir en un sótano?
—Es espacioso y silencioso. Tendrías que ir a visitarme algún día.
El coyote no era un tipo sociable que le gustaba mezclarse con la chusma, pero como el gato tenía algo que le encantaba no tenía excusas para no ir a visitarlo.
—Oye, ¿tú sabes dónde puedo conseguir un distribuidor de hierbas? Es que tengo pensado retomar el negocio, quiero decir, iniciar el negocio de vendedor minorista.
—Cada barrio tiene su distribuidor y su vendedor. Vender drogas ilegales ya no es negocio en la ciudad.
—¡Mierda! —Frunció el ceño en disconformidad—. Debí haber aprovechado cuando tenía la oportunidad.
—No entiendo por qué razón querrías meterte en el mundo de las drogas. Sabes muy bien el riesgo al que te expones.
—Es que necesito dinero, mucho dinero.
—¿Por qué no sacas un préstamo en algún banco?
—Creo que debería decirte la verdad para que no sigas en las nubes.
Para no mantenerlo en las sombras, le contó, de manera resumida, la historia de su vida desde el principio de su emancipación, cuando se había ido a vivir al departamento con Natasha. Estaba
seguro de que alguien como Tobby jamás lo mandaría al frente, y en caso de que lo hiciera, podía informarle a la morsa que compartía drogas ilegales en sus instalaciones con los huéspedes. De los huevos tenía agarrado al gato así que no podía decir ni pío.
—O sea que entonces no te llamas Jack, eres un fugitivo que se oculta entre las tinieblas de la sociedad con un nombre falso.
—Natasha y yo estamos viendo cómo hacer para conseguir empleo. Yo, por el momento, no tengo muchas posibilidades de triunfar. Ella, en cambio, con todas las cualidades que posee, puede conseguir lo que quiera.
—¿Cómo te llamas entonces?
—Yo soy Jack Hock y seguiré siendo Jack Hock hasta el día de mi muerte. El nombre que figuraba en mi primer documento ya no existe, aunque aparezca en el Registro Nacional de los Animales.
—Eso quiere decir que las autoridades andan por ahí buscando a un tipo inexistente.
—Estuve ocho años tras las rejas, me conocen muy bien. No es necesario que sepan mi verdadero nombre para que me atrapen y me vuelvan a encerrar.
—El mes pasado se albergó aquí un coyote muy parecido a ti. Si mal no recuerdo, tenía una cicatriz en el hocico y era poco afable.
Estuvo seis días en el hotel y se largó sin decir por qué. Al parecer, tenía mucha prisa por abandonar la ciudad.
—¿Cómo se llamaba?
—Travis Grey.
El coyote pegó un salto, lanzó el porro al suelo, tomó al gato de los hombros y se lo quedó mirando con total estupefacción, como si hubiera ganado la lotería. El corazón le estaba por estallar en cualquier momento, apenas podía mantener la respiración, sus temblorosas manos no podían controlarse.
—¡¿Cómo dijiste que se l amaba el tipo?! —le pidió que repitiera la respuesta para confirmar que no había escuchado mal.
—Travis Grey.
—¿Es en serio o me estás gastando una broma?
—¿Por qué te mentiría? —Lo miró con extrañeza—. Si quieres verificarlo, pregúntaselo a Greg, él tiene registrado los nombres de todos los huéspedes en la computadora.
—¿El mapache cascarrabias?
—Ése mismo.
Lo soltó, se puso de pie y tomó el porro para seguir fumando.
Junto a la ventana se acomodó para reflexionar sobre lo que había
dicho el botones. Si era verdad lo que decía, significaba que tenía una oportunidad de escapar sin que lo detectaran.
»¿Te pasa algo? —Se sentó en la cama y se lo quedó mirando, patidifuso al verlo agitarse de golpe.
—Déjame pensar un momento. —Miró hacia arriba y trató de conectar las ideas que se le venían a la mente como una horda ira-cunda—. Dices que un coyote idéntico a mí llamado Travis Grey estuvo aquí hace poco y luego se fue.
—Sí, pero no comprendo qué tiene eso de raro.
—Ese tipo se llama igual que mi yo del pasado. Mis padres eran Bethany Roose y Benjamin Grey, me habían puesto Travis Grey, el nombre de mi tatarabuelo. Puede sonar descabellado, pero es posible que compartamos el nombre y los rasgos. —Se tomó un respiro antes de seguir—. Ahora bien, lo más probable es que la pasma esté detrás de ese sujeto porque piensan que soy yo y por eso abandonó el hotel tan pronto —lanzó la suposición sin raciocinar mucho.
—Pero ellos te conocen como Jack, no como Travis.
—Sí, pero siempre sospecharon que me había cambiado el nombre. Acuérdate que yo falsifiqué un montón de contratos con mi nombre de ahora, no con mi nombre de nacimiento. Al tipo ese
no lo podrán acusar de falsificador, a menos que sean muy idiotas los fiscales.
Con la yuta pisándole la cola, el tocayo del protagonista no podía hacer de las suyas y andar por ahí como Pedro por su casa.
Algo raro pasaba entre los dos coyotes, algo que nadie sabía hasta ese momento. ¿Quién era aquel coyote misterioso que no había querido revelar su verdadera identidad? Greg no lo había fichado en el registro, ni siquiera figuraba como ciudadano de Zuferrand.
Cuando terminaron de fumar, se vistieron y se acomodaron frente a la puerta de entrada para despedirse. Habían pasado un grandioso día juntos a pesar de que apenas se conocían. Las habilidades del mañoso botones eran esas, ganarse la confianza del huésped y hacer que se sienta fenomenal en su estadía. El señor Wilson lo usaba como medio para obtener la satisfacción de los visitantes.
»Espero verte pronto. Quizás la próxima vez podamos beber un trago en el bar.
—Mi amigo Johnny estará encantado de conocerte, él también fuma como chimenea. Por cierto, hace unos sabrosísimos tragos y prepara una barbacoa de rechupete.
Johnny Swanson era un tigre común de casi dos metros, cabello picudo de color negro estilo punk, ojos verdes, bigotes cortos,
espalda ancha, pectorales carnosos, barriga prominente, miembros gruesos, cola larga, pies y manos de vikingo. Era el que estaba a cargo del bar del hotel, además de la seguridad del edificio y los desperfectos que surgían. Era un experto en mixología y gastro-nomía. El arte culinario y la plomería eran sus pasatiempos más comunes. Su vestimenta se componía de: mocasines marrones, pantalón de vestir, camisa blanca con moño rojo y chaleco negro sin mangas.
—Pues en algún momento nos veremos. Por lo pronto, me quedaré esperando a Natasha. Tiene que regresar para las siete.
—Cualquier cosa que necesites, me avisas.
El coyote retornó a la habitación, se extendió sobre la cama y se rascó el abdomen. Seguía sin entender cómo había aceptado hacer el amor con un completo desconocido sin ponerse a pensar en el riesgo al que se exponía, y más aun sabiendo que el gato cogía con medio mundo. Su dulce voz le recordaba a la de la zorra cuando era adolescente. No estaba arrepentido ni sentía culpa luego de haberse cogido al chigüín del hotel, experimentaba muchas reticencias y sensaciones nuevas.
Como la espera se iba a hacer larga, no tuvo mejor idea que pegar los ojos un rato a fin de olvidar lo ocurrido. En menos de cinco minutos, regresó al mundo de los sueños y empezó a roncar.
IV. Crónicas de una fuga – El plan maestro para escapar de prisión
Resonaron los ruidosos pasos de los morrocotudos guardias, toros bravos en su mayoría, en el mugroso pasillo de casi ochenta metros de longitud. Sus estridentes silbatos aturdían a los prisioneros, les gritaban para que se despertaran, los llenaban de insultos, los ame-nazaban con castigos severos si no se ponían de pie enseguida.
Al golpear la oxidada reja con el garrote, los tres dormilones de la última celda despertaron de un salto y se calzaron. Tras dos mil novecientos setenta y cuatro días en la inmunda jaula, el coyote harto estaba de la misma rutina y de los mismos ruidos molestos que le hacían sangrar los oídos. Victor fue el primero en salir, luego él, y por último Terence. Los sabuesos de miembros gruesos se abalanzaban sobre ellos, los olfateaban y los manoseaban con la finalidad de chequear que no tuvieran nada más que la ropa puesta.
Una vez revisados por los ayudantes, los guardias los llevaban al refectorio a desayunar.
Los más de mil prisioneros llevaban puesta la misma vestimenta naranja y holgada. Cada uno era identificado por un número, no
por el nombre. Los trataban peor que a los esclavos en la Antigüedad. Los obligaban a cumplir estrictos horarios para todas las actividades diarias. El desayuno y la cena era una pequeña ración para cada uno y tenían media hora para comérsela, sin posibilidad de repetir o negarse a comer, y en caso de que la vomitaran, tenían que comerse su propio vómito. El último día de la semana era el preferido de todos porque podían andar sueltos dentro de la prisión, visitar otras celdas, socializar entre grupos, pasarse información confidencial, interactuar con drogas, intercambiar parejas de juego, etcétera.
