Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Me ocurre una gran aventura, en la que me he comprometido un poco a laligera y sin saber cómo saldré. He aquí la historia, señor cura.

Ayer noche comimos en casa de la Marquesa de Oreve con las señoras deGrevillois, la de Jansien y unos cuantos hombres, entre los cualesestaba Gerardo Lautrec. Tratábase, justamente, de una comida dedespedida antes de su gran expedición a través del mundo.

Se hablaba de Oriente, de las razas asiáticas, de costumbres, de trajesy de otras cosas relacionadas con el viaje de don Gerardo, cuando, depronto, la de Jansien da un ruidoso suspiro y exclama:

—¿Dónde estará usted mañana a esta hora?... Muy lejos ya.

Lautrec se echó a reír y respondió:

—No tan lejos como usted cree. Retardo mi viaje veinticuatro horas paraestrechar la mano a Máximo de Cosmes, que llega mañana con todos loslaureles de Bélgica.

—¡Tanta amistad!... Confiese usted que es un pretexto.

—Nada de eso, señora. Soy muy amigo de Máximo, y además, tengo quepedirle un servicio... Quiero poner en sus manos un depósito que, paramí, tiene importancia, pues son mis papeles más preciosos.

—¿A él?—exclamó Luciana.—¿Por qué a él?

Había algo tan raro en el sonido de su voz, que no pude menos demirarla. Sus ojos brillaban con un extraño fulgor, pero, en un momentola llama que los iluminaba se apagó y Luciana volvió a caer en lainmovilidad un poco triste y altanera que había guardado hasta entonces.

Lautrec respondió:

—Confío esos papeles a Máximo, porque es mi amigo y el más caballeroque conozco. Si muero, estoy seguro de que ejecutará escrupulosamentemis voluntades, ya para publicar lo que le parezca digno de ello, yapara quemar lo que no deba ser leído.

Al decir esto miraba a Luciana, que le había preguntado; pero ellaparecía pensar en otra cosa y seguía indiferente y pensativa.

Mi padre dijo, aprobando a Lautrec:

—Máximo es la lealtad misma, y además, discreto como una tumba. Se lepueden confiar los encargos más importantes con la certeza de que seránejecutados en conciencia.

—Yo—dijo Sofía Jansien en tono ruidoso y duro—no conozco más que unconfidente discreto, el fuego. ¡Ja, ja, ja!

Esta señora tiene un modo de reír que rompe los vidrios.

Lautrec continuó:

—Sí, cuando uno muere, lo que posee más secreto debe ser entregado alfuego. Mientras se conserva un soplo de vida se quieren conservar losfrágiles vestigios de los días dichosos, de los goces que se handisfrutado y aquellos a que no se ha renunciado todavía... Nadie quieresacrificar el pasado ni el porvenir.

Sus rápidas miradas, que siempre solicitan la aprobación de lospresentes, se detuvieron en Luciana, pero ésta no levantó los ojos yGerardo no pudo leer en el mármol impasible de aquellas lindasfacciones, fijas en una inmovilidad absoluta y altanera.

Aquella actitud contrastaba de tal modo con su habitual solicitud paramirarle, responderle y sonreírle, que no podía menos de notarse ladiferencia. Supuse que se refugiaba en aquella insensibilidad aparentepor orgullo y para no denunciar su pena por la partida de Lautrec.

En el momento un poco tumultuoso de las despedidas, al separarnosdespués de la velada, mi padre invitó a todos a venir esta noche a casaa festejar el regreso de Máximo. Todos aceptaron menos la señoraJansien, que estaba ya comprometida, y las de Grevillois, que tienen queestar en Ruán mañana por la tarde y no vuelven hasta dentro de dosdías.

Luciana, envuelta en un abrigo obscuro cuyo capuchón le velaba en partela cara, estaba hablando, en un rincón del recibimiento, con Lautrec, envoz baja y animada. Su madre, pronta a salir, la llamó, y le oí decir:

—¡Oh! eso, señor Lautrec, nunca... nunca más.

Y se separó de él.

—Adiós, entonces... por mucho tiempo.

Dióle Lautrec la mano, y Luciana dejó caer en ella la suya como a supesar.

Al salir, pasó a mi lado y me dijo precipitadamente:

—Vaya usted a verme mañana temprano, se lo ruego... Me hará usted ungran servicio... Ya sabe usted que salimos a las nueve.

Vacilé, extrañada, pero ella me tomó la mano, me la apretó con fuerza yme dijo:

—¡Si usted supiera!... Vaya usted; se lo suplico.

