Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Tiene usted mucha razón, mi buen señor cura, y su sermón ha venido muy apropósito para poner un poco de aplomo en mi cabeza y un poco deprudencia en mi corazón.

«No basta ser bonita, me dice usted, para ser amada; los hombres tratande encontrar cualidades más sólidas y de un orden más elevado en la queserá la madre de sus hijos... Y, después, nada prueba que el corazón dedon Máximo esté libre.»

Es verdad; jamás me he preguntado si el corazón de Máximo está libre.

Siempre me parece que también los demás empiezan su vida, que sus ojosse han abierto al mismo tiempo que los míos y que en ellos, como en mí,todo el pasado es una página en blanco.

Máximo, sin embargo, no es joven. ¡Veintinueve años; casi treinta! Esmás que probable que no haya esperado a conocerme para fijar sucorazón.

Y aquí me tiene usted desazonada de mis ilusiones. Era muy dulce elpensamiento de pasar mi vida entre mi padre y él. ¡Son tan buenos losdos y se entienden tan bien para mimarme!... Casi no hay día en queMáximo no me envíe o me traiga algunas pruebas de su recuerdo: un libro,un dibujo de bordado, un ramo de violetas... pequeñeces, peroafectuosamente ofrecidas.

No tengo experiencia, pero dudo que un novio pudiera ser más amable.

¡Sus maneras conmigo son tan graves y tan dulces, y me agradan tanto!...Hay, sin embargo, una especie de violencia, casi de frialdad, que seinterpone a veces entre él y yo y parece helar en sus labios laspalabras cariñosas. Y ya esto, aun antes de la advertencia de usted,señor cura, me había dado qué pensar.

Hace unos días, me dolía la cabeza después de un largo paseo al sol, yno quise comer. Mi padre se alarmó y dijo que iba a llamar al médico,pero le supliqué que no lo hiciese, segura de que aquella simple jaquecano resistiría a una noche de sueño.

Así estaba convenido cuando llegóMáximo. En cuanto me vio echada en el sofá de la sala, su cara se alteróy, en voz conmovida, reprobó a mi padre el haber cedido a mi capricho nollamando a Muret. Quise protestar, y me dijo bruscamente:

«No crea ustedque vamos a consultar sus antojos cuando se trata de su vida...» Diomedia vuelta y, sin querer fiarse de nadie, corrió él mismo atelegrafiar al doctor, que no tardó en venir y se rió de nosotros.

—Mi padre y Máximo tienen la culpa de que se haya usted molestado—ledije.—De este modo, cuando otra vez le llamen a usted, no vendrá.

—Vendré lo mismo; pero me tomaré tiempo para comer.

Mi padre se lo llevó en seguida e hizo que le sirvieran una cena.

Me quedé sola, cerré los ojos para que descansase mi dolorida cabeza, yme quedé dormida. Cuando desperté era de noche, y por la ventana abiertaoía la voz de mi padre en el jardín y el ruido de sus pasos algo pesadossobre la arena. No sé qué ligero ruido, un suspiro acaso, me hizo volverla cabeza, y, en la obscuridad, adiviné, más que vi, a Máximo a mi lado.

Cuando vio que estaba despierta, me apoyó dulcemente la mano en lafrente y me dijo:

—¿Le duele a usted aún?

—Casi nada; pero ¿por qué está usted ahí en la obscuridad, en vez depasearse con mi padre y el médico?

—¿La contrarío a usted?

—Siento que no goce usted de esta hermosa noche.

—El tiempo me ha resultado agradable de este modo.

—¿Ha dormido usted también?

—No... He estado repasando mis recuerdos. Me acordaba de nuestro viaje;cuando la traje a usted de Quimper a París. Estaba usted dormida ygruesas lágrimas permanecían inmóviles en sus mejillas, mientras grandessuspiros espasmódicos la agitaban de vez en cuando, como los de una niñacastigada. ¡Era usted tan débil y tan pequeña! Y yo sentía que no lofuera usted más... un nene al que hubiera podido acunar en mis rodillaspara consolarlo.

