El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Os juro, señora, que yo no he tenido la menor parte...que cuando Cornejo se atrevió á indicarme que su majestadhabía escrito cartas de amores á don Rodrigo... le desmentí...le desmentí con toda mi alma, porque yo sé que su majestades una santa...

—Y, sin embargo, engañado por las apariencias, habéiscreído que su majestad amaba á... ese don Juan... á ese vuestrosobrino postizo...

—Yo no tengo la culpa de que se me haya mandado leenviase á palacio... hice lo que debía hacer; reprendí á Cornejo...le aterré... y sabiendo que don Rodrigo Calderón llevabasobre sí las cartas que comprometían á su majestad...llevé á mi sobrino, quiero decir, á don Juan Girón, á un lugardonde podría encontrar á don Rodrigo, y le dije:—

Mátale,hijo, quítale las cartas de su majestad y llévalas á palacio,donde te llaman. Mi sobrino... perdonad, la costumbre haceequivocarme.

—Equivocáos siempre; llamad siempre á ese joven vuestrosobrino.

—Pues bien, mi sobrino ha obrado como un valiente, y yocomo bueno y leal.

—No lo dudo... y por lo mismo debéis manteneros envuestra honrosa lealtad, diciéndome cuanto sepáis deese Cornejo.

—Por el amor de Dios, señora, que no pronunciéis despuésde esto mi nombre para nada. Ya sabéis que yo soy inocente.

—Podéis estar seguro de ello; pero hablad.

—Gabriel Cornejo, ha estado en galeras por robos y homicidios.

—¡Ah!

—Es galeote huído.

—Más, más que eso; con eso sólo tiene que ver la justiciaordinaria, y de la justicia ordinaria no podemos valernos.¿No decís que esa comedianta pidió un bebedizo á esehombre?

—Sí, señora.

—Ese hombre tendrá, pues, algo de ensalmador, y otrotanto de brujo...

—Sí; sí, señora; no tiene por donde el diablo le deseche.

—Bien; ¿y creéis que puedan encontrarse pruebas en sucasa?

—Es probable... dientes de ahorcado, vasijas, untos... yono lo he visto, pero lo supongo...

—¡Y vos, tan cristiano, vos, criado del rey Católico, ostratáis con esa clase de gentes!...

—¡Ah, señora! ¡si yo no tuviera mujer... si yo no tuvierahija!... ¡si no estuviese á punto de tener otro hijo!...

—Por la familia debe un hombre arriesgar la vida; perodebe conservar la honra... y sobre todo... ¡el alma!—exclamócon repugnancia, y aun podremos decir con horror, doñaClara.

—Estoy arrepentido...

—Bien, bien—dijo doña Clara, consultando el papel enque había escrito—: Dorotea vive en la calle Ancha de SanBernardo; está enlazada, no se sabe cómo, con el bufón delrey; es manceba secreta de don Rodrigo Calderón, y públicadel duque de Lerma. Gabriel Cornejo es usurero, galeotehuído y brujo; ¿dónde vive ese hombre?

—Tiene una ropavejería en el Rastro.

—Además se trata con una María Suárez... ¿dónde viveesa mujer?...

—Creo, señora, que sabéis demasiado dónde vive, y quiénes la señora María.

—¡Yo!

—Creo que vos sois la dama principal que estuvo anocheen casa de la señora María.

—¡Yo! tenéis la mala cualidad de suponer absurdos. ¿Quétenía yo que hacer en casa de tales gentes?

—Esa mujer—dijo desalentado Montiño—vive en la callede la Priora.

—Bien, muy bien. Y vuestro sobrino... ¿dónde para?

—Preguntádselo al tío Manolillo.

—¡Al tío Manolillo!... ¿pues qué, el tío Manolillo le conoce?

—El tío Manolillo conoce á don Francisco de Quevedo, ydon Francisco de Quevedo es amigo... de mi sobrino.

—Habéis cumplido como yo esperaba de vuestra lealtad,Montiño—dijo doña Clara ya con semblante más benévolo—,y nada tenéis que temer: seguid ayudándonos y nadatemáis.

