Zoobistias by Kevin M. Weller - HTML preview

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—Él jamás haría eso —negó con total seguridad—. Ni que fuera un desquiciado.

El barman apareció a continuación, lo reconocieron por la distintiva ropa de camarero. Resultó ser un sujeto apuesto con el que cualquier felina le gustaría acostarse. El botones siempre decía que él era un galán sin comparación y un rompeculos profesional. Lo consideraba su mejor amigo. Estaba más bueno que el tigre Tony.

—Buenos días, ¿qué les sirvo, camaradas?

—El señor Wilson nos dijo que nos podrías ofrecer algún que otro platillo —respondió el coyote.

—No tengo todos los ingredientes para hacer comidas muy elaboradas así que tendrá que ser algo ligero —les explicó.

—Pues nos vendría bien un omelet con ensalada de garbanzo, costillas humanas y un zumo de naranja —describió lo que deseaba—. No tenemos problema en esperar.

—Las costillas las tendré que pedir de un restaurante externo.

Pero supongo que podrán estar comiendo para el mediodía.

—Eso suena genial —manifestó la zorra.

—Mientras esperan aquí sentados, ¿por qué no prueban uno de nuestros tragos especiales?

—Yo paso —dijo la zorra—. Tengo una entrevista laboral esta tarde así que no tomaré alcohol.

—Yo probaré un trago fuerte, que no sea muy amargo ni muy dulce.

Cuando se trataba de agarrar la jarra, el coyote nunca decía que no. Chupaba de lo lindo, echarse los palos era común en él. En más de una ocasión había empinado el codo hasta quedar como una cuba.

—¿Qué tal un daiquiri de durazno? —le enseñó la vitrina para que viese las botellas que usaba en sus mezclas—. Tiene suficiente alcohol y es muy sabroso.

—Lo probaré.

El barman abrió una lata de durazno en almíbar, tomó una medida de azúcar, doscientos mililitros de vodka de primera calidad, jugo de limón, un poco de menta, ocho cubos de hielo seco e hizo la mescolanza con la licuadora. En menos de medio minuto, tuvo listo el trago para que el cliente degustara.

Tan pronto como el coyote probó el trago, se maravilló de lo sabroso que era, no era ni muy dulce ni muy amargo, era refrescan-te y gustoso. Se bebió el vaso lleno a uña de caballo y pidió otro más.

—No te vayas a embriagar tan temprano —le pidió la zorra.

—No me embriagaré por beber un trago.

—Es que siempre dices lo mismo y después te zampas cinco litros de alcohol hasta que te agarra un coma alcohólico.

—¿Cuándo fue la última vez que acabé beodo?

—No importa cuándo fue la última vez, lo importante es que pasó varias veces y te tuve que llevar al hospital —le recordó para que no bebiera en exceso.

—Ya no soy el mismo de antes, ahora bebo con moderación, como un caballero de clase alta.

—Algo me dice que te gastarás todo el dinero que te dio Hugh muy pronto.

—Pues para eso es el dinero ¿no?

El coyote siguió bebiendo incluso luego de haber almorzado.

Estaba tan sediento que el barman se quedó sin vodka, sin jugo de limón y sin duraznos. Tal y como había dicho la zorra, bebió demasiado y se amonó como siempre. Ella se encargó de pagar lo consumido, lo cargó hasta el tercer piso y lo acomodó en la cama para que se quedara durmiendo hasta que se le pasara la embria-guez.

Aprovechó la oportunidad para ponerse bonita. Se dio un baño, se vistió con la mejor ropa que tenía, se puso un poco de perfume y adornos de bisutería, deseosa por emperifollar el monocromático pelaje que tenía. Salió lo más temprano posible, tenía que tomar un taxi que la llevara hacia su destino. Se subió a un automóvil de color oscuro, una chuchurrida alpaca, parecida a Tem, se encargó de llevarla.

Cuando llegó al lugar, lo vio poco llamativo con las luces apa-gadas. Era una enorme estructura de dos plantas: la planta baja era para entretenimiento general y exposición artística, la planta alta era para encuentros íntimos con los clientes. En el fondo había un depósito amplio donde guardaban la comida y la bebida; en los

alrededores estaban: el vestuario, el cuarto de ensayo y las oficinas de administración. La oficina principal estaba al fondo a la derecha, era más pequeña que todas las demás y tenía buena iluminación.

Se metió por un costado, los guardias de seguridad, dos leones robustos con gafas de sol y ropa formal, la condujeron por un an-gosto pasillo tapado con largas cortinas purpureas con flecos dorados. Hasta la parte de atrás la llevaron, en la oficina de la jefa la metieron y sola la dejaron.

No se sentía muy segura en un sitio desconocido con tantos colores mezclados, cajas llenas, muebles opacos, paredes oscuras y adornos extravagantes. Lo único que le importaba en ese momento era conocer a la famosa figura que estaba a cargo de las instalaciones. Si lograba persuadirla con sus idílicas habilidades, podía conseguir un trabajo rentable. De todas las cosas que había hecho en la vida, ser una meretriz de categoría era lo más alto a lo que podía aspirar. Era mejor que vivir sólo de OnlyFans.

La hiena abrió la puerta de la oficina y se metió, dos corpulentos guardias la acompañaban. Eran dos linces gemelos de un metro noventa, ojos azures, cabello hirsuto y ondulado, cachetes peludos, espalda ancha, músculos bien definidos, manos y pies grandes, rabos cortos y pomposos.

Con el simple hecho de toparse de bruces con ella, fue suficiente para saber que era una señora finolis. Llevaba puesto un gabán aterciopelado color café, una camisa de algodón con finas rayas negras, un ajustado pantalón vaquero de color violáceo con bolsillos anchos, blanquecinas botas de cuero con tiras en la parte superior, anillos de oro en todos los dedos de las manos, aros con forma semicircular en cada oreja, un collar plateado con un diamante rojo colgando en el medio y un kilo de maquillaje que la hacía verse joven y reluciente.

—Tú debes ser la zorra de la que me habló Hugh. —Se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió con un mechero dorado, se dirigió al escritorio, se sentó y se quedó mirando a la recién llegada, anhelante por ver qué podía sacar de bueno de ella, si le convenía tenerla o no, si era una hembra agradable con características loa-bles o si era una chucha callejera sin talento—. ¿Vienes por algo en especial?

—Bueno, quería saber si podía trabajar aquí. Tal vez no sea tan hermosa como una supermodelo, pero conozco de qué va el es-triptis y soy más libidinosa que una coneja. ¡Pruébeme y lo verá!

—Todas dicen eso al principio, pocas tienen lo que busco —le explicó la hiena—. Ser linda y lujuriosa no es suficiente para mí, yo quiero hembras dispuestas a dar lo mejor que tienen para dejar satisfechos a nuestros exigentes clientes. No creas que por el sim-

ple hecho de ser culona y tetona trabajarás aquí. —Hizo una corta pausa para aspirar el cigarro—. ¿Tienes experiencia en el campo del sexo?

—Me acosté con un montón de tipos calentones cuando trabajaba en una pastelería. Muchos de ellos regresaban porque querían volver a hacerlo conmigo.

—¿De cuántas especies hablamos?

—Muchas, me es imposible contarlas.

—¿De los dos sexos?

—Bueno, no. Los que me visitaban a mí eran machos cachondos.

—¿Rango etario?

—Entre veinticinco y cincuenta años según recuerdo.

—¿Prácticas sexuales llevadas a cabo?

—Sexo vaginal, anal y oral.

—¿Frecuencia?

—Todos los días hábiles.

—¿Fetichismos?

—Tuve que lamer almohadillas más de una vez.

—¿Cobrabas por tus servicios?

—Nunca lo hice. Mi jefa no me lo permitía porque decía que era extorsivo.

—¿Usabas protección?

—Sólo durante el coito vaginal con vulpinos.

—¿Alguna vez te sentiste mal por haber tenido sexo con un extraño?

—Nunca me pasó. Tengo novio y aun así sigo haciéndolo, de vez en cuando, con otros amigos íntimos.

—Eres una perra sucia por lo que veo. No es ninguna especialidad, pero es un buen comienzo. —Se puso de pie y se aproximó a ella—. Y para cerciorarme de que es verdad todo lo que me dijiste, tendré que ponerte a prueba. —Aspiró el cigarro y lo apagó en un cenicero—. Tendrás que quitarte la ropa para que te vea.

La zorra le hizo caso, se desnudó frente a ella a fin de que echara un vistazo a ese pálido cuerpo cubierto con un delicado pelaje y un intenso aroma femenino. Entre las deslumbrantes luces producidas por las lámparas dicroicas, aquel pelaje albino parecía el del osito Bimbo, mucho más claro que el de Poppy Fresco.

»Pues no estás nada fea de cuerpo —dijo la hiena mientras examinaba su complexión física con cuidado. Le tocaba el cuerpo,

le palpaba las zonas erógenas, le acariciaba las partes pudendas y le rascaba el suave pelaje de vulpina—. Ponte de cuatro.

La zorra se puso en cuadrupedia, ella le hizo una seña a los felinos que estaban parados frente a la puerta, para que se desvistieran y untaran sus genitales con gel íntimo. Ellos tenían mucha facilidad para excitarse, y mucho más cuando se trataba de probar la resistencia de una nueva candidata. Aquel bello cuerpo canino ambos manosearon con el somero objeto de empalmarse y sentir la pureza de su tierna carne. Frotaron los tiesos pedazos de carne rosada contra su lomo.

»Levanta la cola y abre la boca —le exigió a pies juntillas—. No vayas morder ni a llorar, esas son dos cosas que nunca debes hacer cuando estás ofreciendo tu servicio —le explicó para que no cometiera los mismos errores que muchas inexpertas cometían—.

Eres una hembra accesible, una libertina temeraria, ansiosa por ser follada por todos tus orificios, ansiosa por ser llenada como un tanque. Finge que te encanta lo que te hacen, como si tu vida de-pendiera de ello. No demuestres flaqueza, enséñales que tú puedes con ellos, que no eres una pobre debilucha.

Fue entonces que los guardaespaldas entraron en acción. Cada uno penetró a la zorra por un extremo: uno la sodomizó y el otro le metió la gruesa verga espinosa por la boca. Gozaban el intenso placer del sexo con una extraña que tenía mucha experiencia en el

currículum. Los gruesos falos de más de veinte centímetros de largo producían más incomodidad que otra cosa, al menos en ese inoportuno momento. A ojímetro, la hiena estudiaba la resistencia de la zorra y su accesibilidad. En ningún momento mostraba asco por lo que hacía ni deseos de sollozar tenía. Se comportaba como una legítima esclava sexual, dispuesta a soportar cualquier suplicio con tal de dejar satisfechos a los entusiastas compañeros de juego.

Llegó un momento en el que los felinos no pudieron resistirse a los inmaculados encantos de la zorra y eyacularon al mismo tiempo. Su adolorido culo quedó dilatado y su boca acabó llena de semen para que saboreara antes de tragar. Sin vergüenza alguna, tragó los fluidos que le habían metido y meneó la cola en señal de agradecimiento.

»Ahora de pie y con las piernas levantadas.

Los linces se acercaron a ella, uno la agarró de atrás y el otro la tomó de las piernas para que expusiera el orificio, para que estuviera a merced de su lascivia. Cada uno la penetró por un agujero, dándole un buen tute de ñeques empujes. El trío resultó ser mucho más placentero de lo imaginado, los tres gozaban de lo lindo, ninguno quería detenerse hasta llegar al final. La zorra era la que más placer estaba sintiendo al serle estimulado dos orificios sensibles a la vez, no podía parar de gemir.

Al cabo de unos minutos, los felinos le lanzaron sus fluidos y retiraron las vergas para tomarse un respiro. La hiena les hizo un ademán para que se echaran al suelo y la penetraran por los mismos agujeros. De ese modo, el lince que estaba atrás se acostó sobre el frío suelo, la zorra se tumbó encima de él y el otro lince se acomodó encima de ella. Listos para seguir adelante, iniciaron la tercera ronda con bruscos movimientos penetrativos y apasionantes jalones.

La zorra cerró los ojos por un momento y se imaginó una escena distinta, fantaseó con el lobo y el coyote, como si estuviese cogiendo con los dos en una cama. Mientras más volaba su imagina-ción, más caliente se ponía, más jugosa acababa. Excitadísima al ser penetrada con gran enardecimiento, se dejó llevar por su instinto animal y disfrutó la prueba como si fuera algo de todos los días.

Los felinos eyacularon de nuevo y se hicieron a un lado tan pronto como pudieron. La hiena movió las manos para indicarles que la pusieran de cabeza y volvieran a dilatarle los orificios como venían haciendo. La tomaron de las piernas, dejándola apoyada sobre los hombros y la nuca, doblaron un poco las piernas, le in-sertaron las vergas en sus agujeros y la volvieron a coger.

Si bien la posición no era demasiado cómoda para las hembras, era una clásica pose que los machos de clase alta elegían con frecuencia. Se sentían dominantes al dejar a las hembras en el suelo

mientras ellos las penetraban desde arriba, dándose el lujo de correrse hasta el hartazgo. Era común en encuentros de a dos, no en tríos.

Al llegar al límite de sus capacidades, los felinos inundaron las cavidades de la zorra y se detuvieron. La ayudaron a levantarse y la mantuvieron firme para la siguiente fase. La hiena tuvo la idea de ponerla como mediadora en el esfuerzo penetrativo, razón por la cual la invitada tuvo que acuclillarse sobre el que la había estado sodomizando para felar al que la había penetrado por delante. Una vez acomodados en sus puestos, iniciaron la quinta ronda. La única ventaja era que la zorra podía controlar los movimientos pélvicos para que la verga entrara y saliera según su deseo.

El lince de adelante la sujetaba de las orejas y manejaba los movimientos de succión para que variara el ritmo de la mamada. Su compañero la estiraba del jopo, impedía que ella realizara movimientos inapropiados mientras se desplazaba sobre la erguida verga una y otra vez. La excitante escena era más cómoda que la vez anterior, aun siendo una simple prueba de entereza.

El momento culminante llegó y los felinos largaron sus fluidos.

Se acomodaron en sus lugares, dejaron a la zorra acuclillada a fin de que les diera la última pizca de su portentosa habilidad para ordeñarlos. Sin necesidad de que la hiena guiara la última parte, los

linces expusieron su virilidad ante ella para que los masturbara y se tragara lo poco de semen que les quedaba.

Con celeridad, jaló las dos vergas durante los siguientes ocho minutos hasta concretar lo deseado. Ambos escupieron las últimas corridas, más espesas que las primeras, que caían con lentitud en el hocico de la fogosa hembra, deseosa por ensuciar su rostro. Ha-biéndoles despojado de sus néctares genitales, se puso de pie y se quedó esperando a que la examinadora le dijera qué hacer. Los felinos guardaron las relajadas vergas, reacomodaron sus pantalones y se pararon a los costados de la puerta.

»No estuvo mal para ser la primera vez —admitió con cara de sorpresa—. Dime una cosa, ¿has felado sementales alguna vez?

—Sí. Un burro y un cebro me pidieron que les diera masajes con la lengua.

—Yo hablo de un verdadero semental, uno bien dotado como esos que salen en las películas porno.

—¿Usted se refiere a los actores pijudos que todos los machos envidian?

—Yo cuento con uno aquí. Es guardia de seguridad, folla como el mismísimo Zeus. Déjame que lo llame. —Tomó el celular, ingresó a la agenda, seleccionó el contacto y llamó al guardia. En un pestañeo, él atendió la llamada. Ella le pidió que fuera a la oficina

urgente y que tuviera la verga lista porque tenía que usarla para probar a una de las candidatas—. Dijo que vendrá enseguida. Eso sí, te advierto que este tipo se corre como nada. Será mejor que tengas espacio de sobra en el estómago porque te lo va a llenar.

—Cuando es un rabo gigantesco, prefiero que sea por la boca

—masculló la zorra, consciente de los diferentes tamaños que había, lo duro que eran algunos y lo doloroso que era ser penetrada por verracos—. Me gustan grandes, pero no tanto.

No pasó ni un minuto hasta que el interesado apareció en escena. Se trataba de un forzudo rinoceronte de dos metros treinta, ojos lilas, dentadura biliosa, cuernos relucientes, extremidades gruesas y arrugadas, barriga voluminosa, piel porosa y pies enormes. Llevaba puesto el mismo tipo de traje que los leones, sólo que era más grande y elástico para amoldarse a su hinchado cuerpo. Lo conocían como el destrozaesfínteres. Con su varita mágica hacía sangrar orificios y dejaba en ruina incluso a los más osados. Todos los demás guardias lo envidiaban por su laudable masculinidad, a él le sobraba algo que a ellos les faltaba.

La zorra no supo qué pensar cuando lo vio desvestirse enfrente de ella, aunque más o menos sospechaba que se trataba de un ma-chote muy bien dotado. De rodillas frente a él, presenció la aparición de la verga más grande de su vida. Como si fuese una tripa colgando, el rinoceronte agarró el miembro semiflácido y lo fue

metiendo, centímetro tras centímetro, en el tracto de la hembra para que lo felara. Con más de medio metro de longitud, se la podía meter hasta el estómago sin problema. Él prefería que ella sólo estimulara la punta. Bajo orden de la hiena, dio inicio la tan esperada succión.

La zorra se mantenía al margen de su embelesamiento, chupaba esa verga como si fuera un caño endulzado que no podía dejar en paz. Envuelta en las más tentadoras sensaciones, imaginó por un instante cómo sería si el coyote tuviese un socotroco como ese en la entrepierna, sería sin lugar a dudas un impedimento para la satisfacción de su irreprimible lujuria. Sus manos ayudaban masturbán-dole para que se sintiese aún más excitado.

En menos de lo esperado, el rinoceronte sintió agudos deseos de venirse, y en un relámpago, se corrió en la boca de la zorra. Los agrios fluidos descendieron por el esófago de la hembra hasta l egar a la parte más honda. Sus corridas no tenían comparación, se venía como una catarata.

Sin ningún deseo de detenerse, la zorra siguió mamando y ja-lando la ingente verga. Por más que no gozaba como cuando lo hacía con el lobo o el coyote, no la estaba pasando nada mal. Engullía repetidamente manteniendo la mandíbula bien abierta y los dientes alejados para no lastimarle. Su lengua estimulaba mejor que cualquier juguete sexual. Era un despiadado tentáculo mojado que

hacía temblar la gigantesca manguera que salía del cuerpo del macho. Simples roces y lamidas lo hacían palpitarse de emoción para que se viniera de nuevo.

Tras haberse zampado la mitad del miembro, logró hacer que se corriera con la misma precipitación que la primera vez. Tragó los fluidos como si estuviese bebiendo agua del grifo. Con rapidez y prolijidad, cumplió con éxito el papel de succionadora. Abstraído en su más flagrante lascivia, el rinoceronte no podía dejar de delei-tarse con el fascinante trato que recibía. Su verga no podía resistirse al extraordinario masaje que estaba acogiendo.