—Y me cubrió usted con su manta; no lo he olvidado... ¡Qué bueno fueusted! Es verdad que lo es usted siempre...

En seguida cambió de tono y me dijo con una especie de dureza:

—Todo aquello pasó. Ha crecido usted, se ha hecho una guapa joven y yano siento deseo alguno de hacer de nodriza.

Se levantó y cerró la ventana, por creer que la noche estaba fresca.

Y se marchó.

Pienso algunas veces si estará enamorado de Luciana, tan bella y taninteligente. Sin embargo, más bien parece que se evitan.

Pero queda lo desconocido, tan tenebroso, tan inmenso, tan lleno demisterios...

Máximo a su hermano.

20 de octubre.

También esta vez tengo que excusarme por mi lentitud en escribirte; perotenía una repugnancia inconcebible a la pluma, al papel, a mis ideas, amis sentimientos, a todo, hasta a Luciana...

Sí, Luciana, mi Luciana meresultaba una carga, un dolor, un despecho constante.

Estaba celoso, y la he ofendido gravemente, como un estúpido.

Ella seirritó y hemos estado enfadados una semana entera, con motivo de eseGerardo, que la corteja sin ocultarse. Encontraba yo que ella aceptaba yhasta buscaba imprudentemente sus galanteos y que se comprometía.

Hícele la observación y ella la tomó con altanería e impaciencia. Laacusé de ser una coqueta y de hacer doble juego, y ella se indignó, porlo que cambiamos palabras crueles.

—Sospechas, reproches, escenas violentas; ¿es así como comprende ustedel amor?—me preguntó.—Si piensa usted ser un marido escamón ytiránico, es tiempo aún de decirlo.

—Y si usted ha de ser una mujer inconsiderada y ligera, que da lo mejorde sí misma al primero que se presenta...

Luciana me interrumpió con violencia:

—¿Qué he dado yo al señor Lautrec más que atención trivial y políticaque tiene toda mujer para el hombre que se ocupa de ella? ¿Qué mereprocha usted, fuera de una inofensiva charla?

¿Tendré que volvermeimbécil y huraña para complacerlo a usted? Si así es, no soy la mujerque le conviene.

—Mucho lo temo.

—¿Quiere usted un rompimiento?—exclamó deteniéndose de repente ymirándome a la cara, pues íbamos juntos por los paseos del bosque,delante del grupo de nuestros amigos, que no podían oírnos.

Mi corazón flaqueó y no pude soportar el desafío de su mirada ni elbrillo de su belleza.

—¡Un rompimiento!—dije con emoción.—¿Cómo ha podido tal palabraencontrar el camino de esos labios?... Demasiado sabe usted que la amo.

—Empiezo a dudarlo.

Luciana volvió a echar a andar a mi lado, pero sus miradas siguieronirritadas y duras.

—No—respondí,—no lo duda usted. Conoce usted su poder y abusa deél... Sabe muy bien que no puedo luchar y que nunca la he amado más quehoy.

Tenía yo una singular necesidad de afirmar mi amor, tanto para mí mismocomo para ella. Era aquello como una especie de exorcismo contra losmalos pensamientos, las cóleras y los rencores que me torturaban hacíaalgún tiempo.

Luciana me escuchaba muy grave y como ensimismada en sus pensamientos,dudando si creer en mis protestas, o acaso interrogándose a sí misma, nolo sé.

Por fin dijo en tono más dulce:

—Si duda usted de mí, confiéselo francamente, Máximo. La lealtad es elprimer deber del amor.

—Tiene usted razón. Y si, de igual modo, siente usted alguna vez elhabérseme prometido, tenga la sinceridad de decírmelo. Se puede perdonartodo, menos el ser engañado.

—Le prometo a usted ser sincera. Y, ahora, no nos querellemos más. Hayque perdonarme que me gusten los elogios y que sea sensible a las dulcespalabras. Es un defecto común a todas las mujeres.

Habíamos llegado al sitio habitual de separarnos y me fui con Lacante ycon su hija.