Su madre la estaba llamando en la escalera, y Luciana añadió, mirándomeardientemente:

—¿Irá usted? Hágalo por mí, Elena.

Se lo prometí, y esta mañana obtuve de mi padre permiso para ir adespedirme de ella. Estaba escribiendo y consintió sin hacermepreguntas.

Salí, pues, con la señora Schwartz, una señora que viene todas lasmañanas para acompañarme a la iglesia y a mis clases y que, al mismotiempo, me enseña el alemán.

Serían apenas las ocho cuando llegué a la calle de Verneuil.

Me abrióla puerta la señora de Grevillois y pareció muy sorprendida al verme.

—¿Luciana?—me dijo titubeando.—No sé si podrá recibirla a usted, hijamía, nos vamos ahora mismo.

Antes de que yo respondiera que venía a ruego de Luciana, apareció ésta.

—Entre usted—me dijo vivamente;—me alegro mucho de verla.

Y dirigiéndose a su madre para prevenir toda objeción, añadió:

—Estoy absolutamente lista y ya he tomado el té. Mientras lo tomas tú yacabas de vestirte, puedo hablar un momento con Elena. Tengo queenseñarle unas pinturas que no conoce.

La de Grevillois hizo entrar a la señora Schwartz en el comedor y yoseguí a Luciana a su cuarto, un cuartito muy modesto con ventana a unpatio estrecho que parece un pozo. Por fortuna, como viven en el últimopiso, reciben la luz por encima de los tejados próximos.

Me ofreció la única silla, muy usada y no muy sólida, y se sentó ella enla cama, sin cortinas y cubierta con una colcha de flores azules muydescoloridas.

Estos detalles se fijaron en mi mente por el contraste entre aquellascosas miserables y la espléndida belleza y el brillo de juventud deaquella a quien servían de marco.

Luciana estaba muy pálida y sus ojos irritados indicaban un largoinsomnio.

Me tomó la mano, la conservó en la suya, cuyo calor me quemaba a travésde mi guante, y me dijo:

—Gracias por haber venido... Es usted buena, Elena, y se puede fiar enusted, ¿no es verdad?

Sus ojos me miraban como si buscasen mi alma en el fondo de los míos.

—Si pido a usted un servicio... un gran servicio que sólo usted puedeprestarme, ¿querrá usted?

—Ciertamente, si puedo hacerlo... y...

—¿Y qué?...

—Y si no hace falta para ello faltar a ningún deber.

Por sus labios pasó y se desvaneció la sombra de una sonrisa no exentade lástima.

—Si fuera preciso—dijo—faltar a algún deber, no se lo pediría austed... Me dirijo a usted precisamente porque la tengo en particularestima, porque sé que es usted leal y piadosa y porque usted cree en lasantidad de un juramento... ¡Oh! no tenga usted miedo—añadió adivinandoque la solemnidad de la palabra juramento me había alarmado;—sólo setrata de mí, de mí sola, de una cosa de la que depende mi porvenir...

—¿Un matrimonio?

—Casi...

Vaciló y dijo penosamente:

—Un matrimonio fracasado...

—Y que usted siente—respondí, conmovida por su palidez y empozando apresentir una parte de la verdad.

—Sí, lo siento... No se puede menos de tomar cariño...

Se interrumpió y dijo después:

—Me guardará usted el secreto, ¿verdad? ¿Lo promete usted?

Esas cosasson penosas... como usted comprende.

—Comprendo...

—¿Me promete usted el secreto?...

—Se lo prometo...

—Un secreto inviolable... un secreto de confesión...

—Excepto para mi confesor—dije pensando en usted, mi bueno y piadosoconsejero.

Luciana reflexionó un instante.

—Excepto para ese, si usted juzga útil hablarle de ello.

—Tiene usted mi promesa; pero si tan penoso le es confiarse a mí, ¿paraqué decirme más?

—Es preciso... ¿No le he dicho que tengo que pedirle un gran servicio?

Luciana se ponía encarnada y pálida alternativamente.

—¿Ha reparado usted—me dijo al fin—que el señor Lautrec me hacía elamor?

—Era difícil no repararlo.

—¿Ha pensado usted que podría casarse conmigo?

—Me ha ocurrido esa idea, pero no con gran seguridad. El señor Lautrec,no sé por qué, no me parecía maduro para el matrimonio...