—¿Que os ayude yo, señora?... ¡yo, inútil, enteramenteinútil!

—Ya sabemos lo que sois, y lo que podéis, y contamoscon vos. Pero estáis inquieto, impaciente...

—Como que no he ido todavía á las cocinas, y ya debe deestar almorzando el rey.

Si se han descuidado... si ha idoalgún plato mal servido...

—Id, id, Montiño; tranquilizáos, nada temáis. Id, que osguarde Dios.

Al llegar á la puerta exterior de las habitaciones de doñaClara, oyó la fresca y sonora voz de la joven, que dijo:

—Que me vayan á buscar al bufón del rey.

—¿Para qué querrá doña Clara al bufón del rey?—dijoMontiño alejándose rápidamente á lo largo de una galería,en dirección á unas escaleras que conducían á las cocinas—.Sería chistoso que fuese doña Clara la dama de quien estáenamorado mi... sobrino (es necesario que yo crea que esmi sobrino, á fin de que ni por descuido pueda írseme unapalabra en contrario). ¿Si será, repito, esta doña Clara lamujer de quien mi sobrino está enamorado? ¿si será doñaClara la confidenta de sus amores con?... pero señor, ¿pordónde ha venido este enredo? ¿y ese afán de todos de hablarmede mi casa y de mi mujer?... vamos, es necesario nopensar en esto: ¿pero, y lo otro? las cartas, don Rodrigo herido,la Dorotea, Cornejo, y la Inquisición á punto de tomarcartas en el negocio. Con esto y con que me hayan echado áperder la vianda de su majestad, no nos falta más. ¡Oh, Diosmío! ¡Dios mío! y quién me ha metido á mi en estas cosas.¿Para qué diablos ha venido mi sobrino á Madrid?

Y Montiño subía de dos en dos los peldaños de la estrechaescalera de caracol.

Cuando llegó jadeando á lo alto, atravesó, á la carreracasi, una crujía, se entró en la cocina, y sin hablar una palabrase precipitó á las hornillas, y levantó la tapa de unacacerola de una manera nerviosa.

Los ojos de Montiño brillaron de una manera particular.

—¿Quién ha rellenado este capón?—dijo con voz estentóreay amenazadora.

A aquella pregunta, todos detuvieron sus faenas, y todoscallaron; pero las miradas de todos se fijaron en un mozangónque miraba entre turbado é insolente á Montiño.

—¿Has sido tú, Aldaba del infierno, has sido tú?—exclamóMontiño arrojando con cólera la tapadera, y echando manoá la espada que desenvainó.

Cosme Aldaba, que era el delincuente, cayó de rodillasen la situación más cómicamente melodramática que puedeverse.

—¿Quién te ha dicho, infame—exclamó todo irritado elcocinero—que á un capón relleno se le dejan el pescuezo ylas patas? ¿No te he dicho cien veces que estos capones serellenan entre cuero y carne, que no se les echa en el rellenocarne cruda, sino cocida, y que cuando se les pone á cocerseles echan yemas de huevo picadas?

Ven acá, hereje y malnacido; ven acá y huele, y dime si esto huele á capón relleno.

Y asió á Cosme Aldaba del cogote, le llevó á la hornillay le hizo meter casi las narices en la cacerola.

Después le arrojó de sí y le plantó cuatro ó cinco cintarazos.

Aldaba huyó dando gritos.

—¿Y quién ha sido—añadió Montiño, cuyos ojos parecíanpróximos á saltar de sus órbitas—, quién ha sido el que hadejado que un galopín haga un plato que es difícil para másde un oficial?

Todos se callaron.

—Es que el señor Gil Pérez tenía que ir á ver á su coima,y me dijo que hiciera ese capón—exclamó desde la puertacon voz quejumbrosa el galopín Aldaba.