Apelotonados como sardinas en una lata, uno por uno iban rompiendo filas para tomar el asiento que les correspondía. Tenían que comer en silencio, sin posibilidad de girar la cabeza a los costados ni levantarse hasta haber acabado. El estofado de cárcel, que tenía trozos de carne podrida, insectos blandos y verduras crudas, estaba calentito a la mañana, de noche se ponía frío y cambiaba de sabor.
Después de comer, iniciaba la sesión de ejercicios: correr dos horas alrededor de la cancha de básquetbol, hacer mil lagartijas, quinientos abdominales, trescientos espinales y volver a correr una hora más, pero en sentido contrario a la primera vez. Luego, los vigilantes usaban un programa informático que escogía números al azar, aquellos que aparecían en el monitor eran los que tenían la
posibilidad de jugar un partido en la cancha mientras el resto tenía que ir a realizar trabajos forzados. Se elegían distintos números todos los días como forma de evitar repeticiones.
Al mediodía, los guardias dejaban descansar por una hora a los prisioneros. Terminado el periodo de descanso, los llevaban al subsuelo, donde asistían a un taller de manualidades. A las siete de la tarde finalizaba el taller y tenían que volver al refectorio para cenar. Una vez que finalizaba la rutina, eran regresados a sus celdas en orden y en silencio.
Dentro de las celdas, los prisioneros se sentían felices y contentos. Lejos de los odiosos guardias, eran libres de hacer lo que querían. Todos se duchaban en grupo, aprovechaban la situación para tener sexo y manosearse un poco. Dentro del machaje, había roles prestablecidos para los más dóciles y los más fuertes. Era una circunstancia especial en la que nadie se comportaba como un homo-fóbico.
Ese día, el coyote estaba de mala uva y quería mandar todo a la mierda. A medida que se asomaba al pequeño baño con una vieja ducha y un inodoro en pésimas condiciones, tuvo una epifanía y quedó ensimismado un buen rato. Sus compañeros, ya desnudos y excitados, le gritaron varias veces para que se sumara a la regadera.
Como él no les hacía caso, tuvieron que arrastrarlo por la fuerza.
A la derecha, el enorme plantígrado de dos metros veinte de altura, cabeza grande, cabello picudo, pelaje espeso, miembros musculosos, colmillos amarillentos y ojos ambarinos, ansiaba meterle la rígida verga de veintisiete centímetros en el culo. A la izquierda, el cegato tálpido de noventa y ocho centímetros de altura, hocico delgado, pelaje pardusco, manos pequeñas, rabo insignifi-cante y una erección de diez centímetros, lo esperaba con la boca abierta para felarlo.
—¿Qué te pasa el día de hoy? ¿Perdiste la audición o qué? —le recriminó el oso.
—Tuve una visión acojonante. Creo que ya sé cómo hacer para salir de este abismo.
—Esta es una cárcel de máxima seguridad —le recordó el to-po—. No podrás salir de aquí hasta que hayas cumplido con tu condena.
—Pero puedo intentarlo.
—¿Cómo?
—Mira, es fácil. Solamente hay que...
—¡Basta ya! —le interrumpió el oso, a punto de perder los estribos—. Dejemos de perder el tiempo hablando y hagámoslo. Mi erección no es eterna.
—Todavía tengo el culo adolorido de ayer, Terence. ¿No podríamos cambiar de orificio?
—¿Prefieres chupármela? Bueno, como gustes. Mientras me des lo que quiero, no diré que no.
El coyote se acomodó en el medio, se puso en cuatro patas y metió la verga del oso en sus fauces. El topo agarró su verga venosa, la dobló hacia atrás y se la puso en la boca. Aunque no fuese lo más placentero del mundo, los tríos que hacían siempre servían para dejarlos contentos. Ya se habían acostumbrado a tener sexo y tratarse como compañeros íntimos. A pesar de que los tres se au-todeclaraban heterosexuales, la irresistible calentura los obligaba a llevar a cabo prácticas contradictorias a sus gustos personales.
»Qué rico que chupas, Jack. Tú sí naciste para esto —le dijo el oso mientras le acariciaba el cabello con sus enormes manos híspi-das—. Sigue así y te daré tu leche.
El coyote tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener la mandíbula bien abierta y los dientes alejados de la carne del oso, un simple roce con los afilados colmillos era suficiente para infligir un lancinante dolor. Algo que el grandulón de pelaje espeso no aguantaba era que le mordieran la verga, aun cuando fuese sin querer.
El líquido preseminal fue reemplazado por el amargo esperma que descendió por su garganta con rapidez. Como si fuese un jarabe para la tos, tenía que tragárselo le gustase o no. El oso se ponía contento cuando le daban el placer que quería.
—Terence, dame un respiro —le pidió para poder eyacular en la boca del topo—. Estoy al borde de venirme.
—Tú córrete tranquilo, yo te espero.
Se vino en la boca de su compañero que estaba en la retaguardia estrangulándole la verga, y suspiró encantado con la chupada que le había dado.
El oso lo tomó de las orejas y lo penetró oralmente con todo el entusiasmo del mundo. Quietito como un cachorro educado, el coyote esperaba hasta que su compañero se excitara de nuevo y se corriera en su boca. Al igual que antes, la eyaculación fue veloz y poco duradera.
Sujetando el nudo con fuerza, el topo lamió la verga entumecida del coyote hasta que tembló por segunda vez antes de largar lo poco de semen que se había acumulado en los testículos durante el día. Saboreó los fluidos como si estuviese degustando un trago fuerte.
Con la mano izquierda en su cerviz y la mano derecha en su mentón, el oso usaba la boca del coyote como una vagina artificial
en la que tenía que depositar los jugos a toda costa. Concentrado en la venida, dejó que la última parte fuese más rauda que las veces anteriores. Se corrió en su cavidad oral y retiró el miembro para guardarlo en su lugar.
Las últimas gotas de semen cayeron sobre la lengua del topo y dio por finalizada su tarea como succionador de vergas. Ahora, le correspondía a él correrse en la boca del canino de cola enmarañada.
—Venga esa lengua babosa que tanto me gusta —le pidió que se diera vuelta, quería felarlo a lengüetazos.
El coyote le quitó el semen con una despiadada estimulación haciendo uso de la sinhueso. Como Victor no tenía capacidad de penetración anal con animales más grandes que él, prefería el sexo oral.
»Gracias, Jack. Ahora sí estoy satisfecho.
—¿Qué sería de nosotros sin este bello coyote chupapijas? —
adicionó el oso y le acarició el lomo.
—Pues no sería lo mismo.
Una vez que todos acabaron y la calentura se les pasó, prendieron la ducha, se mojaron desde la cabeza hasta los pies, tomaron un trozo de jabón blanco y se enjabonaron entre sí. Era un momento en el que se podían relajar un poco y respirar con alivio.
Luego del largo día de esfuerzo, tortura y aburrimiento, ducharse era lo más sabroso que había, después del sexo. Se sacudían para quitarse el agua de encima y se lamían con el propósito de asegurar una higiene completa.
—Hoy me toca peinarle la cola —dijo el oso.
—¿De nuevo?
—Cada día vamos cambiando de lugar, ¿ya lo olvidaste?
—Los días pasan tan rápido que ni cuenta me doy.
Mientras ellos hablaban, el coyote estaba distraído pensando en lo que había imaginado hacía pocos minutos. Si en verdad existía un canal de drenaje como pensaba, podía cavar un pozo profundo, meterse en las profundidades de la prisión, cruzar por el desagüe para luego salir de la estructura y meterse en la pútrida fosa a la que iban todos los deshechos. Si todo salía bien, podía abandonar el recinto y fugarse, aunque para ello necesitaba herramientas de escape y una muy buena maquinación.
—Oye, Jack, ¿me escuchas?
—¿Qué pasa? —Giró la cabeza para verlo.
—Hoy estás muy desatento. ¿Qué rayos te sucede? —le recriminó el oso por segunda vez.
—Déjenme que se los muestre. —Se aproximó al pesado retrete y lo corrió de lugar.
El agujero que conducía hacia el subsuelo era estrecho y húmedo, con tierra maloliente y agusanada, además de oscuro y lúgubre.
Debido a la humedad del ambiente, la tierra que protegía las paredes del conducto parecía lodo por su descomunal blandura. Era necesario socavar los laterales para agrandar el pasaje.
—¿Recuerdan esa vez que nos hicieron limpiar las alcantarillas porque estaban taponadas de verdín? Pues creo haber hallado una salida a mi inquietud.
—¿De qué estás hablando? —el topo le preguntó—. No estarás pensando fugarte por la cañería ¿verdad?
—Lo acabas de adivinar —le respondió.
—Hay cocodrilos abajo y tú lo sabes —le recordó el oso—. No te arriesgues en vano, te comerán si te encuentran.
Recios cocodrilos antropomorfos vestidos de negro cumplían su labor como protectores de los interiores. En las profundidades de la prisión, ellos eran los que estaban al mando y todo lo que hacían dependía de sus deseos. Prisionero que veían solo, al menú lo incluían. Eran los caimanes de las cloacas, los mismos que apa-recen en la obra “El mundo bajo la ciudad” de Robert Daley.
—Necesito un plan para escapar. Si logro salir de aquí desde las alcantarillas, podrán hacerlo ustedes también. Sólo es cuestión de tiempo para que se me ocurra algo.
—¿Y recién ahora se te ocurre? —le preguntó el topo—. Si fuera tan fácil, ya te habrías escapado hace tiempo.