—Tenía usted razón y le juzgaba con más acierto que yo... Yo me dejéenredar por sus palabras halagüeñas, por su ternura superficial y porsus vanas y vagas protestas... Me había gustado... ¿Cómo lo encuentrausted?

—Muy agradable.

—Su persona, sus gustos, su ingenio, su posición... su fortuna, hermosasin ser colosal, sus relaciones, todo él me agradaba... y tuve ladebilidad de escribirle...

—Es lamentable... pero él es un hombre honrado y no abusará de esaconfianza.

—Así lo creo... estoy cierta... Mis imprudentes cartas están seguras ensus manos... Pero se marcha y él mismo no se disimula los peligros quelo esperan.

Se estremeció y su voz se volvió débil.

—Si no volviese, ¿qué sería de esas cartas?

—Ya oyó usted ayer que confía sus papeles a Máximo; esas cartas están,sin duda, comprendidas en ellos.

—El señor Cosmes conoce mi letra...

—Pero las cartas deben de estar metidas en un sobre...

—¿Qué sé yo? Además un sobre puede abrirse, romperse...

Basta unacasualidad que ocurre siempre en estos casos.

—Aunque así fuese, Máximo no abusaría del secreto que descubriese.

—¡Ah! No comprende usted—exclamó con desesperación.—

¿Y lahumillación, y la vergüenza? ¿No es eso nada para usted?

¿Cómo pensaren eso sin morir? Tal idea me da fiebre...

Temblaba y estaba agitada por grandes calofríos.

—Es preciso absolutamente que yo tenga esas cartas.

—¿Se las ha pedido usted al señor Lautrec?

—Sí, sin duda; y se ha negado a dármelas.

—Es abominable, odioso...

—No, no crea usted en ninguna brutalidad de su parte... Al contrario;protestó de su cariño, de su abnegación... Quiere conservar mis cartaspor ternura, y acaso porque sabe vivir...

Ayer todavía se atrevió apedirme que continuásemos esa correspondencia.

—¿Está usted segura—dije vacilando,—de que no piensa en elmatrimonio?

—Jamás se ha pronunciado esa palabra entre nosotros... Había yo creído,loca de mí, que el amor... los sentimientos de admiración apasionada yde entusiasta simpatía que él expresaba, lo conducirían a eso... Meescribió... y le respondí... Esta es la imprudencia que hoy expío concrueles agonías... más crueles de lo que usted puede pensar.

Pareció dudar si me diría una cosa, que por fin no se atrevió aconfiarme.

—Elena, he contado con usted para recobrar esas cartas.

—¡Conmigo! ¿Qué puedo yo hacer?... Creo que si usted hubierainsistido...

—He insistido—respondió nerviosamente.—He hecho más...

he ido a sucasa a pedírselas.

—¡Oh! Luciana...

—Sí, una mañana dí ese paso insensato e inútil, sin saberlo mi madre.No estaba en su casa y me comprometí en vano. No pude hacer más queescribirle dos palabras, que le dejé bajo sobre en la antesala. Lesuplicaba que llevase anoche a casa de la Marquesa esa prueba de milocura, y que la depositase en un rincón de la biblioteca, donde lahubiera yo sacado sin que nadie lo notase.

La fatalidad ha querido que su criado no le diese mi esquela.

—¿No puede enviárselas a usted... por el mismo procedimiento queempleaba para escribirle?

—Podría, pero asegura que no puede pasarse sin una amistad tan queriday excepcional; me suplica que confíe en su prudencia y en su honor, y,sin comprometerse a nada, habla del porvenir con palabras tiernas... yvagas. Lo conozco bien... y no me fío de él ni de nadie... excepto deusted, Elena... La he visto a usted dulce, compasiva y valerosa, al ladode una miserable pecadora, la Briffarde... y he creído que tendría ustedpiedad de mi angustia.

—¿Qué puedo hacer?—dije tristemente.

—Esta noche va usted a ver a Gerardo, Elena, y le pedirá, le exigiráque le entregue esas cartas... Aquí tiene usted dos letras para él, quehe preparado y que autorizan su intervención. Con usted, no podrá salirdel paso con frases de novela. La credulidad, la confianza que le hemostrado, me impiden hablarle alto... No puedo, a pesar de todo, pedirleque se case conmigo si él no lo desea o si no encuentra que soy un buenpartido para su ambición.

—Luciana—le dije turbada en extremo.—Temo no poder cumplir una misióntan delicada; no sabe usted lo tímida que soy.

