El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Detúvose, y al emparejar con él la tapada, se detuvo delantede él, y se asió á su brazo.

—¿Tendremos buscona?—dijo para sí Quevedo.

—Vamos, seguid, y no os hagáis de rogar, don Francisco—dijouna voz irritada y breve, á pesar de lo cual Quevedoconoció por aquella voz á la Dorotea.

—¡Ah, reina mía! ¿y á dónde bueno por aquí?

—No lo sé.

—¿Que no lo sabéis?

—No. Llevo la cabeza hecha un horno.

—Más bien creo la lleváis hecha una olla de grillos.

—He tenido que dejar la litera; me mareaba dentro, memoría.

—¿Pero qué os ha sucedido?

—Se me ha subido el almuerzo á la cabeza.

—¡Ah! diablos; ¿y os habéis salido á tomar por estascalles un baño de pies?

—No; no, señor: me he ido al alcázar.

—¿Y qué teníais vos que hacer en el alcázar?

—¡Qué! ¿qué se yo? buscaba al cocinero de su majestad.

—¿Y le habéis habido?

—Sólo he habido á su mujer. El cocinero se ha perdido.

—Pobre Montiño: le ha salido un sobrino que le trae decabeza.

—¡El sobrino del cocinero mayor! ¡el señor estudiante! ¡elseñor capitán! ¡el embustero! ¡el mal nacido!

—¿Pero qué granizada es esa, amiga mía?

—Debéis saberlo vos. Vos, que habéis formado la tormenta.¡Pero yo me tengo la culpa! ¡Yo no debí recibiros!¡yo debí conoceros! el que se atrevió á enamorarme en elconvento cuando yo pensaba ser monja...

—No me recordéis eso... No me abráis la llaga,.. ¡Quéhermosa estábais, Dorotea!

—¿Qué, ahora lo estoy menos?—dijo con acento singularla comedianta.

—No, no por cierto. Ahora estáis más hermosa, pero soistambién más mujer.

—Entrémonos aquí—dijo la Dorotea—; empieza á llover.

Y se detuvo delante de una puerta, tras la cual se veía unfondo largo y negro.

—Pero ved, hija mía, que esto es una taberna.

—¿Y qué se me da?

—¡Ah! pues si á vos no os da, á mí menos. Entremos. Sevan á maravillar cuando vean en esa caverna un manto deterciopelo y una encomienda de Santiago. Nos echamos árodar.

—Hace mucho tiempo que entrambos rodamos.

—Pues rodemos. Y el sitio es tal, que ni hecho de encargo.¿Se puede entrar en este aposento?—añadió Quevedo,parándose en el fondo de la taberna delante de una puertacerrada, y dirigiéndose á un hombre que desde el primerrecinto de la taberna les había seguido admirado.

—Sí; sí, señor, con mil amores—dijo aquel hombre—. ¡Nicolasa!¡la llave del cuarto obscuro! ¡tráete una luz! Esperenun momento vuesas mercedes.

—¿Qué hora es?—dijo Dorotea.

—Acaban de dar las doce en Santo Tomás. Pronto, Nicolasa,pronto, que estos señores esperan.

Acudió una manchegota casi cuadrada, con una llave yuna vela de sebo puesta en una palmatoria de barro cocido.

Abrió la puerta, entró y puso la palmatoria sobre unamesa.

—Dos sillas, Nicolasa—dijo aquel hombre.

La Maritornes entró toda apresurada y solícita con dossillas de pino.

—¿Qué quieren vuesas mercedes?—dijo el hombre, que sehabía quitado la gorra.

—Vino, mucho vino—dijo la Dorotea.

—Sólo tengo blanquillo de Yepes.

—Sea el que quiera.

El hombre salió.

—No os conozco, Dorotea—dijo Quevedo.

—Tampoco yo me conozco á mí misma.

—Mirad que el blanquillo de Yepes es muy predicador.

—No importa.

—Que tenéis que ser esta tarde estrella.

—Me nublo.

—El autor de la compañía os obligará.

—No puede.

—Estáis anunciada, y el corregidor os meterá en la cárcel.

—Si me encuentra.

—¡Ah! ¡os perdéis!

—Me he perdido ya.

—¡Mirad no perdáis á alguien!

—Una vez perdida yo, que se pierda el universo.

—Traigo un azumbre—dijo el tabernero poniendo sobrela mesa un enorme jarro vidriado y dos vasos.

—¡Fuego de Dios!—exclamó Quevedo.

—Idos—dijo con impaciencia Dorotea.

El tabernero se encaminó á la puerta.

—Volved lo de afuera adentro—dijo Quevedo.

El tabernero le comprendió, puesto que quitó la llave dellado de afuera y la puso por el lado de adentro.

Quevedo se levantó y echó la llave.

Luego colgó de ella su ferreruelo, á fin de que no pudieraverse nada desde afuera, y miró si había alguna rendija.

La puerta era nueva y encajaba bien.

—Henos aquí metidos en un paréntesis—dijo don Francisco.