A pesar de haber hecho las paces con Luciana, no estaba contento. Lahabía encontrado dura en su defensa y fría en sus promesas. Ella, por suparte, conservaba un secreto descontento.

Y este estado de lucha sordaha durado una semana, durante la cual no ha cambiado su actitud conGerardo.

Lautrec no habla ya de viajar o parece aplazar, para una épocaindeterminada, su expedición al Asia Central.

Había yo creído observar que Luciana le escuchaba por una especie debravata, y yo, por orgullo, fingía indiferencia y trataba de pareceralegre y satisfecho. Tomaba parte con animación en la conversacióngeneral e iba de cuando en cuando a buscar un poco de reposo al lado deElena, que es verdaderamente una deliciosa criatura, sencilla y tierna.Si ésta da alguna vez su corazón, no será mujer de quitarlo.

Esta alma tranquila me ha salvado de la desesperación durante la semanamaldita, en la que Luciana parecía desprenderse de mí y durante la cualme sentí profundamente sepultado en la fría sombra de los amoresdifuntos. La influencia pacificadora de Elena producía en mí, más cadadía, su benéfico efecto.

A la violencia sublevada de mis ilusiones sucedía una especie de tristeresignación que embotaba y como insensibilizaba mi sufrimiento. Algunasveces, mientras tanto había visto pesar sobre mí la mirada de Lucianasin que expresase ni despecho ni pena, y sí, solamente, una especie deextrañeza. Mi falso contento no la conmovía; sonreía de buena gana sialguna frase mía le daba ocasión y me observaba con una especie deironía cuando yo permanecía mucho tiempo al lado de Elena.

Y aquella indiferencia me parecía una prueba de la disminución de suamor.

Mi asombro, pues, fue grande cuando ayer, en el momento en que medisponía a acompañar a Lacante y a su hija, la vi acercarse a mí ydecirme muy bajo, poniéndome la mano en el brazo:

—Déjelos usted marcharse solos, una vez, por casualidad. ¿No he detener yo nunca el favor de una conversación íntima?

Reclamo mi parte delingenio y de la amabilidad de usted.

Sentémonos en este banco, si leparece.

—¿Qué va a ser de Lautrec?—pregunté amargamente.

—Se consolará con la Marquesa, como la niña de Lacante con su padre.

Y me señaló a la Marquesa y a Lautrec engolfados en una conversación muyanimada, mientras el Marqués de Oreve se paseaba por el terrado conKisseler.

Eché una mirada de pesar a Elena, que se alejaba, después de habervuelto la cabeza dos o tres veces para ver si yo la seguía.

No sé siLuciana lo echó de ver.

—No es pedir a usted mucho—me dijo.—Siéntese... a mi lado... unosminutos.

—¡Al lado de usted!—exclamé con una admiración irónica.—

En verdad, mecolma usted de bondades... ¿Qué pasa, pues?

Pero había ya cedido a la atracción de sus hermosos ojos y sentádome asu lado.

Durante un rato estuvimos callados.

—Hable usted—me dijo por fin.—Cuénteme sus malos pensamientos contraesta pobre Luciana.

—¿Para qué? Le importan a usted tan poco...

—Si me importaran poco no estaría aquí ahora esperando la inevitablereprimenda. Tóqueme usted la mano... está temblando.

Tenía la mano helada y la guardé en la mía, aunque sin tierna presión.

—¿Por qué toma usted a juego el torturarme—le pregunté,—

sabiendo

quesu

complacencia

en

tolerar

la

actitud

comprometedora de Lautrec esinjuriosa y cruel para mí?

—Sea usted justo—exclamó.—Lautrec hace a mi lado lo mismo que ustedcon la niña de Lacante... Mi coquetería no es más criminal que la deusted.

—No hay nada entre Elena y yo; nada que no sea natural y legítimo entreun hermano mayor y su hermana.

—Sí, naturalmente; una amistad fraternal... Así empiezan siempre esascosas... Es verdad que yo no puedo invocar la misma excusa. Soydemasiado sincera para no confesar que hay en Lautrec algo más que unaamistad de hermano... y en mí algo menos.

