El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Porque en aquellos tiempos había enamorados y galanesde monjas.

Quevedo lo dice, y hace su aserción verdadera el que laInquisición revisó los libros de Quevedo, como los revisabatodos, y no se opuso á lo que decía respecto á los enamoradosde las monjas, ni lo tachó ni lo encontró inmoral.

Esto estaba en las costumbres de entonces; lo sabía todoel mundo, y no había por qué prohibir un libro que no decíamás que lo que todo el mundo sabía.

Además, que estos eran unos amores simples.

Hoy es otra cosa.

De modo que la que en aquellos tiempos se metía en unconvento para huir del mundo y de las tentaciones del demonio,se metía en otro mundo más agitado, en donde encontrabaotras peores tentaciones.

Y no era solo esto lo que constituía el carácter, elmodo de ver y de obrar de los conventos de monjas del sigloXVII.

El clero los utilizaba para otros negocios.

Las monjas venían á ser los intermediarios de otras conspiracionesde carácter más trascendental, puesto que teníanrelación con el Estado.

¿Quién había de creer que en una carta dirigida á la abadesade un convento, iba otra que debía entregarse por laabadesa á tal ó cual alta persona?

¿Quién podía sospechar que en aquellas cartas se agitasenlas parcialidades de la corte?

En aquellos tiempos y aun en otros, los conventos demonjas venían á ser para los conspiradores lo que un arroyoó un río para el que quiere hacer perder las huellas de supaso á quien le sigue.

De modo que una abadesa de monjas en el siglo XVII,solia ser un personaje importantísimo.

Eralo la madre Misericordia, abadesa de las DescalzasReales de la villa y corte de Madrid.

Primero, porque su convento era el más aristocrático.

Había sido fundado en 1550 por la señora infanta de Portugal,doña Juana.

Le protegían directamente sus majestades.

Le visitaban mucho é iban con suma frecuencia á comeren él conservas.

Las monjas eran todas señoras pertenecientes á la altanobleza.

Por lo importante de su categoría, que hacía importantesu influencia, llovían sobre el convento magníficos donativos.

En el siglo XVII hubo un verdadero furor por las fundacionesreligiosas y piadosas.

Solamente en Madrid, durante aquel siglo, se fundarondiez y seis conventos de frailes, diez y siete de monjas, nueveiglesias, seis hospitales y seis colegios; es decir, que sefundaron cincuenta y cuatro establecimientos piadosos, delos cuales sólo eran de beneficencia doce.

Esto sin contar un número igual de fundaciones anteriores.

De modo que en Madrid no podía darse un paso sin tropezarcon una iglesia ó un oratorio.

Un número inmenso de los habitantes de la poblaciónpertenecía á la clase monástica.

Solamente el duque de Lerma fundó dos conventos defrailes y uno de monjas.

Esta manía de las fundaciones religiosas, á más de la piedad,tenía un objeto más egoísta: el de hacerse una ostentosasepultura para sí y para su familia en una fundación.

Todo el que era bastante rico para ello fundaba un convento;el que no podía tanto, una iglesia; el que podía menos,una ermita; por último, el que no podía fundar nada,hacía donaciones á los conventos y á las iglesias, á fin deasegurar á su alma sufragios perpetuos.

De ahí la gran masa de bienes muertos en poder de lascomunidades.

De ahí esa costra de frailes y de monjas que se extendiósobre España, cuya influencia fué incontrastable, que hizodecir á los extranjeros que España era un monasterio, y queno hemos podido quitarnos aún completamente de encima.

En la Edad Media España era un castillo.

Cuando los nobles no pudieron construir fortalezas, construyeronconventos.

No pudiendo tener bandera ni hombres de armas, tuvieronfrailes y monjas con su guión y su cruz.

Con los hombres de armas se rebelaban contra el rey, yoprimían al pueblo en la Edad Media.

En el siglo XVII sofocaban al trono rodeándole de frailes,y con esos mismos frailes embrutecían al pueblo.

Duraba el privilegio, crecía, se desbordaba.

La clase monástica, pues, pesaba en la balanza de los negociospúblicos de una manera incontrastable.

Tenía también una espada, una terrible espada cuyo poderaterraba.

Esta espada era el Santo Oficio de la general Inquisición.

El Santo Oficio tuvo poder bastante para traer á Españalos vergonzosos tiempos de Carlos II.