—El escape tiene que ser por la tarde, antes de que los guardias nos manden a las celdas.
—Espera un momento —el oso le detuvo—. ¿Esto se te ocurrió de un día para otro?
—No —negó con la cabeza—. Lo vengo planificando desde hace rato, pero recién hoy logré visualizar mi plan.
—¿Y cuándo piensas fugarte?
—La semana que viene —respondió—. Necesitaré de su cola-boración para esto. Yo solo no puedo hacerlo.
—No servirá.
—Es una locura. ¡Olvídalo! —le dijo el topo.
—¡Por favor, necesito que me apoyen! Recuerden que gracias a mí consiguen hierba los fines de semana.
—Bueno, eso es verdad —musitó el oso—. Pero si algo llega a salir mal, lo pagarás con tu vida.
—Soy consciente del riesgo al que me expongo —aseveró con franqueza—. ¿Qué dicen entonces? ¿Me ayudan con esto?
Al no poder decirle que no, se dispusieron a ayudarle a llevar a cabo la confabulación más peligrosa y descabellada. Según lo que el coyote sostenía, era posible escapar desde la alcantarilla central que poseía una reja rota. Tenía que descender casi cien metros sobre la nauseabunda laguna de deshechos, de ahí tenía que meterse por un tubo subterráneo que lo llevaba a la parte externa, desde donde saldría a flote hasta tocar tierra. Con suerte y viento a favor, podría escabullirse entre las malezas y llegar a los alrededores. De allí en adelante, todo era cuestión de picardía ver qué podía hacer para improvisar un escape maestro sin caer en ninguna de las trampas.
Desde esa noche, el oso y el topo se dispusieron a colaborar en todo lo que podían para ayudar al coyote a salir. Les preocupaba que algo saliera mal y cayera en las garras de los escamosos guardias de abajo, quienes no dudarían ni un instante en devorarlo. Un coyotito distraído era un aperitivo ideal para calmar el hambre.
Al día siguiente, salieron de la celda a la mañana, se dirigieron a los demás grupos y se pusieron a charlar como siempre hacían.
Ninguno de los guardias sospechaba de ellos, sabían lo difícil que era escapar de aquella prisión. Las cuatrocientas veinticinco semanas habían pasado tan deprisa que ya era común para ellos juntarse
con los vecinos. Entre diálogos y conversaciones pacíficas, los prisioneros se entretenían durante el día.
Haciendo uso de la sutileza y la avidez, el coyote consiguió un zapapico, una cuerda resistente, un par de gafas ajustables, tapones para oídos y nariz, y un par de guantes de cuero. A los líderes de los grupos, los más membrudos y agresivos, recurrió con el fin de pedirles un favor. Les explicó que quería probar un método de escape, y para ello, necesitaba que los prisioneros fingieran un enfrentamiento brutal a plena luz del día el próximo domingo. Todos en el trullo se respetaban, eso no evitaba que se peleasen entre sí de vez en cuando. Si había algo que les gustaba hacer a los presos era agarrarse a las trompadas por diversión. Fingir una confrontación atroz era la mejor forma de hacer que todos los guardias dejaran sus puestos, atraerlos para que terciaran en la gresca.
De regreso en la celda, el oso tomó la cuerda, la amarró al cuerpo del topo, corrió el retrete, lo metió en el interior del agujero para que escarbara con sus manos diseñadas para excavar. En poco tiempo, logró ensanchar el camino para que luego su compañero cruzara por él. No obstante, tenía que volver a hacerlo cada noche luego de la jornada de actividades. La hora de bañarse era ideal para sumergirse en la profundidad del conducto cloacal.
Los días pasaban como si nada, la tesitura ponía más y más ansioso al coyote que apenas podía dormir de tanta adrenalina que su
cerebro producía. Cada hora que transcurría era una hora menos en esa horrenda trena plagada de pringue y polvo. A medida que se iba acercando el gran día, él se iba preparando para la encomiástica hazaña.
El domingo a media mañana, un día lluvioso y ventoso, los prisioneros empezaron a salir despacito de las celdas y se fueron api-ñando en una desprolija ronda, intercambiaron miradas repletas de furia y susurraron todo tipo de groserías. Todos los grupos se hacinaron y se enfrentaron vis a vis. El topo y el oso fueron los primeros en iniciar una pelotera al empujar a uno de los líderes de la manada. En un periquete, rinocerontes, uros, kudúes, hienas, gori-las, caballos, hipopótamos, guepardos, jabalíes, órices, leones, elefantes, lobos, okapis, llamas, camellos, chacales, lémures, bisontes, dingos, búfalos, tigres, antílopes y osos iniciaron la batalla más bestial de toda la historia.
Como era imposible controlar a tantos prisioneros al mismo tiempo, los guardias tuvieron que llamar refuerzos desde el exterior para separar la escandalosa aglomeración de reclusos que no tenía intenciones de detenerse. Bajo petición del alcaide, vigilantes de afuera tuvieron que recurrir al llamado urgente, sólo así se podía separar a los camorristas. Armados con gas pimienta y granadas aturdidoras, los guardiacárceles entraron en acción tan pronto co-mo pudieron. Debían hacer corro, apartar a los reclusos de a uno.
Mientras tanto, sin que nadie sospechara nada, el coyote ató la cuerda al retrete, descendió por el estrecho pasaje y se soltó para caer sobre una canaleta llena de agua sucia. Se puso de pie, tomó el zapapico, rompió el muro pétreo y se adentró en el siguiente conducto. Como la base de la carcomida prisión estaba pudriéndose, era fácil romper las húmedas paredes. Se detuvo al oír los apresurados pasos de los cocodrilos que corrían en dirección a la escalera del fondo, para presentarse en la parte de arriba y darles una mano a los guardias. Con todo el alboroto que se había armado, ningún vigilante del exterior quedó en su puesto, todos acudieron al desesperado llamado que emitía la sirena de emergencia.
Tras haber roto una docena de conductos, el coyote llegó al desagüe central, se dirigió a la enmohecida reja y rompió uno de los barrotes. Se metió por un costado, achuchando su cuerpo co-mo una esponja, accedió al exterior del pasaje y corrió hasta llegar al borde del precipicio. Desde allá arriba, podía ver el enorme caudal de agua que corría hacia los exteriores. La poderosa tormenta eléctrica agitaba el agua y producía indomables olas como las creadas por la majestuosa Pororoca en el río Amazonas; era como estar frente a la Garganta del Diablo. Arrojó el zapapico al aire, se cubrió los ojos con las gafas, inhaló tanto oxígeno como pudo, se tapó los oídos y los orificios nasales, tomó vuelo y se lanzó en pi-cada como un aficionado al puentismo.
Al sumergirse de lleno en el agitado lago de deshechos, buscó el túnel que conducía hacia el destino final. Nadando como un bu-ceador profesional, se metió por un constreñido conducto que lo escupió a los pocos minutos al otro lado de la muralla. Justo a tiempo, salió a flote y expulsó los tapones para poder respirar de nuevo. Se quitó las gafas y braceó hasta la orilla pedregosa.
Como no podía perder el valioso tiempo, se dirigió a la zona boscosa con premura, se aferró a la corteza de los árboles como un mono y fue saltando de rama en rama hasta cruzar la primera línea de trampas ocultas.
Al llegar a la cerca electrificada, hizo uso de su innato talento de Canis latrans para cavar un pozo con sus propias uñas y así crear un túnel, era la única forma de poder pasar al otro lado. Hacer eso le tomó casi una hora.
Lejos del peligro, se escabulló entre las torres de vigía que descansaban a los costados, se desplazó a toda greña, evitando así que las cámaras lo detectaran. Llegó hasta el último alambrado, corrió los alambres de púas para hacerse un hueco y poder pasar. Desde luego que se cortó al cruzar entre los alambres, no fue nada grave, uno que otro arañazo en la piel.
Se metió por un sendero rocoso, saltó entre hoyos profundos, descendió por una colina empinada, tropezó con una roca y rodó
cuesta abajo hasta desplomarse frente a un aljibe. Aun estando adolorido por el costalazo, prosiguió con la huida.
Se desplazó un poco más despacio por una región pantanosa, cuidando de no pisar ninguna trampa para osos, y llegó hasta la última parte del recinto de máxima seguridad. Trepó un muro de cuatro metros, descendió al otro lado y por fin pudo respirar con tranquilidad. Se tomó un ligero descanso antes de seguir. Jamás había corrido tanto bajo la lluvia.
Luego de una eternidad, los guardias lograron separar a los prisioneros y regresarlos a sus celdas para que se hiciese un recuento general. Tras haber contado a todos los presos, descubrieron que faltaba el recluso 3721-11-14. Lo buscaron por todas partes, por dentro y por fuera de la prisión, no hallaron rastro alguno de él.
Inspeccionaron todas las celdas para ver si no se había escondido en algún rincón, interrogaron a los prisioneros para ver si podían ayudarles a localizar al coyote prófugo. A pesar de haber hecho todo el esfuerzo del mundo por hallarlo, no encontraron nada.
Peló gallo y se hizo humo.
