Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Hace un momento, después de dos largas horas de trabajo a la sombra delúnico árbol del jardín, entre las matas de rosales, y a pesar delvientecillo que levantaba las hojas de mi libro, mi padre se harecostado en su butaca, después de sujetar cuidadosamente las cuartillascubiertas de su fina letra, y me ha mirado con sonrisa de aprobación.

—Esto es lo que se llama una hija trabajadora y buena... Capaz seríasde estarte trabajando hasta perder las fuerzas, sin pedir gracia.

Yo no estaba cansada y así se lo dije, y añadí que era muy felizfigurándome que le ayudaba un poco.

—Sí que me ayudas y que me facilitas la tarea. Me extraña el ver que,sin confusión ni ruido, te has hecho este trabajo de investigacionesque no tiene nada de seductor y que exige, después de todo, sagacidad yatención.

Yo estaba contentísima, como usted comprende, señor cura.

Mi padre siguió diciendo:

—Las mujeres son, verdaderamente, criaturas asombrosas, dotadas de unafacultad de asimilación y de una finura de intuición que suplen a lo queignoran. Ven a darme un beso, pequeña encantadora. No te figuras lo quete admiro a veces sin que lo parezca. Tu vida es muy grave para unamuchacha de tu edad.

Me apresuré a ir a besarlo, y después me senté en la hierba a suspies... Mi padre se puso a acariciarme el cabello, un poco pensativo.

Y yo, que nunca he sido acariciada, me sentía feliz, en aquella tarde desol, entre el perfume de las resedas y de los heliotropos.

—De pronto me dijo:

—¿A quién haces tú tus confidencias?... No siempre es a mí...

—¿Mis confidencias?...

—Sí, tus ideas... tus reflexiones... tus sentimientos secretos...

¿Aquién se los dices?... ¿Es a doña Polidora?

—¡Dios mío! no, papá. No comprendo bien lo que tú entiendes por...

Mi padre hizo un gesto de impaciencia.

—Vamos a ver... Hace seis meses que vives a mi lado, rodeada de hombresde talento y de valía... y todos empeñados en agradarte. Es imposibleque no haya uno que te guste más que los demás... Sé franca...

—Desde luego, el que me gusta menos es el señor Kisseler.

—Procedamos, si quieres, por eliminación. ¿Qué piensas de GerardoLautrec?

—Lo encuentro fino, ingenioso, amable...

—¿Es a él a quien prefieres?

—¡Oh! no...

Me interrumpí, no sabiendo realmente si decía la verdad.

—Entonces es Máximo... a no ser que el doctor...

—No, no, por cierto.

—Bueno—dijo mi padre radiante,—entonces la palma es de Máximo...

—Te aseguro, querido papá, que no lo sé y que nunca me he preguntadosemejante cosa. Mi único pensamiento, que ha absorbido todos los demás,ha sido no serte molesta, no disgustarte y tratar de hacerme querer unpoco. Todo lo demás me es igual.

Mi padre me atrajo hacia sí y me besó tiernamente.

—¡Pobre hija mía! Dios sabe, si existe, que lo has logrado bien.

A pesar de la exquisita dulzura de sus palabras, a pesar de suscaricias, me pareció que una larga y acerada aguja había penetrado en micorazón, y en medio de mi alegría, pasó por mí un calofrío de espanto.«¡Dios sabe, si existe!» No puedo acostumbrarme a esa forma irónica dela duda, habitual en mi padre. Acaso no es más que un vicio de su mente,contraído hace largo tiempo y que se manifiesta mecánicamente.

No quise hacerle ver que me había entristecido y traté de responderlecon buen humor.

—La prueba de que Dios existe es que tú eres bueno...

—¿Eso crees? ¿Es eso una prueba?... ¿Cómo te arreglas para verlo así?

—Eres bueno y Dios me ha dado un padre como tú.

—¡Ah! Vamos; sales del paso con un madrigal... Pero piensa que lo queDios te ha dado, puede quitártelo.