La hiena estaba quieta, con la mirada fija en la imparable acción de la novísima aspirante, con las manos en la cintura, anhelante por ver al guardia acabar cien por ciento satisfecho como debía. No se movía para nada, parecía una estatua.

La inminente corrida no pudo esperar más de dos minutos, el rinoceronte eyaculó a borbotones mientras la zorra manipulaba su orgullo con ambas manos y sorbía los repugnantes jugos de sus bolas a sorbos. El sifón de su bragadura no daba basto.

Para la zorra no había nada más importante que cumplir con su trabajo, demostrar que podía lidiar con la tesitura pese a su desdi-chada situación económica, aguantar las ganas de vomitar para

complacer al guardia de seguridad que tenía que dejarse llevar por la gratificante estimulación genital.

La cuarta venida fue casi indetectable, con menor número de emisiones prostáticas, pero produciendo el mismo placer sexual de antes. Resultó un gran alivio para el eyaculador que tanto gozaba deshaciéndose de los fluidos corporales de manera natural.

Con el mismo entusiasmo de antes, la zorra prosiguió con su intervención, succionó la verga usando su método preferido, la súper libación. La irresistible saliva hacía que su boca pareciera una vagina empapada, repleta de jugosas glándulas y húmedas paredes con-tráctiles. Daba la impresión de que era sexo vaginal y no oral. Ella tenía la capacidad de salivar muchísimo cuando estaba excitada.

Los dos felinos que se encontraban atrás, observaban con den-tera cómo el afortunado paquidermo gozaba del más alto voltaje al serle chupada la verga con absoluta fogosidad. Esa vulpeja estaba tan buena que tenían ganas de volver a culeársela muchas veces más. Iban a pedirle a Lisa que le diera una oportunidad a la hembra para participar en los ensayos previos a los espectáculos nocturnos.

Con tal de birlársela de nuevo, eran capaces de hacer cualquier cosa.

La hiena se había apercibido de que la forma de chupar pijas de la zorra era muy buena, por no decir excelente. Tenía la habilidad

de poner al rojo vivo a un tipo que pesaba cinco veces más que ella con simples movimientos. No todas las hembras sabían chuparla, pocas les daban a los machos lo que realmente querían.

Después de la quinta corrida, el rinoceronte comenzó a sentirse aliviado, sabía que estaba cerca de terminar. Aunque el último periodo de reposo era el más extenso, no se notaría ante la insistente succión de la chupadora zorra que no lo dejaba de complacer ni un instante. Inciertos deseos sucumbieron pronto en la extasiada escena de sexo oral puesto que las ganas de finalizar eran de suma importancia.

En menos de cinco interminables minutos, el rinoceronte tuvo la oportunidad de venirse por última vez en la boca de la zorra que ya se había tragado casi todas sus secreciones sin chistar. Al terminar, suspiró con alivio, guardó el blando miembro en sus pantalones, le agradeció por haberle hecho pasar un buen rato y se fue.

Ella había quedado más que satisfecha luego de haberse llenado la pancita de leche como si fuese un porongo.

—Hiciste un buen trabajo —le felicitó la hiena—. Pocas veces veo a mis ayudantes tan contentos.

La zorra tomó su ropa y se vistió. Todavía estaba emocionada por lo acontecido, tenía vehementes deseos de probar con más crápulas. Para la examinadora había sido suficiente por el día.

—¿Lo hice como usted quería?

—Te has ganado mi respeto, y eso, aunque te cueste creer, casi nunca se da. La mayoría de las que vienen aquí terminan asqueadas o con ganas de irse a la mierda. Tú, en cambio, sabes dar placer como una legítima golfa.

—Admito que mamar vergas no es mi especialidad, todo lo que aprendí fue gracias a mis amantes que me enseñaron miles de forma de hacerlo. Siempre me decían que algún día me haría rica felando a otros. Supongo que aún estoy a tiempo.

—Te entiendo. Yo empecé mi carrera como una miserable chupapijas y mira dónde estoy ahora, tengo peculio hasta para limpiarme el culo. Todo lo que he conseguido en mi vida fue con esfuerzo, perseverancia, longanimidad y paciencia. Nada es gratis, linda.

—Mi novio la admira mucho. De joven vio sus películas y le fascinaron. Es más, hasta se pajeaba con fotografías de usted.

Siempre me hablaba de “La hiena risueña de la jungla y la manada de leones hambrientos”. Tenía tantos deseos de cogérsela que hasta quiso culearse a una vecina por el simple hecho de ser una hiena.

—Participé en quince películas, desempeñé roles secundarios, nunca nada serio. Al público le empecé a caer bien cuando aparecí desnuda en “Los oscuros secretos de la inhóspita playa”. Desde ese en-

tonces, empezaron a verme como una candidata al mundo de la moda. Fui la primera de mi especie en alcanzar la fama a los treinta y cinco años, por eso me tienen tanta estimación.

—Si usted hubiera seguido en el mundo del cine, habría hecho muchisisísimo dinero.

—Ni tanto. Las hembras pocas oportunidades tenemos de triunfar como los machos. No quiero sonar aguafiestas ni nada por el estilo, pero el mundo del espectáculo es de lo más machista. En mis tiempos, la única forma de ganar fama era mostrando el culo, y en algunos casos, fingiendo escenas de sexo.

—¿Podría contarme cómo hizo para llegar tan lejos?

—Supongo que te lo puedo contar mientras hago tiempo hasta que lleguen los coordinadores de actividades.

—Me encantaría escuchar su historia.

—Muy bien. Siéntate y te la contaré.

La zorra apoyó las posaderas en la silla que estaba frente al escritorio, donde se sentaban los que iban a hablar con la jefa por diferentes cuestiones. La hiena tomó su lugar y se acomodó como una reina en su trono.

VIII. Los suburbios de la inmoralidad – Acosadores, proxenetas y bandidos

En aquellos tiempos turbios del siglo XX, todas las hienas residían en zonas desfavorables porque tenían fama de ser poco fiables.

Pocos ejemplares de la especie habían tenido la oportunidad de salir de la pobreza y conseguir un prometedor futuro. Nadie quería contratar una hiena por temor a que robara o cometiera hechos ilícitos a hurtadillas. Al igual que los mapaches y los coyotes, las hienas habían permanecido bajo el velo de la desconfianza por muchísimos milenios, eran la viruña del mundo, la nigérrima lacra.

La familia de Lisa había pasado toda su vida entre la miseria y la necesidad, entre la hambruna y la desolación, entre la infelicidad y el desamparo. Lejos de poder salir adelante en una sociedad ego-centrista y segregacionista, los de escasos recursos eran condenados a vivir en la marginación, mortificados por sus propios congéneres en muchos casos, y arrojados de cabeza a la fosa más honda de la desgracia. Sea como fuese, los indigentes miembros de su familia habían vivido durante muchas generaciones todo tipo de calamidades e injusticias equiparables al vasallaje.

Ella era la séptima y última hija de un matrimonio forzado. Sus padres habían sido de todo excepto afectuosos. Ellos estaban obli-gados a trabajar la mayor parte del día, sin poder pasar mucho tiempo en casa. Ella se crio en un barrio bajo con sus cuatro hermanos adoptivos y sus dos hermanas. Había vivido bajo el yugo de sus hermanos mayores que eran autoritarios y agresivos para con todos sus semejantes. Sus hermanas, al igual que ella, eran apaci-bles y de perfil bajo.

De su infancia pocos recuerdos valían la pena, casi todos eran traumáticos o luctuosos. Por ser la menor de todas, siempre recibía las sobras y las piltrafas que dejaban los demás. Sus envidiosos hermanos nunca le prestaban sus pertenencias ni le ayudaban en nada; sus hermanas sí lo hacían, aunque poco cariño fraternal le brindaban. Nunca había tenido amistades duraderas que pudiese añorar.

Su adolescencia también fue una etapa difícil ya que no pudo disfrutarla como lo hicieron otras jóvenes de su edad. Tenía que trabajar como auxiliar en un asilo de ancianos para brindar dinero extra a la familia, que apenas tenía para comer. Desde la pubertad, soñaba con convertirse en una famosa actriz aun sabiendo que todas las puertas de sus vehementes deseos estaban cerradas. No tenía ni el encanto ni el talento para aspirar a tanto. Ser una mísera ayudante era lo más alto a lo que podía escalar.

Una de las experiencias que más le marcó fue su decimoctavo cumpleaños, circunstancia en la cual sus hermanas le prepararon una pequeña fiesta siendo que ya había alcanzado la edad para emanciparse. Por más que no era una fiestota, alcanzaba para ponerla de buen humor. No obstante, sus hermanos le tenían preparado algo secreto en las afueras del barrio, en un mugroso callejón con desprolijos pasadizos. La condujeron hacia el sitio de encuentro después del mediodía y le dijeron que tenían pensado enseñarle un divertidísimo juego que ellos conocían muy bien y que ella, al ser mayor de edad, ya podía jugarlo.

Sin saber siquiera de qué iba la cosa, ellos se desnudaron frente a ella y se manosearon unos a otros como si fuesen amantes. Era la primera vez que los veía en cueros, tocándose de esa manera tan peculiar. Le enseñaron sus extensos miembros con punta picuda y sus bolsas escrotales. Como el sexo convencional les traería problemas, prefirieron que su hermana les diese placer con la boca.

Acto seguido, le pidieron que se quitara los andrajos y se dispusiera a jugar con ellos. Sin tener la menor idea de lo que realmente implicaba aquel juego, hizo lo que le pidieron.

La dudosa escena de desnudismo tomó otro matiz tan pronto como la toquetearon y la lamieron entre todos. Sus zonas erógenas y sus partes íntimas acariciaron sin pudor. Era de lo más extraño verlos comportarse con tanta amabilidad, ellos jamás habían mos-

trado afecto con ella. Esa era la única circunstancia que los veía actuar como hermanos cariñosos y no como los antipáticos fisgones que medio mundo detestaba.

Envuelta en un singular manto de sensaciones desconocidas y placenteras, se dejó llevar por su instinto animal y accedió a los voluptuosos deseos de sus calenturientos hermanos incestuosos.

De rodillas se puso ante ellos, dejó que introdujeran las vergas en su boca para así darle de beber el carnal néctar. Sorbiendo con todo el entusiasmo y regocijo del mundo, los hizo venirse en su boca y gemir de placer. Les estaba dando algo que nadie más les daba.

Los más excitantes momentos de sus vidas los cuatro machos veinteañeros pasaron junto a una integrante de la familia. Peinaban los suaves cabellos de Lisa con las manos mientras ella les chupaba la pija, un poquito a cada uno, cambiando de manguera, y les masajeaba las bolas para que se sintieran aún más encendidos. Era la primera vez que sentían amor por la menor de todas, con las otras dos ya habían tenido trato carnal en el pasado.

Una vez que acabaron con ella, arrumbaron el callejón y la dejaron sola. La práctica en sí no le había parecido emética, sí un tanto rara. Felar a sus hermanos y ver lo jadeantes que se ponían cuando estaban al borde del clímax le inspiró para explorar en el nefasto y sombrío mundo de la prostitución.

Como ella era mayor de edad, no podía denunciarlos por violación porque la ley regional consideraba hecho punible todo acto nocivo que le fuese provocado a menores de edad por la fuerza. Y

si se lo contaba a sus padres, ellos no les echarían la culpa a sus hijos, sino a ella por dejarse violar. Misógino como suena, así era la época.

Convencida de que podía salir adelante aun sin llevar una moneda encima, escogió la meretricia como trabajo pasajero. Una joven de bajos recursos y poco conocimiento como ella jamás se alzaría en alto en una sociedad tan exigente y frígida.

Ejerció la prostitución durante más de cinco años en toda la al-dea, tuvo sexo con más de mil quinientos machos cachondos incapaces de decirle no a una manceba curiosa y sedienta de semen.

Tuvo que beber orina y tragar excremento como parte de su trabajo. Sus clientes eran tan variados respecto a gustos y fetichismos que se volvió una experta en el ámbito de las perversiones, aun sin saber lo riesgoso que era para su salud y lo degradante que sería contárselo a los demás.

El tiempo transcurría y la falta de un hogar propio era cada vez más notable. Distanciada de la familia y el pueblo, se fue a vivir al interior de una alcantarilla con mugrosas ratas que la trataban peor que sus propios vecinos. Sufrió de depresión y cambios bruscos en los hábitos alimenticios al punto de necesitar ayuda profesional.

Tenía que andar con cuidado día y noche porque los cleptóma-nos y los bandidos siempre se aprovechaban de los más débiles para atacarlos y quitarles todo lo que tenían. Como un cardumen de pirañas, los asaltantes tomaban desprevenidas a las víctimas y las desplumaban sin lástima. Ella sufrió en carne propia dieciocho asaltos a mano armada que le dejaron secuelas. Se volvió paranoica y estuvo al borde de perder la cordura debido al miedo cerval que la domeñaba.

El infierno que había sido su vida cambió de rumbo el día que conoció a un descomedido proxeneta de los suburbios, un verdadero libertino que se cagaba en los derechos de los demás. Accedió a su petición y trabajó para él durante casi un año hasta que se hartó del pésimo trato que recibía de parte de los clientes y las demás furcias que la trataban peor que sus hermanos.

El poco dinero que había ganado lo gastó para tomar cursos de canto, baile y actuación. Se unió a un grupo de talentosas leonas bailarinas y tigresas con voz de soprano, que trabajaban arduamen-te con el propósito de llevar a cabo algunas de las mejores obras de teatro para el público general. Poco a poco, fue aprendiendo de sus compañeros de práctica y descubrió que podía ser tan buena como cualquiera de ellos, o incluso mejor.

Su miserable vida dio un giro de ciento ochenta grados cuando conoció por casualidad a un legendario actor de novelas románti-

cas que todas las hembras de aquel entonces admiraban, un Héctor Bonilla con más pelo. Como el caballeresco león que era, la invitó a salir con la pretensión de conocerla de cerca. Ella aceptó la invitación y viajó por primera vez al centro de la ciudad. Las luces de los edificios y los colores de las publicidades eran tan llamativos que la dejaron absorta. Se emocionó tanto con la beldad de la metrópolis que quiso mudarse y hacer de la urbe su nuevo hogar.

El bienquisto león que había conocido pasó a ser su primer amante, el responsable de meterla en vespertinos programas de televisión y series dramáticas. Su buen actuar y sus destacadas dotes artísticas la empujaron al mundo del cine, donde interpretó papeles secundarios en películas para adultos. Ella no estaba satisfecha con ser una pobre infeliz que apenas aparecía en escena, anhelaba ser la mismísima estrella de la pantalla.

Su obsesión por ser bonita y elegante la llevó directo al quiró-fano, sitio en el que pasó por una ablación y una compleja cirugía para agrandarse los pechos y darles forma a los flácidos glúteos que tenía. Removido el pseudopene, el ingente clítoris que parecía un miembro viril, y rellenado el busto y el trasero, pasó a ser una figura femenina muy sensual.

Su siguiente aparición en una película pornográfica tuvo un impacto tan grande que la industria obtuvo niveles de porcentaje de audiencia nunca antes vistos. Ella actuaba como una sencilla chu-

rriana que no le hacía asco a nada. Le mostraba las tetas al público y se tocaba frente a las cámaras para que todos vieran lo hermoso que era su privilegiado cuerpo.

Su figura apareció en prestigiosas revistas de moda y publicidades de amplio alcance, dejó de ser una hiena inmunda y se volvió una figura respetable en el mundo del espectáculo. Comenzó a hacer giras internacionales con un grupo de actores profesionales y ganó varios premios honoríficos por su encomiástico desempeño artístico. Fue incluso nominada a la actriz glamorosa del momento en una época en la que las multimillonarias empresas de cinemato-grafía poca atención les daban a las actrices extranjeras.

Con el paso de los años, la buena reputación de la hiena alcanzó niveles impensados y se ganó el respeto de sus allegados y admiradores. Dejó de ser una simple actriz para convertirse en una diva, una diosa del cine, el canto y el baile.

Con apenas cuarenta años de edad, había hecho que el mundo entero la conociera por su prolija actuación en las obras teatrales más emblemáticas de todos los tiempos y sus apariciones en películas porno que pasaron a la historia.

Dejó de lado el mundo del espectáculo por un tiempo para centrarse en el mundo de los negocios. Hizo montañas de dinero con la ayuda de sus representantes y de algunos inversores dispuestos a

gastar muchísima plata en obras de construcción para sus teatros de gran envergadura, los cuales explotó a fondo.

Siempre con la frente en alto, alejada de pensamientos suicidas y problemas frívolos, olvidó el pasado por completo y se dedicó a disfrutar la fortuna que tanto le había costado concretar. Anduvo de la mano con algunas de las figuras más reconocidas de la televisión y tuvo amoríos con decenas de actores que buscaban ver si era tan buena como parecía. Jamás tuvo hijos porque sabía que eso echaría a perder su carrera. Se la pasaba de aquí para allá en busca de nuevas aventuras.

Logró lo que ninguno de sus familiares jamás habría podido lograr, pisó los escalones más altos de la burocrática sociedad y se coronó la reina del espectáculo por tiempo indefinido. Pese a los problemas diarios que tenía, ella seguía firme en sus convicciones.

Ser una actriz de renombre había sido un sueño desde su juventud y jamás descansó hasta verlo hecho realidad.

Para la oyente vulpina, esa historia inspiradora había sido increíble al mismo tiempo que triste. Le costaba creer cómo alguien sensible y delicada como la hiena había sobrevivido al viciado cal-vario en los antros más insalubres y los bajos fondos repletos de criminales y felones. La experiencia de aquella complicada vida la había plasmado en un libro de poco más de trescientas páginas,

cuya copia le obsequió para que se lo enseñase a su novio. Con el simple hecho de ver fotos de Lisa en traje de baño era suficiente para que el coyote se excitara.

La zorra le dio las gracias por su amabilidad y le otorgó su número de teléfono y su correo electrónico, esperanzada en que la contactara en brevedad. Contentísima de haber aprobado las exigentes pruebas de la examinadora, retornó al hotel en taxi y disfrutó el resto de la noche como si fuese su luna de miel. Se fue a dormir más tarde de lo normal dado que su palpitante corazón no podía decelerar.

IX. En busca de drogas más fuertes – Los excéntricos experimentos de Keith

Tan pronto como el coyote despertó, sintió una tremenda migraña y un inusual mareo, producto de la ineludible resaca. Su boca estaba seca como un cúmulo de arena desértica y sus músculos parecían haber sido estrujados en un potro. Hecho papilla como en los viejos tiempos, recordó que tenía cosas que hacer. Una aspirina efervescente ingirió antes de salir y su demacrado rostro lavó para que se le despegaran un poco los ojos que tanto le costaba abrir.

Bajar las escaleras le costó un montón, casi tanto como cuando era un cachorrito que se arrastraba la mayor parte del tiempo. Se desplazó por los escalones como un oso perezoso hasta llegar a la planta baja. Cruzó frente al departamento de recepción y no vio a nadie atendiendo; el turno del mapache gruñón todavía no iniciaba.

