El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Es mi sino. Pero como estoy ya cansado de que meechen el guante, trato de echar un guante de oro al escribanopara que se le entorpezcan los dedos... y me urge... yme duele dejar á medio roer este pichón... pero os dejo...

—¿Os vais?—dijo Montiño poniéndose de pie.

—¡Oh! ¡no! vos no tenéis nada que ver con la justicia—dijoDorotea—: almorzad al menos, caballero... si no es yaque os sepa mi almuerzo mal.

—Creo que jamás ha almorzado tan á gusto el señorMontiño, y se quedará, debe quedarse—añadió Quevedocargando su acentuación de una manera perfectamente inteligiblepara Montiño.

—Temería abusar...

—¡Oh! ¿qué es abusar?... por el contrario, no sabría á quéatribuir...

—Pues me quedo—dijo Montiño con voz insegura.

—Pues quedáos—exclamó Quevedo—. Os suplico que noos vayáis...

—Pero si tardareis...

—En ninguna parte pudiérais sentir menos la espera.¡Ah! las diez... conque hasta las doce. Quede con vosotrosDios.

Y Quevedo salió.

Toda esta escena, á pesar de que había sido un poco picante,había pasado delante de la negra y del lacayuelo.

—Servidnos los postres y marcháos á almorzar—dijoDorotea apenas salió Quevedo.

Montiño y la comedianta quedaron al fin solos.

—Tenéis un amigo muy regocijado—dijo Dorotea...

—¡Oh! ¡sí!—contestó el joven, que aunque no era novicio,sentía remordimientos por aquella especie de infidelidad quehacía á su dama, y estaba contrariado.

—Si no fuese por su lengua...—añadió Dorotea.

—¡Oh! ¡sí!—respondió Montiño.

—¿Pero no coméis?—dijo la joven, que empezaba á sentirsepreocupada.

—Perdonad, señora, pero...

—¿Pero qué?...

Montiño alzó los ojos, y su mirada se encontró con lamirada negra y resplandeciente de la Dorotea.

Por culpa de la situación, aquellas dos miradas fueronterriblemente criminales, y la Dorotea se puso encarnada,no de rubor, sino de despecho, porque había conocido todoel valor aparente de su mirada.

Lo mismo y por la misma razón aconteció á Montiño.

—Vamos, esto es una tontería—dijo la Dorotea, sin pretendercubrir lo que no podía cubrirse.—Quevedo tiene laculpa.

—Yo creo, señora, que nadie tiene la culpa de nada.

—Bebed—dijo la joven llenando una copa de vino.

—Bebed primero vos...

—La Dorotea llenó su copa.

—No: bebed en ésta, ó bebamos la mitad de la nuestracada uno; cambiamos.

—¿Sabéis lo que estáis haciendo?—dijo con seriedad laDorotea.

—¿Os ofende?

—Me estáis enamorando.

—¿Y hago mal suponiendo que eso sea?

—Eso lo sabréis vos.

—¡Cómo! ¿que yo sabré si hago mal en enamoraros?

—Sí, porque vos sabréis con cuánta lealtad, con cuántarazón podéis enamorar á una mujer á quien hace mediahora que conocéis.

—La soledad tiene la culpa...

—Llamaré compañía...

—No; más bien si os desagrada mi atrevimiento, me iré yo.

—Don Francisco vendrá á buscaros...

—Pues no encuentro medio...

—Sí; dejar esta conversación.

—Dejémosla.

—Hablemos de otra cosa.

Pero ninguno de los dos habló.

Bebieron en silencio sus copas.

Pasaron algún tiempo callando.

Dorotea miró involuntariamente á Montiño.

En aquel momento Montiño miró á la comedianta.

Esta doble mirada fué más elocuente, más intensa que laanterior.

Dorotea y Montiño se turbaron mucho más.

Pero por aquella vez, Dorotea no se irritó.

Por el contrario, soltó una alegre carcajada, y dijo:

—¿Quién diablos os ha traído aquí?

Y llenó la copa, bebió la mitad, y ofreció la copa áMontiño.

Montiño la tomó y buscó el sitio donde había puesto suslabios la joven.

—Habladme con franqueza—dijo la Dorotea—; ¿quéhabéis visto en mí...?

Y se detuvo.

—He visto en vos, señora... ¡la verdad es que no he vistonada fuera de vuestra hermosura, que es divina!