—¡Ah! ¿conque es decir que las coimas son aquí primeroque las viandas de su majestad? A la calle, Cosme, á lacalle, y no me vuelvas á parecer por la cocina, ni en seisleguas á la redonda, y el señor Gil Pérez, que busque otroacomodo; así escarmentarán los otros oficiales y no dejaránsus cuidados á los galopines. ¿Pero qué es esto? aquellaempanada de pollos ensapados se abrasa... ¡ya se ve! ¡si osestáis todos parados, ahí mirándome como á una cosa delotro mundo!... ¿Apostamos á que hoy no tendremos un soloplato á punto que poner en la mesa de su majestad?

—Del señor duque de Lerma—dijo una voz detrás deMontiño.

Volvióse el cocinero mayor, y vió á un lacayo que leentregaba una carta.

Tomóla con la mano temblorosa aún por cólera, la abrióy vió que decía:

«Señor Francisco: Venid al momento, necesito hablaros.— El duque de Lerma.

—Decid á su excelencia que no puedo separarme en estemomento de la cocina—

dijo al lacayo.

—Tengo orden de no irme sin vos.

—Pues no quiero ir.

—Tengo orden de presentaros, si os negáis, esta otracarta.

El cocinero la tomó y la abrió.

«De orden del rey—decía—y bajo vuestro cargo y riesgo,y pena de traición, seguiréis al portador.— El duque deLerma

—Vamos—dijo el cocinero de su majestad, envainando suespada, arreglándose de una manera iracunda el cuello de lacapa y arrojando una mirada desesperada á la hornilla.

Poco después seguía por las calles al lacayo del duque deLerma.

CAPÍTULO XIX

EL TÍO MANOLILLO

Llena estaba la antecámara de audiencias de palacio depretendientes, cuando el tío Manolillo llegó al alcázar.

Su semblante, que hasta allí había ido sombrío, pálido,contraído, se dilató; su boca estereotipó su maliciosa é insolentesonrisa de bufón, sus ojos bizcos empezaron á moversey á lanzar miradas picarescas, y su andar, sus ademanés,todo se trocó.

Sacó del bolsillo un cinturón de cascabeles y se le ciñó.

Luego atravesó dando cabriolas las galerías de palacio.

El pobre cómico había relegado su corazón á lo profundode su pecho, y había empezado á desempeñar su eternopapel de loco á sueldo.

Cuando llegó á la antecámara de audiencias, cesó en suscabriolas, se detuvo un momento en la puerta sonando suscascabeles, como para llamar la atención de todo el mundo,y luego, con la mano en la cadera, la cabeza alta y la miradadesdeñosa, que parecía no querer ver á nadie, atravesó conpaso lento, marcado y pretencioso, la antecámara.

Todos los que le conocían en la corte se echaron á reir.

El tío Manolillo remedaba perfectamente la prosopopeyadel duque de Lerma, que poco antes acababa de salir con elmismo continente y la misma altivez de la cámara del rey.

Al llegar á la cortina, un sumiller le detuvo.

—No se puede pasar—le dijo.

—¡Eh! ¿Qué sabéis vos?—dijo el tío Manolillo—; yo nopaso, me quedo.

—El rey...

—¿Y quién hace caso del rey?... El rey sabe menos quenadie lo que se dice...

déjame entrar ó te entro.

Y como el sumiller se opusiese, el tío Manolillo le asiópor la pretina y se entró con él en la cámara real.

—Hermano Felipe—dijo al rey—, aquí te traigo á éstepara que le castigues... Se ha atrevido á faltarme al respeto...¡pretender que la locura no entre en la cámara del rey!

—Idos, Bustamente—dijo el rey al sumiller—. Ven acá,Manolillo. El señor Inquisidor general tiene que hacerte algunaspreguntas.

Y el rey señaló al padre Aliaga, que estaba sentado enun sillón frente á la mesa donde almorzaba el rey.

—Dame primero de almorzar, porque así como tú, porhaber pasado una buena noche, tienes apetito, yo por haberlapasado en vela por ti, me perezco de hambre.

Él rey empujó un plato hacia el bufón.

Este le tomó, se sentó sobre la alfombra y se puso, sincumplimiento, á comer.