Se metió por el costado, se dirigió al fondo y llegó hasta la parte trasera del edificio. Vio por primera vez la puerta que conducía al sótano. Bajó pisando huevos e ingresó a la estrafalaria recámara del gato, el chiribitil donde había estado viviendo los últimos años.

El recinto era medianamente acogedor, un poquitín húmedo, aliñado con agujereadas paredes y lisos pisos de color azur, un techo mal pintado y con rajaduras, faros de neón en vez de lámparas comunes, muebles de color azabache ubicados de forma desordenada, estantes con botellas y frascos de todo tipo, sillones de cuero con apoyabrazos despeluchados, lámparas de lava en los rincones, atrapasueños en las pintarrajeadas puertas, llamadores de ángeles colgados de ganchos, jaulitas vacías sobre los modulares, un televisor pantalla plana en la pared del costado, una consola de videojuegos apoyada sobre una banqueta, una gruesa capa de polvo y pelos por doquier, y desde luego, un profundo olor a gato.

Desde la angosta cocina del fondo, apareció el gato en tanga con una tacita de café y un platillo sobre sus manos. Se detuvo cuando vio al coyote cerca de la entrada, con cara de haberse chupado un tanque de nafta. Apoyó el café en la mesa y se acercó a él.

—Jack, parece que te hubiera atropellado un camión —le dijo al verlo hecho un pingajo—. ¿Qué estuviste haciendo ayer?

—Bebí algunos tragos de más —le respondió y sacudió la cabeza—. ¿No te molesta si me quedo aquí hasta que se me pase el malestar? —le preguntó mientras hacía un enorme esfuerzo por mantenerse de pie—. Es que no quiero que Natasha me vea así.

—Siéntete como en tu casa, mi cielo —le dijo con ternura—.

Te puedo preparar una infusión de hierbas aromáticas para que te repongas. Tengo un estante lleno de pócimas especiales.

—Aceptaré lo que sea con tal de que me espabile.

—Échate en el sofá si quieres, estarás más cómodo acostado —

le sugirió y retornó a la cocina, iba a prepararle un té con el agua caliente que había sobrado.

El coyote se despatarró sobre el blando sofá y esperó a que el gato le llevara algo para beber. Incluso luego de haber dormido más de dieciocho horas seguidas, sentía modorra y fatiga. Tenía que seguir descansando para poder reponerse.

En menos de lo esperado, el gato le otorgó la tasa de té para que probara una de sus raras mezclas de hierbas amargas acompañadas con un poquito de edulcorante. El moribundo canino se bebió el brebaje sin decir nada y reacomodó la cabeza en el costado del sofá, ávido por retomar el sueño. Con un brusco movimiento podía darse un buen suelazo. Pegó las pestañas y siguió durmiendo lo que le faltaba.

El gato siguió con lo suyo, preparó la ropa para vestirse, se dirigió al baño y luego a la habitación, se puso un poco de perfume para disimular el tufo, apagó las luces y subió las escaleras rumbo al trabajo.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando el coyote se despertó de nuevo. Oyó la bulliciosa trapisonda proveniente de la entrada y ya no pudo seguir durmiendo. Voces conocidas resonaron, a excepción de una voz afónica que no reconocía para nada. Al ponerse de pie y echar un vistazo, se topó con el grupo de amigos del gato. El felino de atrás era nada más y nada menos que el famoso traficante de drogas que todos los toxicómanos conocían.

Keith Pearson era un caracal de un metro setenta, espeso pelaje pardusco, orejas puntiagudas con vellos en las puntas, hocico chato, dentadura blancuzca, ojos azules, bigotes cortos, flequillo negro y caído, cuello fino, abdomen abultado, extremidades mofletudas, un rabo mediano, manos y pies pequeños, dedos regordetes y garras cortantes. Llevaba puesta su típica chapela bruna, una chomba hawaiana, un pantalón negro con bolsillos amplios, un par de calcetines dorados y playeras color malva. Era un sujeto hábil para los negocios clandestinos y diestro para los números.

El cariacontecido canino se arrimó al grupo y les preguntó qué estaban haciendo en el sótano. Como él no conocía las fiestas privadas del botones, le parecía extraño verlos a todos allá abajo.

—Keith, —el gato se dirigió al caracal y se prendió de él—este es el coyote del que te hablé. Está un poco enervado el día de hoy.

Por lo general se porta bien.

El caracal estrechó la mano del coyote en son de reforzar la inexistente amistad y le contó quién era. Al cabo de unos pocos minutos, el maltrecho canino recobró la compostura y se sintió feliz de tener a un experto en drogas a su lado. Ese gárrulo felino era un equivalente al lobo de la prisión que tantos favores le había hecho.

—¿Qué se supone que tienen pensado hacer?

—Ellos vinieron a divertirse un rato nada más. Después volve-rán a lo suyo —el gato le respondió.

El mapache, el gato, el tigre y el caracal tomaron sus lugares alrededor de la polvorienta mesa redonda y sacaron una baraja de naipes, fichas, dinero y puros. Acomodados en sus puestos, iniciaron una partida de póker mientras intercambiaban todo tipo de chismes y anécdotas. Nunca apostaban sumas elevadas porque no eran más que partidas por diversión. Al final del juego, se regocijaban haciendo lo que mejor sabían hacer, tener sexo grupal. Iróni-camente, el único homosexual del grupo era el botones, los demás eran indiscretos libertinos de gustos variados y mente abierta.

El coyote se dirigió al baño, encendió la luz, se bajó los pantalones, se desabrochó el calzón, sacó el lápiz labial del estuche, expulsó lo poco de orina que tenía en la vejiga, bajó la tapa del retrete y se sentó un rato para ver cuán despabilado estaba, si es que podía

retornar al cuarto, si la zorra seguía molesta por su reprochable conducta o si ya se le había pasado la bronca. Tomó prestado un poco de enjuague bucal y se lavó la boca para quitarse el pestífero aliento que tenía. Agarró un peine de cerdas gruesas y se peinó el rabo, largó pelos sobre la alfombra y dejó marcas de calzado en el suelo. Reacomodó la ropa en su lugar y salió.

El huésped de la octava habitación había llevado una dosis de paquetitos con harina mágica con el afán de compartirla con sus compañeros de juego. El mapache era el único que no fumaba, prefería inyectarse heroína, morfina o fenciclidina según su estado de ánimo. El gato tenía una clarísima preferencia por la marihuana y el LSD. El tigre siempre había disfrutado esnifar cocaína con un sorbete corto o algún pedazo de papel con forma de tubo. El caracal tenía una obsesión por el peyote, el tabaco, la salvia y la metan-fetamina. Todos ellos eran igual de adictos a las drogas.

El coyote se quedó mirando cómo hacían de las suyas sobre la mesa de juego. Cada uno se drogaba a su manera y gozaba con intensidad. El humo y el fuerte aroma inundaban el recinto por completo, tanto así que parecía un antro como esos que había en los pasillos de las roñosas villas de la periferia. Tuvo que hacerse a un lado antes de que el hediondo olor se le impregnara en la ropa.

No quería que la zorra pensara que se había estado metiendo cosas raras de matute.

De regreso en el último pasillo de arriba, se aproximó a la habitación, apoyó la oreja izquierda en la puerta y oyó risas que venían de adentro. La voz de su novia y la de su amiguito íntimo resaltaban. Sintió un leve ardor en el pecho y casi se enfureció. Los supuestos falsos celos que había dicho no tener, empezaban a sentirse como si de verdad existieran. En rigor, no le molestaba que su novia estuviese con otro macho, lo que sí le molestaba era que se juntara con un fatuo lobo que se creía el dueño de la ciudad. A punto de entrar estuvo, una dulce voz femenina lo detuvo justo a tiempo.

—Jack, apareciste —le habló la zorra de pelaje dorado y se acercó a él. Llevaba puesta una camiseta blanca, una falda escocesa y un par de sandalias rosadas emperejiladas con radiantes perlas—.

Pensé que te habías fugado. Natasha estaba buscándote.

—Daisy —murmuró con voz suave. Le llamaba mucho la atención las bellas piernas carnosas que tenía esa zorra, eran tan sensuales como las de su pareja—, ¿qué estás haciendo aquí?

—Quería decirle algo a Hugh, pero creo que está ocupado.

—¿Vino a cogerse a mi novia?

—Vino a tratar algunos temas inherentes a su nuevo empleo.

Como pasó las pruebas de Lisa, está emocionadísima por empezar a trabajar como bailarina nocturna.

—Tengo que ir a felicitarla entonces.

—Será mejor que lo hagas después. Hugh tiene planeado vol-teársela. Estoy segura de que no querrás verlo en acción.

—Ese maldito hijo de perra —farfulló irradiando animadver-sión.

—¿Por qué mejor no vienes conmigo al bar y charlamos un ra-to? Estoy segura de que tendrás hambre luego de tu recaída de ayer.

—El barman está en el sótano aspirando polvo. Será mejor que busquemos otro sitio.

—¿Cómo sabes que está en el sótano?

—Acabo de venir de ahí. Me fui a dormir a lo de Tobby. Hace no mucho reapareció con sus amigos y se están dando tremendo vuelo. Tienen pensado hacer una orgía más tarde.

Mientras estaba en el baño, había escuchado que el gato planeaba llevar a cabo una descomunal cogida grupal como de costumbre. Él, como anfitrión, recibiría la mejor parte al ser el sujeto pasivo del amatorio encuentro.

—¿Podrías conseguir un poco de éxtasis para mí? Es que me encanta ponerme eufórica.

—No sabía que a ti también te gustaba la droga. ¡Vaya zorra traviesa que resultaste ser!

—Anda. Déjate de memeces y tráeme un poco.

—Espérame aquí.

El coyote volvió al sótano, se dirigió al grupo que ya había acabado la primera parte del espectáculo para irse a la cama a hacer cochinadas, y pidió pastillas de MDMA para su impaciente amiga.

El tigre y el mapache estaban desnudos en la cama, besuqueándose y tocándose con cariño. El gato admiraba la excitante escena mientras tocaba sus partes vergonzosas.

—Oye, Jackie, ¿por qué no vienes y te diviertes con nosotros?

—el gato le habló—. Haremos un sabroso sanguche entre todos.

—No tengo ganas de... ya sabes —le respondió.

El caracal, que todavía estaba en calzones, tomó un frasquito de uno de los bolsillos de su pantalón y le entregó seis pastillas con forma de estrella.

—¿Son estas cositas pequeñas? —le preguntó, mirándolas con desconfianza.

—No las subestimes. De tamaño no parecen potentes, pero son terribles.

—¿Cuánto tardan en hacer efecto?

—Los efectos suelen aparecer pronto.

—Bueno, lo que pasa es que mi compañera es...

—¿Soy qué? —la zorra le preguntó al oído. Al pillarlo en bragas le metió un buen susto.

—¿Qué estás haciendo aquí? Te dije que me esperaras arriba.

—Quería saber si era cierto lo que me dijiste.

—¿Acaso no confías en mí?

—Tengo ganas de ver el espectáculo.

La zorra, inocente como parecía a simple vista, tenía intensos deseos de ver machos dándose cariño en vivo y en directo. Ver porno gay era uno de sus pasatiempos preferidos, gozaba tocándose, imaginaba que era uno de los protagonistas cuya próstata sufría todo tipo de empujones. Ella tenía preferencia por el sexo anal, no porque le produjese más placer que el coito vaginal, sino porque la hacía sentir como un macho siendo sodomizado por otro macho.

—No sabía que estabas con Daisy —le dijo el caracal—. Pues bien, yo tengo que hacer un último esfuerzo antes de irme. —Se quitó el calzón y se lanzó de lleno a la cama.

—¿Conoces a este minino? —Se volteó para mirarla de frente.

—Es un amigo de Hugh.

—Ya me parecía. —Le entregó las pastillas para que las guardara.

—Tráeme una silla. Quiero ver cómo se despedazan estos bellos sátiros.

—No estarás hablando en serio ¿verdad?

—Vamos, Jack. Será divertido ver cómo se dan matraca.

Tomó una de las sillas que estaba al costado de la mesa del comedor, la colocó frente a la cama del gato para que la atrevida zorra se sentara y viera la cogida que se pegaban los rijosos drogode-pendientes que tanto anhelaban recrear una sublime escena de amor masculino. Ella se puso cómoda, guardó las pastillas, abrió las piernas y esperó con ansias a que los participantes se dieran con todo.

»Ven conmigo, Jack —le pidió—. Quiero tenerte cerca para cuando las cosas empiecen a calentarse.

—¿No te incomoda el ambiente?

—Para nada —negó con la cabeza—. Hoy quiero ponerte a prueba. —Le lanzó una mirada repleta de lubricidad—. Natasha me dijo que tienes dedos hábiles para masturbar. Quiero ver qué tan cierto es.

—¿Acaso quieres que te toque?

—Por supuesto. Me excito más cuando otro me toca.

Mientras tanto, los cuatro machos en la cama se manoseaban y se masturbaban, entusiasmadísimos por llegar a la cúspide de los placeres carnales. Ya se habían empalmado, sus rosadas vergas resaltaban entre tantos matices y colores opacos. El tigre, el mejor dotado de todos, tomó al caracal por detrás, éste tomó al mapache por detrás y éste tomó al gato que estaba boca arriba y con las piernas bien abiertas. Con nada más que saliva, lubricaron sus enrojecidos arpones y se acomodaron para iniciar la accesión tan esperada. Se penetraron unos a otro, siguiendo un ritmo constante que iba variando dependiendo de los perentorios deseos de venirse.

»Jack, tócame —le suplicó—, así me voy excitando.

Acuclillado a la izquierda, el coyote le acarició las sedosas piernas peludas, le palpó los muslos y subió un poco más arriba. Ella hizo a un lado la bombacha, quería que él metiera la mano debajo de la falda. El contacto directo de los dedos con los genitales era suficiente para que la zorra se relajara y gozara en silencio.

El gato se jalaba la verga mientras el mapache lo sodomizaba con su grueso miembro ganchudo de quince centímetros. El caracal empujaba con fuerza para que entraran los diecisiete centímetros de carne rígida que salía de su estuche velloso. El tigre daba su

mejor esfuerzo por dilatar el ano de su compañero con su verga de veinticuatro centímetros, dándole empellones dolorosos e intensos.

La zorra se iba excitando cada vez más. El tracto vaginal se iba humedeciendo a medida que los dedos del coyote iban ingresando.

La respiración se le iba haciendo más profunda y los espasmos iban incrementando. Con su suave voz de damisela produjo leves pujidos que revelaban que estaba poniéndose tensa, rumbo al clímax.

La penetración anal se volvió más ruda y los movimientos pélvicos produjeron el clásico rechinamiento de la cama. El formidable placer sexual iba en aumento, los cuatro lo notaron al instante.

Los gemidos y los resuellos dominaron la escena durante los siguientes pasmosos minutos. La agitación se apoderó de ellos y gozaron cada segundo hasta llegar al punto previo a la eyaculación.

Los ligeros temblores en los músculos inferiores y las forzosas contracciones penianas duraron poco, y fue entonces que, como era de esperar que sucediera, los cuatro se vinieron más o menos al mismo tiempo. El gato se ensució la pancita con sus propias emisiones viscosas.

La zorra se excitó un montón al verlos correrse, tanto así que ella también se vino. El coyote notó que su mano se había mojado con los fluidos vaginales de la única espectadora. Le agradeció por haberle ayudado a pegarse una buena corrida.

—Eres una cochina —le dijo y quitó la mano de la concha—.

Mira cómo me dejaste los dedos.

Él tuvo que chupárselos para limpiarlos. Los fluidos de esa zorra sabían igual de ricos que los de su novia, se relamía después de haberlos saboreado. No cabía duda de que la hembra estaba a punto.

—Ya que estás ahí agachadito, ¿por qué no me das una buena chupada mientras observo a los demás?

—Lo haré si aceptas salir conmigo el próximo domingo —le propuso.

—¿Qué tiene de especial esa fecha?

—El veintiuno de septiembre es el día que inicia el otoño.

—¿Quieres que salga contigo a dar una vueltita? Estaré encantada de acompañarte.

—Entonces haré lo que me pediste —estuvo de acuerdo en iniciar la chupada—. ¿Cómo quieres que lo haga?

—Sorpréndeme.

El coyote se arrodilló frente a ella, le bajó la ropa interior, metió la cabeza debajo de la falda y dirigió la presta lengua canina a sus partes más sensibles. Le lamió de un lado a otro de su sexo hasta ponerla enloquecida. Ella lo tomó de las orejas y lo mantuvo lo

más cerca que pudo para que no dejara de darle ese encantador cunnilingus que tanta fruición abismal le provocaba.

El gato se acomodó en el centro de la cama, de rodillas ante los demás participantes para que le metieran las vergas en la boca. De a uno le fueron metiendo para que degustara con cuentagotas. Felaba de maravilla, les producía un agradabilísimo encanto que nadie más podía darles. Como experto comevergas que era, sabía cómo chupársela a todos. Lo hacía tan bien que los proveedores de diversión no tardaron en correrse, le eyacularon encima, esparcién-dole el semen en el rostro, el cuello y el pecho.

El tigre abrió uno de los cajones de la mesilla de noche y sacó una botella de gel íntimo. Se embadurnaron los genitales con el pegajoso producto de uso cosmético y el gato se reacomodó para masturbar a los tres al mismo tiempo. Con la mano izquierda masturbaba al mapache, con los pies masturbaba al tigre, con la mano derecha masturbaba al caracal; todos recibían la misma porción de estimulación por parte del masturbador.

»Ay, Jack. Estoy que se me encharca el coño —gimoteó la zorra, con las mejillas enrojecidas—. No doy más.

Sostuvo al coyote antes de venirse en su boca y largar los últimos suspiros de agonía. Como puta gimió ante la sabrosa estimulación genital que le había estado dando el canino. Estando todavía

sedienta de complacencia, le pidió que siguiera dándole placer con su escurridiza lengua que parecía un indómito tentáculo glutinoso.

Él no tuvo ningún inconveniente en decirle que sí y seguir chupándole la papaya.

Los enaltecidos machos que tanto esfuerzo hacían por mantenerse firmes, cayeron rendidos ante la insistente y exquisita jalada que sufrían los órganos sexuales que protruían como ganchos de carniceros. Resistieron cuánto pudieron. Llegó un momento crítico en el que ya no pudieron aguantar más y se vinieron encima del gato por segunda vez.

Se pusieron de acuerdo en penetrar al michi de a uno, a velocidad máxima, con la meta de hacer que se corriera en un plis plas.

Lo pusieron en cuatro patas y con el culo levantado para meterle bomba por última vez. Los lábiles miembros tenían que dejarlo satisfecho por el resto del día. El silente gato debía aguantar la última etapa de tortura anal para poder acabar.

