Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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IV

Sin que lo hubiera planeado, estaba en el interior de una compra-venta de libros que de no ser por los ladrones, jamás hubiera sabido que existía. La dueña del local, una mujer de unos cuarenta años, del tipo campesino urbanizado parcialmente, y pletórica como una manga asoleada de Orotina, de carne 51

rubicunda y pecosa, me vio entrar con el corazón en la garganta, y solo después, cuando hube de narrarle lo sucedido, dejó de temerme.

Cuando me presenté, hablándole de mi afición, solo interrumpido por los sorbos de agua de un vaso que la mujer me había proveído, su cara de niña fofa y alegre se mostró más risueña.

Solo Carla, como dijo llamarse, estaba en el pequeño local. Tres o cuatro estantes constituían la guarnición. Había una revistera con ejemplares demasiado viejos de las revistas Selecciones, Cosmopolitan, Vanidades, Buen hogar, Perfil, tiras cómicas de un amarillo imperdonable y la popular Escuela para todos. La impresión evidente que me produjo la simpleza literaria del recinto, fue percibida por Carla que la justificó por su reciente apertura. Este estado de indefensión en una mujer que a simple vista no se había sumergido en las letras, ni conocía gran cosa sobre ventas de libros, me tentó para sentirla patética, como siempre ocurre, como siempre vemos a los demás. Sin embargo, también logró enternecerme. ¿No era algo así absurdo y conmovedor? ¿Quién le habría dicho a esta pobre mujer que se metiera en un negocio como este? ¿Bajo el peso de qué necesidades surgen estas iniciativas sin futuro?

Debido también a la ausencia total de clientes que nos pudieran interrumpir, nos extendimos en una larga conversación y de pronto descubrimos que nuestras simpatías se habían soldado. Mi deseo de conocer informes más hondos lo retuve adentro del bastión de mi lengua; tampoco desee lastimar su orgullo con pedanterías de gran conocedor.

–Hago la prueba por este mes –me explicó– para ver qué sucede. No sé mucho de libros ni qué compra la gente, pero iré aprendiendo. ¿Verdad? ¿No es cierto que todo se empieza poco a poco?

–Definitivamente –le respondí no sin urgencia– y no dude de que yo la pueda ayudar, asesorándola en la línea de títulos que por ahora más la favorecería.

–¿Ah, sí? ¿Y qué clase de títulos, don Fernando? –respondió visiblemente interesada.

–Los educativos –respondí sabio–. Y algo que últimamente llama la atención: me refiero a los longs plays y discos de cuarenta y cinco revoluciones (que algunos coleccionan), compendios de profecías, estudios de ovnis, de reencarnación, manuales de superación personal, y novelas de amor escritas por mujeres. Esto último es más difícil, porque son los bestsellers de actualidad, y sus precios son altísimos.

Tendría que tener usted una librería para poder venderlos, y ese no es el caso.

–Le agradezco toda esta información –me dijo Carla, acariciándome con sus pequeños ojos de lince–, pero le agradezco mejor que me voseé. Es usted como un viejo amigo.

–Lo siento de la misma forma –añadí obligándome un poco de galantería que los años me han herrumbrado–. Sería un placer regalarte algunos libros que tengo en mi casa y que para mí son un estorbo.

Ejemplares de ediciones leídas y que ya nadie aprovecha. Me encantaría darles un movimiento. ¿Sabés?, siempre he soñado en constituir un círculo de lectores amigos, interesados en intercambiarse lecturas, dedicándose largas horas a discutir los temas en confortables antritos de bares o cafés, muy retirados de esta ciudad, quizás en lejanas bahías.

–No exagerés, Fernando, con que me brindés tu asesoría.

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El rostro de Carla se iluminó con mi idea y supe que le había gustado. Así que insistí:

–Es más, mañana mismo te traigo algunas revistas y libros de educación.

–Con las revistas basta.

–Tengo también unas enciclopedias literarias... y dejáme buscar varios libros sobre el amor de pareja, y la sexualidad, y todas esas cosas.

–Esas cosas que una ya no vive... –susurró como una gatita.