—Pero... mi hermosura sola no hubiera causado en vos...en fin, no hablemos más de esto... os recibo por mi amigo..conozco que os apreciaré... os apreció ya, no sé por qué...sobre todo, no me gusta una guerra fatigosa, un galanteoque á nada conduciría, porque es una locura.

—Seamos, pues, amigos; prefiero vuestra amistad á vuestroamor.

-¡Mi amor! ¿sabéis si yo he amado alguna vez? ¿sabéissi puedo amar?

—Todos hemos nacido...

—He aquí una cosa indudable.

—Para amar...

—Eso no es tan claro.

—Si no habéis amado, amaréis.

—¿Habéis amado vos?

—Sí, y mucho—dijo Montiño suspirando por doña Clarade Soldevilla.

-¿Y amáis...?

—¡Si amo! ¡si amo! ¡con toda mi alma!—exclamó el jovenrefiriéndose siempre á doña Clara.

La Dorotea, sin darse á sí misma la razón, se inmutóprofundamente y dejó ver claro su disgusto en su semblante.

Acaso aquello era amor propio.

Acaso una sensación involuntaria.

Montiño notó aquella conmoción, la tradujo por amorpropio á su favor, y acordándose de que Quevedo le habíadicho:—Importa á la reina acaso, el que volváis loca á esamujer—y comprendiendo que el servir á la reina, el sacrificarsepor ella, era la mejor seducción que podía emplearpara con doña Clara, se decidió á tomar á la comediantapor instrumento, y á destruir el mal efecto que le habíancausado sus últimas palabras.

—Sí—repitió con acento apasionado—, amo á una diosahumana, con toda mi alma, con todo mi corazón... y esadivinidad... ¡sois vos!

—¡Yo! ¡imposible!

—Recordad que me turbé al veros.

—Eso nada prueba.

—Prueba que me habéis matado.

—Pero... caballero...—dijo pálida y grave la Dorotea—,creo que me tomáis por entretenimiento.

—¿Me ofendéis...?

—Porque temo ser ofendida.

—¿Qué encontráis de extraño...?

—No sé... porque, como, lo repito, no he amado nunca,no sé si es posible que se ame así como vos decís, tanpronto.

—¿Cuánto tiempo tarda en arder la leña seca?

—¡Ah!

—El tiempo que tarda en acercarse á ella el fuego.

—Pero la llama dura poco...

—Pero cuando acaba ha consumido la leña.

—¿Y vos sois... leña seca...? yo os creía leña verde.

—Os engañáis. En las universidades se empieza á vivirmuy pronto, y se vive muy de prisa.

—¡Ah! ¡los estudiantes! ¡dicen que los estudiantes sonmuy embusteros!

—No sé qué puedan diferenciarse en esto de los otroshombres.

—Tenéis razón; pero tienen también una fama tal los estudiantes...

—Injusticias, envidias... además, si fuí estudiante, ya nolo soy.

—¿Pues qué sois ahora?

—Pretendiente.

—¿Y qué pretendéis?

—Una compañía.

—¿Compañía de qué?...

—¿De qué ha de ser?...

—Hay muchas compañías... la de Jesús, las de comediantes,las de los mercaderes...

—La que yo quiero es una compañía de soldados.

—¿Y habéis hablado á alguien?

—La tengo casi ciertamente...

—¡Ah! ¡es verdad! ¡sois sobrino del cocinero de su majestad!

—¿Y creéis que mi tío puede?...

—Si Francisco Martínez Montiño se empeña, seréis... nodigo yo capitán... sino cuartel-maestre, general... vuestro tío,además de tener muchos doblones, tiene mucho influjo.

—Me alegro de saberlo—dijo para sí el joven.

—Capitán—dijo la Dorotea...—¿y os iréis á Italia ó áFlandes?...

—Me quedaré en Madrid; á más de capitán, quiero serlode la guardia española.

—Lo seréis, porque á más de vuestro tío os ayudaré yo.

—¡Vos!

—Sí, yo... ¿pues no sabe todo el mundo que soy la queridadel duque de Lerma, y que su excelencia me quiere tanto,que hace todo lo que yo quiero?

—Temería abusar de vos.

—¡Bah! yo debo agradeceros el que me hayáis miradotan bien.

—Mejor os agradecería el que no me miráseis mal.

—¿Y por qué? no tengo motivo... os aprecio...

—Más quiero...

—¿Más que apreciaros?

—¡Amadme!

—Echad un memorial á Cupido...

—Vos sois Venus, y le mandáis.

—Ya sabéis que Cupido es un bribonzuelo, que no respetani aun á su madre.