El tigre se precipitó hacia la retaguardia del gato, anhelaba so-domizarlo sin piedad. La fuertísima penetración anal hizo que la cama temblara más que de costumbre, sacó el colchón de lugar y tiró varias almohadas al suelo. La reciedumbre del felino penetrador era una indicación más que clara de que no se detendría hasta vaciar sus bolas por completo. La disnea era producto de su arduo trabajo como follador.

El gato, como buen sadomasoquista que era, gozaba del inmise-ricorde suplicio que lo hacía precipitarse más que en cualquier otra circunstancia. Saboreando la inminente corrida, gimió como marica hasta que su compañero se le vino adentro. Sin necesidad de masturbarse, logró correrse sobre la cama.

No hubo descanso. El turno del siguiente penetrador fue inmediato. Tan pronto como el tigre se hizo a un lado, el caracal se apoderó del culo del gato para seguir dilatándolo más. Se la metió de la forma más atroz para acabar pronto. Hizo todo el esfuerzo del mundo para poder llegar a la última fase del proceso. En menos de lo imaginado, se corrió en su interior. El gato se masturbó y se vino pocos segundos después que él.

El mapache, siempre en último lugar, tomó al gato para darle todo lo que tenía. Le metió el garfio por detrás durante casi tres minutos hasta que no soportó más estimulación y se corrió. Le jaló la verga para que eyaculara al mismo tiempo que él. Una vez que los dos quedaron satisfechos con el resultado final, se despegaron.

La zorra volvió a correrse en la boca del coyote, retorciéndose de goce, y le dijo que ya había tenido suficiente por el día. Lo hizo a un lado y se puso la bombacha. Se dio vuelta y le dijo que lo vería en el bar en diez minutos. Mientras tanto, él podía ir a lavarse la boca en el baño.

Los visitantes se vistieron, le agradecieron al gato por haberlos recibido con los brazos abiertos y se fueron. Cada uno tenía que ocuparse de sus propias responsabilidades, ya habían tenido bastante diversión por el día.

El coyote se aproximó al dueño de la morada para ver cómo se encontraba luego de la tremenda cogida que le habían dado los tres drogadictos. A simple vista, él parecía estar preocupado por su salud, mas la macilenta cara que tenía no iba acorde a su bienestar.

—¿Te encuentras bien?

—No podría estar mejor —dijo y lamió el semen que le habían lanzado encima—. ¿No viste cómo me dieron esos malnacidos?

Poco más y me dejaban en ruina.

—No me parece correcto la forma en la que te trataron. No fueron cariñosos contigo.

—¿Y eso qué tiene de malo? A mí me gusta que me lo hagan así. Ya estoy acostumbrado a que me cojan con salvajismo.

Con el simple hecho de verlo desnudo y con el rostro sucio, el coyote sentía intensos deseos de acostarse con él. Ese delicado gato se volvía más hermoso cuando estaba excitado. Era como ver a una jovenzuela inexperta después del primer coito. Oculto detrás de ese insaciable espécimen, había una criatura dulce y tierna que él anhelaba conocer.

—¿Te gustaría salir conmigo el fin de semana? —lanzó la invitación sin pensarlo.

—¿No dijiste que tenías novia?

—Sí, pero yo quiero salir contigo. Quiero mostrarte que puedo ser más amable que tus amigos.

—¿Y adónde piensas llevarme?

—Escoge el lugar y yo te llevaré.

—A mí me gustaría ir al restaurante de la costa, el que está al fondo de la avenida Vigil. Ahí sirven unos platillos deliciosos.

—Estaré encantado de llevarte.

—¿Natasha también irá?

—Será entre tú y yo.

—Ah, ya entiendo. Lo que tú quieres es sacarme a comer para después hacer chucu chucu.

—Yo sólo quiero pasar una tarde a tu lado.

—Una cita no es una cita si no hay sexo al final. ¿Por qué otro motivo invitarías a alguien si no es para coger?

—Omitiremos la última parte.

—Pues no será lo mismo.

El coyote se dirigió al baño para lavarse la boca y peinarse. Salió del cuchitril subterráneo, se dirigió a la planta baja y se rencontró con la zorra en el bar. El tigre ya le había servido un poco de soda para que se refrescara la boca. Se sentó a su lado, pidió un poco de jugo de naranja y conversó con ella un buen rato. Se apercibió de que esa zorra era una criatura amigable en quien podía confiar ple-namente. Ella era la perfecta segunda opción para cuando no estuviese su novia. «¿La tercera discordia?», pensó.

—¿Para qué querías las pastillas?

—Hugh y yo iremos a bailar esta noche. Tenemos pensado visitar un salón de eventos donde hacen alocadas fiestas de puta madre. Pagando la entrada puedes beber todo lo que quieras. Tomaré un buen par de cócteles con vodka para saciarme.

—¿Sueles beber mucho?

—Sólo en ocasiones especiales.

Esa zorra había sido una alcohólica en su juventud, luego de varios años no moderó la ingesta diaria de alcohol, seguía sin poder controlar los impulsos cuando tenía gran variedad de bebidas al alcance de la mano. Le fascinaban los tragos dulces con mucho sabor a fruta.

—Respecto a la invitación que te propuse, ¿no te molestará salir el domingo por la mañana?

—Si no es muy temprano, no me molestará.

—Qué bien. A Natasha no le gusta salir de día, prefiere andar de tarde.

—¿Tienes en mente algo especial para la salida? —lanzó la pregunta con una capciosa sonrisa que le arrugaba los laterales del hocico.

—Un paseo por el parque será suficiente.

—Yo me refiero a lo otro.

—¿Tú también quieres sexo?

—Bueno, no diré que no si me lo pides. Hoy me diste mucho placer con tu lengua, quizá yo pueda hacer lo mismo la próxima vez.

—No será necesario.

—La proposición quedará abierta por si cambias de parecer a último momento —le dijo y se bebió todo el contenido del vaso—

. Tengo que ir a arreglarme para esta noche. Quiero verme bonita.

—Apenas son las cinco de la tarde.

—Es que tardo una eternidad arreglándome.

La zorra pagó lo que había bebido, retornó a la habitación y se dirigió al baño. El coyote se quedó unos cuantos minutos más,

sentado frente a la barra sin beber nada. Estaba distraído pensando cómo hacer para conseguir un empleo decente. El barman estaba ocupado en lo suyo, no le prestaba atención para nada.

Tras haber estado sentado un buen rato, despegó las posaderas del asiento y regresó a la habitación. Abrió la puerta, no vio al latoso lobo en el interior, ingresó, cerró la puerta y se sentó en la cama.

Su novia salió del baño y lo pilló sin discreción.

—¿Dónde estabas, mi amor? —Le frotó el hocico contra el hombro—. Estaba preocupada por ti. Pensé que te habían secues-trado los recaudadores de impuestos.

—Estuve descansando en el sótano. Es que no quería que me vieras con la resaca. Creo que bebí en exceso sin darme cuenta. Te debo una disculpa por ello.

—No hace falta que te disculpes —le susurró al oído.

—Te veo muy contenta el día de hoy. ¿Acaso Hugh te vacunó de nuevo?

—No tuvimos sexo —negó con la cabeza—. Estuvimos hablando de trabajo. Lisa se contactará conmigo y hará que me pongan entre las bailarinas. Sí, así como escuchaste. Conseguí un trabajo lucrativo como me lo pediste.

—Me muero por conocer a Lisa. ¿Sigue igual de sexi que antes?

—Está un poco avejentada, pero sigue siendo la misma hiena cachonda de siempre.

—Te felicito por tu logro. Esto merece una celebración.

—¿Qué mejor forma de celebrarlo que contigo? —Le dio un húmedo beso en la boca y notó un gusto distinto—. ¿En dónde metiste tu boca? Sabe raro.

—Le hice el servicio a Daisy. Estaba tan excitada que no había forma de calmarla.

—¿Y ella te lo hizo a ti?

—No. Yo no estaba de humor para eso.

Se puso de pie, se dirigió a la mesilla de noche, agarró el libro que la hiena le había obsequiado y se lo enseñó para que se excitara viéndolo.

»¿Lisa te regaló su autobiografía?

—Tiene millones de copias en su oficina.

—¡Santo cielo! Esperé una eternidad para poder comprar este libro. Siempre quise leerlo.

—No tiene mucho texto, lo que más abundan son fotografías de ella en paños menores y algunos retratos.

—Me muero —dijo con toda emoción—. Ver a Lisa desnuda siempre me calienta.

—Por eso te lo doy. Quiero que te pongas calentito así lo hacemos con ganas.

—Hoy no estoy cachondo como los demás días. Tanto alcohol me jode las erecciones; en cambio, tú sí mereces que te den una riquísima chupada.

—Pues no me vendría mal.

—Mi lengua está ansiosa por explorar las profundidades de tu concha.

—Esto me recuerda a nuestros primeros encuentros. Yo me ponía nerviosísima cuando querías empezar. Se me hacía un nudo en la garganta, mi corazón se agitaba, las piernas me temblaban, los pezones se me endurecían, me sudaban las manos.

—¡Cómo olvidarlo! Éramos un par de bobos con las hormonas alborotadas. Nos calentábamos con mucha facilidad.

—Casi te moriste cuando te conté lo de mi padre. Creíste que me lo había inventado todito para incomodarte.

—Esa anécdota tuya me tomó desprevenido —admitió el coyote—. ¿Por qué no me la vuelves a contar? Ya olvidé cómo había comenzado todo.

—A mí me excita contarla. Me ruborizo cada vez que las sucias escenas se me vienen a la mente.

—Los dos gozamos por igual.

—Pero yo más que tú porque lo viví en carne propia.

—Tú cuéntalo como si fuera una simple narración, yo estaré tirado en la cama escuchándote con atención. No te detengas si ves el mástil elevarse —se refería a su miembro—. Quiero escuchar la historia de principio a fin, sin interrupciones.

El coyote puso el libro sobre la mesilla de noche, se desvistió para sentirse más cómodo, se acostó en su lado de la cama, enfrente de ella, y se dispuso a escucharla. Era todo oídos.

La zorra también se quitó la ropa, acomodó sus cabellos detrás de los hombros y trató de recordar escenas del pasado que le producían enaltecimiento. Poco a poco, fue elucubrando las escenas e hilvanando los acaecimientos para que todo tuviera la misma fruc-tificación incontinente de siempre. Al fin y a la postre, era otra historia creada para calentar motores.

X. Una anécdota cabalística y apasionante – Un padre amoroso y una hija imprudente

La familia Linger, compuesta por cinco integrantes, era una familia común de zorros albinos que todos conocían en el barrio. Lejos del centro de la ciudad, antedicha familia moraba en una amplia y cómoda casa de material, de paredes grises, pisos blancos, muebles de tejo, ventanas con rejas y techo con tejas. Un matrimonio normal cuidaba de sus hijas como si fuesen sus posesiones más valiosas.

El señor Linger, padre de familia, era un zorro gallardo de ojos azules, espeso pelaje, cabello lacio y corto, cuerpo fornido, pies grandes y jopo lanudo. La señora Linger, madre de familia, era una zorra atractiva de ojos celestes, pelaje sedoso, cabello lacio y extenso, cuerpo delgado, uñas filosas y jopo velludo. Las tres hijas eran distintas respecto a su anatomía: las dos mellizas eran más rellenas, la mayor tenía un vientre abultado y la otra tenía muslos gordos; en cambio, la menor de todas era la que más se parecía a la madre.

Dentro de la raigambre vulpina existían ciertas tradiciones y costumbres que se mantenían firmes aun luego de varios siglos de

revoluciones socioculturales. Las prohibiciones más frecuentes eran: llevar a cabo prácticas sexuales ilegales, las parafilias y los fetichismos no estaban bien vistos para ningún zorro con principios éticos; emparejarse con otras especies, aun cuando fuesen caninos con rasgos y gustos similares; comer la carne de otro zorro, ni siquiera en una situación de vida o muerte; inmiscuirse en actividades perniciosas y/o deportes extremos que pusiesen la vida en peligro; consumir substancias nocivas que pudiesen alterar los sentidos o dañar los órganos internos.

La hija más joven de la familia era una zorra inquieta, incauta, insegura, pacata. A diferencia de sus hermanas mayores que eran perspicaces y recatadas, ella era una bala perdida, nadie podía depositar plena confianza en alguien así. Su marcada indocilidad, atípica de una adolescente consentida, representaba un problema para los profesores en la escuela, quienes tenían que lidiar a diario con alumnos salvajes y malcriados. El reducido grupo de amistades que tenía poco podía hacer para calmar sus impertinentes deseos de hacer lío. Esa personalidad narcisista era más común en machos de su edad.

Todo siguió igual hasta que un día en la biblioteca del barrio halló un libro especial que cambió su forma de ser para siempre. El libro se titulaba “Pensamientos impuros en tiempos de crisis existencial” del Marqués de la Sabana. De manera poética y poco convencional

dicho liróforo resumía, siendo reduccionista, algunos de sus pensamientos más íntimos en pocos renglones apiñados uno encima del otro. Empleaba términos bucólicos y mezclaba jerga campirana a la hora de detallar escenas explícitas de sexo entre diferentes especies que, bajo los efectos de nada más que instintos insatisfechos, recurrían a todo tipo de prácticas sexuales. La inspiración había sido tal que dejó de ser la misma cachorrita inofensiva de antes.

Gastó todos sus ahorros en juguetes para adultos: vibradores, consoladores, cápsulas excitantes, estimuladores de clítoris, lubricantes y geles íntimos. Los adquirió con el nimio deseo de llevar a cabo privadas sesiones de autosatisfacción. Tocarse los genitales con los dedos producía poco placer, razón por que optó por intro-ducirse otras cosas en los orificios y ver qué tan hondo podía llegar. Así descubrió que las tradiciones arcaicas arraigadas a su nú-cleo familiar no eran más que vetustos rituales cuya finalidad era fútil.

Con el paso del tiempo, el señor y la señora Linger notaron una substancial mejora en la actitud de su hija, creían que había superado la etapa más intrincada de la pubertad y se iba estructurando como una futura adulta decente. Ninguno de los dos sabía que ella era adicta a la masturbación y a las fantasías eróticas; caso contrario, la habrían mandado a un reformatorio donde educaban a las

más jóvenes, les lavaban el cerebro, les apretaban las clavijas, les enseñaban a comportarse como señoritas y futuras madres.

La familia siempre había acostumbrado realizar baños grupales el último día de la semana para ahorrar agua. Los cinco integrantes compartían el cuarto de baño en donde usaban raciones propor-cionadas de agua tibia, jabón blanco, champú antiparasitario, pipe-tas pulguicidas y crema para peinar. Las tres hermanas se bañaban unas a otras en un sector del baño, los padres se bañaban el uno al otro en otro sector. Todos compartían el mismo lugar de encuentro a la hora de higienizarse.

Natasha nunca había notado las protuberantes distinciones de su padre cuando se bañaba. Durante el tan esperado día del baño, el momento ideal para echar un vistazo, pispó a sus padres mientras esparcían el jabón sobre sus cuerpos. Su madre tenía los mismos órganos y rasgos físicos que ella, su padre no; había una clarísima diferencia entre la figura materna y la figura paterna. Su padre tenía sacos voluminosos y pilosos entre los muslos, debajo del estuche que parecía un insustancial saco de piel. Su madre lo tocaba como si fuera una parte más del cuerpo, lo acariciaba con mucho cuidado a medida que lo iba enjabonando. Se moría de envidia al ver que su madre podía tocarlo y ella no. Estaba segura de que había algo más allí dentro que no podía ver a simple vista.

En dieciocho años de vida, la zorra jamás había tenido encuentros íntimos con ninguno de sus compañeros de escuela. Todas sus compañeras habían tenido relaciones y se la pasaban hablando de ello como si se tratase de un importantísimo logro personal. Ella se sentía como un insecto al no poder experimentar el mismo placer que las demás. No le interesaba coger con ninguno de sus compañeros de curso, el único que lo atraía como un magneto era su padre. Lo veía desnudo en sus sueños y se excitaba un montón.

Anhelaba poder tocarlo como lo hacía su madre.

Las hermanas mayores se preocupaban más por sus cuerpos, salían a caminar con su madre los sábados y los domingos por la noche, daban paseos de dos horas y volvían exhaustas. Las dos hacían dieta para mantenerse en forma y no seguir aumentado de peso, querían ser sensuales y radiantes como su progenitora. En la universidad en la que estudiaban, había muchas hembras bellas que se ganaban los elogios de los machos por su apariencia. Como siempre, las gorditas eran las ignoradas del grupo.

Fue un sábado a la noche, momento en el que no estaban sus hermanas ni su madre, que la joven zorra decidió correr el mayor riesgo de la vida y confesarle a su padre lo que sentía por él. Avergonzada y atemorizada de que su declaración fuese tomada como una grave ofensa, se puso nerviosa y casi entró en pánico. Logró calmarse un poco, respiró hondo, arrumbó la habitación, cruzó el

extenso pasillo a la chita callando y fue a verlo. Él estaba sentado en la cama, sobre el azulado acolchado con blancos rombos bor-dados, ordenando papeles para el día lunes, chequeando la agenda de actividades, quería cerciorarse de que todo estuviese en orden.

Se tomó el tiempo hasta que alzó la mirada para ver a su hija que yacía inmóvil a pocos metros de distancia.

—¿Qué quieres, mi cielo? —le preguntó luego de haber guardado las carpetas—. ¿Necesitas algo?

—Papá, hay algo de lo que tenemos que hablar —pronunció mordiéndose los labios, a punto de desmayarse—. Es algo importante.

—¿Hiciste alguna diablura en la escuela?

—No.

—¿Consumiste alguna sustancia nociva?

—No.

—¿Problemas con tus hermanas?

—No.

—¿Algún bravucón ha estado molestándote?

—No.

—¿Discordancia con tu madre?

—No.

—Pues no sé qué otra cosa puede ser.

Se le acercó con pies de plomo, con el corazón más acelerado que nunca, apoyó las manos sobre sus rodillas y suspiró en un intento desesperado por mantener la calma. Las manos le temblaban como si estuviese muriéndose de frío, tiritaban como los de una pobre anciana enferma. Tenía el rabo escondido entre las piernas, sentía un molesto cosquilleo en la entrepierna que no la dejaba moverse con libertad. Estaba tan alterada que apenas podía con-centrarse para escupir palabras.

—Creo que estoy enamorada —farfulló de golpe, sin darse cuenta de que no era eso lo que quería decir en realidad. Casi perdió la compostura al apercibirse de la metida de pata.

—Mi amor, eso es normal a tu edad. Yo también pasé por lo mismo cuando estaba en la escuela. Pero no creas que las cosas son color rosa como parecen al principio. Tienes que ser muy cuidadosa con tus elecciones. Si escoges al macho equivocado, sufrirás en vano —le dijo su padre—. Antes bien, me gustaría que me contaras un poco sobre el sujeto del que te enamoraste. No es que me quiera entrometer en tu vida privada ni nada por el estilo, lo hago porque me preocupa tu seguridad.