—Lo que es yo, me encuentro en un paréntesis de mi vida.

—Que me parece muy significativo, en un tan hermosodiscurso como vos; pero dadme el manto, que es muy ricoy será gran lástima que se manche.

Dorotea se desprendió la joya que sujetaba el manto sobresu cabeza, se le quitó con un hechicero descuido y leentregó á Quevedo.

Quedó admirablemente vestida, un tanto escotada, y dejandover en su incomparable garganta una ancha gargantillade perlas, con un pequeño relicario cubierto de brillantes.

—Deslumbráis, Dorotea—dijo Quevedo, doblando cuidadosamenteel manto y poniéndole sobre su ferreruelo en lallave—. Se me os vais subiendo á la cabeza.

—Sentáos y ponedme vino.

—No seáis loca. No os parezcáis á los tontos, que cuandoles viene mal un negocio se emborrachan.

—Ponedme vino.

—Beberéis vos sola.

—¡Queréis tener sobre mí ventaja!

—Ando delicadillo y no me atrevo con Yepes; bastantetengo con vos.

—Decís bien... pero yo necesito hacer algo.

—¿Y os embriagáis?

—Dicen que un clavo saca á otro clavo; quiero ver si unaembriaguez me quita otra.

Y levantó el vaso.

Quevedo se lo arrancó y tiró su contenido.

Luego tomó el jarro y lo arrojó:

—Soy vuestra madre—dijo—; dejémonos de locuras, yya que os tengo aquí sola y encerrada, ya que me tenéis ámi, hablemos juiciosamente, hija mía. ¿Creéis que yo soymalo?

—¿Quién sabe lo que vos sois?

—Yo soy un hombre que busca aire que respirar y no leencuentra.

—¡Vos venís á buscar aire de vida á la corte!

—No vengo por mi gusto.

—Decid, don Francisco, ¿no sois secretario del duquede Osuna?

—Por secretos del duque, mi amigo, ando en la corte.

—¡Malhayan los tales secretos!

—¿Por qué decís eso?

—Porque creo que me habéis sacrificado á ellos.

—Pues mirad, ignoraba que pudiérais ser víctima. ¿Y áqué dios creéis que os sacrifico?

—No es dios, es diosa.

—¿Diosa?

—Sí, la diosa ambición.

—Conócese que tratáis con el duque de Lerma.

—Porque me pesa de haberle tratado y porque quieroolvidarme de ello, de este año y medio que he pasado en elmundo, os he preguntado si sois secretario del duque deOsuna.

—Confiésome torpe; no os entiendo.

—Llevadme con vos á Nápoles; recomendádme al duquey que su excelencia me abra las puertas de un convento.

—¿Magdalena os tenemos?

—Si me dais medios de que lo sea, os perdono.

—Rechazo vuestro perdón, y me asombro de que me loofrezcáis; ¿pues en qué os he ofendido yo?

—¡Ay, triste de mí! ¡Qué desgraciada soy!

Inclinó la comedianta la hermosa cabeza, y luego la levantóen un movimiento sublime.

Su mirada resplandecía.

Quevedo la miraba con asombro.

—No, no soy desgraciada—dijo la Dorotea—, sino muyfeliz, felicísima. Y tenéis razón, don Francisco; no merecéismi perdón, sino mi agradecimiento.

—¡Qué lástima!—dijo Quevedo.

—¿Y de qué?

—¿Pues no queréis que me lastime, si os veo loca?

—¡Loca! ¿creéis en los hechizos? ¿es verdad que se puedehacer mal de ojo?

—Desembozáos, hija, á fin de que yo pueda veros. Porqueme estáis maravillando, vais creciendo, creciendo delantede mí, y ya no encuentro en vos á la educanda de las DescalzasReales, ni á la comedianta de esta mañana.

—Seguid, seguid; veamos cómo me vísteis en el convento,cómo me habéis visto esta mañana y cómo me véis ahora.

—Son las doce—dijo Quevedo—; á las dos empieza lacomedia y necesitáis media hora para vestiros. ¿Tenéis laropa en el coliseo?

—Sí; ¿pero eso qué importa?

—Tenemos tiempo. He conseguido que no os emborrachéis,y conseguiré del mismo modo que no hagáis unalocura. ¡Diablo! y debéis valer mucho, porque yo, que pornadie me intereso, empiezo á interesarme por vos.

—Creo que empezáis á engañarme.

—Suponed que no me llamo Quevedo.

—Eso no es posible.

—Suponed que soy un hombre de bien, que me encuentrocon una pobre loca y que deseo curarla.

—Dudo que lo consigáis. Pero vamos al asunto; contestadmeá lo que os he preguntado: decid lo que habéis pensadode mí en las tres distintas situaciones en que oshe visto.

—Empecemos por lo del convento. Yo he sido palaciegoó palacismo, ó hijo de palacio, como mejor queráis.

—Bien, bien, ¿pero qué tiene que ver eso?

—Las cosas deben tomarse en su origen. Vóime, pues, alpunto, desde donde llegué á conoceros. Os conocí por mediodel tío Manolillo.

