Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Javalieux.

24 de diciembre.

Él mal aumenta, señor cura, y todos nuestros esfuerzos son impotentes.

Hace un momento, Máximo, que no se mueve de aquí, tenía a mi padreincorporado mientras yo le daba el calmante que debe tomar cada hora.

El enfermo querido nos dio tiernamente las gracias al uno y al otro, yañadió:

—Seréis siempre amigos en recuerdo mío, ¿no es verdad?

Dí silenciosamente la mano a Máximo, que la besó y la conservó en lasuya.

No podíamos hablar; las sollozos nos ahogaban.

Máximo a su hermano.

25 de diciembre.

¡Qué noche!... ¡Qué tortura!

Es horrorosa la agonía de un ser todavía lleno de vida y de pensamiento,luchando con un mal inflexible que le tiene en un suplicio, viendo elabismo abierto y cayendo en él sin flaqueza...

A las diez ha tenido una crisis horrible seguida de una larga postraciónsemejante al sueño. Elena, arrodillada al lado de la cama, rezabasilenciosamente con un amoroso ardor de pena y de fe que latransfiguraba. Yo la envidiaba muy de veras...

—Elena... hija mía...

La joven se levantó y acercó la mejilla a aquellos labios moribundos,que la besaron.

Después, el enfermo, dijo con voz débil:

—Oigo como un ruido de campanas... ¿Será que sueño?

—Son las campanas de Nochebuena, que tocan a la misa del gallo.

—¡Triste Nochebuena para ti, pobre hija mía!

Se quedó un gran rato silencioso y con la mano de Elena entre la suya.Por fin, dijo con más fuerza:

—Desde que estás aquí, Elena, has sido mi alegría, la alegría de lacasa... Quiero decírtelo hoy, como obsequio de Pascua... Es preciso quesepas que todos los días he bendecido tu presencia...

Su palabra era firme, aunque un poco anhelosa y entrecortada.

Elena se inclinaba más y más hacia él, para no perder nada de sudespedida suprema, y sus lágrimas caían en las pobres manos paralizadasdel enfermo, que ya no podían estrechar las suyas.

La voz de Lacante se volvió más fuerte y más solemne:

—Hija mía, escucha lo que voy a decirte: tu dolor me ha vencido y hatriunfado de mis resistencias... No quiero dejarte en el corazón undolor del que sé que nunca te curarías... Quiero morir en tu misma fe yen tu misma esperanza...

Elena dio un grito ahogado, indescriptible, y cayó de rodillas con lasmanos juntas.

Lacante continuó:

—Te dejaré el gozo sobrenatural de un lazo invisible que nos tendráunidos en la gran noche próxima...

Después de unos instantes de silencio, durante los cuales pareció querecogía sus fuerzas, siguió diciendo:

—No puedo decir que no tengo dudas. ¿Qué sabemos de lo que nadieconoce?... Mi espíritu está a obscuras... Pero quisiera creer... hace yamucho tiempo... Este deseo es lo que ofrezco a Dios, si quierecontentarse con él...

—Papá querido, la Escritura dice: «Paz a los hombres de buenavoluntad.» La fe la da Dios.

—Bien, hija mía... Puede ser. Pídesela para mí, tú que tienes puro elcorazón. Mañana harás lo necesario; está convenido.

Su cara descompuesta miró a Elena unos instantes.

—¿Estás contenta de mí?

Otra crisis más aguda me hizo acercarme a la cama.

En este momento está más tranquilo, pero la postración es completa yespantosa.

Elena reza y llora en silencio.

Acabo de separarme de ella para escribirte. No tengo esperanza de que sesalve nuestro amigo.

La misma noche, a la una.

Nuevo ataque, más terrible y más corto. Respira con trabajo y cadaaliento parece un gemido.

Nos ha mirado tristemente y ha dicho:

—¡Qué trabajo cuesta morir y qué duro es separarnos!

A medida que le abandonan las fuerzas está más propenso alestremecimiento.

Estábamos cada uno a un lado de la cama. De pronto me incliné hacia estequerido amigo y cogiendo la mano de Elena, le dije:

—¿Quiere usted dármela, padre mío, si ella consiente después?

El moribundo respondió:

—Es todo mi deseo.

Elena no se movió ni dijo nada. No sabe más que llorar.