—Es que estoy enamorada de ti.

Al escucharla decir eso, el zorro quedó anonadado de cabo a rabo, con el rostro deslucido y la boca a medio abrir. Se negaba a creer que su hija sufría de un gravísimo complejo de Electra no resuelto y que había cambiado el amor paternal por el amor de pareja. Ella siempre había sido la más retraída y tímida de todas, verla actuar de esa manera significaba que todavía no había superado todos los trastornos psicoafectivos.

—¿No estarás confundiendo amor con cariño?

—Cuando me masturbo y pienso en ti, me excito muchísimo.

Volvió a quedar estupefacto ante la atrevida respuesta, casi se sintió amenazado por la impertinente aseveración de su hija. Ella jamás mentía, siempre decía la verdad y nada más que la verdad. Si afirmaba que se excitaba pensando en él, todo indicaba que no se trataba de amor de familia, sino de atracción física como en una relación de pareja.

—¿Quién te enseñó a hacer eso? —le preguntó con tono sentencioso, autoritario como el de un líder militar—. En esta casa no enseñamos a realizar ese tipo de prácticas y mucho menos a tener fantasías con miembros de la familia. Tú sabes muy bien que el incesto es un delito grave y un pecado aborrecible.

—No es mi culpa. Yo no elegí que me pasara esto. Estoy muy avergonzada —admitió a punto de romper en llanto.

—No pasa nada, mi cielo.

—Tengo el presentimiento de que… si no lo hago contigo esta noche, estaré internada en un hospital psiquiátrico el día de mañana. Seré la vergüenza de la familia.

—¿Hacer qué?

—Hacer el amor.

Si el zorro estaba medio absorto por el primer comentario, con el último se sintió todavía más atónito. Su hija no sólo estaba obse-sionada con él, también tenía jadeantes deseos de tener contacto carnal. Si alguien de la familia se enteraba de semejante aberración, él acabaría en la cárcel y ella en un manicomio. El intríngulis de la declaración era insondable, inefable, incomprensible.

—Natasha, tú sabes muy bien que no podemos hacer eso. Yo soy tu padre y tú eres mi hija. Hay códigos de conducta que debemos seguir a rajatabla te guste o no.

—Todas mis compañeras de la escuela ya tuvieron relaciones.

Yo soy la única mozuela del grupo.

—La pureza carnal no tiene nada de malo. ¿Acaso ellas son mejores ahora que las desfloraron?

—Son felices ahora, mucho más que yo.

—Mi cielo, no tienes por qué hacerles caso. Hay millones de maneras de ser feliz.

—No para mí.

Dejó que él la tomara entre sus brazos y la apretujara contra su cálido cuerpo. Ella deslizó la mano derecha hasta llegar a su argén-teo pantalón, la metió por debajo del calzón negro y le tocó los vellos de la ingle. Siguió bajando hasta llegar a la base del prepucio, el cual apretó. Con ese raudo movimiento, puso tenso a su padre, tan tenso que él casi la soltó. Ella pensaba que la empujaría por haber metido la mano donde no debía, o algo incluso peor.

—Natasha, por favor —le suplicó para que lo soltara—, no aprietes esa parte.

Ella hizo caso omiso. Ya comenzaba a sentir la lubricación en la vagina y el endurecimiento de los pezones. Por más que él se opu-siera a hacerlo, ella insistía en seguir adelante con lo suyo. Hasta ese momento, la joven no tenía ni zorra idea de cómo funcionaban los genitales de un macho ni cómo hacían para excitarse. Lo que hizo fue imprudente pero útil.

»Me excita.

Al escucharlo decir eso, se puso más ávida que nunca. Convencida de que no podía retractarse luego de haber llegado tan lejos, siguió apretándole la base del estuche con toda su fuerza. Tarde o

temprano, él se dejaría dominar por el instinto y aceptaría la petición.

Se ñangotó frente a él, con la mano firme en el interior de sus calzones, y le imploró que no se enfadara. Ella sólo quería explorar la parte más bella de su cuerpo, nada más. El zorro estaba tan confundido y tan excitado que no podía pasar por alto la tesitura. Tu-vo que dar brazo a torcer. Aceptó darle a su hija lo que le pedía con la exclusiva condición de que ella jamás, jamás, jamás le contara a nadie lo sucedido durante esa desconcertante noche. Si ella se atrevía a decírselo a alguien, él se lo contaría a su esposa; de ese modo, ambos se meterían en gravísimos aprietos.

—Papá, yo te quiero mucho. No estoy haciendo esto por capricho.

—Creo que ya es demasiado tarde para arrepentirse. —Exhaló los últimos suspiros antes de dar a conocer la verdadera naturaleza animal ante los ojos de su hija—. Metiste los garfios en el peor lugar.

—Estoy tan nerviosa como tú.

—Yo no estoy nervioso. Estoy tranquilo.

El señor Linger trabajaba todo el día y andaba viajando de un sitio a otro sin parar, apenas tenía tiempo de ver a su esposa y a sus hijas los fines de semana. La señora Linger también era una traba-

jadora activa y casi nunca estaba en casa. Las terribles rutinas de ambos los habían distanciado, ya no gozaban de la vida sexual con la misma plenitud de antes, con mucha suerte tenían sexo una vez al mes.

—¿Qué es eso puntiagudo que está saliendo de tu ropa interior?

—le preguntó a su padre. Como nunca antes había visto un miembro erecto, no sabía ni qué forma tenían.

—Es mi varita mágica, con la que jugó tu madre antes de que tú nacieras.

El zorro corrió los pantalones y los calzones para que ella viera de cerca lo que había provocado su incontrolable lascivia. La erección más hermosa de todas estaba en proceso. Un delgado y picudo órgano de color rosa iba saliendo del interior del prepucio poco a poco. A medida que el miembro crecía en longitud y grosor, un tuberoso nudo se iba inflando en la parte de atrás. La zorra estaba tan excitada como confundida. Por suerte, su padre le explicó có-mo funcionaba el órgano.

—Ay, me muero —musitó la zorra boquiabierta—. Es bellísi-mo.

La verga del zorro en su estado más puro medía dieciocho centímetros de largo, tenía cuatro centímetros de grosor y un nudo del tamaño de una pelota de tenis en la base. Estaba tan enrojecido e

hinchado que parecía que en cualquier momento todas esas venitas visibles reventarían. Tenía un profundo olor masculino y estaba cubierto con una ligera capa de lubricante natural.

—Será mejor que vayas por un condón. Mamá tiene una caja en la mesita de noche.

—¿Tenemos que usarlo sí o sí?

—Es por seguridad y por una cuestión de higiene —le explicó para que no cometiera el mismo error que muchas de su edad cometían—. Hacerlo sin protección puede provocar infecciones o enfermedades venéreas.

Ella se puso de pie, se dirigió al primer cajón de la mesita, tomó un condón de la cajita y se lo entregó a su padre para que se lo pusiera. En ese ínterin, él se percató de que ya no había punto de inflexión; por tanto, todo lo que hiciese desde ese momento en adelante tenía que ser provechoso.

»Mejor pónmelo tú. ¿Sabes cómo se hace?

—Sí sé.

Quitó el lubricado condón del paquetito, lo apoyó en la punta del erguido miembro, lo estiró hasta la base, incluyendo el nudo entero, y admiró la belleza masculina de su padre atrapada en una trasparente y delgada capa de látex y poliuretano. Se le hacía agua a

la boca con tan sólo verlo. Tenía irresistibles deseos de metérselo en alguno de sus orificios.

—Te puedo enseñar algo que te servirá para hacer feliz a cualquier zorro con el que vayas a tener relaciones. Esto que haremos será algo especial de esta noche. No quiero que vayas a mencionar nada al respecto ni a hablarme de ello nunca. ¿Entiendes?

—Con que lo hagamos una sola vez ya es suficiente para saciar mi deseo.

—Te enseñaré la manera correcta de dar placer con la boca —le dijo—. Primero que nada, tienes que fruncir los labios para que tus colmillos no me raspen; en segunda lugar, procura usar la lengua para estimular el miembro por completo; en tercer lugar, es más placentero si usas las manos para masajear los testículos; en cuarto lugar, respira con tranquilidad y no pienses en otra cosa que no sea en mí. ¿Estás lista?

—Claro que sí —aseveró envuelta de emoción.

Se arrodilló ante él, le bajó los pantalones y los calzones hasta los tobillos, acomodó los antebrazos sobre sus piernas, colocó la verga en su boca y tomó las bolas con ambas manos. Le dio a su padre algo que siempre le había gustado, una sabrosísima chupada.

Para los carnívoros el sexo oral representaba un gran desafío siendo que la presencia de dientes afilados intranquilizaba a los

machos; en cambio, los herbívoros, como tenían dientes planos, no les parecía riesgoso para su salud sexual.

La calentura del zorro iba en aumento a medida que pasaban los minutos, su adorable hija le estaba dando una exquisita mamada que le traía memorables recuerdos del pasado cuando su primera novia quería ganarse su aprobación felándolo. Estaba en su salsa, gozando en silencio de una inesperada práctica sexual que estuvo a punto de rechazar.

La zorra se sentía cómoda y complacida con la succión, tocarle las bolas y chuparle la pija resultó ser, a diferencia de lo esperado, muy relajante. La concha le goteaba como nunca, sus pechos permanecían hinchados y el pelo de su cerviz se mantenía erizado.

Ansiaba que su padre se viniera de la misma forma que ella se venía cuando se tocaba pensando en él.

Las piernas del zorro vibraban, los músculos se le contraían y la respiración se le iba haciendo cada vez más dificultosa. Sus bolas se elevaban y su verga se endurecía como una roca en respuesta al estímulo que estaba recibiendo, el cual lo estaba llevando derechito al orgasmo.

Al escucharlo resollar, supuso, sin mucho esfuerzo neuronal, que estaba al borde del agraciado deleite. En cuestión de segundos,

volcaría los jugos en el interior del impermeable condón que se mantenía ajustado al miembro como una funda sobre una espada.

Gimió por última vez antes de llegar al periodo final de la estimulación en el que ya no podía hacer nada para evitar la inminente eyaculación. Tal y como debía ocurrir, se corrió en el interior del condón mientras su hija le ofrecía la más candente chupadura, además del suave masaje testicular.

Al hacer a un lado la boca, la zorra notó el resultado de sus esfuerzos, vio de cerca los fluidos blanquecinos que su padre había acabado de expeler de su interior. Era poco menos de cien mililitros, una cantidad razonable para alguien de su tamaño. Le llamaba la atención lo rápido que había salido.

Siguió adelante con la felación. Él le acariciaba los cabellos y las orejas con las dos manos. La trataba con el mismo amor paternal de siempre, sólo que recibía una portentosa recompensa a cambio.

Notó que ella tenía hirsutos los pelos de la nuca, producto de la eufórica demostración de amor.

El tiempo pasaba volando o la profusa cantidad de endorfina y oxitocina obnubilaba la mente del zorro, quien parecía abstraído en lo más hondo de su ser. Se alborozaba en lo más profundo de su lubricidad, apetecía librarse de la tensión erótica cuanto antes. Su hija se tragaba toda su verga, incluyendo el nudo. Semejante es-

fuerzo favorecía la vasocongestión y la miotonía, ambas daban lugar a la etapa culminante de la estimulación sexual.

Se corrió por segunda vez ante los electrizantes espasmos que el culmen de su libidinosidad había provocado. Relajado quedó tras haberse venido. A la zorra no le importó que su padre largara la segunda tanda de fluidos desaboridos, estaba tan ensimismada en lo suyo que quería seguir hasta el final, sin interrupción alguna. Al ser ambidextra, podía manipular ambas manos con la misma agilidad, de modo que los masajes que daba eran deliciosos. Tocaba el periné y los muslos como en un juego de exploración corporal.

Indispuesta estaba a detenerse.

El zorro alzó la vista y se mordió los labios para disimular el estado actual. Tanta fogosidad lo volvía vulnerable a cualquier ínfimo movimiento. El sexo oral era algo que siempre destruía sus más rígidas emociones, caía rendido ante la más apasionante delectación carnal. Los alígeros movimientos de libación iban y venían sin parar, brindándole la fruición de la vida. El momento álgido de su bienestar fue poco duradero, comenzó a sentir las intensas ganas de venirse otra vez.

Tal y como lo había presentido, sus emisiones fueron casi ins-tantáneas. Eyacular por tercera vez fue placentero, con la única distinción de que la cantidad de semen expulsada fue menor a las

veces anteriores. A su hija no le preocupaba en absoluto cuánto eyaculase, lo que le importaba era que gozase durante el proceso.

La zorra tomó el nudo con las manos y lo apretó cuán fuerte pudo para mantener la rigidez del miembro al límite. Chupar esa hermosa verga no era muy distinto de chupar una paleta con forma tubular. Disfrutaba cada segundo, cada lamida que le daba era intrigante. Estaba en uno de los momentos más deleitosos de su vida, y como tal, el acompañamiento de la figura paterna era fundamental. Lo atosigaba para que siguiera corriéndose con el mismo fervor de antes.

El zorro zangoloteaba el jopo sin parar, enterraba las uñas en el grueso acolchado, se le fruncía el hocico, mostraba los dientes, bajaba las orejas, se le arrugaba la camisa blanca, movía las piernas, sentía el revoltoso mariposeo en el estómago que no lo dejaba en paz ni un segundo. Se azogaba a causa de la insistente felación que le producía más placer de lo imaginado. No había nada que pudiera hacer para evitar la sobreexcitación.

Ella se sentía como una princesa de cuento en su mayor aventura. Su padre era el caballero que la rescataba del dragón infernal, la sacaba del castillo maldito y se la llevaba consigo a un paraíso terrenal para despojarla de su virginidad y ganarse su amor eterno.

Lo que estaba viviendo difícil era de describir con someras palabras.

El zorro no pudo resistir más y se vino por cuarta vez. Extrañado estaba del poco aguante que tuvo. Ni con su pareja mostraba tal languidez. Al parecer, su hija se lo hacía mucho mejor que su esposa, o el hecho de hacerlo con ella resultaba más apasionante.

Sea cual fuera la opción, la zorra mostraba un tremebundo frenesí a la hora de brindar placer con la boca. Era inusual ver a una joven de su edad felar con tanto entusiasmo.

Con las manos de regreso en la zona baja, la zorra manoseó y toqueteó los sacos escrotales como si fueran dos bolsas de felpa.

Apretaba con insistencia las bolas de su padre y las estiraba para probar la elasticidad. Era cuidadosa de no provocarle dolor innecesario, mantenía la cautela pues sabía que estaba manipulando órganos sensibles.

Por un instante, se imaginó cómo sería tener órganos sexuales masculinos en el cuerpo, cómo se sentiría jalarse el ganso, meterse un consolador por el culo o rascarse las bolas. Estaba tan acostumbrada a su cuerpo que le parecía plúmbeo el hecho de pertenecer al sexo femenino, pensaba que siendo macho podría ser más libre con su sexualidad y pajearse sin temor a recibir reproches.

—Eres ágil con las manos. No cabe duda de que las heredaste de tu madre —le dijo el zorro, mirándola con cariño—. Ella acostumbra tocarme cuando estoy tirado en la cama.

La joven no veía a su madre como una enemiga, como una har-pía que se robaría a su padre y lo mantendría alejado de ella; al contrario, le guardaba sumo respeto como cualquier hija bien edu-cada.

El zorro seguía lidiando con los temblorosos suspiros y las incontrolables ganas de expeler fluidos. Estaba poniéndose tenso de nuevo y empezaba a sentir las conocidas contracciones previas a la eyaculación. Al cabo de unos cuantos estremecedores segundos, lanzó otra dosis de semen en el interior del condón, cuya punta ya se había inflado bastante.

La zorra quitó la boca de su verga y se lo quedó mirando con rostro desconcertado. La carne rígida y enrojecida seguía firme frente a su cuello.

—Yo quería que fuese más duradero. ¿No te parece que fue muy rápido?

—Un poquito quizás —musitó el zorro—. Es que yo no tengo la resistencia de un joven veinteañero. Esos sí pueden aguantar más que yo. Hasta puede que eyaculen más cantidad.

—Lo importante es que lo disfrutes tanto como yo.

—Créeme que lo estoy pasando de maravilla.

—¿Quieres que siga chupándotela?

—Prefiero que me des una buena jalada para terminar. Será divertido.

Tomó la verga con la mano derecha y las bolas con la mano izquierda. Le estimuló los genitales con más enardecimiento que antes. Prometió que no se detendría hasta verlo correrse por sexta vez. Él estaba más que de acuerdo en continuar hasta la última fase, nada le alegraba más el día que saber que podía tener una noche ideal como en los años de su juventud.

Las demás hembras que integraban el círculo familiar aún permanecían lejos de casa. Estaban a más de tres kilómetros de distancia, cerca de una estación de servicio. Ninguna de ellas pensaba que la más joven de la familia se le ocurriría tener un encuentro cercano con el padre, ni mucho menos que lo gozaría como si fuese su novio. Ellas se mantenían alejadas de pensamientos impuros y pecaminosos. Vivían sus vidas como las marginadas hembras sin voz ni voto que eran, atrapadas en una sociedad machista y sexista.

La masturbación manual fue igual de sabrosa que la estimulación bucal, sólo que más violenta. La zorra le pajeaba a su padre tan rápido como podía para hacer que se viniera. Él deleitaba la escena con gusto, listo para hacer el último esfuerzo y dejar sus bolas vacías.

—Estoy en el límite.

—Córrete, papá —le imploró—. Córrete como lo hiciste antes.

A petición de su precipitada hija, eyaculó por última vez. Quedó muy satisfecho con el resultado final, tanto así que le agradeció por habérselo hecho, hasta le dio un beso en la boca como muestra de agradecimiento.

»Ahora sí se me fue lo nerviosa.

—¿Qué piensas hacer con el semen, mi cielo?

—Habría que tirarlo.

—¿Por qué no te lo bebes? Así sabrás qué gusto tiene.

—¿Puedo bebérmelo sin problema?

—Agasájate.

Ella le quitó el condón, torció el cuello hacia atrás, lo acomodó entre sus manos, lo inclinó para que el fluido ingresara a su boca y descendiera por sus tragaderas. El gusto no era sabroso, aunque tampoco era asqueroso. Tragárselo no le pareció desagradable en absoluto.

»¿Y?

—Sabe a leche cortada.

—Si tuviera un mejor sabor, tu madre me lo sacaría todas las noches.

Hicieron un inviolable pacto entre padre e hija para que eso que habían hecho esa noche nunca saliese a la luz. Juraron con la mano en el corazón que jamás hablarían sobre ello. El oscuro secreto tenía que permanecer entre bastidores por el bien de toda la familia. Sus bocas tenían que permanecer selladas como una tumba pasara lo que pasara.

Lo dejó a solas, salió de la habitación, retornó a la alcoba, se recostó sobre la cama y suspiró con serenidad. Había esperado tantos días decirle la verdad a su padre que ya había perdido la cuenta.