V. Encuentro casual – La bailarina y el multimillonario
Al oír la puerta abriéndose, el coyote retornó a la realidad y despertó de golpe. Había tenido un sueño de su vida pasada, más o menos de acuerdo a lo acaecido, que lo hizo sentirse tenso por un instante. Su amada zorra regresó a las siete y media, se quitó el sombrero y las gafas, se sentó a su lado para ver cómo se encontraba. Estaba lasa de tanto andar y quería descansar un poco.
—¿Cómo te fue?
—Anduve por los alrededores, vi muchas ofertas de trabajo, ninguna muy llamativa. Tú sabes lo difícil que es conseguir un empleo en estos tiempos, en especial para una hembra indocta y sin estudios como yo.
—Un título universitario no vale nada —expresó con desazón—. Eres inteligente y hermosa, eso es más que suficiente para que te den un buen trabajo.
—Si esto sigue así, no tendré otra opción más que... —Al ponerle el hocico encima, olfateó el inconfundible olor a marihuana—. ¿Estuviste fumando?
—Sí, me fumé un porro con Tobby.
—¿El gato que vino esta mañana?
—Así es —respondió al toque—. Bueno, fue sólo un encuentro casual. A decir verdad, me pareció un sujeto agradable. Deberíamos invitarlo a salir algún día.
—Es raro que tú digas eso. Siempre quieres mantenerte distanciado de todos.
—Aprendí que trabajando en equipo se trabaja mejor.
—Como sea, ahora te toca a ti salir del hotel.
—Espera un momento. —La tomó de las manos y la miró directo a los ojos, en busca de un instante de serenidad ideal—. Antes que nada, quisiera preguntarte algo.
—Pregúntame lo que quieras.
—¿Te enfadarías conmigo si llegase a tener sexo con otro animal?
—No, bueno, depende.
—¿Depende de qué?
—Tú conoces bien las reglas: nada de cogerte a ningún miembro de mi familia, ni mis hermanas, ni mis primas, ni mis sobrinas.
—Eso ya lo sé —se lo dejó en claro y le soltó las manos—. De todas formas, yo jamás haría eso. Ni que fuera un degenerado.
—¿Entonces a qué viene la pregunta?
—Me cogí al gato.
—¿A Tobby? —Quedó sorprendida—. ¿Por qué?
—Bueno, él fue el que insistió con la idea. No me iba a convi-dar de su hierba si no me lo tiraba.
—¿Se la metiste por detrás?
—Fue por la boca. Y debo admitir que es ágil con la lengua.
—Bueno, no me puedo enojar contigo. Te dejé solo durante ocho años, sé muy bien que en la cárcel te hicieron de todo.
—Pero ahí es distinto. En prisión nunca se debe decir que no a una petición de sexo. Terence me debe echar mucho de menos ahora que no me tiene. ¡Ay! El pobre de Victor habrá tomado mi lugar. Ni me imagino lo mal que la estará pasando.
—Tú siempre fuiste promiscuo y yo también lo fui.
—Tú mantienes tu pureza desde el día que te conocí.
—No seas tonto, Jack. Yo también tuve experiencias carnales con otros.
—¡Ah! —Abrió la boca bien grande—. ¿Y ahora me lo vienes a contar? Espera, espera. No habrás tenido sexo con alguno de los vecinos ¿verdad?
—Claro que no —negó al instante—. A esos imbéciles no los tocaría ni aunque me pagaran una fortuna.
En su antigua morada, tenían de vecinos a tres mandriles que hacían escándalo día y noche. Todos los fines de semana hacían fiestas descontroladas y ponían música a todo volumen. Eran pre-sumidos y avarientos al punto de ser la mar de irritantes.
—¿Entonces con quién?
—Fueron varios. Si tengo que nombrarlos uno por uno, no acabaré nunca.
—¡Por todos los cielos! —exclamó atónito—. Eso quiere decir que sí ejerciste la profesión de prostituta en mi ausencia.
—Para nada. Yo lo hacía para dejar contentos a los clientes de la pastelería —le explicó—. Igualmente, yo siempre usé protección. No quería terminar con la pancita inflada ni con una infec-ción genital.
—Imagino que lo hiciste con otras especies también.
—Sí, pero la mitad de los clientes eran zorros así que tenía que ser cuidadosa con lo que hacía.
—Si les hubieras cobrado por el servicio, habrías conseguido dinero suficiente para pagar la fianza y me podrías haber sacado de prisión.
—No les podía cobrar por el servicio porque eso es una forma de extorsión —manifestó la zorra—. Logré que fueran más seguido a comprar pasteles, me pagaban un plus por obtener más clientes.
—¡Puta madre! ¡Qué desperdicio de talento! —se lamentó—. El dinero que podrías haber hecho, hija de tu bendita madre.
—¿Y Tobby por qué razón lo hizo contigo?
—Es un pervertido que no puede estar un puto día de su vida sin coger. Creo que se volvió adicto al sexo. Su objetivo es complacer a los huéspedes para que le dejen una buena reseña al servicio hotelero antes de irse.
—¿Y qué dice el dueño?
—Él fue el que lo convenció de actuar como putito en película de porno gay.
—Antes de entrar aquí me crucé con una morsa en la recepción, creo que es el que está a cargo del edificio.
—Iré a verlo cuando baje. Quiero darle una buena impresión para que no piense que somos unos fugitivos deshonestos.
Salieron de la habitación de hospedaje, caminaron juntos por el pasillo y bajaron por las escaleras. Al llegar al segundo piso, una ronca voz resonó en el fondo, la zorra se dio vuelta y se sorprendió al ver a uno de los exclientes, vestido con ropa elegante típica de potentado.
Con lentitud, se aproximó la figura alta y robusta tapada con un gabán negro, un grisáceo pantalón de vestir y un par de zapatos importados. Era un cuico lobo de pelaje azabache, ojos amarillos, extensa melena con puntas florecidas, orejas picudas, hocico grueso, dientes relucientes, tórax ancho, miembros gruesos y un rabo bien peinado. Tenía un metro ochenta y tres de altura. Su nombre era Hugh Anderssen, conocido en la ciudad como uno de los más grandes empresarios de todos los tiempos. Se había divorciado nueve veces porque se cansaba rápido de las lobas que se le acercaban. Tenía una clara preferencia por las zorras ninfomaníacas.
—Natasha, hace tanto tiempo que no te veía. Déjame que bese tu bella mano. —Se postró ante ella, le tomó el brazo derecho y le dio un ligero beso en la mano. La caballerosidad siempre lo había distinguido de otros lobos.
La zorra se ruborizaba cada vez que lo veía. Ese lobo le había dado más placer que todos los demás clientes con los que se había
acostado. Él era delicado y amable con ella, más que el coyote. A qué hembra no le gustaría ser follada por él.
—Hugh, ya me había olvidado de ti —expresó con vergüenza.
—¿Piensas decirme quién es este tipo? —le interrumpió su novio.
—Jack, él fue uno de los amigos íntimos que tuve mientras tú estabas en prisión. Siempre lo echaban de su casa y venía a verme para que yo lo consolara. No tuvo suerte con ninguno de sus hi-meneos.
—Toda mi vida tuve problemas con el dinero. Yo siempre fui celoso de mis riquezas y donde me faltaba un centavo, indagaba a mis esposas hasta el tuétano. Supongo que fui tosco con ellas, por eso me separé de todas. El matrimonio más largo que tuve duró siete meses.
—Es bueno volver a verte después de tanto tiempo, Hugh.
—El placer es mío, mi reina.
El coyote no entendía qué era lo que sucedía entre ellos, no lograba detectar la química de pareja. Era inevitable que sintiera celos, aunque no eran los celos típicos de un amante consentido ni de alguien con síndrome de Otelo. No le gustaba la idea de que su zorra anduviese revolcándose con extraños, a menos que fuesen tipos ricos de los que pudiera beneficiarse. Si el lobo iba a cepillár-
sela, por lo menos que el coyote hiciese caja. Echar a perder tamaño talento femenino era un pecado.
—Supongo que todo eso fue una experiencia superficial ¿verdad? —le preguntó el coyote.
—En realidad no. Yo me había encariñado mucho con él, hasta el punto de olvidarme completamente de ti. Fue la segunda vez que me enamoré.
—Menos mal que me lo acabas de decir. No sé qué sería de mí si no me lo hubieras dicho nunca —adicionó con tono irónico.
El lobo clavó la mirada en el coyote, a quien no reconocía para nada. No pretendía hacer que se sintiera mal por lo que había hecho con su pareja. Tenía ganas de recompensarlo por haberla educado.
—Oye, amigo, no es para que te pongas así. Mira, Natasha y yo hicimos el amor ochenta y cinco veces nada más. Yo, personalmente, te agradezco que la hayas cuidado tan bien. Ella es una legítima diosa que merece todo el cariño del mundo.
—¿Y las lobas no te convencen o qué? —le preguntó a regaña-dientes y lo miró con el ceño fruncido.
—Las lobas son agresivas y casi nunca están de buen humor.
En cambio, las zorras son conocidas por ser excelentes amantes.
Natasha me ha dado más cariño que las nueve lobas con las que me cacé. Y te puedo asegurar que princesas como el a no abundan.
—Eso ya lo sé. Por eso la escogí. —Puso la mano en el hombro de la zorra y fingió una cálida sonrisa.
—No sabes lo suertudo que eres.
