Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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III

A veces suelo venir a la ciudad en mi viejo volskwagen, si no ando con todo el humor, pero ese día había llegado especialmente con deseos de caminar. Habiendo despedido a mis amigos, busqué un taxi que me condujera a la Iglesia La Merced, cuyo párroco le había solicitado a mi mujer uno de sus conocidos arreglos florales. Una vez libre del encargo, caminé por la avenida segunda, sorteando el tumulto de las ventecitas donde se vende lo innombrable: desde cajetas de coco hasta casetes, muñecos, monstruos de hule como arañas, lagartos y serpientes bicéfalas. La visión de dos mujeres sucias con niños recién nacidos en brazos y sentadas en el suelo de la acera, elevando un recipiente plástico con monedas y arrugados billetes, me obligó a arrojarme a una vera de la calle, porque dicho espectáculo y otros de la misma suerte, me han hecho experimentar con el paso de los años, más que un sentimiento de hermandad dolida, un endurecimiento de mis sentidos que atribuyo a una defensa orgánica.

Un ruido brutal salía de una tienda de electrodomésticos como un enganche para clientes sin oídos.

Desde la entrada de una venta de ropa un hombre con micrófono en mano invitaba a los transeúntes, compitiendo con la música tecno de al lado, y exigiéndose tonos más altos y furiosos, al ver que no había compradores.

“¡Es un regalo, pasen, pasen, estamos en tiempo de liquidación; usted, señora, fíjese qué bloumers; venga, damita, pruébese estas pantys, llévese tres por un precio ridículo; caballero, el de la valija, tenemos unos portadocumentos especiales, aproveche, es solo por esta semana...!”

Dos mujercitas con faldas demasiado cortas sonreían con una cordialidad estudiada a la par del hombre con micrófono, que al fin parecía hipnotizarse con su propia voz, y disfrutar plenamente de oírse, aunque no consiguiera gran cosa.

50

En la esquina diagonal al Banco de Costa Rica el semáforo se puso en verde y aguardé con un grupo de peatones urticados por el sol. Escuché una baraúnda aproximarse desde el extremo de la otra esquina en dirección a la iglesia, y vi a varios hombres y mujeres cruzar veloces a la otra acera de la avenida, produciendo confusión y pitazos en la corriente de vehículos. Nadie pudo entender lo que pasaba hasta el momento en que varios gritos más próximos arrojaron la sensación de que se había provocado una estampida, razón por la cual las señoras determinaban arrojarse a los autos, mientras miraban hacia atrás, temerosas. Hasta los hombres, algunos de ellos los mismos vendedores, se corrieron en señal de proteger sus propias vidas, mientras proferían maldiciones y nos hacían gestos desde la mitad de la calle. Los peatones que esperábamos la puesta en rojo del semáforo acatamos el peligro, cuando pudimos ver un grupo de muchachos de edades entre los diez y los veinte años, totalmente sucios, raídos, algunos rapados o melenudos, con tatuajes de esqueletos y calaveras en sus brazos, y con dragones impresos en las camisetas cuyas fauces parecían vomitar un largo fuego verde.

Algunos jóvenes venían avanzando con miradas eléctricas y disparadas hacia todas las direcciones, mientras otros empuñaban abiertamente picahielos, cuchillos, navajas, amedrentando a los despistados y arrebatando sus collares, relojes, billeteras, en una rápida operación que tenía su efectividad en la sorpresa, el matonismo en grupo y la vehemencia del arma blanca a la vista. Después se supo de heridos y desmayos, pero, en la reyerta todos nos desbandamos en busca de refugio; algunos con poca fortuna porque la banda los reducían sistemáticamente, robándoles con una facilidad casi juguetona.

Mi rumbo fue tomado con impulsividad, igual que todos, y me desboqué por un costado del Registro Civil, donde una mano pequeña, pero fuerte como una garra probó quitarme la valija por detrás. Cuando ladeé la mirada pude ver el cuerpo del adolescente, tratando de obstaculizar mi avance, mientras se acercaban envalentonados cuatro asaltantes en señal de que la presa estaba escogida. Al mismo tiempo, y realizando un esfuerzo más grande que el de mi captor, miré directamente su rostro, y supe que era un niño, un niño transfigurado.

Debió asustarse el joven por el horror que me causó la impresión de su tez, porque me soltó en el instante, confundiendo a sus compañeros, y arengándolos a proseguir la estampida hacia el Parque Central. Yo continué corriendo después de todo, y cuando avizoré la apertura de una puerta, me arrojé de golpe.