En una época tal, el convento de las Descalzas Reales teníauna gran influencia.

La abadesa era un gran personaje.

Era sobrina, aunque lejana, del duque de Lerma, noble yrica.

Había aportado un rico patrimonio procedente del dote yde las gananciales de su madre, y del tercio y quinto de supadre al convento.

En el mundo se había llamado doña Angela de Rojas.

Era rica.

Pudo haberse casado, porque todas las mujeres ricas secasan.

Pero se había enamorado de un hombre que estaba enamoradode otra tan rica como ella y además hermosa y señorade título, con la que se casó al cabo.

Doña Angela, no encontrando otro medio mejor para desahogarsu cólera, se metió en las Descalzas Reales.

Duróle la rabia un año, y tuvo tiempo de profesar.

No sabemos si después de haber profesado se la pasó eldespecho, y se arrepintió de haberse apartado de un mundo,para encerrarse en otro.

Ella no lo dijo á nadie.

Al profesar, por una antítesis violenta con su carácter, tomóel nombre de María de la Misericordia.

Desde que fué monja, empezó á conspirar por su cuenta yá sostener sus conspiraciones con su dinero.

A los seis años de su profesión, sor Misericordia se llamabala madre abadesa.

Su competidora vencida enfermó de rabia, y murió desesperadabajo la presión de su vencedora.

Hay entre las armas antiguas una que se llama puñal demisericordia.

Con este puñal remataban los vencedores á los vencidos.

A esta madre, en fin, fué á visitar la joven y hermosa doñaCatalina de Sandoval, condesa de Lemos.

A más de ser abadesa de las Descalzas Reales, en cuya comunidadtenía la condesa mucha familia, era parienta suya.

Cuando la condesa llegó al locutorio, la dijo la tornera:

—Será necesario que vuecencia espere; la madre abadesaestá confesando en estos momentos.

La condesa se mordió los labios, porque aquella detenciónla contrariaba.

—¿Quién es el confesor de mi prima, madre Ignacia?—dijoá la tornera.

—¡Oh! es un justo varón, un padre grave y docto de laorden del seráfico San Francisco: fray José de la Visitación.

—¡Ah! ¡Fray José de la Visitación! le conozco mucho y hasido mi confesor algún tiempo; tomé otro porque nunca acababade confesarme; era eternizarse aquello.

—Es confesor muy celoso.

—Demasiado; ¿y hace mucho tiempo que mi prima estáconfesando?

—Ya hace más de una hora.

—¡Ah! pues tenemos para otra hora larga.

—Tal vez—dijo la tornera.

—Decidme, madre Ignacia—preguntó la condesa—, ¿estávacía la celda aquella tan hermosa que está sobre el huerto?

—Sí, sí, señora condesa; está vacía porque las tapias sonbajas, y una educanda que vivió en ella se escapó descolgándosepor el balcón y saltando las tapias. Esto fué un escándaloque nadie sabe, que hemos guardado todas... peroyo lo digo á vuecencia en confianza.

—Gracias, amiga mía. ¿Conque las tapias son bajas y elbalcón bajo?

—Sí, señora; era necesario tener una gran confianza en lapersona que viviese en aquella celda.

—Y... ¿no hay otra desocupada?

—No; no, señora: apenas tenemos convento: será necesarioensancharlo: no cabemos.

—¡Bendito sea Dios!

—¿Piensa vuecencia traernos alguna novicia ó algunaeducanda?

—No, no por cierto.

La condesa, que estaba profundamente preocupada, calló.

La tornera calló también por respeto.

—Madre Ignacia—dijo doña Catalina—, no me hagáis visita;de seguro estáis haciendo falta fuera.

—En verdad, señora, que ese torno no para en todo el día;pero no importa: allí he dejado á sor Asunción.

—Id, id, y por mí no faltéis á vuestra obligación, ni molestéisá nadie. Tengo además mucho en qué pensar, y nome pesaría estar sola.

La tornera se inclinó profundamente y salió.

Doña Catalina quedó sola.

Su bello semblante moreno estaba pálido; por bajo de susojos se veía una señal levemente morada como de quien noha dormido; su mirada estaba fija, impregnada de no sabemosqué expresión vaga, incomprensible.

Había en su semblante un tinte de tristeza, una expresiónde malestar interior.

Golpeaba impaciente con su lindo pie el pavimento.