La delicada voz de una dama con acento pijo resonó detrás, una figura femenina se aproximó desde el fondo del pasillo, moviéndose a paso apresurado. Se trataba de Daisy Miller, una zorra de pelaje dorado, ojos verdes, extenso cabello rizado, orejas cortas, hocico fino, bigotes casi invisibles, busto reducido, cuerpo delgado, cadera ancha, hopo enmarañado y pies pequeños. Tenía un metro setenta y cuatro de altura. Llevada puesto un largo vestido blanco, botas negras, brazaletes de oro en ambas muñecas y un collar de plata en el cuello. Era hija de un arquitecto que tenía una mansión en el otro lado de la ciudad. Ella se dedicaba a bailar en clubes especiales y vender colonias de primera calidad de forma independiente en su tiempo libre. Hugh era su Winterbourne.
—Pensé que ya te habías ido —le dijo y se paró a su lado.
Al verla, Natasha pensó que se trataba de un reemplazo temporal que él había tomado para no estar solo. Sintió un poco de celos y un poco de ira, no lo suficiente para perder el control. No podía
aceptar que alguien más tomara su lugar, y muchos menos una sibarita zorra petulante proveniente de una familia adinerada.
—Ah, Daisy, mis más gratas disculpas. Quiero presentarte a alguien. —Señaló a la zorra con la que tanto había gozado en el pasado—: ella es Natasha, tu antecesora.
—¿Ella es la que te enseñó a hacer cunnilingus?
—Así es.
Daisy la recibió con civismo, como si fuese alguien de su ralea.
Como el lobo era cerril para las caricias, Natasha le había enseñado cómo acariciar y cómo estimular los genitales femeninos de manera profesional. Al poseer una lengua ancha y extensa, podía brindar muchísimo placer con la boca, ninguna hembra podía resistirse a su encantador trato.
—¿Qué rayos sucede aquí? Alguien sea por favor tan amable de explicármelo —exigió el confundido coyote.
—Oye, amigo, tengo planeada una reunión virtual para esta noche. ¿No te molestaría prestarme a tu zorra por un rato? Prometo que no la lastimaré.
—Pero yo...
—Yo te explicaré todo lo que quieras —Daisy le prometió.
—Bueno, pero ella ya no ofrece sus servicios de gañote —
insistió como forma de extorsionarlo, anhelaba arrimar el ascua a su sardina—. Si te la quieres tirar, debes pagar un elevado precio.
—Como quieras —susurró el lobo. Buscó la billetera en el bolsillo izquierdo y sacó un fajo de billetes—. ¿Alcanza con diez mil pesos?
Al ver toda esa cantidad de billetes de mil, el coyote casi se desplomó en el suelo. Pocas veces tenía la agraciada oportunidad de presenciar tantísimo dinero. Los tomó sin chistar y le dio permiso de llevarse a Natasha al cuarto.
—Jack, ¿de veras no te molesta que yo esté con él?
—Mientras pague tributo, yo estaré encantado de prestarle a mi novia.
—Tú puedes salir con Daisy. Ella te contará todo para ponerte al día —le dijo el lobo.
—¿No te molesta que salga con ella? —el coyote le preguntó.
—Ella es una amiga de confianza —afirmó, sin necesidad de recurrir a prolegómenos—. Te llevará donde tú quieras.
—¿Me acompañarías a dar una vuelta? —le preguntó a la desconocida.
—No hay ningún problema —le dijo y se volteó para mirar al lobo—. Me encargaré de comprar lo que falta. Tú ve a hacer lo tuyo.
—De acuerdo. Nos vemos al rato —dijo y se llevó a Natasha a la novena habitación para mostrarle los proyectos en los que estaba trabajando y hacer alarde de sus riquezas como siempre.
Mientras tanto, el coyote llevó a la engolada zorra hasta la planta baja. Como no vieron a nadie en recepción, salieron del edificio sin avisar. La morsa se había infiltrado en el bar, y junto con el barman, acomodaron al botones en la mesa del fondo para cogérselo entre los dos. Haciendo eso el gato no sólo obtenía alcohol gratis, también recibía dinero extra por parte del jefe.
El coyote se sentía seguro con la zorra a su lado, aun sin tener la más pálida idea de quién era en verdad. Ella se encargó de contarle la historia de su vida y cómo había conocido al lobo. Al enterarse de que él era un multimillonario que no tenía problema en despilfarrar dinero, se le ocurrió una grandiosa idea, una de esas ideas locas de las que podía sacar provecho.
—¿No te molesta andar por la vía pública con un pobre diablo como yo?
—No me molestan los pobres, los que me molestan son los conservadores, esos sí me enferman.
—Es que yo soy un coyote criado en una familia humilde, y por lo general los de clase alta no tienen deseos de juntarse con la chusma por razones obvias.
—Mientras seas sincero conmigo no te odiaré.
—Por cierto, Daisy, ¿sabes dónde puedo conseguir un trabajo decente?
—Si no tienes estudios ni experiencia laboral, no hallarás nada decente. Como mucho puedes conseguir trabajo como limpiador de alcantarillas.
—¡Mierda! —refunfuñó con ardor—. Ya me parecía que la cosa estaba fea. La economía de este país está en la cagada.
—Hay que rebuscarse y tomar lo que esté al alcance —masculló mientras caminaba con total calma por la sucia acera—. Yo podría haber estudiado una carrera y ser una profesional, preferí seguir mi propio camino. Soy maestra de danza y gano lo suficiente para mantenerme.
—Hoy justo estábamos hablando de eso con Natasha. Ella también quiere tener un trabajo decente, pero se le dificulta porque tampoco estudió, y tiene poca experiencia laboral como para meterse en algo serio.
—¿Sabe bailar?
—¿No le avergüenza quitarse la ropa frente a extraños?
—Según parece no le molesta. Es más, resultó ser tan promis-cua como yo. Es una verdadera libertina desenfrenada.
—Pues a las perdidas como ella les viene bien el trabajo de bailarina nocturna. A medio kilómetro de aquí hay un sitio especial donde las putas bailan en caños enjabonados, recrean escenas lésbicas y cogen con los clientes que pagan por verlas en vivo.
—¿Los idiotas pagan bien por eso?
—Pagan muy bien. Muchas bailarinas se hacen ricas después de varios años.
—¡Qué bueno! Le diré a Natasha para que se anote. Con el cuerpo que tiene y sus habilidades para dar placer, conseguirá muchos adeptos en poco tiempo.
Se metieron juntos a una farmacia y fueron hasta el fondo a buscar algunos cosméticos de belleza, toallitas femeninas, fijador para el cabello y cajitas de hisopos. Como había una larga fila de clientes, tenían que quedarse un buen rato esperando a que los atendieran.
La zorra y el lobo se sentaron en la cama y compartieron un vino fino mientras narraban algunas de sus aventuras más llamativas. Ella tenía muchas historias de sexo para contarle y él muchas historias de sus viajes al exterior. Como la reunión virtual se pos-puso para el día siguiente, se la pasaron hablando como los cercanos amigos que eran, sin miedo de decirse cuánto se querían.
—Oye, ¿no me trajiste aquí para tener sexo? No quiero sonar grosera, sólo es una duda.
—No te traje para eso, quería estar contigo un rato nada más.
Daisy no tardará mucho en venir. La farmacia más cercana cierra a las nueve.
—Es que a mí me gustaría hacerlo. No es que quiera parecer fastidiosa, es que hace tanto que no cogemos que ya olvidé lo sabroso que era hacerlo contigo. Además, para eso le pagaste a Jack.
—Le pagué para que no fastidiara, no para tener sexo contigo
—le explicó el porqué de aquella repentina decisión—. Además, si tuviera que pagarte por esto, ya me habría quedado pobre. ¿No te parece?
—Será mejor que deje de beber. —Colocó la copa a medio llenar sobre la mesilla—. No quiero ponerme a matraca. Las veces que Jack llegaba grifo a casa, lo regañaba tanto que quedaba afónica. Eran otros tiempos.
—¿Lo hacemos entonces? —Puso la copa vacía en la otra mesilla.
—Hagámoslo.
—Bueno, ¿qué quieres hacer?
—Tú sabes lo que quiero. Dame una buena chupada y yo te re-compensaré de la misma manera.
—¿Te apetece un sesenta y nueve?
—Para recordar viejos tiempos.
—Como gustes, mi reina.
Se desvistieron, se acomodaron en el centro de la cama y se manosearon con fervor con el único objetivo de excitarse. El intenso cariño era recíproco, las lamidas y las mordiditas eran electrizantes, los rasguños y los pellizcos no eran intencionales, los suspiros y los gemidos eran formidables. Mientras él recorría todas las zonas erógenas de su tórax, ella le amasaba las bolas peludas. Ante la voluptuosa necesidad de darse fruición, dirigieron la atención a la zona baja, donde las más bellas sensaciones obnubilaban la mente. El acceso al frenesí los llevó de lleno al más atrevido juego de manoseo y exploración corporal.
Agarraron un envase con lubricante de efecto frío y se lo untaron en las partes nobles. La intensa sensación frígida los transpor-
taba a otra dimensión repleta de exquisitos deseos irresistibles de la que ninguno quería retornar.
El lobo se acomodó abajo y la zorra arriba, las atrevidas lenguas degustaron el sabor de los jugos que sus propios cuerpos emitían.