—Casi creo que tenéis razón.

—¿Por qué?...

—Porque creo que el rapazuelo me ayuda.

—Son muy presumidos estos estudiantes...

—Capitán, señora, capitán.

—Pues peor; la gente de guerra cree que las mujeres setoman como las murallas, al asalto... mudemos de conversación...

—Mudemos...

—¿Hace mucho tiempo que habéis venido á Madrid?—dijola Dorotea, procurando mostrarse completamente olvidadade la conversación anterior.

—Vine ayer.

—¡Ayer!

—Sí, señora, ayer por la tarde.

—¿Y no habéis estado otra vez en Madrid?

—Nunca, señora.

—Es decir...

-¿Qué?...

—No recuerdo lo que os iba á decir.

—¿Queréis que os diga una cosa?...

—Decidla.

—Creo que tenéis más memoria cuando habláis de amor.

—¿Volvemos?

—¡Ah, señora! no recuerdo haber visto en mi vida unosojos que de tal modo me acaricien el alma.

—¡Cómo! ¡pues qué!... ¡mis ojos!...

—Me están diciendo...

—Mienten... mienten mis ojos... vamos... será necesarioque nos separemos.

—¿Sabéis que es muy dichoso don Rodrigo Calderón?

La comedianta hizo un gesto indefinible, mezcla de disgustoy de desdén á un tiempo.

—No me nombréis ese hombre—dijo.

—¡Bah! ¿pues no le amáis?

La Dorotea fijó una mirada dilatada, inocente, dolorosa,enamorada á un tiempo en Juan Montiño; extendió hacia élun magnífico y mórbido brazo, y estrechando una mano deljoven, le dijo:

—Os suplico que me dejéis sola; yo os disculparé con donFrancisco.

—¡Qué! ¿tanto os enoja que yo continúe á vuestro lado?

—No, no me enoja; pero... me siento mal; estoy turbada,¿no lo véis? estoy avergonzada.

—¡Avergonzada! ¿y por qué?

—¡Porque soy una mujer perdida!—dijo la Dorotea—, y secubrió el rostro con las manos.

—¿Pero quién ha dicho eso?—replicó Montiño acercándoseá ella y apartándole suavemente las manos de sobre elrostro.

—Lo digo yo.

—Pues decís mal, señora; yo os creo una mujer virgen.

—¡Ah, explicadme... explicadme eso!

—La explicación es muy sencilla: vos misma, recuerdoque hace poco lo decíais, vos misma habéis confesado queno habéis amado nunca.

—¿Y lo creéis?

—Lo creo.

—¿Y no teméis engañaros?

—No.

—¿Pero qué razones, qué pruebas tenéis?...

—Voy á hablaros con el alma, sin embozar mis palabras:cuando yo os vi, me mirásteis como miran las cortesanas...

—¡Ah!

—Pero apenas me vísteis, bajásteis los ojos como unaniña que recibe la primera revelación de amor en la miradade un hombre; os pusisteis seria y grave.

—¡Ah, ah! ¿y creéis—dijo con acento ardiente Dorotea—,creéis que os habéis entrado en mi alma en el momento enque os he visto?

A aquella pregunta de Dorotea, pregunta hecha con sinceridad,con candor, con anhelo, Montiño sintió una especiede vértigo. Dorotea se había transfigurado; su alma, un almaentusiasta, enamorada, noble, se exhalaba de su mirada, dela expresión de su semblante, de su boca trémula, de suacento cobarde, ardiente, opaco.

Pero Montiño estaba prevenido; el involuntario poder defascinación de la comedianta, luchaba con el amor intenso,voluntarioso, tenaz, que Montiño sentía por doña Clara, y eljoven vaciló un momento, pero se rehizo y se mantuvo firme,como un buen justador después de un tremendo bote delanza recibido en el escudo.

—Yo no me atrevería á decir—contestó Montiño—si yome he entrado en vuestra alma ó no, señora; pero os puedoasegurar que vos os habéis entrado en la mía.

—Pero esto es una locura—dijo la Dorotea como quienpretende despertar de un sueño—; una locura á que no debemosdar vuelo: vamos, esto no puede ser.

—¿Que no puede ser? ¿y por qué? ¿tanto amáis á donRodrigo? ¿tanto os importa Lerma?