Parecía, en fin, contrariada, por la tardanza de su prima lanoble abadesa.

De repente la distrajo el rechinar de la puerta del locutorio.

Se volvió y vió á Quevedo.

Doña Catalina se puso de pie.

—¿Conque hasta aquí?—dijo.

—Hasta donde vos vayáis, mi cielo. No quiero quedarmeá obscuras, y como sois mi sol, os sigo.

—¡Ah, don Francisco... don Francisco!..., ¿no me prometísteisanoche que me dejaríais venir á encastillarme contravos?

—Sí, es cierto; pero no lo prometí yo.

—¿Pues quién fué?

—Mi amor impaciente.

—¿Pero en tan poco me estimáis, que viendo que huyo devos queréis aún comprometerme?

—Recuerdo que en la galería obscura me ofrecísteis vuestracasa.

—Tenía á obscuras la razón; no sabía lo que me acontecía.

—¿Pero no me amáis?

—¡Ay!... ¡sí!...—exclamó doña Catalina tendiendo lánguidamentesu mano y de una manera instintiva á Quevedo.

—¡Ah!—exclamó Quevedo, apoderándose de aquellamano—; ¡y cómo me da la vida vuestro amor!

—Soltad, que estas monjas son muy curiosas, y siempreestán en acecho.

—Decís bien; siempre andan alrededor de los del mundo,que se les acercan como el gato alrededor de las sardinas.

—Por lo mismo, mirando el lugar en que nos encontramos,y sobre todo mi decoro, sed respetuoso conmigo.

—¿Y cuando, señora, no os he respetado?

—Dadme una prueba saliendo de aquí.

—Prometedme que vos no pasaréis más adelante.

—Aseguradme que seréis dócil á lo que yo quiera.

—Os lo juro, siempre que no me pidáis lo que no puedoconcederos.

—Pues bien, no entraré.

—¿Y podré yo entrar hasta vos?

—¡Qué adelantáis, don Francisco, con sacrificar una mujermás!

—Seríais vos la primera.

—Ved por qué no puedo fiarme de vos; negáis lo que todoel mundo sabe: vuestros ruidosos galanteos.

—Helos tenido con muchas hembras, pero tratándose demujeres vos sois mi primera mujer.

—Tal vez os engañáis... tal vez yo no sea más que...como vos decís, una hembra, y harto débil y desdichada.

—Pues yo os creo demasiado fuerte, y en cuanto á lo desdichada,estando ausente de vos mi señor el duque de Lemos,no os podéis quejar.

—Quéjome de que siempre no haya estado lejos.

—¡Oh! ¡si no hubiérais sido hija de Lerma!

—Ni aun delante de mí, perdonáis á mi padre.

—Eso os probará que para vos, mi lengua es lengua deDios.

—No os entiendo.

—Quiero decir, que para con vos mi lengua es lengua deverdad: para mejor probároslo, no sólo aborrezco, sino quedesprecio á vuestro padre.

—¡Ah! ¡qué desgraciada soy!

—Sóislo en efecto; pero vuestra desgracia no os trae vergüenza:no se eligen padres.

—Si yo fuese una cualquiera no me hubiérais amado.

—Soy hombre que visto negro y liso.

—¡Cómo!

—Quiero decir, que no me paro en bordaduras, ni en apariencias,ni en riqueza; siendo vos lo que sois, además de serhija de un duque y mujer de un conde, para que yo no oshubiese amado, era necesario que no os hubiera conocido.

—De modo que si yo hubiese sido la hija de un mendigo...

—Hubiera quitado las conchas y hubiera tomado lasperlas.

—Desconfío todavía de vos.

—¿Todavía?...

—Sois un abismo. Acaso no me enamoráis sino porquesoy hija del favorito del rey.

—Mal haya la fama, que más que bienes da males.

—Sois gran conspirador.

—¿Conspirador habéis dicho? pues conspiremos.

—¿Y contra quién?

—Contra la abadesa vuestra prima.

—Conspirar, ¿y para qué?

—Para salir del atolladero.

—¿De qué atolladero?

—De haberos metido vos aquí, y de haberme metido yotras vos.

—Con que vos os vayáis hemos salido del paso.

—Os engañáis, porque ya me han visto.

—¿Y por qué habéis dado lugar á que os vean?

—Se me os escapábais.