—Reconozca usted que está enamorado.

—¿Por qué no?

—Y usted lo ha animado y hasta excitado... Le ha hecho usted perder lacabeza.

—Nada de eso. Puedo afirmar que es enteramente dueño de sí mismo.

—Luciana—exclamé,—júreme usted que no hay nada entre ustedes.

—De buena gana, amigo mío... Pero, ¿qué llama usted

«nada»? Me ha hechoel amor, no lo niego.

—Pero usted, ¿qué ha respondido?

—Palabras sin significación... y nada más.

Y con voz incisiva, casi dura, siguió diciendo:

—¿Se figura usted que soy bastante tonta para creer en un sentimientoserio en el señor Lautrec? ¿Cree usted que no he descubierto en seguidala sequedad egoísta de aquella alma sin profundidad, sin nobleza,sin?...

—¡Cuidado!—exclamé.—Habla usted de él con amargura.

¿Qué le ha hechoa usted?

Luciana se echó a reír.

—¿No quiere usted que lo juzgue severamente? Hay que ser consecuente,mi pobre amigo. Agrádeme o no, usted no puede hacerme un reproche igual.Pero dejemos esta vana disputa y estas niñerías crueles que nos hacentanto daño. Yo no pido más que convenir en mis culpas: sus celos deusted me hirieron y tuve a orgullo el hacerle frente... Usted, paracastigarme, no ha dejado un momento a Elena Lacante, y ha logradotambién lo que se proponía, que, a mi vez, me he vuelto celosa. Esta esnuestra historia.

—¡Usted celosa, Luciana!... Se estima usted muy superior a las demáspara que eso sea posible.

—Pero el amor me vuelve modesta, Máximo, y yo lo amo a usted... bien losabe.

¡Ah, la hechicera! Todo lo olvidé. Había vuelto a tomar su timbre de vozencantador, un poco velado, más conmovedor que todas las palabras, y lasonrisa de misteriosas promesas que la hacen irresistible cuando ellaquiere serlo. Todo mi rencor se había disipado y sólo vinieron a mislabios palabras de excusa y de amor.

Escuchábame ella pensativa. Su animación y su ardor para defendersehabían desaparecido. Los párpados caídos me ocultaban sus ojos y unaexpresión de indecible tristeza ensombrecía su linda cara. La languidezde toda su persona, de su talle inclinado, de sus manos abandonadas,hacíala infinitamente interesante.

Tomé una de aquellas manos, inertes en la falda, y la oprimí contra mislabios. Hizo al punto un movimiento para retirarla, pero después me laabandonó, volvió la cabeza y me miró con expresión incierta. Sus ojosestaban húmedos.

Por fin, dio un gran suspiro y dijo, respondiendo, sin duda, a suslargos pensamientos:

—Entonces, ¿cuándo nos casamos?

—Cuando usted quiera—respondí sorprendido por aquella brusca pregunta.

—¿Y si quisiera ahora mismo?

—Sería el más feliz de los hombres.

—¿A pesar de mi coquetería y de... mis defectos?

—A pesar de todo, pertenezco a usted, Luciana... Mi corazón, mi vida,todo lo que poseo es de usted... Por desgracia, lo que poseo es muy pocacosa.

—¿Marignol sigue viviendo?

—Ciertamente... y no puedo matarlo, al miserable.

Nos echamos a reír y ella me dijo cariñosamente:

—En fin, usted me ama, y esto es lo importante...

—Sí, la amo a usted, porque la creo sincera y leal... Una sola cosapodría separarme de usted; la falsedad y la mentira... Y eso no loespero... Creo en usted como en...

Buscaba un punto de comparación, pero ella no me dio tiempo paraencontrarlo.

—Gracias—dijo levantándose y estrechándome la mano.—Yo también tengoconfianza, y puesto que Marignol se obstina en no morirse y en cortarnoslos víveres, habrá que tener paciencia y seguir amándonos en elmisterio...

