Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Estoy asistiendo a una bonita novela que espero terminará por una bodaentre Luciana Grevillois y el señor Lautrec. Es visible lo que se gustanmutuamente y no me ocurre qué podría impedirles casarse. Luciana notiene fortuna, pero creo que él tiene bastante para dos. Lautrec habíaanunciado que iba a hacer un viaje de unos cuantos años, pero, derepente, ha dejado de hablar de ello, y el otro día me respondió a unapregunta que le dirigí sobre este asunto:

—Tiempo tengo. Haré ciertamente ese viaje, pero la fecha no es segura,pues depende de circunstancias ajenas a mi voluntad.

Creo que esas circunstancias ajenas a su voluntad son el consentimientode Luciana, y lo creo más al ver que me dejó para ir a afilar loslápices a aquella linda persona, que estaba dibujando, y que los dos sepusieron a hablar en voz baja de cosas indiferentes, pero en ese tonoconfidencial que indicaba claramente que sólo esperaban que yo me fuesepara cambiar de asunto. Lo comprendí y me marché a casa para saladar ala Marquesa de Oreve.

La señora de Grevillois, que estaba al lado de la ventana trabajandoactivamente en su bordado, me interpeló al pasar para reprocharmegraciosamente que dejase sola a Luciana. Me previno que la Marquesaestaba de mal humor y que no había querido colocarse para su retrato, yañadió dando un suspiro:

—No sé qué va a pasar con la tal pintura; mi pobre hija la ha vuelto aempezar dos veces sin conseguir dar gusto a la de Oreve... Esfastidioso. Y ya sabe usted que Luciana tiene poca paciencia... De estonacen violencias penosas y temo que resulte un poco de frialdad entre laMarquesa y nosotras. Véala usted, querida amiga, y trate de disponerlamejor en favor del retrato...

Y si Luciana le habla a usted de susdificultades, procure apaciguarla.

—No me hablará, querida señora. Tengo yo muy poca importancia para quese confíe a mí.

—No lo crea usted. Puede usted serle muy útil. No se sabe el bien quepuede hacer una palabra dicha con oportunidad.

La Marquesa estaba en su saloncillo, echada en un sofá y con una batarosa que estaba lejos de rejuvenecerla. Sus ricillos, muy lacios, lecaían por un lado, y los postizos, mal arreglados al color del cabello,tenían un lamentable aspecto de negligencia.

Me ofreció una manolánguida y me dijo:

—Buenos días, hija mía; siéntese un instante y deme noticias de supadre. ¿Está mejor? ¿Vendrá a comer esta tarde? Dígale usted que quieroabsolutamente verlo... Necesito su filosofía para restaurar la mía, queestá muy decaída... Tengo contrariedades que me asesinan. ¿Ha vistousted mi retrato? Ahí lo tiene usted, en esa mesa; quítele el papel deseda y contemple ese horror...

¿Qué dice usted de eso? Yo creí que esajoven tenía talento, o, a falta de talento, ingenio... Pero nada, notiene nada... Esto es tan torpe como feo... sin elegancia, sinexpresión, sin poesía...

Contemplé la miniatura y la verdad es que no se parecía al modelo.

—Los ojos son hermosos—me atreví a decir.

—¡Unas puertas cocheras! Ocupan la mitad de la cara... ¡Eso, unosojos!... No tienen vida ni llama; son negros y estúpidos como bocas dehorno... Yo tengo los ojos grandes, es verdad, pero no desmesurados. Espreciso que, en una cara, esté todo proporcionado. Además, yo no tengoesa fisonomía de una legua; mi óvalo es más bien un poco corto. Pareceque se ha propuesto desfigurarme.

—Me parece—dije tímidamente—que había hecho un boceto un poco mejor.

—¿El primero? No, querida; era igualmente feo en otro género. Habíaexagerado en un sentido opuesto... Una cara de luna llena, boca común yconjunto de una vulgaridad repugnante.

Jamás consentiré en reconocermeen los pintarrajos fantásticos de la señorita Grevillois. Renuncio aello.

Mientras hablaba, la estaba yo mirando, y compadecía con todo mi corazóna la pobre Luciana, obligada a hacer un lindo retrato de tal cara.

La Marquesa siguió diciendo:

—No puedo despedir a esas señoras de un momento a otro, como a criadas;tienen derecho a miramientos y las haré estarse aquí hasta final deverano, como estaba convenido. Pero rogaré a Luciana que no se ocupe demí.

—¿No teme usted que se ofenda?

—Yo doraré la píldora... e inventaré pretextos. Además, está muyocupada con sus coqueteos para pensar en otra cosa... Mire usted allí aLautrec, a su lado. Se diría que está a sus pies... No sé, realmente, loque tiene para embrujarlos así.