—Mirad—dijo Dorotea inclinándose hacia Montiño y fijandoen él sus grandes ojos—; el duque me importa lo mismoque esto—y tomó un pedazo de pan y le desmigajó de unamanera nerviosa—. Cuando tenía hambre... deseé brillarpor mi aparato, por mis trajes, por mis alhajas, le acepté conhambre... hoy... hoy me importa muy poco el duque.

—¡No le necesitáis ya!

—No necesito alhajas ni brocados.

—¿Los tenéis?

—Jamás se tienen, porque hoy se lleva uno y mañana otro.No es eso...

—¿Pues qué es?...

—Dejadme hablar; me habéis nombrado á don Rodrigo...don Rodrigo me da hastío, como eso.

Y señaló una copa que estaba llena de vino.

—Y sin embargo, si digo que esta desdichada conversaciónde amores en que sin saber cómo nos hemos metido esuna locura, no es por el duque ni por don Rodrigo, sinopor vos.

—¿Por mí?...

—He dicho mal; he debido decir por mi suerte.

—Explicáos, porque no os entiendo bien.

—Yo no puedo ya amar.

—El amor viene sin que le llamen, y no se va aunque leechen.

—¡Oh! no me digáis eso... porque sería muy desdichada...dejemos, dejemos más bien este asunto... soy franca con vos;estoy aturdida; ¿queréis que os cante la canción que he estudiadopara esta tarde? seréis el primero que la oiga... loque no es poco favor—añadió sonriéndose—; así nos distraeremoslos dos... vaya... ¡si esto parece una brujería!

Y Dorotea se levantó, tomó un arquilaúd que estaba sobreun sillón, se sentó junto á la ventana, templó el instrumento,preludió con maestría algunos instantes, y luego cantócon una voz fresquísima y de un timbre admirable, la siguienteseguidilla: Como el amor es ciego

por tener ojos,

en los tuyos se esconde

dulces y hermosos:

y al esconderse,

el traidor con tus ojos

me da la muerte.

—Cantáis... no sé cómo deciros...—exclamó Montiño—comoun ruiseñor es poco, y como un ángel... lo ha dichotodo el mundo.

—¡Gracias! ¿Creéis que gustaré esta tarde?

—Si los del patio sienten lo que yo he sentido...

-¡Ah!

—Habéis cantado como el amor... y esos ojos que cantáis,son vuestros ojos.

—¿Sabéis que tarda demasiado don Francisco?

—Mejor; de ese modo no estorba.

—Haréis que me enoje... Sois muy poco generoso.

—¡Señora!

—¿Pero no comprendéis que os estoy pidiendo treguas?

—Pues bien, señora mía; yo sólo puedo concederos unacosa.

—¡Ah, ya me dictáis condiciones!

—¡No por cierto!... Pero quiero que me tranquilicéis elalma.

—¿Teméis?

—Caer del cielo.

—¡Pero, señor, esto es terrible! Es la primera vez que mesucede... No me conozco...

—Porque me amáis, ¿no es verdad, y no comprendéis quese pueda amar tan pronto?

—Yo creo que tenéis más experiencia que yo.

—Os engañáis; no he amado hasta ahora, pero por lo quesiento, no extraño que vos améis lo mismo que yo.

—Pero, ¿qué deseáis de mí?

—¿Qué deseo? Vuestro cuerpo y vuestra alma; vuestrorecuerdo continuo... Quiero ser para vos el aire que respiréis.

—¡Me estáis engañando!

—¡Yo!

—¡Os ha traído don Francisco!...

—No creí yo que alguna vez fuese para mí una desgraciami amistad con Quevedo.

—¡Ah! Quevedo es tal que no sólo no puede confiarse enél, sino que tampoco de una persona con quien él haya habladotan sólo dos veces.

Montiño estuvo á punto de decir á la comedianta queQuevedo tampoco se fiaba de ella.

Pero se contuvo á tiempo, y siguió aquel papel de enamoradoque no le era difícil representar, porque además de serhermosa Dorotea, estaba embellecida por una sobreexcitaciónprofunda, dominada por el no sé qué misterioso queemanaba para ella de Juan Montiño.

Podía decirse que Dorotea estaba enamorada, sorprendidaen eso que se llama cuarto de hora de la mujer, por el joven,dominada por él.

Montiño tenía fijas en la memoria las palabras de Quevedo:«De estas mujeres se triunfa á primera vista ó nunca». Yaquellas otras: «Interesa á la reina que enamoréis á estamujer».

Juan Montiño desempeñaba con gusto su farsa, porque,aunque estaba locamente enamorado de doña Clara, la comediantatenía para él, en la situación en que se encontraba,un encanto irresistible.