—No creo que puedan suponer...

—Las monjas no suponen nada bueno...

—Pero mi prima sabe...

—Que sois hermosa; lo que basta para que os mire mal.

—Es virtuosa...

—Con la virtud de las feas.

—¡Pero Dios mío, vos no perdonáis á nadie!

—A nadie sentencio que él mismo no se haya ya sentenciado.

—Y ya que decís que estamos en un atolladero, ¿cómo osparece que podamos salir de él?

—Conspirando.

—¿Pero contra quién?

—¿Contra quién?... contra cualquiera... la abadesa, á truequede conspirar, creerá todo lo que queramos que crea.¿Quién es el confesor de nuestra noble prima?...

—¿De nuestra prima?...

—He dicho de nuestra prima, porque hasta cierto puntovuestros parientes son mis parientes.

—¿Os habéis propuesto mortificarme?

—No quisiera. Pero volvamos á nuestra conspiración.¿Quién es el confesor de nuestra prima?

—Esperad; no sé por qué se me ocurrió preguntar esomismo á la tornera, y me dijo que un fraile grave de SanFrancisco... fray José de la Visitación.

—¿Aquel que se atrevió á decirnos un día que el infiernoera negro como vuestros ojos, y que vuestros ojos quemabansin llama como el infierno? Pues si es ese santo varón, ya sécontra quién tenemos que conspirar.

—¿Contra quién?

—Contra el conde de Olivares.

—¡Ah! el pobre conde nos va á servir de mucho.

—Pienso valerme de él para otras muchas cosas.

—¡Ah! ya no tenemos tiempo de prevenirnos. Me pareceque oigo la voz de mi prima.

—¡Oh! pues dejadme hacer, fingíos muy turbada.

Quevedo no pudo decir más.

Acababa de entrar en el locutorio una monja como deveintiseis á veintiocho años muy morena, con un moreno impuro;casi sin cejas, con los ojos pequeños, redondos y grises,desmesuradamente larga la boca, los pómulos salientesy todas estas partes componiendo un semblante cuadrado,un conjunto desapacible, hostil, antipático; añádase á esto elhábito, la toca cerrada, el velo y la expresión monjuna,bajo la cual se encubría mal la soberbia, y se comprenderáque la madre Misericordia tenía un nombre enteramentecontrario á su aspecto, eminentemente antitético con ellamisma.

Sin embargo, se comprendía lo elevado de su cuna en ladistinción de sus maneras.

Adelantó gravemente hasta el centro de la parte del locutorio,situado del lado allá de la doble reja, y comprendióen una reverencia su saludo para doña Catalina y Quevedo.

—Ya nos une esa víbora—dijo para sí don Francisco—,yo haré que nos desuna.

Y contestando con otra no menor reverencia á la abadesa,mientras la de Lemos callaba verdaderamente turbada por lasituación, dijo:

—¡Mi señora doña Angela!...

—Hace mucho tiempo que sólo me llamo sor Misericordia,caballero—, dijo la religiosa con acento severo yagresivo.

—Perdonad, pero yo busco en vos la dama, cuando voy áhablaros del mundo, cuando voy á sacar vuestro pensamientodel claustro.

—En primer lugar, caballero, yo no os conozco; en segundolugar, no comprendo cómo acompañáis á mi parientadoña Catalina.

—Sentémonos—dijo Quevedo con gran calma.

Doña Catalina se sentó más turbada que nunca, y la abadesaextraordinariamente admirada, dominada por la sangrefría y la audacia de Quevedo.

—Vos no me conocéis—dijo—, no lo extraño; vos habéisvivido siempre muy retirada del mundo, mientras que yo hevivido siempre muy metido en él, aun cuando he estado preso.

Al oír la palabra preso, la abadesa dejó ver una altiva expresiónde disgusto y de contrariedad.

—Y digo preso—continuó Quevedo como contestando áaquella expresión—, porque los que en España nos encontramosentre cierta gente, cuando no somos prendedores somosprendidos. En fin, señora, yo me llamo, después de criadovuestro, don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de nosé qué torre, y autor de no sé qué libros.

—¡Ah!—exclamó cambiando enteramente de expresión laabadesa—: ¿y para qué me buscáis, caballero?

—Primero he buscado á vuestra noble prima.

—¿Y para qué?