—Su bondad de usted la inspirará.

Me asió apasionadamente ambas manos, pues la de Grevillois acababa deabrir la puerta para recordar a su hija que era hora de salir.

—Probaré—dije muy bajo a Luciana cuando vino a abrazarme.

La de Grevillois y la señora Schwartz estaban de pie esperando queacabase nuestra despedida.

Las miradas de Luciana me imploraban y me daban las gracias al mismotiempo, mientras leía yo en ellas no sé qué sombrío y trágico que meespantaba.

—¿Qué me oculta?—me pregunté.

Tenía el presentimiento de que no me lo había dicho todo.

La buena señora de Grevillois, entretanto, me colmaba de cumplidos y deexcusas por verse obligada a despedirme.

Ya con la puerta abierta, Luciana afirmó la voz y me dijo:

—Hasta muy pronto... Si ve usted esta noche al señor Lautrec, dígaleque le deseo buen viaje... Y no olvide usted decir a Máximo que mi madrey yo sentimos mucho no estar con ustedes para darle la bienvenida. PeroRuán no nos ha consultado para la apertura de su exposición.

—No olvidaré nada...

Me atrajo hacia ella, me besó y me dijo al oído:

—Gracias... el secreto, ¿verdad?

—Eso, sí, puedo prometerlo.

—Deme usted también un beso, hija mía—exclamó la de Grevillois.

Y lo hice de corazón.

¡Compadezco tanto a esta madre tan llena de ternura y de abnegación, yque no tiene la confianza de su hija!

Ahora, señor cura, estoy sola en mi cuartito, mientras mi padre ha ido ala Academia. Y sin dejar de cuidarme de los preparativos de la comida,me estremezco al pensar lo que tengo que decir esta noche al señorLautrec.

El mismo día, 12 de la noche.

He vencido, mi buen señor cura, y estoy muy contenta por Luciana sinestar muy orgullosa por mi diplomacia, pues la verdad es que no hetenido mucho mérito. Voy a contarle a usted cómo ha pasado.

Déjeme usted decirle ante todo que, hace un momento, cuando acababa yode escribir, ha llegado Máximo. ¡Qué placer el volverlo a ver! Me hadado las dos manos con efusión, y después, vuelto ya mi padre, se hadirigido exclusivamente a él para contarle el éxito de sus conferenciasy todos los detalles del viaje.

Mi padre le ha dicho que había visto al ministro y que su nombramientopara el Colegio de Francia está firmado y próximo a aparecer en el Diario Oficial.

Máximo ha dado las gracias con calor a mi padre; pero no ha parecido tanencantado como yo esperaba. Así somos, ¿verdad?

Cuando obtenemos lascosas deseadas, no nos causan todo el placer que esperábamos de ellas;el deseo, sin duda, las ha descontado de antemano.

A todo esto no se me iban de la cabeza las recomendaciones de Luciana yhe debido de aderezar con ellas el pudding que he confeccionado conmis propias manos.

Al primer campanillazo mi corazón se puso a latir tan fuerte, que mequedé como petrificada en la silla. Eran los Marqueses de Oreve, quenotaron en seguida mi turbación.

—¿Está usted mala?—me preguntaron al mismo tiempo.

—¿Elena?—preguntó mi padre.—Ha estado alegre todo el día como unpájaro de primavera.

Nuevo campanillazo y nuevo ahogo.

Decididamente, no he venido al mundo para las negociaciones delicadas.

Esta vez era Kisseler, y detrás de él, Lautrec.

No sé con qué expresión lo he recibido, pero sí que fue bastantesingular para que, en varias ocasiones, me mirase sonriendo. No pudemenos de hacer la observación en voz alta:

—¿Qué tengo hoy de extraordinario?

Lautrec respondió:

—Estoy observándolo.

—¡Ay, señor cura! No puede usted imaginar qué fastidioso es tener unacara en la que se lee todo, y sobre todo lo que se quiere ocultar. Yoestaba como en ascuas.

¿Cómo llamar aparte a Lautrec sin llamar la atención? ¿Cómo hacerle tangrave revelación delante de todo el mundo? Por fortuna, Máximo y eldoctor no habían venido y me acordé, como una idea luminosa, de un viajea las Indias, ilustrado con bonitos grabados, que había hojeado hacíaunos días. Me acerqué al señor Lautrec, le hablé con entusiasmo de losmaravillosos palacios y de las ruinas gigantescas, que me habíanchocado, y le inspiré el deseo de ver el libro.