La hermosa erección fue veloz, un miembro rígido y entumecido con un nudo durísimo se hizo presente para que la zorra, cuyo orificio vaginal goteaba como cañería en mal estado, engullera sin lástima.
—Me encanta chuparte el coño —afirmó el lobo y le lamió los labios y el clítoris, quería ponerla en estado de éxtasis.
Su extensa lengua, similar a la de un oso hormiguero, se sumer-gía en las oscuras profundidades del órgano sexual al mismo tiempo que él recibía una sabrosísima felación que lo hacía tiritar de placer. Su verga tenía la misma longitud que la del coyote, con la diferencia que poseía mayor anchura y el nudo era más duro y bul-boso. Sólo valientes con agallas de acero se atrevían a abotonarse al lobo.
Ambos gozaban del más intenso placer que sus cuerpos podían aguantar, vehementes por llegar al sumun de sus esfuerzos. Anhelantes por alcanzar el clímax, se indujeron el máximo deleite posible hasta que cayeron rendidos ante las abruptas eyaculaciones que
ingresaron por la cavidad oral, hasta hundirse en el fondo del esófago.
Para la segunda ronda, la zorra se embadurnó los dedos con lubricante, desplazó las inquietas manos en la parte inferior de su compañero, pasando por los testículos y el periné, y se detuvo ante el orificio anal para poder estimularlo a gusto. Sus finos dedos, excepto los pulgares que permanecieron afuera, se adentraron en el obscuro tracto intestinal para ofrecer mayor confort. A él le encantaba que las hembras exploraran su puerta trasera, no los machos.
Los dedos nunca producían dolor, en cambio una verga dura sí.
Como un oso desesperado metiendo la lengua en un panal de abejas para obtener miel, el lobo le lamía la abertura y la hacía estremecerse. Los insípidos fluidos corporales se mezclaban con la saliva, creaban un cóctel asqueroso y sensual que ninguno de los dos probaría en una situación normal.
Sus agitados cuerpos experimentaron un explosivo orgasmo por segunda vez y se relajaron por un momento para tomarse un respiro antes de la siguiente ronda. Intercambiaron besos húmedos y suaves caricias en el ínterin.
El lobo rasguñaba, sin intenciones de rasgar la carne, los carnosos muslos de la zorra, daba palmaditas a sus gelatinosos glúteos para que tambalearan y le rascaba el jopo. Ella hacía su parte apre-
tujándole las bolas y pinchándole el perineo para ver si podía hacer contacto con la inflada próstata. Sus manos se volvían cada vez más agresivas y comenzaban a producir un dolor tolerable que el lobo interpretaba más como curiosidad que como resentimiento.
Los apretujones, las palmadas y los golpes añadían sabor al coito, siempre y cuando éstos fuesen moderados.
Expelieron sus fluidos casi al mismo tiempo en lo que parecía un sucio juego de dominación y sublevación. Ambos utilizaron los dientes para ofrecer cosquilleo extra, no para morderse. Una simple mordida en la zona baja producía un excesivo dolor que sólo un masoquista podría aguantar.
La zorra saboreaba la verga de su compañero como un cono de helado, la lamía de arriba abajo y de un lado a otro sin parar, con el entusiasmo de siempre. Sus manos sujetaban la base del nudo con fuerza y ejercían máxima presión cada dos segundos. Perdido en el nirvana, el lobo no podía hacer otra cosa más que gozar a lo grande. Su hocico exploraba la parte externa de la vulva, su incontrolable lengua azotó el erecto clítoris y sus gruesos dedos ingresaron a la vagina, de ese modo, le produjo la máxima delectación.
Ensimismado cada uno en lo suyo, se corrieron por cuarta vez y gimieron al unísono. Ambos estaban exaltados y con muchas ganas de acabar de la mejor manera.
Contando con el apoyo de sus mojadas manos, se masturbaron.
Él le metía las manos enteras en su orificio y ella le jalaba la verga cuán rápido podía. El salvajismo y la premura con la que actuaron los expuso al mayor desasosiego carnal del que salieron incólumes antes del sublime espasmo. Fue entonces que sus lenguas hicieron el resto del trabajo y así alcanzaron el punto más elevado de aquel ambicioso deseo. Eyacularon por quinta vez y se relajaron un momento.
Extrañamente, sus cuerpos todavía pedían más, no podían decir basta hasta no haber aplacado en su totalidad a sus instintos. Entonces, como fase final se pusieron de acuerdo en darse placer con la boca, pero con mucho más ímpetu que antes. En la misma posición que al principio, se devoraron los genitales de manera mutua y sin asco.
A diferencia de las primeras rondas, la última duró casi tres minutos y fue la menos placentera. Eso no quiere decir que no lo disfrutaron, sólo fue menos excitante que las veces anteriores. Re-gresaron a la posición previa al juego sexual, extendieron sus extremidades, se tocaron con cariño y respiraron hondo.
»Natasha, en verdad no sé cómo darte las gracias por esto. No sabes lo mucho que gocé esta vez. Creo que voy a tener la pija dura por un buen rato.
—¿No te pareció muy rápido? —lanzó la pregunta de sopetón—. No es que no me guste hacerlo así, sólo que me pareció que acabamos muy pronto.
—Creo que fue porque los dos estábamos ansiosos por follar
—dijo mientras le acariciaba los pechos con la mano izquierda—.
¡Ah! Hacerlo contigo siempre vale la pena.
—Dime algo —giró para mirarlo a los ojos—, ¿Daisy lo hace bien?
—Daisy es distinta. Ella no es aficionada al sexo oral, aunque sí le gusta que la sodomicen. Siempre que nos abotonamos tengo el presentimiento de que le arrancaré las tripas si estiro. Ese tipo de cosas, por más infrecuentes que sean, pasan.
—¿Pero vale la pena hacerlo con ella?
—Depende de mi humor. No siempre estoy de buenas para yacer con ella. Y te digo algo, de todas las veces que lo hicimos, pocas veces me sentí realmente satisfecho. Contigo es todo lo contrario, me vengo como un volcán activo con sólo tocarte.
—Sabes algo, si no estuviera con Jack, me encantaría ser tu novia, aunque sea en secreto. Me importaría un carajo que tuvieras otras esposas, mientras pudiese coger contigo, estaría contenta.
—Ese coyote tiene mucha suerte de tenerte. ¿Cómo hizo para convencerte?
—Él es tierno y sensible, raras veces tiene días en los que se pone de malas. Jamás me ha gritado ni golpeado. Es más, ni se atreve a faltarme al respeto.
—Caballeros como ese quedan pocos.
—Por eso me quedé con él. Hoy por hoy, está repleto de machos violentos que maltratan a sus parejas, las queman vivas, las despedazan, las lapidan. ¡Qué mundo más perverso!
—Ah, misóginos hubo siempre. —La tomó entre sus brazos y la besó.
Se revolcaron en la cama, dándose besos, caricias y lamidas, hasta que se cansaron. Tomaron una toalla seca, se limpiaron, se vistieron y se pusieron de pie. La zorra se sentía un tanto mareada luego de haber bebido tanto, no estaba acostumbrada al vino fuerte.
»¿Quieres que te lleve a tu habitación? —se ofreció para acom-pañarla.
—No, está bien —rechazó la oferta—. Usaré el baño.
La zorra se dirigió al sanitario, el lobo se bebió lo poco de vino que quedaba y tomó el teléfono para chequear la agenda de actividades. Sus orejas reaccionaron al oír una voz familiar proveniente de afuera: su querida Daisy ya había vuelto. Al abrir la puerta, la recibió con cortesía como siempre hacía. Por su desanimada cara,
supuso que algo no había salido bien. Las toallitas de marca que ella usaba no las había conseguido, motivo por que se sentía insa-tisfecha.
—¿Qué tal el viaje? ¿Se divirtieron?
—Más o menos —respondieron los dos.
—Espero que se hayan tomado el tiempo de conocerse un po-co. No puede haber una buena relación de amistad si no hay confianza de por medio.
—Jack es productor de películas porno. ¿Lo sabías?
—No —le respondió con asombro—. ¿Es verdad eso?
—No son películas, son videos que filmé con Natasha. Vende-mos pornografía para obtener una ganancia extra. No es nada muy guau que digamos.
—Ah, me encantaría ver ese material. Si aparece Natasha, debe ser magnífico.
—A ella medio mundo la adora. Varios enviaron correos electrónicos para felicitarla por su trabajo.
—Pues se lo tiene bien merecido.
—Estábamos hablando con Jack respecto a lo del club nocturno, creo que podemos meterla por cuña para que trabaje como bailarina seductora. Aunque para ello necesitaríamos ayuda.
—Pues yo podría averiguar para conseguirle un buen trabajo.
Es más, estoy dispuesto a pagar para ir a verla bailar. Los clubes nocturnos están repletos de hembras guapísimas.
—Por lo pronto seguiremos con los videos caseros —aseveró el coyote—. Al menos sirve como forma de hacer publicidad.
Los huéspedes siguieron hablando un rato más hasta que deci-dieron separarse. Los visitantes salieron de la habitación y fueron a buscar a la morsa, tenían deseos de presentarse. El coyote se dio cuenta al instante de que su zorra estaba mimosa, no tuvo que adivinar para saber que había tenido sexo con el lobo y que lo había pasado de diez.
»Ese amigo tuyo es genial. Deberías hacer más amigos como él.