Esa atrevida decisión había valido la pena.

La zorra siguió viviendo con sus progenitores durante varios meses, como si nunca hubiese sucedido nada entre su padre y ella.

Se emancipó de ellos en marzo del siguiente año. Su amantísimo amigo de juego, que había conocido hacía poco tiempo, la convenció para que fuese a vivir con él en un pequeño departamento en el que pudiesen hacer cochinadas a lo loco. El coyote la enamoró con mucha rapidez y le arrebató el amor que había sentido por su primer amante. La convirtió en su pareja permanente y la trató con todo el cariño que se merecía. Pese a que sus padres no aprobaban la vida en concubinato, ella se rebeló a las dogmáticas costumbres puritanas para ser una criatura feliz y libre.

Después de varios años, la zorra descubrió un sibilino secreto que ninguna de sus hermanas sabía. El zorro con el que había go-

zado aquella bizarra noche de plenilunio no era su padre biológico, él era su padrastro, alguien que no guardaba ningún lazo familiar con ella ni con sus hermanas. Su verdadero padre había fallecido poco después de su nacimiento. Su madre nunca mencionó nada respecto de él porque no quería que sus hijas se pusieran afligidas por su impensada partida.

—Siempre me excita que me lo cuentes, pero por alguna razón esta noche no me excitó —dijo el coyote y señaló su inexistente erección—. No sé qué es lo que me pasa. Creo que sigo medio tonto después de haber bebido tanto alcohol.

—No pasa nada, mi amor. Si no puedes sacar a relucir tu orgullo, no me haré problema.

—Es increíble que todavía siga somnoliento —dijo y bostezó—

. Eso que dormí la mayor parte del día.

—Pues si sigues baldado, te conviene seguir durmiendo —le sugirió para que no gastara energías en balde—. Yo tengo algunas cosas que hacer así que permaneceré despierta un par de horas más.

—Como quieras. Yo veré si puedo pegar los ojos un rato más.

La zorra lo dejó descansar en paz y se fue al baño. Tenía pensado darse un regaderazo, deseaba relajarse. Debajo de la ducha era

el sitio ideal para tocarse y fantasear con su padrastro. Mal que mal, él había sido su primer contacto sexual, el primero en conducirla por los senderos de la inmoralidad.

XI. La primera cita – El lujoso restaurante de la costa

El reloj había marcado las siete de la tarde, el gato se encontraba desnudo sobre la cama, con los brazos y las piernas abiertas, con la cola quieta a un costado. Descansaba del interminable periodo semanal que tanto esfuerzo le exigía. Como tragaleche y maletero, ponía su granito de arena para no dejarle todo el trabajo a las pobres conejitas del señor Wilson. Él no podría haber caído en un mejor lugar. Pasar de ser un pobre infeliz que apenas tenía para comer a ser un trabajador dependiente con un sueldo meritorio era motivo suficiente para estar contento con la vida.

—Mmmmm. —Se desperezó de nuevo y se rascó el abdomen con la mano izquierda. Sentía como si una pulga le hubiera dado un repentino piquete al costado del ombligo.

Sus orejas reaccionaron al oír la distintiva voz del coyote. Levantó la cabeza y vio una figura pulcra y bien vestida acercándose paso a paso. Le llamó la atención ver a su amigo de camisa blanca, pantalón negro y un par de zapatos marrones.

—¿Cómo estás, Tobby? ¿Estás listo para salir conmigo? —le preguntó con una radiante sonrisa en el rostro.

—¿Salir adónde?

—Prometiste que saldrías conmigo. Hoy es el gran día.

—¡Puta madre! Lo olvidé por completo. —Se puso tenso—.

¿Podrías esperarme unos minutitos mientras me visto?

—Bueno, pero no te tardes mucho.

—Dame un poco de tiempo. Tengo la ropa desordenada en el clóset —dijo y se dirigió al ropero a echarle un vistazo a las prendas de vestir. Un intenso olor a naftalina salía del interior del arma-rio—. ¿Dónde estará ese maldito pantalón que planché ayer? —

cuchicheó.

Como no se podía hacer otra cosa más que esperar, el coyote tomó una silla y se sentó. Estaba ansioso por ir a comer con su amigo a un lugar decente que sirviera comida apetecible. Lo único que le había estado molestando desde la mañana era un intenso dolor de espalda que se tornaba más agudo cuando se agachaba.

Sentía como si tuviese un montón de agujas gruesas clavadas en el lomo. Trataba de no realizar movimientos bruscos ni levantar mucho peso para que no empeorara el malestar. Como tenía que salir a caminar quién sabe cuántos kilómetros de distancia, debía ingerir algo para apaciguar la molestia por un rato.

—Oye, ¿no tendrás por las dudas algún analgésico para el dolor muscular? Hoy me desperté maltrecho y necesito tomar algo que me relaje.

—Ve y fíjate en el botiquín del baño. Hallarás un frasquito amarillo con píldoras para dolores musculares —le respondió mientras hurgaba entre la ropa.

El coyote se levantó, se dirigió al baño, buscó en el botiquín un frasquito amarillo que tenía varias píldoras doradas. Sin siquiera analizarlas para averiguar la composición, tragó siete de ellas y bebió un poco de agua para que bajaran más rápido. No imaginaba que había escogido el frasco erróneo y que había tomado otra cosa.

Las pastillas para dolores musculares las había tomado el caracal y las había dejado en otro frasquito.

El gato tomó un calzón blanco, un pantalón oscuro con rayas grises, una camisa rosada, corbata granate, un par de zapatos blancos y un sombrero negro de copa. Se vistió cuán rápido pudo y se echó un apestoso perfume encima del traje como forma de tapar el tufo. Parecía que un zorrino le había rociado con sus secreciones defensivas.

»¿Me veo más guapo ahora? —le preguntó, ladeando el cuerpo como si estuviera posando frente a una cámara.

—La ropa está bien, lo que me incomoda es ese pestilente perfume que te pusiste —le respondió—. Huele peor que mi antiguo departamento, y eso que lo limpiaba muy de vez en cuando.

—Nunca pensé que usaría ropa formal. Estoy acostumbrado a andar vestido como indigente.

—Pero si estabas desnudo cuando llegué.

—Es que tenía calor.

—¿Ya podemos irnos?

—Espera. Tengo que peinarme y enjuagarme la boca.

—Será mejor que te des prisa. No quisiera llegar tarde y ente-rarme de que no quedan mesas disponibles.

—El restaurante de la costa jamás se llena a estas horas del día.

Se dirigió al baño, se enjuagó la boca, se cepilló los flequillos, y tomó una botellita de lubricante que puso en el bolsillo trasero del pantalón por si acaso. Se lavó las manos con jabón líquido, se secó con la toalla y salió. Se aproximó a su compañero, le informó que estaba listo para salir. Ambos se dirigieron a la salida para arrumbar la zahúrda felina.

—Tendrás que guiarme para que no me pierda. Nunca he estado en un restaurante, estuve en fondas de barrio nomás.

—El restaurante de la costa es ideal para las parejas. Tienen un excelente servicio de hostelería y un bar en el fondo donde puedes beber algunos de los tragos más deliciosos de la ciudad.

—¿Estuviste en ese restaurante varias veces?

—Johnny trabajó en ese bar hace unos años, lo echaron porque lo descubrieron aspirando cocaína en la cocina. Fue ahí mismo donde aprendió el oficio de barman.

—Espero que la morsa nunca los descubra a ustedes. Vi lo que hacían el otro día en la mesa.

—Keith es el que nos proporciona la droga dura. Nosotros solos no solemos consumir otra cosa que no sean porros o alcohol.

—Cuando volvamos podemos fumar un poco de hierba. ¿Qué te parece la idea?

—Me encantaría —asintió sonriente.

Salieron del hotel, caminaron por la acera tomados de la mano, dieron un giro hacia la derecha, caminaron seis cuadras en línea recta, cruzaron por encima de un corto puente en mal estado, cir-cularon dos kilómetros y medio hasta llegar a la última calle del barrio, la que delimitaba con la orilla del río. Desde allí se podía ver el colosal puente que conectaba Zuferrand con el exterior. Como los alrededores de la ciudad se encontraban bordeados por un profundo río sucio, las únicas formas de salir eran por el puente o con

un submarino que cruzara por debajo de las murallas externas que evitaban que las embarcaciones entraran y salieran.

Al toparse con el bello restaurante con amplia entrada e impecables ventanas rústicas, el coyote se quedó mirando con cara de merluzo. Las gruesas puertas de madera parecían la entrada de un majestuoso palacio, las paredes de material en buen estado contras-taban con los contiguos edificios opacos de la cuadra, el iluminado interior parecía un teatro, las cuarenta y ocho mesas redondas y las noventa y seis sillas eran de algarrobo, los pisos encerados eran de color escarlata, las paredes internas estaban teñidas con un tono naranja, el techo poseía un refulgente cielo raso bañado con una capa de barniz, el bar del fondo era similar al del hotel en tamaño y mampostería, el amplio baño unisex estaba al fondo a la derecha y la cocina al otro lado. En ese momento el local estaba casi vacío.

—¿Es este el restaurante del que me hablaste? —le preguntó al gato—. Parece muy lujoso para mi bolsillo.

—Yo no como mucha comida. Tampoco voy a aprovecharme de ti.

—¿Sirven costillas humanas?

—Desde luego. Puedes comer toda la carne humana que quieras.

—Entonces entremos.

Caminaron juntos por el medio, cruzaron entre las prolijas hileras de mesas que mantenían la misma distancia una de otra, y se acomodaron en la parte del fondo, a pocos metros del baño. Una sensual cebra de cabello rizado, ojos cafés y aros dorados en las orejas se aproximó para atenderlos. Llevaba la típica ropa de moza: camisa blanca, una extensa falda negra, zapatos marrones, un repa-sador gris bajo el brazo y la carta del restaurante con todos los platillos y bebidas detallados en orden alfabético con sus respectivos precios.

—Buenas noches, distinguidos clientes. ¿Qué tienen pensado pedir? —Les dejó que echaran un vistazo al menú para que esco-gieran lo que iban a cenar.

—Bueno, Tobby, elige lo que quieras —le dijo el coyote y lo miró de frente—. Recuerda que yo soy el que invita.

—Bien, pediré salmón ahumado con salsa de tomate, una ensalada de atún con papas, puré de zapallo, almejas al vapor con ajo y perejil, langosta a la mantequilla, una porción de caviar y un champán de primera calidad.

La moza anotó todo lo que el gato había mencionado en la lista de pedidos, que escribió a vuelapluma con una lapicera negra. Era veloz escribiendo.

—¡Caray! Eso va a costar una fortuna —susurró el coyote—.

Menos mal que me dijiste que no comías mucho.

—Y eso que no me has visto con hambre —se rio con disimulo—. Ahora pide tú.

—Yo pediré costillas a las brasas, una tortilla completa, ensalada de lentejas con jugo de limón, una porción de gazpacho y una botella de cerveza sin alcohol.

La moza anotó el pedido en el otro lado de la hoja para luego enseñárselo a los cocineros que estaban trabajando en la cocina. La mayoría de las cosas que habían pedido los recién llegados ya estaban hechas, a excepción de las ensaladas.

—Enseguida les traeré sus platillos —les dijo, se dio vuelta y se dirigió a la cocina.

El coyote mantenía la mirada fija en el gato, pensaba que se estaba aprovechando de él para comer de gorra, o que simplemente lo estaba poniendo a prueba para ver cuánto podía aguantarlo. Esa noche, él se veía más apuesto que nunca, lo cautivaba su bello rostro.

—Y bien, ¿qué tienes pensado hacer ahora que no tienes trabajo? —le preguntó, con los antebrazos apoyados sobre el borde de la mesa—, ¿irás a probar suerte con el negocio clandestino o aspi-rarás a algo más seguro?

—Cambié de opinión respecto a lo de la droga —aseveró y reacomodó su cabello—. Tengo pensado seguir produciendo más videos porno. Aunque necesitaría tener un equipo completo para grabar las escenas y más actores que participen durante el rodaje.

Mis admiradores merecen variedad de contenido. Natasha no podrá participar porque tendrá la semana ocupada, excepto el domingo que se toma asueto —le contó el plan grosso modo para que tuviera una idea aproximada de lo que tenía en mente—. Por cierto, ¿a tus amigos no les gustaría participar en las escenas? Podemos usar el sótano como sitio de encuentro. Es más grande que las habitaciones del hotel.

—Ellos no tendrán ningún inconveniente en participar —le aseguró el gato—. Eso sí, tiene que ser un día que estén todos libres. Creo que el domingo es el único día en el que todos pueden asistir.

—¡Será estupendo! Podemos grabar varias escenas con distintos actores dándose matraca a toda máquina —enfatizó sus palabras—

. ¿A ti te gustaría sumarte?

—No es necesario que lo preguntes. Si hay sexo, yo me meto.

—Sabía que podía contar contigo. —Le sonrió con agrado. Recibió la misma respuesta.

—Puedes contar conmigo para lo que sea.

—Eres muy amable. No me explico cómo nunca conseguiste pareja.

—Un gato lánguido como yo no tiene muchas posibilidades —

dijo y se rascó la oreja izquierda—. Ten en cuenta que pocos son de mente abierta aquí. Yo no podría emparejarme con otro gato ni permanecer pegado a él de por vida, soy un aventurero inconfor-mista que no se puede quedar quieto. ¿Entiendes a lo que voy?

—Lo entiendo —asintió el coyote—. Pero si nunca lo has intentado, no puedes saberlo a ciencia cierta.

—Es que sé que ni vale la pena internarlo. A mí me gusta estar soltero, poder tener sexo con todos los machos que quiera. Jamás quise tener pareja debido a mi insaciable apetito sexual. Me encanta pasarla bien con muchos animales al día.

—Pero si llegado el caso, el candidato fuese un libertino desenfrenado como tú entonces podría darse que, al haber acuerdo sen-timental, ambos podrían permanecer juntos y, al mismo tiempo, tener sexo con otros.

—Bueno, en ese caso creo que sí podría funcionar. ¿Pero en dónde carajo puedo encontrar alguien tan libidinoso y liberal como yo?

—Pues opciones hay muchas. No eres el único libertino de la ciudad.

La moza retornó con los platillos que habían pedido. No tardaron ni un segundo en empezar a comer las exquisiteces que tenían servidas en la mesa. Devoraron todo aprisa, como si tuviesen algo importante que hacer luego. Saboreaban con amenidad la riquísima carne sazonada, sentían un inmenso deleite que los mantenía des-conectados de todo lo que acaecía alrededor. Sus mentes estaban alejadas de todos los problemas con los que lidiaban día a día.

Cuando acabaron de comer, disfrutaron de la bebida que cada uno había pedido. El gato se bajó el champán solo; el coyote dejó unas gotitas de cerveza dentro de la botella. Ambos quedaron con el estómago hinchado y los dientes sucios. Se zamparon una des-mesurada cantidad de alimentos en menos de media hora. Comieron a dos carrillos como si fuesen unos pobres hambrientos. Tenían que esperar un rato hasta que la comida bajara para poder irse.

—Gracias por invitarme, Jack. La cena estuvo fantástica. Hacía tiempo que no engullía así. Me recuerda a mi juventud cuando todavía vivía en la casa de mis padres. Mi madre hacía una deliciosa sopa de pescado, peleábamos con mis hermanos por las raciones.

Ah, eran otros tiempos aquellos.

A medida que pasaban los minutos, el coyote sentía un extraño cosquilleo en la entrepierna que se iba intensificando. Al principio creyó que eran ganas de ir al baño, no era la vejiga lo que molesta-

ba, era un poco más abajo. El felino charlatán se la pasaba hablando, contaba anécdotas de su vida pasada y las etapas más trascen-dentales de su adolescencia, narraba los eventos como si fuesen sucesos entretenidos. El coyote escuchaba lo que él decía, mas no le prestaba atención.

»No me has contado mucho de tu vidorra, Jack. ¿Por qué no me cuentas un poco de tu familia? —le otorgó la palabra—. De seguro habrá algo que merezca la pena mencionar. A no ser que prefieras hablar de otra cosa.

El rostro del coyote ya no era el mismo de antes. Estaba acalorado, sudaba como un cerdo, parecía estar afiebrado, le temblaban las manos y respiraba con dificultad. Algo en su entrepierna estaba provocándole insoportables molestias.

»¿Te sientes bien? Te veo tembloroso.

—Estoy excitado —habló entre dientes.

—¿Estás excitado de estar conmigo?

—Me estoy excitando mucho.

Su ropa interior estaba mojada, largaba fluido preseminal conti-nuamente y sentía que se le venía una masiva erección como esas que solía tener de adolescente. Por más que quería ocultar la invo-luntaria dilatación del miembro, no podía hacer nada para evitarla.

Su nudo comenzaba a inflarse dentro del estuche, y la próstata parecía contraerse porque sí, como si quisiese lanzar fluidos.

—No sé por qué. Yo ni siquiera te toqué.

—Llama a la moza y pídele la cuenta. No aguanto más. —Le dio todo el dinero que tenía, se puso de pie y se dirigió al baño.

El gato llamó a la cebra para que le llevase la cuenta. El total a pagar eran ocho mil setecientos pesos. Le dejó trescientos pesos de propina y le comentó que la comida había estado deliciosa. La mo-za se sintió encantada de que le dejase dinero de más, pocos eran los que dejaban propinas tan elevadas, si es que dejaban algo.

Dentro del albugíneo baño de azulejos resplandecientes y espejos nuevos, con impregnante olor a desodorante de ambiente, el coyote se acercó al orinal pegado a la pared, desabrochó el pantalón, bajó la bragueta, echó un vistazo a sus partes privadas y se sorprendió al ver que había goteado como medio litro de lubricante natural sin siquiera haber pensado en nada erótico que lo excitara. La verga se le había inflado como cuando le manoseaban el prepucio o le palpaban las bolas. Sentía la carne más tiesa que nunca, como si estuviese hecha de acero.

Las terribles ganas de venirse iban en aumento. La erección no iba a desaparecer a menos que vaciara las bolas por completo. El problema era que estaba muy lejos del hotel para volver; por tanto,

tenía que cogerse al gato en cualquier parte de los alrededores. Lo primero que se le vino a la mente fue un callejón como los que usaban los actores porno en las películas en las que fingían escenas de violación. Él sabía que su amigo jamás se negaría a tener sexo, y mucho menos después de una cita como la que habían tenido. Un sexópata como Tobby era incapaz de negarse al placer.

Guardó el paquete como pudo dentro del calzón, subió la bragueta, se abrochó el pantalón, salió del baño con apresuramiento, tomó al gato de la mano y lo arrastró hacia la salida. No hizo tiempo siquiera para explicarle el quid de la acuciante situación que requería una solución inmediata. Lo llevó por un pasaje poco iluminado, atravesaron una costana, se metieron por uno de los estrechos callejones llenos de insectos ruidosos y desperdicios malolientes, y lo empujó hasta la parte del fondo, que finalizaba a veinte metros de la vereda. Una lámpara incandescente encima de una vieja puerta era la única fuente de luz que tenían.