Me estremecí, y él, que lo vio, siguió diciendo con dulzura yestrechándome contra su pecho:

—La experiencia prueba, hija mía, que todo lo que vive tiene que morir,y no he de escaparme yo de la ley. Por eso te preguntaba hace unmomento, no por malicia ni por curiosidad, sino porque desearíavivamente que entre los jóvenes, distinguidos por diversos títulos, queme rodean, hubiese alguno bastante dichoso para agradarte y al quepudiera yo confiar el cuidado de tu porvenir.

—¡Me dices cosas crueles!—exclamé.

—¿Qué tiene de cruel el que desee tener dos hijos en vez de uno?... Tumatrimonio, tontina, no apresuraría mi fin sino todo lo contrario, puesme daría una tranquilidad de espíritu preciosa a mi edad. Hay que verlas cosas con calma y buen sentido. El matrimonio es la verdaderavocación de la mujer, y no veo nada de espantoso en que una guapamuchacha se case con un buen mozo de su gusto... ¿Qué dice de esto laseñorita?

Al decir esto me estaba pellizcando amistosamente una oreja y moviéndolapara despertar mi atención.

—Es que, hasta ahora, no tengo gana de casarme... ¡Soy tan feliz a tulado!

—Frase clásica de dama joven. Todas las muchachas, tarde o temprano,tienen gana de casarse y si tú no la tienes todavía es que estás un pocoatrasada para tu edad. ¡Diecisiete años! ¡Ahí es nada!... Un monstruo...de una bonita especie, lo confieso...

—Pues bien, papá, elige tú...

—Perfectamente... Elijo a Kisseler...

—¡Kisseler!

Mi espanto le hizo reír de buena gana.

—Eso le enseñará a usted, señorita, a reflexionar antes de hablar.

—Creí que elegirías otro.

—¿Cuál? ¿A quién harías de buen grado el precioso don de tu personilla?

—Ya lo pensaré, papá. Veo que contigo no hay que andarse en bromas.Pero ¿quién me dice que el feliz elegido no será recalcitrante?

—Eso, pequeña, es asunto vuestro. No puedo darte ni garantía niconsejos. Creo que esas cosas se arreglan de un modo amistoso y que túestás hecha de un modo que hará fáciles los arreglos.

—¡Amor propio de autor!—pensé tristemente.

—Ahora—dijo mi padre,—trabajemos una hora más y te dejaré enlibertad.

Estaba yo distraída, mi pensamiento divagaba y tenía gana de llorar. Mipadre echó de ver esta languidez desusada, y me despidió.

Puse en orden los papeles y me levanté prestamente.

—¡Cómo! Hija desnaturalizada, ¿te vas sin darme un beso?

¿Me tienesrencor?

—Sí—respondí apretándole la cabeza con las manos y besándole en lacalva;—sí, porque veo que tienes prisa de desembarazarte de mí.

Mi padre dio un golpe en la mesa con mucha furia.

—Faltas a la verdad a sabiendas... ¡Vete de aquí o te tiro miAristóteles a la cabeza!

Y blandía el librote con fingida cólera.

Eché a correr y me refugié en el bosque vecino, un lindo bosque desenderos tortuosos y sombríos, en los que me interné con gran necesidadde estar sola.

Aquella prisa por casarme me entristecía.

A pesar de toda la bondad de mi padre, temo que mi vida, bruscamenteincrustada en la suya, sea para él un estorbo y una carga dura desoportar.

Aquel temor se mezclaba con otro más cruel, el de que mi padre sintieseacaso más comprometida su salud de lo que quería dejar ver.

¡Cómo! Siempre está presente la muerte; en todas las vueltas del camino,en las horas más serenas de la mañana como en el ocaso de la vida,aparece con su misterio y su terrible silencio.

En aquel bosque de vivificantes aromas y de follajes enrojecidos por elotoño, pasé, señor cura, unos momentos crueles.

Después, la calma fue viniendo poco a poco al recordar las pruebas deternura de mi padre y la necesidad cada vez mayor que parece tener de mipresencia.

Me convencí, porque lo necesitaba mucho, de que las seguridades delmédico sobre la fuerte constitución de mi padre eran enteramentesinceras y de que podía tener confianza.

Y entonces se impuso a mi reflexión la idea del matrimonio en sí misma.Casarme; elegir un ser para entregarme a él y que sea mi dueño; dar deuna vez y para toda la vida el corazón, es cosa grave...