Me siguió a la biblioteca, pero también al Marqués de Oreve se le antojóver las estampas... Mi combinación iba a fallar, cuando quiso el Cieloque la Marquesa se enredase en la genealogía de los Coburgo. El Marquésvolvió en seguida pies atrás, y Lautrec y yo nos quedamos solos en labiblioteca, cuya puerta abierta nos dejaba expuestos a todas lasinvasiones. No había, pues, tiempo que perder.

—He inventado un pretexto para traerlo a usted aquí—

dijevalientemente, y entregué a Lautrec la esquela de Luciana.

Él le echóuna ojeada y se puso encarnado.

—¡Cómo! ¿Usted su confidente? Es inverosímil e inaudito.

—Esa reclamación me parece natural y justa—dije sin responder a suasombro.

—Entonces, ¿es serio? ¿Quiere sus cartas?

—¿Lo dudaba usted?

—Sí, lo confieso. Creí que se trataba de una pequeña habilidad decoquetería para saber el precio que yo atribuía a sus cartas, que son,en efecto, encantadoras.

—Me las entregará usted, ¿verdad?

—¿Ha manifestado Luciana alguna duda sobre mi lealtad?—

preguntó convoz alterada.

—Ninguna... Pero se marcha usted para mucho tiempo... va usted lejos...y es permitida la inquietud...

—¡Qué locura!... Además, no tengo ya esas cartas... están con otrospapeles en una maleta cerrada que he confiado a Máximo...

—Recóbrelas usted y démelas.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Me marcho a las seis de la mañana.

Reflexioné un instante y dije:

—Máximo vive cerca de aquí, en la calle de Conde... Puede usted ir yvolver en menos de media hora.

—Será preciso entonces que prevenga a Máximo, porque tiene la llave dela maleta y no sé dónde la ha puesto.

—Hágalo usted, se lo ruego, sin denunciar a Luciana.

—Naturalmente... ¿Por quién me toma usted? Pondré un pretexto... Unospapeles que he metido allí por error... ¡Es fastidioso! Siempre setienen molestias con las mujeres atacadas por el furor de escribir...

Estaba violento y nervioso.

—¿Cómo podré dárselas a usted esta noche?

—¿Es voluminoso?

—No mucho; unas veinte hojas en un sobre.

—Entonces busque usted un momento favorable para poner el sobre en estelibro, y hágame una seña para que yo lo busque en seguida y no caiga enotras manos...

Estaba yo ruborizada y temblorosa por tener que recurrir a semejantesastucias, y casi me despreciaba al ver que se me ocurrían como si elalma invisible de Luciana me las inspirase.

Nuestro coloquio, por otra parte, no había pasado inadvertido, pues setrataba de ir a comer y mi padre me interpelaba:

—¿Pero qué es esto, Elena? Una dueña de casa que olvida sus deberespara charlar...

—Es ese zalamero de Lautrec, que hace de las suyas—dijo irónicamenteKisseler, que no pierde ocasión de decir despropósitos.

Acepté más que de prisa el brazo que el Marqués de Oreve me presentaba,arqueado en forma de guirnalda.

Cuando pasé al lado de Máximo, que acababa de llegar, me echó una miradasevera que me intimidó. Pero como tenía conciencia de no haber hechonada malo, no quise atormentarme.

Después de comer, Lautrec se llevó a Máximo a un rincón para concertarsecon él y en seguida cogió un cigarro y salió. Su ausencia no fue larga.

Cuando volvió, le dijo Máximo:

—¿Lo ha encontrado usted?

—Sí, tengo lo que necesito.

Y añadió:

—He vuelto a poner la llave en su sitio.

Después se puso a hablar con un grupo de amigos que habían venido en suausencia.

Yo no le perdía de vista. En un momento dado entró en la biblioteca,estuvo allí unos segundos y salió echándome una mirada que quería decir:ya está. Estaba yo entonces en gran conversación con la Marquesa deOreve, que me estaba confiando sus sentimientos íntimos, y aquellapsicología tenía trazas de durar mucho tiempo, porque parecía gustarle.No podía yo interrumpirla ni dejarla y tenía la frente bañada en unsudor de impaciencia al pensar que cualquiera podía entrar en labiblioteca, hojear el libro y dar con el sobre misterioso, cuyapresencia sería difícil de explicar. Dudo que mis respuestas a laMarquesa le dieran una alta idea de mi inteligencia.

La llegada del té me arrancó de aquel suplicio.