—Están buenas estas lampreas—dijo—, se conoce que noha estado hoy en la cocina tu buen cocinero mayor.

—Calumnias al pobre Montiño. Es el cocinero más famosode estos tiempos.

—Lo era antes de tener mujer, pero su mujer le ha cambiado.

—¿Y vos, no sois casado, amigo Manolillo?—dijo el padreAliaga.

—No, señor; la mujer con quien pude casarme no teníaalma, y yo quiero las cosas completas. Por eso no me gustala corona de España.

—¡Oh! ¡oh!—dijo el rey.

—Sí, sí por cierto, porque la corona de España no tienecabeza.

—Parece que os ha escuchado la conversación, padre—dijoel rey.

—Todo consiste en que el padre Aliaga es tan lococomo yo.

—¿Me queréis explicar eso, tío Manolillo?—dijo el fraile.

—Con mil amores, pero dame otro plato, Felipe; nuncahablo mejor que cuando tengo la boca llena.

El rey empujó otro plato hacia el bufón.

Este le tomó y dijo:

—Pues es necesario agradecerte el sacrificio que hacespor mí, hermano, porque los embuchados te gustan mucho,razón porque te los sirven todos los días tus dos cocinerosMontiño y Lerma.

—¡Ah!¡ah!—¡acometedor vienes hoy!—dijo el rey riendo—algosucede, de seguro.

—Sucede, que no sucede nada.

—Pero decidme, ya que tenéis la boca llena, tío—dijo elpadre Aliaga—: ¿por qué soy yo tan loco como vos?

—Porque vos, como yo, os habéis empeñado en que unloco tenga juicio.

Y miró de una manera sesgada y maliciosa al rey.

—Como veis—dijo el padre Aliaga—, su majestad almuerzasin gentileshombres y sin maestresalas; está solo conmigo.

—Lo que demuestra que estáis haciendo el oficio de loquero.

—Os ruego, señor—dijo el padre Aliaga—, que mandéis altío Manolillo avise al sumiller que no deje pasar á nadie,absolutamente á nadie, ni aun al mismo duque de Lerma.

—Ya lo oyes, obedece—dijo el rey.

—¿Qué será esto?—dijo el tío Manolillo yendo hacia lapuerta—¡apoderado de ese imbécil el padre Aliaga, y en consejoconmigo!—¿qué querrán? ¿sabrán algo?

¡veremos!

Y dió las órdenes al sumiller, cerró además la puerta dela cámara, y volvió á sentarse sobre la alfombra y á comersus embuchados.

—Os ruego—dijo el padre Aliaga—que por estos momentosdejéis vuestro oficio de bufón y me respondáis bien,lisa y llanamente.

—Entonces reclamo mi sueldo de consejero.

El rey sacó de su portabolsa una bolsa, y la arrojó albufón.

—¡Escudos de plata! ¡el rey no se conoce por su monedade oro!... ¡pobre Felipe!...—exclamó el bufón.

—Os pregunté—dijo el padre Aliaga—si habíais sido casado,y me respondísteis:

—Que la mujer con quien yo pudiera haberme casadono tenía alma, por lo que no quise casarme con ella.

—Más claro, tío Manolillo: ¿vos no sois padre legítimo deDorotea?

¡Ah!—exclamó el bufón como sorprendido, y dejando decomer—¡Dorotea! ¿qué tenéis vos que ver con Dorotea,padre?

Y los hoscos ojos del bufón dejaron ver un relámpago deamenaza.

—Deseo saber, ya que no podéis ser su padre legítimo, loque sois de esa mujer.

—Soy su perro.

—Os he suplicado que me contestéis con lisura.

—Os he respondido la verdad: me tiendo á sus pies, lamosu mano, y velo por ella, siempre dispuesto á defenderla.

—¿Pero no es vuestra hija?

—No—contestó con voz ronca el bufón—. ¡Oh! ¡si fuerami hija!

—¿Ni vuestra... querida?

—¡Oh! ¡si fuera mi querida!

—¿Pero la amáis?