—¿Vas a decirme que te pasa? —el gato exigió saber—. ¿Por qué me trajiste a este lugar?

—Déjame enseñártelo.

Se bajó los pantalones y los calzones, le mostró la rígida verga y la inmensa cantidad de fluido que había expulsado. Al gato le produjo un peculiar encanto verlo excitadito. Nada le calentaba más

que ver una pija bien dura y mojada. Supuso que el coyote, a final de cuentas, se había decidido darle la sorpresa que tanto anhelaba.

—Ah, era eso lo que te estaba molestado. —Se inclinó para agarrarle la verga y apretarla. Todavía seguía goteando como un grifo mal cerrado—. Yo sé cómo solucionar esto. —Se agachó para metérsela en la boca y succionarla—. Tu leche será el postre.

—Se la chupó con gusto por un instante.

—Espera, Tobby —lo detuvo antes de que se emocionara con la chupada—. Hoy estoy muy excitado así que prefiero metértela por detrás.

—Qué suerte que traje lubricante anal. —Lo sacó del bolsillo del pantalón y lo untó en el tieso órgano que parecía estar a punto de estallar en cualquier momento—. Dame una buena cogida, Jack.

—Se bajó el pantalón y el calzón, apoyó las manos en el muro de ladrillos, alzó la cola y se inclinó para que el culo quedase a la vista.

Su petición no podía ser ignorada bajo ningún motivo—. Duro contra la pared.

El coyote lo tomó entre sus brazos, se la metió de prisa y empujó sin temor. El ampuloso nudo parecía una bola pétrea, el gato gritó cuando lo sintió en el ano y la verga se le endureció. Los atroces empujones que le dio su compañero fueron más violentos que los que le daba el tigre. Metía y sacaba el nudo como si nada,

provocándole un desgarrador dolor que enervaba su salacidad. La monstruosa eyaculación inició a los pocos segundos, salía a borbotones, como la de un equino. El sufrimiento que estaba viviendo el gato casi sobrepasaba los límites. Estaba a punto de pedirle que se detuviera.

La cogida que le daba el coyote no se comparaba con nada. Sus elásticos intestinos estaban siendo puestos a prueba ante la desme-surada penetración que estaban recibiendo desde la puerta trasera.

No hubo periodo refractario entre las corridas, el semen salía co-mo agua de una tubería averiada. No se podía hacer otra cosa más que gemir y gozar.

»Graaaah —vociferó y se masturbó para venirse. Se pegó una tremenda corrida siendo que el estímulo que estaba recibiendo era inconmensurable—. Dame tu mano —le pidió que le jalara la pija.

El coyote le puso la mano derecha alrededor de la verga y la agi-tó para que se corriera con él. La brutal follada que recibía el gato era tan intensa que no aguantaba más de un minuto sin venirse. Su próstata estaba tan vapuleada que no resistía los bruscos movimientos de entrada y salida. El punto P del gato estaba siendo azotado despiadadamente. La masturbación lo ponía aún más entu-siasmado de lo que ya estaba. Vomitaba el viscoso fluido testicular con facilidad. Sus bolas exprimían todo lo que tenían.

El coyote acabó en menos de veinte minutos, aunque su erección siguió igual. Incluso luego de haber llenado el culo de su compañero, no sentía debilidad ni agotamiento; al contrario, estaba igual que antes sólo que con los niveles de testosterona más bajos.

Las píldoras que había consumido por error eran poderosos dilata-dores de vasos sanguíneos, aumentaban la libido, producían la contracción de glándulas secretoras, ayudaban con la producción de esperma, facilitaban el endurecimiento del miembro viril y otorga-ban energía extra.

El gato alzó la cabeza, sonrió de oreja a oreja, lo miró a los ojos y le suplicó que lo masturbara de nuevo para venirse. Él le hizo el favor, le jaló la verga tal y como lo había hecho antes, consiguió que se corriera una vez más. El pegajoso semen salía despacio y caía al suelo.

»Ah, pensé que no iba a poder aguantar. Tremendo empuje casi me deja en la cagada.

—Hice lo mejor que pude. No pensé que me vendría tan pronto.

—No tienes por qué preocuparte. Fue rápido pero sabroso.

—¿Está bien si la saco?

—Hazlo despacito. No creo que quieras fisurarme el intestino.

—No la tengo tan grande.

—El nudo sí que está grande. Siento como si tuviera una enorme roca en el culo.

El coyote retiró la verga del culo, se hizo a un lado, guardó los genitales dentro del calzón y se abrochó el pantalón. El gato se agachó, hizo fuerza y largó toda la leche inyectada por su compañero en el suelo. Estaba tan líquida que parecía vómito blanco.

»Mira nada más el charco que dejé. Me habías llenado todito.

—Estaba bien recargado.

—Lo de hoy fue una cogida magistral —afirmó con una satis-factoria sonrisa, se levantó y se puso los pantalones—. Espero que podamos volver a hacerlo la semana que entra.

—Por lo pronto, retomemos el camino y volvamos al hotel. Es-te sitio lóbrego me da escalofríos.

Se tomaron de las manos, volvieron por el mismo trecho que habían tomado antes y retomaron el sendero de regreso. Ambos estaban felices y contentos porque habían pasado una velada extraordinaria. El fuerte lazo de amistad que los unía era cada vez más notable. Nada en el mundo podía separarlos.

Cuando retornaron al hotel, se dirigieron al sótano sin hacer ruido, bajaron las escaleras, se sentaron en la cama y se desvistieron. El gato se desnudó en un fogonazo, el coyote se tomó su tiempo para quitarse la ropa.

—¿No te apetece otra ronda? —el gato le preguntó con una sospechosa sonrisa en el rostro.

—¿Otra ronda?

—Hay que aprovechar que sigues excitadito. No todos los días se puede tener erecciones de esa calidad —señaló el miembro todavía tieso.

—Ahora que hicimos la digestión, podemos manosearnos un poquito —musitó el coyote, pensando en cómo hacer para ganarse su amor—. Acomódate encima de mí —le pidió.

El gato no perdió el tiempo, se puso cómodo sobre su cuerpo, sus genitales estaban en contacto directo, sus vientres estaban a centímetros de distancia, sus manos guiaban las sensaciones corporales con caricias y toqueteo. El coyote lo besó de la misma manera que besaba a su novia, lo mantuvo cerca, le clavó las uñas en las nalgas y le susurró que lo quería mucho. Estaba convencido de que ese gato pomposo merecía todo su cariño por ser tan simpático con él.

»Eres un gato hermoso —le susurró al oído y le dio un beso en la mejilla. El ronroneo del felino indicaba que estaba muy contento en ese momento, el abrir y cerrar de manos acompañaba el bienestar—. Desearía haberte conocido en prisión.

—En prisión me cogerían entre todos.

—Pues no sería desagradable para ti. Ya estás acostumbrado a que te cojan por todos lados.

—Hablando de coger… —Estiró el brazo derecho para alcanzar la botellita de lubricante anal y untársela al coyote en la verga—

, será mejor que prosigamos con lo nuestro. No aguanto la ansiedad.

—¿Quieres que te vuelva a meter el nudo?

—El nudo lo puedes dejar afuera, yo lo que quiero es un estímulo anal para venirme. —Le embadurnó la verga con lubricante, cerró la botellita y la dejó a un costado de la cama—. Estoy seguro de que podré correrme una vez más.

Reacomodó las piernas a los costados, le introdujo la verga en el culo, creó movimientos pélvicos a fin de empezar a gozar, con premura se excitó y obtuvo una erección. El coyote se mantenía en la misma posición sobre la cama, ayudándole con el proceso de entrada y salida anal, le sujetaba las manos contra su pecho, degustaba la escena en silencio. Luego de varios minutos, el gato comenzó a jalársela con fuerza para ver si podía venirse. Incluso haciendo un atroz esfuerzo, no lograba largar lo poco de semen que le quedaba. Le pidió a su compañero que lo masturbara.

—¿Seguro de que aún puedes venirte una vez más? —le preguntó para cerciorarse de que el esfuerzo no fuese inane.

—Si se me paró la pija es porque todavía puedo venirme. Tú métele ganas.

El coyote inclinó la cabeza hacia adelante, lo besuqueó con pasión y le masturbó a toda pastilla. La tremenda jalada que ofrecía superaba la velocidad máxima, apretaba con más fuerza que nunca, parecía estar ansioso por hacer que su compañero acabara encima de su pelaje. Los frecuentes empujones dilataban la puerta trasera del gato y le comprimían la próstata con tanto ímpetu que estaba a punto de ser lanzada hacia adelante. En menos de dos minutos, el resultado fue exitoso, el gato eyaculó por séptima y última vez.

Apenas logró largar unas espesas gotas de fluido blanco que se dispersaron encima del vientre peludo del canino.

—¿Ahora sí estás satisfecho? —Le palpó los cachetes y le acomodó el flequillo.

—Tú sabes que sí, Jackie.

Se besaron por última vez, se lamieron, se acariciaron y se des-unieron. Se acomodó cada uno a un lado de la cama. Ambos estaban igual de contentos por el entretenidísimo día que habían tenido. Descubrieron que podían ser más que amigos cercanos. Un descomunal sentimiento de armonía los mantenía unidos.

»¿Quieres fumar?

—No me vendría mal un porro para terminar el día.

El gato sacó dos porros de la mesita de noche, los encendió con un fósforo y los sopló para que se prendieran bien. Junto a su compañero de habitación, disfrutó el encomiástico placer de la hipnótica hierba. En poco tiempo inundaron el sótano de humo y tosieron al unísono. Se mantuvieron en absoluto silencio hasta finalizar el periodo de inhalación.

»Al fin se me relajó la verga —dijo el coyote y señaló el enco-gimiento de su miembro—. Pensé que ya se me iba a acalambrar.

—Los priapismos son inaguantables. Yo tuve erecciones dolorosas en el pasado.

—Y eso que no la tengo tan grande. Si fuese de mayor tamaño, sería más difícil manejarla.

—El tamaño es ideal para mí. Las vergas demasiado grandes me lastiman el culo.

Se tocaron de nuevo, sin deseo sexual esta vez, intercambiaron miradas y besitos ligeros. El gato se ovilló al lado del coyote y le clavó las uñas en los pectorales con intención de hacerle cosquillas.

Frotó el mentón contra su hombro y meneó la cola en sintonía con su tácito bisbiseo.

—¿No pasa nada si me quedo a dormir aquí? Es que Natasha está ansiosa porque mañana hará una visita al club donde trabajará las próximas semanas y no quiero molestarla.

—Siéntete libre de hacerlo. Tú ya dormiste aquí.

—Dormí en el sofá en realidad —adicionó el coyote—. Por cierto, suelo roncar mucho cuando duermo.

—Pues a mí me dan ataques de epilepsia y bruxismo. Me re-tuerzo como una lombriz y me rechinan los dientes.

—¿Sueñas cosas que te incomodan?

—En mis sueños siempre hay sexo, muuucho sexo.

—Eso no lo dudo. Eres un gato sucio.

—Espero que podamos tener otro encuentro pronto. Hoy ha sido un día sobresaliente.

—La próxima vez tendría que traer a alguien más para que se una.

—Me encanta hacer tríos.

El coyote se quedó a dormir en el sótano, tendido en la cama junto a su mejor amigo. No tardó mucho en caer rendido ante los efectos de la lasitud. El gato se mantenía aferrado a su cuerpo co-mo un parásito, recibía calor de su parte. Encantado estaba de haber pasado el día junto a alguien de confianza con quien podía llevar a cabo sucios juegos de amistad.

XII. Artífices de la seducción – Las virtuosas actuaciones de los diligentes danzantes

Era temprano cuando la zorra se despertó, apenas había despunta-do, el silencio abundaba en todo el edificio, ni un sonido provenía de la desértica calle. Se puso de pie, se dirigió al baño, preparó los adminículos para teñirse el cabello y purificar su angelical rostro.

Más de una hora estuvo en el baño para entintarse la cabellera de un ligero color gris, con raíces un poco más obscuras; quería parecerse a Loona. Se puso ropa de gimnasia, salió de la habitación y se reunió con Daisy en el bar. Charlaron sobre cosas inherentes al trabajo y lo exigentes que eran los clientes con las bailarinas. Compartieron un desayuno completo y pasaron un buen rato juntas.

Antes del mediodía, se dirigieron a un salón de baile, a pocos kilómetros del centro, en el que solía haber funciones nocturnas los fines de semana. Como Daisy había trabajado como instructora en aquel recinto, le daban permiso de hacer uso del salón cuando quisiese. Le enseñó a Natasha cómo mover el cuerpo, cómo desplazarse arriba del escenario, cómo caderear, cómo lucirse en un caño fijo, y lo más importante, cómo ganarse los aplausos de la audien-

cia. En pocas horas, la rigurosa práctica conllevó a una insufrible extenuación; entonces, fue necesario hacer una pausa para descansar y ensayar movimientos simples por la tarde. Las dos zorras danzaron juntas y se deslizaron como si fuesen una pareja de bailarinas profesionales.

Natasha y Daisy eran como Nina y Lily, dos bailarinas con potencial, deseos venéreos y gustos extravagantes. Ambas le entraban a las drogas y a los desequilibrados fetichismos de turno. Y como no podía faltar entusiasmo, entre las dos hubo un intercambio de éxtasis por si las moscas.

De regreso en el hotel, Natasha se apresuró por ir a cambiarse de ropa. Tenía que ponerse bonita, debía generar una buena impresión. Daisy le ayudó a maquillarse y le prestó algunas prendas de vestir para que luciera más sensual. El lobo quedó fascinado cuando vio a la nacarada zorra vestida como una prestigiosa actriz.

Le dijo que iría al salón de espectáculos a verla bailar después de medianoche, ansioso estaba por verla refregarse con otras preciosuras de su clase en el escenario.

Antes de que oscureciera, la zorra viajó en taxi hasta el lupanar, la recibieron los nervudos guardias de seguridad y la llevaron hasta el fondo. Lisa la recibió con cortesía y le dijo que quería mostrarle el interior del recinto antes de que iniciara su papel en la actuación.

En la planta baja estaban los tres escenarios: uno en el centro, uno a la derecha y uno a la izquierda. En el escenario del centro debutaban las sensuales bailarinas; en el escenario de la izquierda debutaban los elegantes bailarines; en el escenario de la derecha se llevaban a cabo actuaciones sugestivas sin tintes erógenos. El sector de iluminación estaba cuidadosamente diseñado para ir variando según la intensidad de las emociones vividas. El telón rojo, los asientos y las pasarelas se asemejaban a los interiores de los teatros.

Las sublimes bailarinas actuaban desde las once hasta la una de la madrugada, luego hacían una pausa para ser elegidas por algún cliente dispuesto a pagar por sexo. Los precios a cobrar dependían de lo que quería hacer el consumidor, los fetichismos tenían un costo extra, así como el uso de juguetes sexuales. La diversidad de prácticas era lo que lucraba en la casa de lenocinio.

Algunos bailarines tenían sexo con los clientes, otros lo hacían entre ellos y compartían sus fluidos con los visitantes. A ellos se les podía tocar y acariciar al igual que a las bailarinas. Los precios que cobraban por una noche de sexo eran bajos en comparación a lo que cobraban las hembras. La mayoría de las entusiastas que iban a ver a los bailarines eran solteronas de mediana edad y viudas mayores.

Los clientes interesados podían ir a ver machos o hembras tocándose y dándose placer en el escenario. Era uno de los pocos

sitios en la ciudad con un servicio mixto. Cada quien podía ir a ver lo que más le gustaba.

La hiena, vestida con ropa de primera calidad y un sombrero de fieltro, acompañó a la zorra para que echara un vistazo a algunas de las actuaciones más candentes del momento. La llevó a la parte del costado, frente a un escenario más pequeño, para que presen-ciara una legítima escena de amor en vivo y en directo. Se quedaron de pie esperando a que apareciesen los actores.

—¿Por qué hay tantas hembras aquí? —preguntó la zorra—.

Esto parece un bar para lesbianas.

—En este horario actúan dos hermosos zorros que siempre excitan a la audiencia. El majestuoso juego homoerótico que crean es exquisito de principio a fin. Son una pareja excepcional.

Los licenciosos actores de los que hablaba la hiena eran dos elegantes ejemplares que parecían padecer de satiriasis, nunca queda-ban satisfechos con lo que hacían en privado, de modo que recurrían a la exposición pública como forma de aumentar la excitación compartida. Eran zorros de pelaje rojizo, orejas picudas, ojos ana-ranjados, manos y pies de color bruno, mentón y vientre de color blancuzco, jopo lanudo con punta beis, extremidades delgadas y genitales envidiables. Los dos tenían un metro setenta y cinco y apenas habían pasado los treinta años de edad.

El público presente, más de cien espectadores bien vestidos y con vasos de cerveza fina en las manos, se morían por ver a los bailarines en escena. Las hembras gozaban tanto de la actuación como los pajeros que iban a ver a las bailarinas. Eran contados los machos infiltrados que estaban sentados en los asientos del fondo.

Cuando las luces encandiladoras de arriba iluminaron el centro del escenario, el extenso telón fue subiendo de a poco y los tan esperados bailarines, vestidos con nada más que taparrabos, hicieron su aparición. Iniciaron una danza inusual de pasos largos y movimientos complejos. Se tomaban de las manos y compartían el entusiasmo por moverse de un lado a otro sin parar. Meneaban las caderas, agitaban las colas y sacudían los brazos en lo que parecía una especie de ritual de cortejo indio. La música folclórica que acompañaba la danza era propia de tribus aborígenes.

—Esos dos se mueven como pájaros —murmuró la hiena—.

Son elásticos como una goma y ágiles como atletas.

—Son guapos —musitó la zorra, embobada al verlos tocarse una y otra vez. Se imaginaba al coyote y al lobo bailando, dándose una afectuosa demostración de afición. Aquella bizarra fantasía era absurda a más no poder—. Y qué bien bailan.

Parecía que estaban recreando la escena de baile de la película

Perfume de mujer”, con movimientos raudos, poses singulares, pa-

sos armoniosos y mucho manoseo. Ambos se desplazaban igual de rápido, ninguno cometía errores en los pasos.

Una vez terminada la primera parte del espectáculo, pasaban a la parte que la audiencia más disfrutaba. Se desnudaron e iniciaron un baile similar al anterior, sólo que más provocador. Se franelea-ban constantemente, se tocaban zonas erógenas y fingían placer carnal. Exploraban a fondo los más delicados roces y efectuaban los movimientos más voluptuosos. Con denuedo y tiento, se ponían en puntas de pie para realizar pasos de ballet, daban giros y vueltas como trompos antes de acceder a la parte más fogosa, el auge del baile.

—Aquí es donde hacen su papel principal —mencionó la hiena.