Además, hay que agradar, hacerse amar... ¡Qué trabajo de Hércules, Diosmío! ¿Cómo se arregla una para hacerse amar?

¿Por dónde se empieza? ¡Siusted cree, señor cura, que estas cuestiones son fáciles de resolver!...

Mi padre no parece que las encuentra la menor dificultad, pero es por suinfatuación paternal.

Y luego, ¿a quién quisiera yo agradar? El señor Lautrec tiene ideas quese aproximan a las mías, o que, al menos, no las contradicenviolentamente. Es muy agradable y, sin decir jamás piropos triviales,sabe hacer halagüeñas sus atenciones. Pero hay en él algo que se opone ala idea del matrimonio. Parece que va por la vida como un viajero queestá dando la vuelta al mundo, sin fijarse en parte alguna, sensible alas bellezas del camino, vibrante, entusiasta, apto para comprenderlotodo, para deslumbrar, para gozar, para pescar al vuelo y saborear lasmás finas y las más fuertes sensaciones. Amar debe ser otra cosa.

Meparece que el amor debe tener menos superficies para concentrarse más.Debe ser humilde, puesto que implora, y altivo también, puesto que esfuerte. No veo en el señor Lautrec ni esa humilde ternura ni ese robustoorgullo. Y, en todo caso, no soy yo quien podría inspirárselos. Meparece muy fascinado por la bellísima Luciana, que es tan a propósitopara gustarle. Hay, ciertamente, entre ellos un atractivo. Borremos,pues, de la lista, a don Gerardo Lautrec.

Tengo cariño y agradecimiento por el doctor Muret, que me cuidó contanto celo y bondad cuando estuve mala. Mi padre lo estima mucho, ypuede una acostumbrarse a su fealdad que es interesante. Sin embargo, suaire de solemne importancia me da siempre gana de reírme en sus barbas,y esta es una mala disposición para casarse. Además, tiene siempre en lamano aquel dichoso libro de apuntes y saca el reloj cada minuto, lo quees también un poco fastidioso.

Kisseler... No quiero pensar siquiera en él, porque lo detesto de pies acabeza.

No queda ya más que Máximo, el candidato de mi padre.

Tiene una dulzuratranquila y fuerte que inspira confianza; su sonrisa es agradable ybenévola; sus maneras, sencillas y naturales. No trata de brillar ni deforzar la atención y me gusta su cara pensativa. Da gana de leer en elsecreto de aquel corazón tan bien cerrado. Tiene hermosos ojos, cuyamirada, a veces, conmueve y penetra. Y, además, es muy adicto a mipadre...

Pero yo no puedo, sin embargo, ir a decirle: «Por el amor de papá,cásese usted conmigo, caballero.» Tendría que ocurrírsele a él solito.

Máximo a su hermano.

Es verdad, soy culpable. Hace siglos que no te escribo y me acuso deello todos los días sin tener nunca valor para tomar la pluma.

Y es que, la verdad, no comprendo ya ni a los demás ni a mí mismo, ynada hay que desanime tanto como no poder poner en claro

los

propiossentimientos

y

encontrarlos

ilógicos,

contradictorios y miserables.

Estoy más humillado de lo que puedo decir por este lío de conciencia.

Tú sabes si adoro a Luciana por su belleza soberbia, por su naturalezaindependiente y franca y por su modo de conquistarme, pues fue ella laque me conquistó con la confesión espontánea de una preferencia que yono sospechaba.

La amo, y, sin embargo, me siento cambiado para con ella o más bien, miamor ha tomado una forma inquieta y dolorosa. No dudo de ella, pero nome entrego ya con la misma serena confianza. A pesar mío, la observo, laanalizo, y no encuentro ya sus cualidades tan indiscutibles. Hallo unadiscordancia entre la hermosa franqueza que usó conmigo el primer día yla excesiva prudencia

que

impone

a

nuestras

relaciones

en

la

pequeñasociedad que nos rodea.

Cuando así se lo hago observar amablemente, me responde riendo:

—Está jurado y no hay que hablar más del asunto.

Y añade en tono de broma:

—¿Quiere usted que, dentro de diez años, al vernos todavía novios, nosabrumen a chistes nuestros amigos?

—¡Diez años, Luciana!... es imposible...