Montiño la veía luchar con una fascinación amorosa.

La veía sufrir.

Los ojos de Dorotea se bajaban y volvían á levantarsepara mirar á Juan Montiño con más insistencia de una maneramás elocuente.

La despechaba el no poder encubrir la impresión que lacausaba el joven, y su semblante se encendía en rubor.

Acaso hasta entonces no se había ruborizado Dorotea.

Acaso hasta que había sentido la primera impresión deese amor del alma que tan superior es al deseo de los sentidos,á esa otra sensación que generalmente se llama amor,no la había pesado en su vida anterior.

Acaso nunca hasta entonces se había avergonzado de ella.

Juan Montiño comprendía la lucha que agitaba el alma deDorotea, y no la dejaba tiempo para descansar, para reponerse.

Se había levantado de junto á la mesa.

Había permanecido algún tiempo de pie.

Luego se había sentado en el taburete donde apoyaba suspies Dorotea.

Por último, había abrazado la cintura de la joven.

Al sentir el brazo de Juan Montiño, se alzó como se hubieraalzado la mujer más pura.

—Me estáis tratando mal—dijo,—me estáis haciendodaño... daño en el alma.

¿Trataríais de este modo á la mujerá quien quisiérais para vuestra esposa?

—¡Ah!—exclamó Juan Montiño sorprendido.

—No, no he querido decir que yo os ponga por condiciónpara amaros que seáis mi esposo: sé demasiado que yo nopuedo aspirar á ser la esposa de un hombre honrado...

peroos quisiera ver tímido, respetuoso, dominado por mí comoyo lo estoy por vos...

Os quisiera ver sorprendido por unafecto nuevo como yo lo estoy... quisiera... yo no sé lo quequisiera... que os bastara con amarme. ¡Oh, Dios mío; peroyo estoy diciendo locuras!

Y se volvió á sentar, y el joven volvió á rodear su cintura.

Por aquella vez Dorotea se puso pálida, se estremeció,pero no se atrevió á desasirse de los brazos de Montiño.

—Tengo sed—dijo el joven.

—¡Sed!—dijo la Dorotea bajando hacia él sus grandes ojosmedio velados por la sombra de sus largas pestañas y dejandocaer una larga mirada en los ojos de Montiño.

—¡Sí, sed de vuestra boca!

—¡Oh! exclamó Dorotea.

Y de repente rechazó al joven.

—Alguien se acerca—dijo—; alzáos, alzáos.

En efecto, Juan Montiño oyó abrir una puerta inmediata yse levantó y fué á tomar su sombrero.

—No os vayáis—dijo Dorotea—, quedáos; sea quien fuere,¿qué importa?

Abrióse la puerta y apareció un hombre con traje de soldado.

Llevaba calado el sombrero, y su mirada era insolente yprovocadora.

Al ver á Juan Montiño le miró de alto abajo, y su mirada seapagó en la mirada fija del joven.

Entonces se quitó el sombrero y saludó de una maneratiesa.

Montiño no se levantó de la silla donde se había sentadoantes de que llegara aquel hombre.

Dorotea le miró con una de esas miradas que quierendecir:

—Habéis llegado á mal tiempo: ¿Qué queréis?

Y como si el recién llegado hubiese comprendido aquellapregunta en aquella mirada, dijo:

—Don Rodrigo está gravemente herido, casa del duquede Lerma.

Montiño se puso levemente pálido, y fijó con ansiedad losojos en Dorotea.

—¿Y bien?—dijo ésta—¿porqué me dais esa noticia comosi se tratase de una persona muy allegada á mí?

—¡Cómo!—dijo con insolencia aquel hombre—yo creía queos importaba algo.

—Pues os habéis equivocado, Guzmán.

En efecto, aquel hombre era el sargento mayor don Juande Guzmán, el mismo á quien la noche antes hemos visto allado de la mujer del cocinero mayor.

—Es singular lo que está sucediendo á don Rodrigo—dijoGuzmán—. Todos le abandonan. El duque de Lerma,sabe quiénes son los agresores, y no manda proceder contraellos. Vos recibís la noticia como si...

—Nada me interesase, ¿no es verdad?

—Lo que no deja de ser muy extraño.

—Extrañad todo lo que queráis; podéis decir á don Rodrigocómo he recibido esta noticia. Y podéis decir más:me retiro del teatro: y tal vez me vuelva al convento.