—Ya os he dicho que soy su perro.

—Más claro.

—Soy su protector. Ella dice: amo á este hombre, y yo ladigo: ámale; ella me pregunta: ¿me vengaréis si me ultrajaren?yo contesto: el que te ultraje, muere.

—¿Habéis querido matar por tanto á don Rodrigo Calderón?

—Sí.

El rey miraba con espanto al tío Manolillo.

—No te conozco—le dijo.

—Tienes razón, hermano Felipe—dijo el bufón—, porqueahora estoy loco.

—Decidme—dijo el padre Aliaga—, ¿de quién es hija esadesgraciada?

—Un día—dijo el tío Manolillo—, por mejor decir, unanoche... estaba yo en una casa de vecindad... tenía en ellaun entretenimiento: una doncella asturiana que me ayudabaá comer mi ración; era ya tarde; de repente, en el cuarto deal lado, oí gritos, gritos desesperados, arrancados por undolor agudo; gritos de mujer acompañados de invocacionesá la Madre de Dios.

El rey había dejado de comer y escuchaba con atención.

El padre Aliaga, con la cabeza apoyada en su mano, mirabaprofundamente al tío Manolillo.

El bufón estaba pálido y conmovido.

—Aquellos gritos—continuó el bufón—cesaron, y trasellos oí el llanto de una criatura recién nacida.

—¿Era ella? ¿Era esa Dorotea, Manolillo?—dijo el rey.

—Sí, era ella, señor—dijo el bufón tratando por la primeravez al rey con respeto, como si no hubiese querido unirnada trivial á lo solemne de aquel recuerdo—; era ella, quenació, la desventurada, en las primeras horas del día desanta Dorotea.

El bufón inclinó la cabeza y se detuvo un momento.

Luego la alzó y continuó:

—A poco de haber nacido esa infeliz, oí dos voces: unadébil dolorida, llorosa; otra, áspera, imperativa, brutal.

—Es una niña—dijo el hombre.

—¡Oh!—exclamó la mujer llorando—, ¿y no tener quien meayude? ¡no tener un mal trapo en que envolver á este ángel!

—¿Y para qué?—dijo el hombre—; voy á envolverla enmi capa y á llevarla á la puerta de un convento.

—¡Oh! ¡no! ¡es mi hija! ¡no me robes mi hija, ya que mehas robado mis padres!—

dijo la mujer sollozando.

Tras estas palabras oí una lucha corta pero breve, acompañadadel llanto de una criatura; la lucha de un fuerte y deun débil; luego la voz de la mujer que gritaba:

—¡Mi hija, la hija de mis entrañas! ¡dame mi hija!

Y sentí pasos que se alejaban y una puerta que se abría yse cerraba de golpe, y la voz de la mujer que gritaba:

—¡Maldito! ¡maldito! ¡maldito seas!

Después un golpe, sordo como de un cuerpo que caía entierra, y luego nada.

Yo así á mi manceba por la mano (ella lo había oído todocomo yo; era una buena muchacha y estaba horrorizada), lasaqué de la habitación al corredor, abrí la puerta de la habitaciónvecina.—Socorre á esa infeliz—la dije, empujándoladentro, y yo me lancé á la calle, y seguí á un bulto que sealejaba.

Una criatura recién nacida que lloraba bajo su capa,me indicó que era él.

De tres saltos me puse junto á su lado.

—Una madre te ha maldecido, y yo soy la mano deDios—exclamé.

Y le di de puñaladas.

—¡De puñaladas!—dijo el rey.

—Sí, sí por cierto, de puñaladas; el hombre que roba áuna madre su hija, el hombre á quien una madre desventuradamaldice, debe morir.

—¿Y confiesas el delito delante del rey?—dijo severamenteFelipe III.

—En primer lugar no fué delito; en segundo lugar ya loconfesé, y he cumplido la penitencia. ¿Y luego no velo yopor Dorotea? ¿no me sacrifico por ella? ¿no sufro un infiernopor ella?