—¿Por qué es imposible? El viejo Marignol, como usted le llama, tienesesenta y ocho años; nada le impide llegar a setenta y ocho como muchosde sus colegas, e interceptarnos todo ese tiempo el camino de laiglesia.

La discreción que me impone me es penosa para con Lacante, que es paramí más que un amigo; pero ella me responde que si Lacante es mi tutor,la Marquesa de Oreve es su protectora y habría las mismas razones parahacerle la confidencia.

Y entonces, adiós secreto y vienen todos los inconvenientes de unaespera interminable.

Hay otra cosa que me alarma en Luciana. Creo haberte dicho que me haescrito algunas veces y me ha autorizado a responderle a la lista delcorreo. Esos misterios no son muy de mi gusto, aunque no haya nada másinocente, puesto que la señora de Grevillois conoce nuestros compromisosy los aprueba.

A Luciana, por el contrario, le divierte esta novela, ylo que me preocupa es el tono de esa correspondencia, la ternuraexaltada de las cartas de Luciana y el contraste de esa ternura con lacorrección casi fría de nuestras conversaciones. ¿Será que, cuandoestamos juntos, una delicadeza pudorosa detiene en sus labios lasexpresiones vivas? Quisiera creerlo. ¿Será que tema mis temeridades?Hará mal. Respeto mucho en ella a la mujer que será mía para que tenganada que temer. Sea como quiera, me produce cierto malestar esadisparidad entre la palabra y su expresión escrita. Sospecho que estámás prendada del amor que de su prometido. Me figuro que cede a lainocente e inconsciente retórica de un alma romántica enamorada de losbellos períodos y de las frases cadenciosas, y esto me produce unaespecie de impaciencia despechada que me hace responder con frialdad ycasi en tono burlesco.

Si crees que la amo menos, te engañas. Su presencia me produce siemprela misma turbación deliciosa, y su belleza me encanta. Si supieras lagracia de aquel talle de divina y esbelta elegancia, el atractivo deaquellos labios húmedos y rojos y la potencia de aquellos ojos, tanpronto chispeantes de luz como tenebrosos y obscuros, bajo el misteriode las largas pestañas...

¡Qué seducción hasta en sus caprichos, pueslos tiene! Tiene también desigualdades de humor, y, de repente, accesosde un encanto imprevisto y de una humildad encantadora.

¡Pobre Luciana! ¿Por qué soy tan severo... y tan injusto acaso con ella?

Ayer, cuando llegué a casa de la Marquesa de Oreve, estaba Luciana en eljardín con un libro abierto en la falda. Gerardo Lautrec, que estabasentado a su lado en una silla de tijera, se levantó al verme subir laescalinata. Luciana me ofreció distraídamente la mano y continuó enseguida la conversación interrumpida a mi llegada.

—¿De modo que querría usted estar ya lejos de Francia?

—Adoro a mi país, pero francamente, pasarse la vida en oscilar desde elLuxemburgo al parque Monceau es un poco monótono.

—Usted piensa—díjele riendo,—que el bosque de Bolonia es insuficientecomo selva virgen.

—Eso puede llevar muy lejos—repuso Luciana.

—¡Bah! El mundo es tan pequeño... Pronto se le da la vuelta.

—¿Qué es lo que usted llama pronto?

—Dos o tres años...

—¿Y encuentra usted que es poco? Eso prueba que no deja usted detrásningún pesar.

—Siempre se dejan pesares... aunque no sea más que el de los sueños norealizados.

—Los sueños son humo y no valen un pesar...

—Todo lo contrario... Hay sueños deslumbradores... tan inaccesibles,por desgracia, como el Himalaya... Eso se los lleva uno consigo...

—Para perderlos por el camino.

Ambos se reían y yo me figuré, sabe Dios por qué, que la risa de Lucianaera nerviosa y falsa, y cátame triste para toda la noche. ¿Estoy, pues,celoso? Ciertamente, Luciana es coqueta y le gusta agradar y seralabada. ¿Por qué acusarla? Es bella y lo natural es que goce del éxitode su belleza. ¿Y qué me importa, puesto que su corazón es mío y estoyseguro de su rectitud y de su ternura? Lo demás es polvo que el vientodisipa.