—¡Ah! yo creí que fuese otra la causa—dijo Guzmánmirando con insolencia al joven.

—Sea cual fuese la causa, nada os importa. Además, quecuando tal le ha acontecido á don Rodrigo, él lo habrá buscado.

—Acaso tengáis vos la culpa.

—¿Yo? ¿le ha sucedido por mí esa desdicha?

—Si por cierto; mediaban ciertas cartas.

—¿Cartas?...

—De una noble dama... Vos habéis sido imprudente... Elcocinero mayor ha llegado á saber lo de las cartas... y unsobrino del cocinero mayor...

—¡Qué decís!

—Que un tal Juan Montiño, que acababa de llegar á la corte,ha sido el que ayudado de don Francisco de Quevedo...

—Os engañáis, señor mío—dijo el joven—; Juan Montiño,no ha necesitado de nadie para castigar á don Rodrigo Calderón,como de nadie necesitaría para castigaros á vos á lamenor palabra ofensiva que os atreviéseis á pronunciar contraesta señora, ó contra su tío, ó contra él.

—¡Ah! ¿sois vos, acaso?...

—Sí, señor, yo soy.

—¡Ah! pues comprendo, y como nada tengo que haceraquí, me voy. Guárdeos Dios, señora. Hidalgo, hasta lavista.

Ni Dorotea ni Juan Montiño contestaron al sargentomayor, que salió.

Durante algún tiempo, Dorotea miró frente á frente y ceñudaá Juan Montiño.

—Yo creí que me engañábais—dijo con acento concentrado.

—¡Que os engañaba!

—¡Y don Francisco! ¡ah! ¡don Francisco!

—¡Pero explicáos por Dios, Dorotea!

—Quevedo no os ha llamado á mi casa para veros, sinopara que yo os viese.

—No os entiendo.

—¡Quevedo, Quevedo! ¡Ah! ¡Maldito sea!

—¡Pero explicáos, Dorotea, explicáos por Dios, que no osentiendo!

—Ese hombre, ese Quevedo... parece que lee en mi alma,lo que en el alma está oculto; parece que adivina.

—Os suplico que os expliquéis.

—¡Que me explique! Quevedo es amigo de la reina, de esamujer á quien todos creen una santa, que á todos engaña.

—Por Dios, Dorotea, ved lo que decís; no comprendo porqué os irritáis.

—¿Por qué? me habéis sorprendido entre los dos... me habéisengañado... Ya se ve...

es hermoso, parece tan noble,tan bueno... ella está sedienta de amor... ella no ha amado...el duque de Lerma es su esclavo... utilicemos esta mujer...¡y el señor estudiante...! ¡Ah, don Francisco...! ¡don Francisco!

—Decid que os ha llenado de dolor la desgracia de esehombre—dijo con impaciencia Montiño.

—¿Y qué me importa ese hombre? ayer acaso... hoy... hoyquien me importa sois vos... no sé por qué... pero me habéisempeñado... y nos veremos, caballero, nos veremos.

Y tras estas palabras se dirigió á la puerta de sala.

—¡Casilda!—gritó—¡Casilda! mi manto de terciopelo; queponga Pedro la litera al momento.

La negra trajo á Dorotea un magnífico manto de terciopelo;la joven se puso algunas joyas, se arregló un tanto loscabellos, y salió.

Montiño se quedó solo en la sala sin saber lo que leacontecía.

Poco después asomó Quevedo á la puerta.

—De seguro—dijo—habéis cometido alguna torpeza,amigo Juan.

—No por cierto; creo que la torpeza, aunque parezca extraño,viene de vos.

—¡Eh! acertádolo habéis; tenéis razón... he sido torpe,porque no he podido prever que la tal ninfa se enamorasede tal modo de vos. ¡Milagro! apuesto á que hacéis de ellauna Magdalena; aunque os lo repito, estoy seguro de quehabéis cometido una torpeza... seréis capaz de haberla dichoque herísteis á don Rodrigo.

—Pues os habéis equivocado de medio á medio.

—¿Pues quién ha sido?

—Una especie de Rolando de comedia, á quien creo queella ha llamado Guzmán.

—¡Ah! ¡Don Juan de Guzmán ha estado por aquí...! puesbien, no importa... la verdad del caso es que la Dorotea estáloca por vos... ¿qué habéis hecho en tan poco tiempo? Debeexistir en el espíritu humano algo terrible, algo misterioso...¡estas influencias rápidas...! ¡este unirse un alma á otra...! ¡oh!¿quién sabe, qui