—¿Pero aquel hombre murió?—dijo profundamente elpadre Aliaga.

—No lo sé—contestó el bufón—; yo no me detuve másque á recoger la criatura, la envolvi en mi capa y me volvíá la casa de vecindad.

Cuando entré en el cuarto (no lo olvidaré jamás) no habíamás muebles que un banco de madera, una mesa y un jergóncasi deshecho; vi que la infeliz, que estaba aún desmayada,ensangrentada entre los brazos de Josefa, mi manceba,era una joven como de veinte años, rubia, muy flaca,pero muy hermosa. ¿Conocéis á Dorotea, padre?

—No.

—¿Pues por qué me preguntáis por ella?

—Continuad.

—Cuando conozcáis á Dorotea, sabréis cuán hermosa eraMargarita.

—¡Margarita!—exclamó el padre Aliaga, poniéndose letalmentepálido.

—¡Se llamaba Margarita!—observó maquinalmente el rey.

—Sí, se llamaba Margarita; según me dijo después en algunosintervalos de razón aquella desgraciada, porque sehabía vuelto loca, había salido de su casa con un soldado,había corrido con él algunas tierras, y al fin habían venidoá parar á Madrid, donde el amante vivía de las estocadas áobscuras que daba por la villa, la maltrataba y, por último,la había exigido que se prostituyese para ayudarle á vivir.

El padre Aliaga temblaba de una manera poderosa y concentrada.

—Algunas veces—continuó el bufón—, cuando yo la preguntabael nombre de sus padres, me decía:

—No, no; yo he deshonrado su nombre; yo no tengo padres;Luis, que me vió huir, se lo habrá dicho á mis padres yme habrán maldecido.

—¿Y quién es Luis?—le preguntaba yo.

—¡Luis! Luis era mi hermano—me contestaba la infelizcon dulzura—; él me amaba y yo... yo amé á otro; ¡pobreLuis!

—¿Y qué ha sido de esa desdichada?—dijo el padre Aliaga,cubriéndose los ojos con la mano para ocultar sus lágrimasy procurando contener la revelación de aquel llantoque aparecía en su voz.

—Murió: murió entre mis brazos loca, desgarrándome elalma al morir, porque yo la amaba, la amaba con toda mialma y continúo amándola en su hija. Ahora bien;

¿créeisque yo pequé? ¿qué cometí un delito matando al infameasesino de Margarita?

—¡No! ¡no!—dijeron al mismo tiempo el rey y el padreAliaga.

—Yo te indulto de esa muerte, Manuel—dijo el rey—; yoFelipe de Austria, rey de las Españas.

—¡Y yo—dijo el padre Aliaga, levantándose y extendiendosus manos sobre el bufón, que al levantarse, al ver la accióndel fraile, había quedado de rodillas—: yo, ministro de Dios,te absuelvo de esa muerte en el nombre del Padre y del Hijoy del Espíritu-Santo!

—¡Amén!—dijo con una profunda unción religiosa FelipeIII.

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...yo ministro de Dios, te absuelvo de

esa muerte.

—¡Ah!—dijo el bufón cambiando de aspecto de una manerasingular—: vos, padre Aliaga, sois un santo y llegaréisá mártir, y tú, hermano Felipe, aunque eres tonto, no eresmalo. Dios os lo pague á los dos: á ti, por tu indulto, hermanorey, y á vos, por vuestra absolución, padre Aliaga.

Hubo un momento de silencio.

El tío Manolillo se había levantado y llenaba lentamentede vino una copa.

El padre Aliaga estaba profundamente pensativo.

El rey oraba.

El bufón se bebió de un trago la copa.

—Ahora bien—dijo—, y ya que sabéis que Dorotea no esni mi hija, ni mi amante,

¿qué queréis de ella? ¿por qué mehabéis preguntado por ella?

—Basta, basta—dijo el padre Aliaga—; me siento malo,y con la venia de vuestra majestad me retiro.

—Id con Dios, padre Aliaga, id con Dios—dijo el rey.

—Os espero esta tarde en el convento de Atocha—dijo elpadre Aliaga al bufón.