La última frase me despertó un fuego dormido en el fondo de mi epidermis. ¿Lo habría dicho para sí misma, como ocurre a veces con las personas que hablan en voz alta, o me lo dirigía a mí, a Fernando? La frase inconclusa por Carla fue seguida por una sonrisa libre, jovial, inocente. Una sonrisa que ensanchó sus acentuadas mejillas aún tersas. También, el lápiz labial no me pareció ridículo, aunque al comienzo se me antojó como el fondo de esas sandías demasiado rojas. Una revisión más detallada de su cuerpo no me lo reveló tan rollizo, como pude ver al primer vistazo, sino de una distribución como ha sido expresada por la escultora nacional Leda Astorga, obsesionada con los gordos, y que expone la picardía de sus miradas, sonrisas, volúmenes, sabiendo que una carne desbordada, sin llegar a frenéticos límites, en algunos de estos cuerpos tiene por designio hablarnos de la existencia de una naturaleza pródiga, y fascinada por su propio exceso.

Carla era una gorda perfectamente equilibrada. Un desnivel de hermosura, como pregonan los burlones. Y sus collares de abalorios le daban, más que una decoración exterior, un ritmo a tono con la vasta ejecución orquestal de la primavera, que en nuestro clima estaría asignada al tiempo comprendido desde finales de noviembre hasta los primeros días de enero, cuando hay alegría sobre la tierra, recolección de cosechas y celajes ebrios.

A la una de la tarde me despidió Carla con un beso en la mejilla, mientras yo le reiteraba mis promesas con avidez –y encantado de haber conocido a los chapulines.

Antes de alejarme por completo de la puerta de entrada, reconocí el nombre Gaia plasmado en mediocres letras góticas sobre el ínfimo rótulo.

Esa misma tarde acudí de nuevo a La Espiral. Me dediqué a preguntar los precios sobre títulos educativos, de ovnilogía, de curaciones milagrosas y novelas rosadas, al ayudante de Eladio, para tener una visión general de cómo ayudaría a mi nueva amiga. Rondeé algunos estantes y me aprovisioné de lo que me pareció más reciente, porque para impresionar a Carla había falseado alguna información. Por ejemplo, mucho de lo que había dicho tener en la biblioteca de mi casa era una mentira. Nunca llevo revistas. Ni siquiera me gustan los libros sobre ovnis ni sobre la reencarnación, parapsicología, y todos esos temas, ya que los consumí hace muchos años. Por otra parte, sé lo que se vende, y si debía ayudar a la mujer, tenía que plegarme a ser objetivo con las necesidades del mercado de lectores.

Como Eladio no estaba, pude hasta sacar mi libreta de apuntes, y anotar precios, géneros literarios de atracción que tenía en el olvido, nombres de libros que contemplan los programas de educación del Ministerio. No sentí por supuesto que estuviera traicionando al dueño de La Espiral, tomando datos 53

frescos que aprovecharía para una competidora. Y me pareció, más bien, que su compra-venta estaba más sucia que nunca. En un impase contemplé lo que hasta ahora me había vedado y era que el interior de La Espiral era demasiado oscuro, y que le faltaba una verdadera iluminación digna para los clientes. Todo esto lo asigné a la pétrea avaricia de Eladio que, con todo y habernos explotado a muchos compradores, subiendo precios y especulando con atracciones literarias, no había más que agrandado el local, para extender su apetito insaciable. Lo demás proseguía igual a como lo descubrí hace unos diez años, en medio del más completo abandono, en la semioscuridad, entre los olores podridos de las paredes. ¿Cómo es que no me había dado cuenta? Conseguí determinar después la casi nula visibilidad exis tente en la parte asignada a literatura propiamente seria, de manera que se hacía necesario elevar el libro hasta donde una luz pálida lo envolvía, luz que derivaba del otro salón donde estaban los libros de mayor venta, y que eran simplemente comerciales. ¿Podría estar Eladio manejando cierto tipo de discriminación? Era probable. De esta manera constaté que el carácter aventurero de la inicial compra -

venta había dado paso al planificado y lucrativo de cualquier negocio. Supe que los días de La Espiral confortable y amistosa habían terminado. Más la visitaba ahora por pura mecanicidad y no por la vieja alegría de disolver mi aburrimiento de profesor, entre la novedad de un librito y la plática improvisada con sabor a cigarro y café insípido.