—Oye, ¿no estás celoso que haya pasado la noche con él?
—¿Por qué habría de estarlo? Él te da cariño a ti y me da dinero a mí. Lo último que podría sentir son celos.
—Es que estuve enamorada de él mucho tiempo. Fue difícil pa-ra mí aceptarlo.
—A mí no me molesta que estés enamorada de él ni de otros cincuenta tipos. Lo único que me interesa es que seas feliz como el día que te conocí.
—No sabes lo mucho que te quiero.
Se tomaron de las manos como una pareja de enamorados y siguieron caminando rumbo a la recepción. La unión amorosa que había entre ellos seguía siendo la misma de siempre. Libertinos como eran, los unía el sexo y el amor.
VI. Las mucamas del señor Wilson – Las conejitas en celo
Al hacer sonar la campanilla en mesa de entrada, retumbantes pasos aparecieron y se hizo presente una enorme figura rolliza cuyos colmillos resaltaban como dos cuchillos de cocina. Al estilo de un pingüino, la bamboleante morsa les dio la bienvenida a los recién llegados y les pidió disculpas por haberles hecho esperar. Por la forma en la que estaba vestido y por la forma de hablar, intuyeron que era el señor Wilson. Accedieron a su amabilidad con todo respeto y le dijeron que tenían planeado quedarse un buen tiempo, a menos que por una urgencia tuviesen que salir pitando, cosa que era poco probable que sucediera.
—Nuestro hotel está a su servicio para lo que necesiten, manden o dispongan.
—Es bueno saber que podemos contar con su ayuda —farfulló la zorra—. Por cierto, nos gustaría que alguien nos hiciera el favor de comprar los víveres para que no tengamos que salir tan seguido.
No queremos estar yendo y viniendo todo el tiempo.
—El barman les puede preparar lo que ustedes quieran. Hay una cocina al fondo con una mesa redonda y cuatro sillas, si es que desean comer aquí.
—Lo tendremos en cuenta, pero lo de los mandados sí lo necesitamos.
—De eso se puede encargar el botones. Se lo diré personalmente para que les haga el favor.
—Oiga, nos dijeron que tienen mucamas aquí —dijo la zorra—.
Hasta ahora no hemos visto ninguna, ¿dónde las podemos encontrar?
—Hay seis mucamas en total: tres durante el primer turno y tres durante el segundo turno. En caso de que no las encuentren, in-fórmenmelo para que las llame. Por lo general, cumplen tareas especiales en las habitaciones de los huéspedes.
—Tobby ya me lo contó —mencionó el coyote—. ¿Son acaso jovencitas traviesas?
—Son sumisas, hacen todo lo que les pidan. Cualquier acción que se les ocurra, ellas lo practicarán con tal de dejar contentos a los huéspedes.
—¡Interesante! —exclamó el coyote—. ¿Podría contarnos un poco sobre ellas? No se preocupe por los detalles ínfimos, nos gusta el chisme.
—Sí, así es —la zorra le siguió el juego—. Cuéntenos sobre las conejillas.
Ante la insistente petición de la pareja de caninos, la morsa tuvo que contarles acerca de las mucamas del hotel, cómo las había conocido y para qué las usaba.
Todo comenzó a principios de siglo, allá por el año 2000, cuando la fluctuante economía nacional había tocado fondo y toda la población sintió los efectos de la pésima administración financiera de su país y la vergonzosa actuación de sus presidentes que, en vísperas de una terrible crisis económica, no hicieron nada por remediar la situación. El desempleo y la pobreza aumentaron ex-ponencialmente durante los subsiguientes meses, muchas empresas cerraron, muchos inversionistas abandonaron el territorio, muchos trabajadores quedaron en la calle. Hubo como cinco presidentes en dos semanas.
La morsa, a la sazón un mísero dueño de un restaurante y dos cafeterías medio pelo, tuvo que tomar una decisión importante en su vida, cerrar las tiendas que con tanto esfuerzo hizo florecer para probar suerte en otro rubro. Buscó como loco avisos en los periódicos, carteles publicitarios, anuncios en las estaciones de radio, contactos en las guías telefónicas, todo con el afán de poder salir adelante.
Cierto día de invierno, uno muy frío, se topó con seis jóvenes en estado deplorable rondando en los mugrientos callejones con un cartel amarrado al cuello, con abreviaciones y precios que variaban según el servicio solicitado. Las seis conejitas eran hermanas pertenecientes a la misma camada, hijas de una familia humilde que se había llenado de vástagos y que no contaba con ingresos suficientes para mantener a todos. Verlas vestidas con harapos, aspecto enfermizo y cara de lástima le tocó el alma. Sin pensarlo, se acercó a ellas con la intención de ofrecerles ayuda. Como él era un sujeto decente, no tenía pretensiones de hacerles daño, quería hacer la gamba para que salieran de esa horrenda situación.
En un relampagueo, las seis se hacinaron y le ofrecieron su servicio a un precio realmente bajo. Siendo el colmo de lo vulnerables, les enseñaron los pechos y los genitales para que chequeara que, a pesar de vivir en la inmundicia, estaban sanas. Él se negó a los cortejos y provocaciones, les dijo que quería ayudarlas a conseguir un mejor trabajo. Tan pronto como lo oyeron decir eso, se le arrojaron encima y se le prendieron como garrapatas. Lágrimas de felicidad derramaron y sonrieron como nunca antes lo habían hecho.
De regreso en su acogedora morada, la morsa les ofreció quedarse a dormir en el sótano durante la temporada invernal. No era el sitio más bello del mundo, pero sin lugar a dudas era mucho
mejor que la calle. Ellas no tenían dinero ni riquezas con que pagarle, motivo por que se sintieron en deuda con la morsa. Como él no podía encargarse de los quehaceres del hogar, las contrató para que fuesen las mucamas por tiempo indefinido. Ellas aceptaron la oferta laboral sin chistar. Esa era una oportunidad que no se daba todos los días; de todas maneras, aquel pinnípedo no podía tratar-las peor que los bastardos calentones que se las garchaban por unos pocos billetes.
Los tres meses pasaron rápido y la armonía que había entre las hermanas se volvió fascinante. La relación con la morsa era cálida y cercana. Ellas pasaron a ser sus hijas adoptivas y él pasó a ser una figura putativa para ellas. Los restos de una familia disfuncional se volvieron jovenzuelas optimistas y cariñosas, con muchas ganas de vivir. Los posos de aquellos viejos días de prostitución forzada quedaron en el olvido. Los irresponsables padres que tuvieron nunca más volvieron a ver, y mejor que no lo hicieron.
En el interior de la cálida cabaña de madera de roble con sala de estar, cocina, comedor, baño, cuarto de lavado, sótano, azotea y patio trasero, las seis conejitas se acostumbraron a estar. Se acase-raron en menos tiempo de lo pensado. Sin embargo, como la morsa no hallaba una solución a sus problemas financieros, les dijo que tenía que vender la vivienda e irse a vivir a otra parte ya que no podía seguir solventando los elevados gastos. En respuesta a su
apesadumbrado pesar, ellas se ofrecieron a hacer todo lo posible por ayudarle a pagar los gastos. Como ellas no sabían hacer otra cosa más que limpiar y ordenar, se le ocurrió una brillante idea.
A los pocos días, antes de fin de mes, la morsa se reunió en la sala con las conejitas y les contó que había gastado casi todos los ahorros en un inmueble que compró a muy buen precio en las afueras de la ciudad. Tenía pensado sacar préstamos, es decir, en-deudarse hasta el pescuezo, con el objetivo de concretar aquel re-volucionario proyecto. Puesto el plan en marcha, prometió darles a las invitadas un lugar donde pudieran trabajar y recibir una remu-neración acorde a sus labores.
Esa misma noche después de cenar, las seis conejitas, todas mayores de veintiún años, le prepararon una encantadora sorpresa a su salvador que tanto había hecho por ellas. Su amplia alcoba compuesta de muebles rústicos, una cama de cuatro plazas y una ventana con celosías carcomidas, adornaron con velas aromáticas, cintas rojas y flores lilas. Las ansiosas hembras se desnudaron, dejando expuestos sus tibios cuerpos forrados con vello corto, sus cabelleras albugíneas dejaron sueltas, sus delicadas manos y pies humedecieron con aceite especial, sus genitales mojaron con un poco de gel íntimo y tiñeron sus rostros de encantamiento.
Cuando la morsa llegó a la recámara, se encontró con un obse-quio que muchos considerarían la mayor bendición de todas: ser
recibido por seis hermosísimas jovencitas de corazón puro, desves-tidas sobre la cama, esperando el momento apropiado para iniciar una inolvidable sesión de amor. Era similar al harén imperial oto-mano. Decirles que no luego de todos los preparativos que habían hecho era grosero e irreverente, por tanto, tuvo que decirles que sí.
Se quitó la ropa, se dirigió a la colosal yacija y se recostó en el centro para que todas pudieran admirar la beldad de su cuerpo grasoso con miembros fofos y pliegues de piel en el torso.