—¿Por qué no hemos de aclararlo un poco?

Luciana dijo con la cabeza que no.

—Si pudiéramos fijar una fecha, aunque fuese lejana, yo sería laprimera en gloriarme de su elección de usted, amigo mío...

Pero pienseen el ridículo de esta novia sempiterna suspirando por el casamiento...El ridículo es lo que más temo en el mundo...

—Yo no veo el ridículo...

Luciana hizo un gesto nervioso.

—Las mujeres lo vemos así—dijo.

—¿A qué ha venido, entonces, esa pregunta sobre la fecha de nuestromatrimonio?

—Un trabajo de sonda—dijo riéndose.—La pobre opinión que tengo de mímisma me hace dudar de usted, sobre todo cuando le veo ejercer susprivilegios de hermano mayor con Elena Lacante.

Temo algunas veces quese engañe usted sobre sus sentimientos, como se engaña ella...

—¡Elena!...

Me pareció que una aguda punta entraba hasta lo más profundo de micorazón.

—¡Imposible!—exclamé.—Elena no puede engañarse... Jamás una palabramía ha podido causarle la ilusión del amor.

—Mejor para ella en ese caso—dijo Luciana con indiferencia.

He conservado una impresión penosa de esta conversación.

Me siento más estrechamente unido que nunca con Luciana.

Nos hemosexplicado, perdonado y reconciliado. Me ha renovado la seguridad de suamor y de su voluntad de ser mía.

Debería ser dichoso y no lo soy.

Cuanto más la conozco, más echo de ver que los sentimientos de Lucianano tienen aquella sencillez franca y luminosa que me conquistó alprincipio. Su alma es complicada, y lo que ignoro de ella me turba y mealarma. Cuando la tengo al lado sufro su encanto, me seduce y quedovencido. Ausente, trato de comprenderla, la analizo y pierdo la paz demi corazón... ¡Por qué, pues, es tan triste la dicha!

Máximo a su hermano.

25 de octubre.

Te envío, puesto que lo deseas, la fotografía de Luciana, y añado la deElena, a la que te alegrarás de conocer. Una y otra son de un parecidoperfecto y podrás, si esto te divierte, sacar tus horóscopospsicológicos como si las estuvieses viendo a ellas mismas. Lo que lafotografía no puede reproducir es el brillo deslumbrador de la tez, delcabello, de los ojos de Luciana. Es hermosa, maravillosamente hermosa...

¡Ah! querido; el hombre es un animal estúpido. Hace unos días creí queel corazón de Luciana se apartaba de mí, y caí en el marasmo de ladesesperación. El horrible pensamiento de un rompimiento me perseguía, yvivía en las angustias de los más negros celos. Hoy todo estáapaciguado. Luciana es dulce, cuidadosa de no disgustarme... y no estoytranquilo.

Me atormento y la torturo con mil quimeras y quejas inmotivadas...Algunas veces me pregunto si no es mi libertad la que echo de menos. Meparezco a esos niños que lloran y patalean por tener un tambor, y encuanto lo tienen, les falta tiempo para reventarlo para ver lo que haydentro. Lo cierto es que mi dicha no da ya el alegre sonido que yoesperaba.

Estoy perdiendo el tiempo en gemir en vez de hacer mi maleta, pues salgode viaje dentro de un momento. He prometido dar una conferencia en elCírculo Artístico de Amberes y aprovecharé la ocasión para pasear mielocuencia por Gante, Bruselas y Malinas, donde estoy invitado. Es unviaje de ocho días que me distraerá y traerá unos cuantos pesos a mibolsa hospitalaria.

Todo el mundo se va; además, Lautrec ha fijado su partida para la semanapróxima, lo que me tranquiliza. Deploro dar al asunto la menorimportancia, y, sin embargo, prefiero saber que está lejos.

Luciana también sale dentro de unos días, con su madre, para Ruán, dondehay una exposición de pinturas. Supongo que procurará volver a París almismo tiempo que yo.

Tengo abajo el coche.

Te contaré mi viaje en la próxima carta. Adiós.