Cuando todo el mundo estuvo servido, me escurrí hacia la biblioteca, mefui derecha al librote, ligeramente entreabierto por el espesor delpaquete, tomé el sobre lacrado y, dando un suspiro de alivio, me le metíen el bolsillo con grandes precauciones para no romper algún sello delacre.

Levanté la cabeza y me encontré con Máximo, que me estaba mirando ensilencio. En la especie de asombro indignado que expresaba su cara,comprendí que me había visto perfectamente meterme el sobre en elbolsillo.

—¿Qué preciosos papeles son esos, Elena, que guarda con tanto misterio?

Estaba yo como la grana y traté de responder riendo:

—La curiosidad es un pecado de mujer; los sabios lo han dicho.

—¿Es una carta?

—Aunque así fuese...

—¿Una carta para usted?

—No—respondí con voz un poco vacilante.

Máximo me miró fijamente como reflexionando. Después dijo de pronto:

—¿Son cartas de usted que se le devuelven?

Esta vez respondí con resolución:

—Menos todavía.

Máximo me cortaba el paso con insistencia y yo temía que, a fuerza depreguntas, me hiciese hablar más de lo que debía.

—No me pregunte usted, porque no sabrá nada.

Traté de tomar un tono de broma, pero me sentía, torpe, intimidada y miscarrillos ardían. Máximo me miraba con una expresión severa que me dabamucha pena y que poco a poco fue tomando un tinte de tristeza.

—¿Secretos, Elena?

—¿Por qué no?

Y, dando un golpe de ciego, añadí:

—¿No tiene usted ninguno para mí, Máximo?

Sin responderme, dio media vuelta.

—Está bien; cada cual tiene los suyos y yo no tengo ningún derecho parapreguntar los de usted.

Se volvió a la sala y no me dirigió la palabra en toda la noche.

Cuandose marchó le ofrecí la mano, pero fingió no verlo y se contentó consaludarme fríamente.

Y vea usted cómo he vencido a mi costa, señor cura, y cómo, por hacer unservicio, me encuentro regañada con el hombre a quien más quiero en elmundo, después que a mi padre.

¡Con tal de que Máximo no vaya a contárselo!... Si mi padre me pregunta,¿qué le voy a responder? He prometido a Luciana un secreto inviolable...

Ahora es cuando veo mi imprudencia y el mal que de ella puede resultar.¿Por qué el bien que he querido hacer se vuelve contra mí como uncastigo? Consuéleme usted, mi buen señor cura, y aconséjeme. Su pobrehija espiritual está agobiada de temores y de penas y perseguida denegros presentimientos.

Máximo a su hermano.

16 de noviembre.

Los sucesos han marchado desde mi última carta, querido hermano; mi bodaestá fijada para el 31 de diciembre. Mi vida de soltero acabará con elaño. ¿Lo siento acaso? No me lo pregunto, ocupado como estoy por lasemociones del presente.

Habrás visto en los periódicos mi nombramiento oficial para el Colegiode Francia. He aquí una etapa recorrida con facilidad y presteza,gracias al apoyo del buen Lacante, a quien debo la poca notoriedad queme ha valido este favor.

Como recompensa por su constante afecto y por los servicios que me haprestado, he ido a darle parte de mi casamiento, y no puedes figurartecon qué flaqueza de valor y de alma he cumplido ese ingrato deber. Meparecía que iba a cometer un parricidio.

A mis primeras palabras, su cara risueña y cordial se contrajo y tomóuna expresión que nunca olvidaré, en la que se leían la sorpresa, lapena y muchos reproches.

Me escuchó en silencio, dejándome enredarme en mis frases y sin ayudarmecon una palabra en mi penoso discurso. Le conté, lo mejor que pude y conentera sinceridad, mi historia, desde el primer paso de Luciana ynuestros compromisos recíprocos, que datan de un año, es decir (y así loha comprendido), anteriores a la aparición de Elena entre nosotros.

Su expresión rígida, tan poco adecuada a su fisonomía fina y sonriente,se

fue

dulcificando

poco

a

poco.

Suspiró

profundamente y me dijo con unpoco de tristeza:

—Me creía muy amigo de usted para que me tuviera tanto tiempo privadode sus confidencias.

Balbucí unas excusas sobre la incertidumbre de mi porvenir y sobre losobstáculos que hubieran podido eternizar mi noviazgo.

Lacante movió lacabeza sin replicar, y siguió diciendo:

—Deseo de todo corazón que ese matr