—Es muy guapa.

—Sí, no es fea... Hay, sin embargo, otras que valen lo que ella...Usted misma, querida.

—¡Oh! señora...

—Vale usted lo mismo, en un género más delicado. Máximo dijo el otrodía que tiene usted un delicioso tipo de virgen. Y

Kisseler añadió: «Unavirgen que haría condenarse a todos los santos.»

No se escandalice usted, querido señor cura; en este país se habla detodo así, en broma.

La Marquesa se reía y se extasiaba por el ingenio de Kisseler y por susgraciosas salidas. Yo estaba encarnada como una puesta de sol, y muycontenta, lo confieso, al saber que Máximo me encuentra bonita.¡Quisiera tanto gustarle!

El mal humor de la Marquesa se ha ido disipando poco a poco y ha acabadopor convenir en que la presencia de Luciana en su casa es un granatractivo para los amigos.

—Lautrec no hubiera venido a pedirme de almorzar esta mañana si hubieraestado yo sola—dijo en tono melancólico.

Y, al ver que yo iniciaba un gesto de política protesta, continuó:

—La juventud atrae a la juventud... No digo yo que, en mis tiempos...En fin, esos tiempos han pasado, bien lo sabe usted, aunque su buenaeducación le impida decirlo... A la edad de usted, una persona de...de...—Buscaba un número de años verosímil, y no encontrándolo a sugusto, acabó de este modo:—

una mujer de mi edad me parecía un serantidiluviano...

enteramente inútil en este mundo... Después, las ideasse ensanchan... Yo hago justicia los encantos de la juventud, aunqueprefiero un poco más de seriedad y de madurez... No olvide usted decir asu padre que cuento con él para comer.

Usted lo acompañaránecesariamente.

Cuando me retiraba, me volvió a llamar:

--- No tema usted por Luciana; no le diré nada desagradable, aunqueretiraré mi cabeza de entre sus manos crueles. Hasta muy pronto, hijamía.

En el jardín seguía el señor Lautrec afilando lápices a Luciana, que yano dibujaba.

La de Grevillois, en la ventana, clavaba asiduamente la aguja en elcañamazo.

Las avispas zumbaban en los espliegos y el sol reía en mi corazón; erafeliz y pensaba cómo se aclara el porvenir y cómo se despeja y se allanaante mí la vida, todo esto porque sé que no disgusto a Máximo.

¿No es curioso, señor cura, el ver qué poca cosa nos transforma ytransforma con nosotros todo lo que nos rodea?

Pasé por detrás del banco en que estaban hablando Luciana y Gerardo, ycomo me ocultaban los arbustos, no sospecharon que estaba yo tan cercani que sus palabras, escasas y lentas, llegaban hasta mí.

Luciana decía:

—Yo no tengo confianza.

Y él respondió:

—Sin embargo, pruebe usted...

Las palabras eran insignificantes, pero la entonación era tan íntima,tan penetrante y tan dulce, que temí ser indiscreta y me escapé de allí.

Y en mi precipitación por poco dejo caer al Marqués de Oreve, que seestaba paseando con un librote debajo del brazo y aspecto depreocupación.

—Figúrese usted—me dijo poniéndome una mano en el hombro paracontener mi impulso—que no puedo encontrar el vínculo de parentescoentre los Olmutz y los La Fribourgére...

—¿Desea usted saberlo?

—Ciertamente... Pero es humillante preguntar a esa gente, porque pareceque ignora uno la gramática. Los La Fribourgére son nobleza de toga, yde toga muy corta... Mientras que los Olmutz, ¡diablo! esos son otracosa; nobleza de espada. Su casa remonta al siglo XII, tachada solamentepor un matrimonio desigual a mediados del XIV.

Evidentemente—dije con convicción;—un parentesco así es honroso.

Y después de excusarme diciendo que mi padre me esperaba, separévivamente el hombro de su larga y blanca mano y me eché a correr.

Es tan corta la distancia entre la «Villa del Lys» y la nuestra, que mipadre me permite ir y venir sin escolta, y yo no abuso, se lo aseguro austed, señor cura.

Aquel día, sin embargo, hubiera querido dar un rodeo para saborear micontento, pero esos excesos no están en el programa e invité a mialegría a no salirse del camino recto.

¿Y sabe usted, señor cura, por qué estaba yo tan alegre?...

PorqueMáximo de Cosmes ha dicho que soy bonita... ¡Qué horrible vanidad!

Y por mucho que trato de ruborizarme de vergüenza, la verdad es queestoy contenta.

¡Impenitencia final!