Los bailarines se aproximaron al frente, se acomodaron a pocos metros de la primera fila de asientos, se manosearon de nuevo y expusieron su virilidad en público. Sacaron a relucir sus miembros para que todos vieran lo que tenían guardado. Sus enrojecidas vergas se pusieron tiesas en cuestión de nada, las acicalaron con saliva y las estiraron para ponerlas más rígidas de lo que ya estaban. El zorro de la izquierda puso en cuclillas para felar a su compañero de la manera más dulce. Recibía suaves caricias en la cabeza a cambio del favor. Era un momento de mucho frenesí para el público.

—Se me humedece la concha con sólo verlos —admitió la zorra, al borde de experimentar un orgasmo.

—Esta es una escena de precalentamiento. Lo mejor viene después —le explicó la hiena.

La felación, tal y como había dicho la hiena, era un paso previo al encantador juego sexual en el que se envolvían una vez listos. El zorro de la izquierda se dirigió al frente, se puso en cuatro patas, levantó la cola, dobló la columna creando la famosa pose de sometimiento, cerró los ojos e inhaló todo el aire que pudo. Su compañero de baile lo tomó por detrás, clavó las rodillas en el suelo, lo sujetó del cuero con las manos, le introdujo el humedecido miembro en el orificio anal y comenzó a penetrarlo.

Las voyeristas hembras que estaban al frente gozaban cada segundo, se regocijaban desde sus asientos, alzaban los vasos para que el zorro pasivo tomara uno y lo pusiera debajo de su abdomen.

Ambos gimieron y suspiraron con insistencia, sintiendo el grandí-simo placer del sexo en público. Alcanzado el límite, eyacularon juntos. El zorro pasivo le devolvió el vaso a la coyota que se lo había dado para que bebiera lo que había acabado de excretar. Para ella, esa muestra de semen era como el autógrafo de su actor favorito.

—Quisiera estar adelante para saborear la leche de ese hermoso bailarín —dijo la zorra, verde de envidia.

—¿Ahora ves de qué se trata la cuestión? Tú tendrás que hacer algo similar con una loba.

—Yo no he tenido experiencias carnales con el mismo sexo.

¿Cómo se supone que desempeñaré mi papel?

—Es actuación. Concéntrate en el papel de tu personaje, des-conéctate de tu personalidad y hazte pasar por una acerba ejecuto-ra de truculentas penas. Conviértete en una sádica practicante de la tortura física, siéntete libre de aporrear a tu víctima cuantas veces quieras, sé tan violenta como puedas, enséñale a tu esclava quién es la que manda.

—Es que nunca desempeñé el rol de verduga. A mi novio nunca lo golpeé, ni él a mí. ¿Cómo hago para hacer que la escena parezca realista?

—Imagina que están rodando una película y que tú eres la estrella del equipo, por tanto, tienes que mostrarte como si fueras parte del montaje.

—¿A mi compañera no le molestará que la golpee con fuerza?

—Ella es masoquista, aguanta cualquier suplicio que te imagines. Y lo mejor de todo es que se excita con el dolor más lancinante.

—¿O sea que le puedo administrar una buena azotaina y ella lo disfrutará?

—Un jubón de azotes nunca le viene mal. Mientras más le pe-gues, más te rogará que sigas.

La hiena la llevó a la parte del fondo, cruzaron cerca del bar donde se servían muchas bebidas alcohólicas y cócteles de fruta, salieron por una amplia puerta metálica, caminaron en dirección al pasillo principal, bajaron las escaleras y llegaron al cuarto de maquillaje. En el primer asiento frente al espejo, sentada estaba la futura compañera de actuación de la zorra.

Kaylee Marsh era una loba de un metro ochenta, pelaje grisáceo con matices más oscuros en los brazos y en las piernas, ojos color cian, orejas cortas, bigotes chuecos, extenso y liso cabello negro, pechos hinchados, abdomen chato, cadera ancha, rabo sedoso, manos y pies grandes, y uñas bien afiladas. Llevaba puesta una camisa negra, pantalón gris y zapatillas en mal estado. Era divor-ciada y había acabado de cumplir treinta y seis años. Debido a su obsesión por la automutilación, la algofilia y la ligofilia nadie tenía deseos de tenerla como pareja. Era muy evidente que no era una hembra normal como las demás, los delirantes deseos que tenía eran macabros.

—Te presento a tu compañera de juego —introdujo la hiena—: ella es a quien le pegarás con el látigo.

—Es un placer conocerte —le saludó la zorra.

—El placer es mío —aseveró la loba con una cálida sonrisa—.

Veo que han encontrado una princesa que me hará sufrir.

—Cuéntale tus experiencias previas para ponerla al día. Yo tengo asuntos que atender —le dijo la hiena y se fue.

La zorra no se sentía muy a gusto en un cuarto tan pequeño junto a una maniática que podía hacerle cualquier cosa sin su consentimiento. Tenía que fingir que estaba encantada de conocerla y que no le tenía miedo. Si bien era cierto que aquella canina era asaz atractiva, cada vez que abría el hocico y enseñaba los dientes infundía temor. Se podría decir que tenía el cuerpo ideal soñado por todo macho.

—Ponte cómoda —la invitó a que tomara asiento a su lado—.

Tenemos algunas horas para charlar antes de meternos en el escenario —le dijo, pretendía mantenerla calmada—. Dime algo, ¿te sientes preparada para lo que viene?

—Más o menos —contestó la zorra y se sentó en el asiento de al lado, frente a un tablón horizontal con una gran cantidad de perfumes, cremas y frascos—. He hecho muchas atrocidades en mi vida, pero nunca he lastimado a alguien. Cuando Lisa me contó

acerca de la escena de tortura, me puse como un flan. Yo no tengo intenciones de hacer sufrir a nadie.

—No tienes por qué preocuparte. —Apoyó la mano izquierda en la rodilla derecha de la zorra—. A mí me han hecho todo tipo de cosas: me quemaron la carne con brasas, me cortaron la piel con dagas, me echaron agua hirviendo, me arrancaron las uñas con una pinza, me dieron cadenazos, me hicieron tomar combustible.

He pasado por muchas cosas terribles que ni te imaginas.

—Eres demasiado linda para que te hagan esas cosas. ¿Por qué quieres arruinar tu vida así? ¿Acaso no tienes sueños?

El rostro de la loba se empalideció de golpe, dejó de estar contenta y se puso triste por un instante, bajó las orejas y observó el suelo, con las manos en el regazo. La zorra había tocado un punto sensible. Esa última pregunta fue como un flechazo al corazón, una puñalada trapera, lastimaba más que cualquier puñetazo. Darle remoquete no era la intención de Natasha, por supuesto que no, sólo fue una pregunta franca.

—Es que no sirvo para otra cosa. Nadie querría tener a una va-caburra como yo de pareja. El único amante que tuve me abandonó a los pocos días de haberse casado conmigo. Al descubrir quién era en realidad, me dejó plantada. He fracasado en todos mis empleos, perdí lo poco de dinero que tenía, y ahora estoy viviendo en

un mugroso departamento en las afueras. Mi vida siempre ha sido opaca.

—¿Te gustaría conocer a un lobo sensual?

—Me gustaría, aunque sé que ninguno se fijaría en mí. No tengo nada de especial y me faltan un buen par de tornillos.

—Yo conozco uno, uno muy sucio que se la pasa cogiendo con hembras de toda clase. Él es muy dulce conmigo y tiene muchísimo dinero que heredó de sus padres. De seguro le encantará conocerte.

—¿Le entra al sadomasoquismo? —le preguntó, interesada por conocer la respuesta.

—Él no es violento, al menos no que yo sepa —titubeó la zorra—, pero coge como un dios. A mí nunca me defraudó. Su enorme verga siempre me satisfizo. Si quieres sentir dolor de verdad, pídele que te la meta por el culo. Así sabrás lo que es una feroz sodomía.

—¿Dónde puedo conocerlo?

—Vendrá a medianoche a ver mi presentación. Hoy debutaré como verduga, mañana estaré en el escenario de baile con las tigresas y las leopardas.

—Si es sensual y pijudo como tú dices, entonces sí me interesa conocerlo. A lo mejor podamos hacer una brutal escena entre los tres. ¿Qué te parece?

—¿Segura de que quieres que yo intervenga? Apenas nos acabamos de conocer.

—¡Y qué! Eres una zorra muy guapa —aseveró con una espe-luznante sonrisa que le ponía los pelos de punta a la vulpeja—. Me recuerdas a una amiga mía a la que cercené en un cementerio. Fue un ritual peligroso; ella casi se desangró. Estuve en la cárcel un tiempo por haberla lastimado. Yo no quería que muriera, sólo quería verla sangrar un poco.

—¿Ella te lo pidió?

—Me dijo que quería experimentar placer cortándose los brazos. Yo le hice el favor nada más. En ningún momento quise que se sintiera incómoda.

—Puedes experimentar mucho placer sin necesidad de sangrar.

¿Nunca te devoraron el clítoris?

—Nunca le entré al sexo oral.

—Pues deberías entrarle. Es bien sabroso.

Conversaron durante más de una hora hasta quedar sin palabras. Luego, se dirigieron al guardarropa para ver qué podían po-

nerse. Cada una tomó la vestimenta que iba acorde a su papel, se metieron en el vestidor, detrás de un panel se cambiaron de ropa.

La loba estaba excitada al ver a la zorra en ropa interior, su bello cuerpo le resultaba precioso, tenía terribles ganas de comérsela ahí mismo.

—Tu novio debe ser el coyote más afortunado del mundo —le dijo mientras la veía vestirse.

—¿Por qué lo dices?

—Tienes el cuerpo de una diva.

—El cuerpo por sí mismo solamente atrae. Hay que saber tratar a los machos para ganarse su cariño.

Con el traje de cuero negro, las curvas de la zorra se notaban más que nunca, sus pechos resaltaban y sus piernas se veían más definidas. Se puso un collar con pinchos, se pintó los labios, se deliñó los ojos, se puso guantes y botas, ajustó el cinturón a la cintura y tomó uno de los látigos que estaba en un cajón. Vestida co-mo castigadora era una lindeza que nadie podía rechazar.

—Estás hermosa vestida toda de negro —le dijo la loba y le to-có el cuerpo—. Me muero por ver cómo me partes el lomo a latigazos.

—Eh, respecto a lo de los latigazos, no quiero herirte más de lo necesario.

—Puedes ponerle un poco de tinta roja al látigo y así parecerá que sangro —le sugirió—. Solemos usar sangre artificial en saqui-tos pequeños. Claro, el público nunca sabrá si es real o no a menos que la saboreen.

—Me parece que será lo mejor. Yo jamás lastimaría a una loba como tú.

—¿Por qué no?

—Eres muy linda para que te lastime.

—Tú también lo eres —le dijo, la acorraló contra la pared y le olfateó el cuello. Tocó su cuerpo de nuevo y se sintió más acalorada que antes—. Me dan ganas de darte tarascadas en el pescuezo.

—¿Acaso estás acosándome?

—¿Lisa no te dijo que soy una pervertida descocada?

—No me provoques. Estoy segura de que no querrás que te es-trace aquí mismo.

—Un poco de manoseo antes de empezar no me vendría mal.

—Ya rugiste, perra.

Molesta por la provocación, la zorra la tomó entre sus brazos y la lanzó al suelo como en un combate de lucha libre, le saltó encima y le mordisqueó el cuello y los hombros como una hambrienta fiera. Sus colmillos se clavaban en su carne provocándole dolor, no

causaban heridas sangrantes. Le apretujó las enormes tetas, le lamió los rígidos pezones y le rascó el vientre. Su mano izquierda descendió, le bajó el pantalón y estiró la rosada bombacha que tenía puesta. Sus atrevidos dedos se sumergieron en la entrepierna de la loba, cruzaron por encima del monte de Venus, rozaron el clítoris y palparon los labios mayores. Le masajeó la concha e introdujo los dedos en la vagina, vehemente por ponerla más excitada.

La introducción de los dedos en el conducto vaginal ponía muy tensa a la loba. La mejor parte fue cuando los dedos de ambas manos invadieron su privacidad. Los ocho dedos de la zorra masajea-ron la humedecida vagina sin tregua. Los espasmos se volvían cada vez más intensos; la loba jadeaba con cada movimiento que su compañera ejecutaba. La excitación fue en aumento hasta alcanzar el punto más alto, como resultado de ello la loba se corrió. La zorra hizo a un lado la vergüenza y la observó retorciéndose de fruición. Era la primera vez que frotaba sus dedos en los genitales de otra hembra. Se sentía bastante excitada.

—Casi me muero —admitió la loba, todavía jadeando—. Eres muy buena para esto.

—Era una simple prueba. Ahora veo que eres muy sensible.

—¿Tienes pensado hacer lo mismo en el escenario?

—Allí será mucho peor. No tendré compasión.

—Será una noche inolvidable entonces.

Se pusieron de pie, acabaron de vestirse, se pusieron perfume con feromonas y se reacomodaron en los mismos asientos de antes. Las dos mantenían pocos centímetros de distancia y no dejaban de mirarse con lujuria. Vestidas de negro, parecían actrices porno esperando el momento indicado para actuar.

El inesperado golpeteo en la puerta las distrajo y fueron a echar un vistazo. Uno de los leones que vigilaba la parte del fondo les avisó que su intervención tenía que iniciar antes dado que, al no haber asistido una pareja de bailarinas, tenían que tomar su lugar en el horario correspondiente a su papel. Sólo faltaban veinte minutos para las doce de la noche. Lisa había cambiado los planes para que todo acabara a la misma hora. A varios de los clientes les parecía injusto el hecho de no poder ver a una de las parejas más experimentadas en acción, por tanto, había que eliminar la desazón con una buena introducción previa a la escena de masoquismo.

Las dos hembras se dispusieron a recrear una escena idílica, como la de los demás diligentes danzantes que hacían hasta lo imposible para ganarse al exigente público. Con la ropa que tenían puesta, salieron del cubículo y se apresuraron por presentarse ante los organizadores de la función. Dos osas polares de ojos rojos y

cabello corto, vestidas con uniformes opacos, las recibieron, les explicaron en qué consistía la inminente actuación: tenían que bailar algo que resultase llamativo y que provocara sentimientos positivos en los observadores. Con simples movimientos de cadera y toqueteo podían hacer que los visitantes se emocionaran lo suficiente para mantenerse entretenidos.

»Yo no soy una bailarina profesional —recalcó.

—Yo tampoco lo soy, pero hoy lo seremos —le dijo la zorra.

—¿Tienes algo en mente?

—Trata de imitar mis movimientos y seguirme. No será difícil una vez que logres equilibrar tu cuerpo.

Las osas las condujeron hacia la parte de enfrente a fin de que estuvieran listas para cuando el telón subiera. Las últimas parejas de zarigüeyas semidesnudas ya habían terminado su actuación, estaban haciendo tiempo para mantener al público distraído. La loba estaba un poco nerviosa, las piernas le tiritaban y el rabo se le erizaba. La zorra se sentía segura de sí misma, tenía el don de ganarse el cariño de los demás con suma facilidad, poseía la agilidad de Renamon y la beldad de Vaporeon.

»Imagina que no hay nadie sentado en los asientos. Ignora tu entorno por completo y repite los mismos patrones hasta el final

—le susurró al oído para calmarla.

—¿Y si tropiezo y me caigo? —se lo preguntó a bocajarro.

—Te saltaré encima y te morderé.

En ese momento, las dos bailarinas que habían estado quince minutos moviéndose sobre el escenario, retornaron al vestíbulo.

Las dos caninas esperaron el momento oportuno para mostrarse.

Un elocuente camaleón, parecido a Rango, vestido con sombrero emplumado y traje naranja anunció la improvisada aparición de dos bellas criaturas dispuestas a dar lo mejor de sí. Con voz de locutor, presentó a la ostentosa pareja de la noche: las caninas masoquistas.

Ingresar al escenario tras la subida del telón fue desconcertante, el estentóreo aplauso y las fijas miradas provocaban más intranquilidad que cualquier otra cosa. Las veleidosas expectativas del público eran primordiales así que había que lucirse sí o sí. Tomadas de las manos, las hembras se dirigieron al frente mientras una suave canción ataviaba la inquietante atmósfera.

Ante el flagrante mutismo del público, las bailarinas improvisa-ron una danza sugestiva con movimientos alígeros muy bien elaborados, iban y venían dando pasos largos, se tomaban de las manos y se tocaban con cariño, intercambiaban caricias y besos para luego alejarse de nuevo. Crearon prolijos círculos con sus figuras, menearon las colas y se pusieron en cuatro patas. Como dos bestias al

acecho, fingieron un enfrentamiento en el que se mordisqueaban y se rasguñaban con bronca. Se revolcaron de un costado al otro, dando tumbos y volteretas. Se ahorcaban en el suelo, se apretaban la yugular con fuerza, se mantenían recalcitrantes en todo momento, no tenían deseos de soltarse.

Hugh había ingresado un poco antes para reservar lugar, se emocionó mucho al ver a Natasha en el escenario, aunque no entendía qué era lo que estaba haciendo. Pensó que estaba peleando con otra hembra por una cuestión territorial. La escena que se había montado lucía muy realista para ser una simple actuación.

A su lado, a pocos centímetros de distancia, había un joven chacal vestido con traje azul manoseándose la verga para ponerla tiesa. Ver la contienda entre hembras en el escenario le provocaba tanta excitación como ver una película para adultos. Varios machos que estaban sentados enfrente ya habían abierto sus braguetas, deseosos por tocarse y empalmarse. La masturbación era común cuando la función estaba buena.

La loba y la zorra hacían como que estaban peleándose en el escenario para llamar la atención del público, luego se tranquilizaron y comenzaron a besuquearse con entusiasmo. Se pusieron de pie a los pocos minutos y siguieron bailando como al principio, sólo que más despacio. Al verla a los ojos, la zorra sabía que su compañera

estaba excitada y quería seguir revolcándose con ella enfrente de todos.

Transcurridos los quince minutos de presentación artística, las bailarinas se detuvieron para presenciar un elogioso aplauso y muchos silbidos. Más de uno estaba ansioso por conocer a esas her-mosuras en persona. Retornaron al fondo y el telón las cubrió.

La hiena apareció junto con los dos linces para hablar con las bailarinas que habían acabado de ejecutar un papel improvisado.

Había visto la presentación en su monitor gracias a una cámara que estaba en la parte de arriba y enfocaba en el centro del escenario.

—No sé qué fue lo que hicieron allá, pero al público le encantó

—las felicitó por su desempeño—. Ahora, lo que sigue será la pre-paración del espectáculo de la noche. Quiero que se luzcan tal y como lo hicieron recién. Muéstrenles a todos que pueden ser unas perras bien salvajes.

—Yo estoy excitadísima. Ya no sé qué esperar de Natasha.

Siempre sale con algo nuevo.

—Haré de esta noche un recuerdo imborrable —juró la zorra y se dirigió al fondo. No le cabía en la cabeza la posibilidad de no salir de azotes y galeras.