Tentado por la oportunidad, la morsa se dejó tocar de una punta a la otra de su cuerpo, las curiosas mancebas le recubrieron la barriga con aceite para masajes sensuales y dirigieron las doce manos y los doce pies hacia la zona inferior, la que resultaba más llamativa para acariciar. Su flácido miembro escondido lo estimularon entre todas, hicieron que se excitara, le produjeron una erección sin igual. Entre las grasientas piernas, apareció un miembro viril de casi medio metro de longitud, cinco centímetros de grosor, una base hinchada y venosa, y una punta arrugada con una uretra ancha. Similar a la polla de un equino, su orgullo masculino estaba expuesto al más sabroso masaje sensual.
Dado que era imposible ser penetrado por él, las conejitas no usaron más que las manos y los pies para masturbar a la morsa que, enaltecida de emoción, dejó que le dieran cariño tal y como habían planeado hacer. El grueso báculo en el interior del miembro
servía para mantener la erección rígida como una estaca, sin dicho hueso no podía copular. Rara vez tenía erecciones, y las pocas veces que las tenía, no duraban más de tres minutos. Esa noche fue una excepción porque tuvo una erección sublime.
Las constantes caricias de las conejitas lo hacían vibrar e inquie-tarse, les respondió con una buena dosis de esperma que largó por medio de chorros de corto alcance con los que las mojó una por una. Más excitado que nunca, el miembro siguió escupiendo el blanquecino fluido durante los siguientes cuarenta minutos, pau-sando entre intervalos, hasta vaciar los depósitos. Después de lo sucedido, se percató de que la cama era un desastre, todo pegotea-do, mojado y apestoso. Como tenía ayudantes que hacían el trabajo sucio por él, no tenía de qué preocuparse.
No fue hasta la semana siguiente que la morsa inició la construcción de un edificio de tres pisos con la ayuda de un amigo in-geniero y un primo suyo que era maestro mayor de obras. Con el aporte de los coadjutores, logró cumplir el objetivo y erigió un motel en una zona no muy llamativa para los foráneos.
Con el correr de los meses, juntó suficiente dinero para cubrir los gastos y liquidar todas las deudas pendientes. Empero, el negocio no le daba el dinero que había esperado. No fue hasta que las conejitas le dijeron que podían cumplir dos labores: limpiar el edificio y satisfacer a los clientes con sus sutiles dotes femeninas.
Como él no tenía deseos de que su proyecto se convirtiera en un cabaret, optó por cambiar de idea, transformó el antiguo motel en un hotel especial donde los visitantes pudiesen disfrutar la compañía de las talentosas mucamas que parecían estar en constante celo.
Seis hermosas conejitas lascivas podían atraer a muchísimo público masculino, mas faltaba un ayudante masculino para los que eran de la otra acera o los que tiraban para los dos lados. Para su suerte, conoció a un candidato ideal que le demostró que podía hacer exactamente lo mismo que las mucamas, algunas cosas las podía hacer incluso mejor.
El servicio especial de sexo que brindaba el sexagésimo noveno hotel de la ciudad era secreto, ningún funcionario público ni jurista ortodoxo debía enterarse de que allí se llevaban a cabo actividades ilegales que estaban fuera del rubro prometido. Los huéspedes que iban a hospedarse al Furtel 69 nunca salían defraudados; al contrario, muchas veces la pasaban mejor que un hotel cinco estrellas.
Incluso visitantes adinerados recurrían al hotelucho con tal de pasarla bien un rato.
—Me da mucho gusto que haya ayudado a esas pobres criaturas a conseguirse una vida mejor. Ahora pueden decir que tienen una vida digna en comparación al pasado —dijo la zorra.
—Ellas tienen sexo porque quieren, no porque les obliguen —
afirmó la morsa—. Yo, por mi parte, estoy satisfecho con mi hotel.
No será el sitio más lujoso del mundo, pero me es fructífero al menos.
—Pues lo felicito por el trabajo que ha hecho —le dijo el coyote—. Bueno, creo que nos iremos a descansar, ya se hizo tarde.
Fue un gusto conocerlo, señor Wilson.
—El placer es mío. Recuerden que estamos aquí para lo que sea que necesiten.
La pareja de caninos volvió a la habitación y se acurrucó en la cama. La zorra estaba inapetente después de haber bebido tanto vino; el coyote se había llenado con un emparedado que consumió en un puesto callejero cuando iba caminando con la compañera íntima del lobo. Ambos se durmieron sin decir nada.
VII. El lupanar de la calle Wombat – Las pruebas de Lisa
Eran las once de la mañana cuando los dormilones se levantaron de la cama, se dirigieron al baño para mojarse la cara, vaciar la vejiga y enjuagarse la boca que expelía un aliento fétido. Ruidosos golpeteos en la puerta de entrada los obligó a chequear quién era.
En un principio pensaron que era el botones, cosa que sería esperable, pero no, era el lobo. El coyote dejó que su pareja se encarga-ra de atenderlo.
—¡Buenos días, mi querida Natasha! —le saludó y le dio un be-so en la mejilla derecha—. ¿Dormiste bien?
—Más o menos —musitó con los ojos entrecerrados y torció el cuello para hacerlo sonar—. Todavía siento una ligera jaqueca.
—Espero que te repongas pronto porque hoy es tu día de suerte —le dijo con el fin de reanimarla—. Me contacté con una de mis exesposas para que me diera el teléfono de Lisa Hooker. Co-mo no pude llamarla, fui a verla en persona, le mostré algunas fotos tuyas y le conté que vendes materias pornográfico con tu no-
vio. Tiene pensado darte una oportunidad para ponerte a prueba.
Si le agrada tu desempeño, te dará un puesto privilegiado.
Lisa Hooker era una hiena moteada de un metro cincuenta y dos, corto cabello castaño, ojos limonados, rostro demacrado, cuerpo estilizado, pechos caídos, abdomen chato, cadera ancha, nalgas carnosas, piernas delgadas y rabo minúsculo. Había hecho mucho dinero en su juventud con su agraciado cuerpo, abandonó la profesión que la hizo rica después de pasar los setenta años.
Debido a que había perdido gran parte de su belleza, se dedicaba a preparar a las más jóvenes a fin de introducirlas en el mundo del espectáculo y la prostitución VIP. Como jefa de su propio negocio, recaudaba tanto como una diputada, o incluso más. Era la versión animalesca de Marilyn Monroe.
—Un momento —interrumpió el coyote sin discreción—, ¿con quién dijiste que hablaste?
—Con Lisa Hooker.
—¿La supermodelo?
—Exsupermodelo —le corrigió—. Ahora es una empresaria.
Tiene su propio negocio con el que hace montañas de pasta.
—¿En serio? —la zorra le preguntó con interés por saber más—. ¿Dónde trabaja?
—Es dueña de un lupanar clandestino ubicado en la calle Wombat, a siete kilómetros de aquí. Para que las autoridades no le fastidiaran, hizo pasar su negocio por una casa de burlesque. Allí trabajan bailarinas, cantantes, camareras, secretarias, modelos y porristas. Las que cumplen con varias tareas a la vez reciben un pago superior. Creo, según me dijo, reciben el doble o el triple del sueldo mínimo.
—No era necesario que hicieras eso por mí. —La zorra se moría de vergüenza.
—Yo haría cualquier cosa por una belleza como tú. —La tomó de las manos, el coyote se las quitó a tiempo.
—¿Y para mí no hay nada?
—Tú no le sirves de nada a Lisa —le respondió de forma tajante.
—Si Natasha consigue un trabajo digno, ya también lo haré.
—¿Por qué no sigues buscando?
—Tengo que trabajar en algún sitio donde no esté expuesto. La policía no tiene que saber de mí o volveré a la cárcel y ya no me dejarán salir.
—Cámbiate de nombre y hazte pasar por otro.
—Eso ya lo hice.
—Bueno, a lo mejor Daisy siente lástima por ti y te consigue al-go. Creo que le caes bien a pesar de ser un pelafustán sin techo ni pan.
—Soy pobre pero tampoco la pavada —reconoció que aún no estaba en olla, aunque se podría decir que ya estaba en la primera chilla.
—Oye, ¿te dijo cómo debo ir vestida o algo por el estilo? —la zorra le preguntó.
—La ropa es lo de menos. Ella te mostrará algunos trucos para ganarte a la audiencia en la pista de baile. Daisy puede enseñarte un poco de lo que sabe para que no estés tan perdida.
—Eso me vendría bien.
—Te espera esta tarde a las siete en punto.
—Te lo agradezco mucho.
Finalizada la conversación, la pareja de caninos salió, bajó por las escaleras rumbo al bar donde trabajaba el supuesto experto que sabía preparar una amplia variedad de platillos. Al llegar al acogedor sitio, tomaron asiento en las banquetas altas que estaban en el medio y apoyaron los brazos sobre la extensa barra. Se quedaron mirando como un par de zonzos las lustrosas botellas de variados tamaños, colores y formas que servían de vista para distraer al pú-
blico, hacerles desear, o en algunos casos, empujarlos a comprar alguna bebida.
—Oye, me he dado cuenta de que no te agrada mucho Hugh.
¿Seguro de que no son celos lo que tienes?
—No soy celoso, ya te lo dije. Me molesta su forma pulcra de tratarte, parece como si estuviera en una obra teatral. ¿Es necesario que use ese acento europeizado todo el tiempo?
—Es un tipo con dinero, así se comportan los pelucones. Mientras me trate bien, deberías estar contento.
—No sea cosa que algún día se le ocurra secuestrarte.