—Para asuntos que me tocan al alma... porque á mí metoca al alma todo lo que directa ó indirectamente atañe alservicio de su majestad.

-¡Ah!

—Pues he buscado á doña Catalina, cuya bondad conozco,á fin de que me sirviese para con vos de recomendacióny ayuda.

—Bastaba vuestro nombre.

—No había necesidad de que nadie supiese que yo osbuscaba; conócese mi nombre más que mi persona... y cuandose trata de conspiraciones...

—¡De conspiraciones!

—¡Se conspira!

—¿Pero contra quién, caballero?

—¿Contra quién se ha de conspirar, sino contra quienmanda? Por todas partes hay conspiradores: salen de debajode las piedras, duermen con uno debajo de la almohada. Esimposible gobernar.

—¡Contra quien manda! Pero quien manda es el rey, y nosé que haya nadie que conspire en España contra su majestad.

—Sí; sí, señora; conspiran contra su majestad, los queconspiran contra el duque de Lerma.

—Dicen que el duque de Lerma, de quien tan justa y honrosamentehabláis, os ha tenido preso.

—Me tuvo, y cabalmente porque no me tiene, me interesopor su excelencia. Me ha vencido su generosidad... y no sé...no sé cómo agradecérselo. Eso mismo lo he dicho á su hija,á la señora condesa de Lemos.

—Es verdad—dijo doña Catalina ya más repuesta.

—Y se lo he dicho en la misma antecámara de su majestadla reina, donde estaba de servicio, donde nadie nos oía,donde no nos veía nadie, donde doña Catalina ha podidojuzgar, por pruebas indudables, de la sinceridad de mis palabras.¿No es verdad, señora?

—Sí, sí, don Francisco, es verdad—dijo la de Lemos, poniéndoseligeramente encarnada.

—¿No es verdad, señora, que á pesar de las malas ideasque teníais respecto de mi, me habéis creído enteramente,habéis confiado, y que después, en razón de vuestra confianza,habéis variado vuestro propósito hacia mí y habéisconsentido en que hablemos juntos á vuestra noble prima?

—No, no lo puedo negar; todo esto es cierto, certísimo.

—Ya veis, señora, que cuando doña Catalina, hija dequien es, confía en mí, vos también debéis confiar.

—¿Pero por qué no habéis ido directamente á mi tío, caballero?—dijola abadesa.

—El duque de Lerma acaba de darme la libertad; podíacreer que yo... yo no puedo, no debo cambiar así, delantede las gentes, delante del mismo duque. Anoche doña Cataliname dió una carta de la duquesa de Gandía para su padre,y su excelencia quiso atraerme á su partido creyéndomesu enemigo.

—Se os presentó, pues, una buena ocasión de ceder.

—Si hubiera cedido, el duque hubiera desconfiado de mí.

—Vuestros hechos le hubieran convencido.

—Pues ved ahí, señora: de tal modo hablé con el duque,que hoy me cree más enemigo suyo que ayer.

—¿Y para qué eso?

—Créame el duque su enemigo en buen hora. Yo nuncahe cedido... me equivoco porque soy hombre, pero jamás loconfieso... al menos á la persona respecto á la cual he caídoen error. Pero tratándose de vos, señora, de la señora condesade Lemos, seguro como estoy de vuestra discreción, esdistinto; á vosotras vengo para ayudar á ese grande hombreen cuyas manos está la gobernación del reino. Vosotras seréisel medio por donde llegarán á él los beneficios de mileal y oculta amistad.

—¡Ah! caballero... cuánto os agradezco... ¿y sabéis? ¿habéisdescubierto...?

—Una conspiración horrible.

—¿Pero cómo...?

—Anoche un amigo mío, un noble joven que acababa dellegar á la corte, tuvo un desagradable encuentro á causa deuna dama, con don Rodrigo Calderón.

—Don Rodrigo, según me ha dicho mi confesor, está herido,y esto es una desgracia.

—No, no señora, esto es una fortuna; don Rodrigo es untraidor.

—Don Rodrigo es un miserable—dijo doña Catalina, quese acordaba de la insolente carta que don Rodrigo la habíaenviado el día anterior y de la que hablamos al principio deeste libro.

—Mi tío confiaba ciegamente en él.

—El duque de Lerma es muy confiado.

—Es, sin embargo, muy prudente.

—Pero don Rodrigo más falso.

—¿Qué decís?