—Iré—dijo el tío Manolillo.

El padre Aliaga hincó una rodilla en tierra y besó la manoal rey.

Después salió.

—¡Es muy singular la historia que nos has contado, Manolillo!—dijoel rey.

—Tan singular, que me ha hecho daño el contarla y meahogo en la cámara; es demasiado fuerte ese brasero y haceaquí calor. No sé cómo puedes resistir esto, Felipe; tus genteste cuidan muy mal; yo en lugar tuyo ya tendría consumidala sangre.

Tú no quieres creerme. Echa de tu lado áLerma, y á Olivares, y á Uceda, que son otros tantos braserosen que se abrasa la sangre de España, y que acabaránpor sofocarte.

—¿Sabes, Manolillo, que después de lo que me has contado,me pareces otro hombre?—dijo el rey.

—¡Bah! tú que has nacido para ser víctima, no conoces lavenganza. ¡Peor para ti!

—Un cristiano no puede, no suele ser vengativo.

—¡Pobre rey! mañana te herirán en el corazón... digo, sies que tú tienes corazón.

—¡Que me herirán en el corazón!

—¡Si mañana te matasen á tu buena esposa!...

—¡Oh! ¡si un traidor se atreviese á la reina, moriría!—exclamóel rey con una llamarada de firmeza.

—¡No, no querrá Dios!-dijo de una manera profunda eltío Manolillo—; no pensemos en eso. Me voy y te dejo solo,Felipe; pero cuidado con que te metas con mi Dorotea,porque...

—¿Por qué?

—Porque me volveré loco, tendrás que hacer de Lerma tubufón, y su excelencia te divertiría muy poco: adiós.

Y el tío Manolillo salió, dejando sólo en su cámara áFelipe III.

CAPÍTULO XX

DE CÓMO EL TÍO MANOLILLO HIZO QUE DOÑA CLARA SOLDEVILLA PENSASE MUCHO Y

ACABASE POR TENER CELOS

Al salir por una puerta de servicio, el tío Manolillo se viódetenido por el rodrigón de doña Clara Soldevilla.

—Os buscaba, maese—le dijo—, y me habéis tenido cercade una hora esperándoos en la antecámara de audiencia.Conque daos prisa y venid, que os espera la dama máshermosa que se tapa con guardainfante.

—¡Ah, mal engendro! ¡injerto de dueña en cuerpo desapo!... ¿qué me querrás tú que bueno sea?... Mas ahora recuerdo...en efecto... doña Clara Soldevilla tiene el malísimogusto de hacerse servir por ti: si es ella quien me llama,huélgome, porque si ella no me llamara iría yo á buscarla.

—Pues ved ahí, que mi señora es quien os ruega que vayáisá su aposento.

—Pues tirad adelante, don rodrigón, consuelo de contrahechos.

—¡Bah! tengamos la fiesta en paz, tío, que no sois vosciertamente quien puede hablar de corcovas; y vamos adelante,que mi señora espera.

—Pues adelantemos.

Y el rodrigón tiró delante del tío Manolillo y le introdujoal fin en la misma habitación donde había introducido antesal cocinero mayor.

El bufón quedó solo con doña Clara, que le salió al encuentro.

—¿Conque al fin?—dijo el bufón, mirando de una manerafija y burlona á doña Clara.

—¿Qué queréis decir?—contestó la joven.

—Digo que viene el sol, y derrite la nieve que ha estadohecha una piedra durísima todo el invierno.

—Venís tan hablador como siempre, Manuel, y os agradeceríaque me habláseis con formalidad.

—Tan formal vengo, que vengo á hablaros de lo más formaldel mundo.

-¡Cómo! yo creía que veníais porque os llamaba.

—En efecto; pero como yo he pensado buscaros á vos,antes que vos pensárais en buscarme á mi, me correspondede derecho empezar primero. Y empiezo... pidiéndoos lamano, que el corazón no, para un amigo mío.

—Si volvéis con ese enojoso asunto...—dijo severamentedoña