—Don Rodrigo quería alzarse con el santo y la limosna.

—¿Pero de quién se ayudaba ese hombre?

—¿De quién? del conde de Olivares.

—¡Ah! verdaderamente que don Gaspar de Guzmán notiene perdón de Dios; todo lo debe á mi tío, y, sin embargo,pretende apoderarse del ánimo del rey.

—Es peor que eso: pretende apoderarse del ánimo delpríncipe.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Nadie pretende la privanza de un príncipe, sino cuandocree que está próximo á ser rey.

Palideció la abadesa.

—¿Y serían capaces...?—dijo.

—Yo no he dicho tanto.

—Pero tendréis algunas pruebas...

—No las tengo, pero las he visto.

—Seguid, don Francisco; pero explicadme.

—Ya os he dicho que mi amigo es enemigo, á causa de unadama, de don Rodrigo Calderón. Pues bien, anoche mi amigotuvo ocasión de dar de estocadas á don Rodrigo... luego,deseando saber mi amigo si el herido tenía sobre sí algunaprueba de amores, le encontró...

—¿Y qué encontró?

—Unas cartas... la prueba de la conspiración más pérfida...

—¿Cartas de quién?

—De varias personas...

—¿Había alguna del conde de Olivares?

—Sí... ciertamente—contestó Quevedo á bulto.

—¿Pero qué se han hecho esas cartas?

—Llevólas á palacio mi amigo.

—A palacio... ¿y para qué?

—¿Para qué? para entregarlas al rey.

—No habrá podido... esas cartas estarán en poder devuestro amigo: es necesario rescatarlas...

—Las tiene...

—¿Quién?

—La reina.

—¡La reina!

—Que durmió anoche con el rey.

—¿Qué decís, caballero?

—El duque lo sabe... el duque, que estuvo anoche en palaciogran parte de la noche.

—¿Pero cómo pudo vuestro amigo entregar... anoche esascartas á la reina?

—Es sobrino del cocinero del rey, y tiene amores en laservidumbre de la reina.

—Me habéis maravillado, don Francisco... yo creía que losabíamos todo...

—Pues ya habréis visto que hay muchas cosas queignoráis.

—Madre abadesa—dijo en aquellos momentos á la puertadel locutorio una monja—, aquí han traído una carta paravos.

—Dadme, dadme.

La monja adelantó y dió una carta á la madre Misericordia.

Luego salió.

—Permitidme, prima mía; permitidme, caballero—dijo laabadesa.

Doña Catalina y Quevedo se inclinaron.

La abadesa abrió con precipitación la carta.

—¿De quién será?—dijo para sí Quevedo.

La abadesa leyó la carta, la dobló, la guardó y, dirigiéndoseá Quevedo, le dijo con acento reservado y glacial:

—Os agradezco las revelaciones que me habéis hecho,don Francisco, y estoy segura de que mi tío el duque deLerma os las agradecerá.

—¡Oh! Pero os habéis olvidado, señora—dijo con sumaprecipitación Quevedo—.

Yo deseo, quiero, os suplico, queel duque de Lerma no sepa, no pueda sospechar siquiera lasituación en que me encuentro respecto á él.

—¡Ah! ¡Sí, es verdad, caballero! Y puesto que así lo deseáis,respetaré vuestro deseo.

—Me haréis en ello gran merced; y como supongo quenecesitaréis de vuestro tiempo, me pongo á vuestros pies yos pido licencia para retirarme.

—Supongo que nos volveremos á ver.

—Nos volveremos á ver... ¡de seguro!

—Pues adiós, don Francisco.

—Que os guarde Dios, señora.

Y tomando una mano á la de Lemos y besándola cortésmente,y lanzándola rápidamente una mirada en que habíatodo un discurso, salió.

—¿Qué significa este conocimiento que tenéis con donFrancisco de Quevedo, prima?—dijo severamente la abadesa.

—Le conozco desde que era muy joven—contestó condesdén doña Catalina.

—Pero no creo que le conozcáis lo bastante para acompañaroscon él.

—Si don Francisco y yo tuviéramos un interés cualquieraen vernos, en andar juntos, no elegiríamos por cierto el locutoriode las Descalzas Reales para lugar de nuestras citas,ni á vos por testigo.

—En lo cual haríais muy bien.

—Y mucho más por la parte que me concierne, porqueme excusaría de que pens