—¡Ah! ¡el misterioso tío Manolillo!

—Tenéis razón. No sé si es pícaro ó tonto, si cuerdo óloco. Lo que sé es que os ama con toda su alma, pero no sécómo. ¿Lo sabéis vos?

—No por cierto: á veces me mira como un amante, á vecescomo un padre; á veces hay cólera en sus ojos, á veces odio.

—¡Misterios siempre! Un día, hace tres años, me encontréal tío Manolillo acurrucado como un gato que se encuentrahuído y receloso, y hambriento en desván ajeno, en unagalería obscura de palacio. El tío Manolillo y yo somosmuy antiguos conocidos y tenemos declarada una guerra dechistes. No sé lo que le dije ni recuerdo qué me contestó;pero es el caso que nuestra conversación se hizo formal.

—Yo no gasto, como vos, antiparras—me dijo—; pero esel caso, hermano don Francisco, que veis más claro que yo.¿Queréis mirar una cosa que yo os muestre, y decirme quéhabéis visto en ella?

—¿Y de qué cosa se trata, tío?—le pregunté.

—De una mujer.

—Pues si vos, tratándose de mujeres, no veis, estoy segurode que yo me quedo á obscuras.

—No tanto, hermano Quevedo, no tanto; yo amo á esamujer y tengo, naturalmente, una venda sobre los ojos.

—¡Os dijo... que me amaba el tío Manolillo!—exclamó Dorotea.

—Pero no me dijo de qué modo; ¡no me lo ha dicho nunca!ni yo he podido adivinarlo; pero continuemos. El tío mellevó al convento de las Descalzas Reales, tocó al torno, ydijo:

—Madre tornera, tened la bondad de decir á Dorotea queaquí estoy yo con otro caballero.

Entramos en el locutorio.

Vos tardásteis.

Entonces me dije, yo no sé si con fundamento:

—Esa mujer se está componiendo para parecer mejor.

—¡Ah, y qué mal pensador sois!—dijo la Dorotea.

—En efecto, cuando os presentásteis veníais tan compuesta,como podíais estarlo en el convento.

—Había en aquel sencillo hábito, en aquella toquilla, enaquel escapulario azul, en aquella cruz de oro que pendía devuestro cuello, una cosa que decía: «Ved que con lana y linopuede parecer una mujer mejor ataviada que otra con ropas,encajes y brocados.»

Era, además, vuestra mirada ardiente, grave, fija; vuestrapalabra, sonora; vuestro discurso, apasionado.

Yo me enamoré de vos.

Cuando salí del convento, dije al tío Manolillo:

—Esa paloma volará en cuanto halle una mano que la abrala jaula, y no me pesará que esa mano sea la mía.

—Si ella os ama—dijo el tío Manolillo—, por mi partenada tengo que oponer. Me he propuesto darla gusto en todo.

—Pero, ¿qué es vuestra Dorotea?—le pregunté.

—Es una historia—me dijo.

Comprendí que el bufón del rey no me diría una palabramás acerca de vos, y no volví á preguntarle.

Pero me habíais llenado, el alma no, ni el corazón, sinolos sentidos; ardía por vos, Dorotea.

—Por lo mismo que sabía que yo no podía contar con vos,que vos no podíais ser para mí más que el primer amante...

—¡Oh!—exclamó Quevedo.

—Me reí de vos.

—Y á mí, que no me gusta divertir de balde, me bastó conque vos os riérais.

—Ya sé que sois altivo.

—No es eso; es que no me gusta malgastar el tiempo.

Aconteció, además, que un día en que por costumbre, nocurado aún bien de la locura que me habíais pegado, estabayo en la iglesia de las Descalzas Reales... sólo por oír vuestravoz, que la teníais excelente y me enamoraba, un mal nacidoofendió á una dama. Volví por ella, mediaron palabrasy aun más; salimos á la calle, y maté á aquel hombre. Comolas pragmáticas en esto de duelo son rigurosas, y como á míme querían mal en la corte, creí prudente huir, y me amparéen Navalcarnero. Allí conocí á Juan Montiño... excelentemuchacho... corazón de perlas, alma de ángel en cuerpo dehombre.

—Pero tan burlador como vos.

—¡Bah! Después hablaremos de eso. Estuve algún tiempoen Navalcarnero, se arregló lo de la muerte, volví á la corte.Poco después se le indigestó un romance mío con algunasotras cosas al duque de Lerma, y me cogió, y me enjauló enSan Marcos.

Allí he estado dos años; allí os he recordadomás de una vez...

—En resumen, lo que vos pensásteis de mí en aqueltiempo...

—Fué que érais una mujer ansiosa del mundo, de las disipaciones,de los placeres, de los amores galantes; una hermosísimacriatura, poca alma y muchos sentidos; poco corazón,poca cabeza, y mucha vanidad; desde mi encierro escribípor vos... dijéronme que habíais huído del convento.

—Vióme un comediante en ocasión de ensayar una farsaá las monjas.

—¿Comediante fué?

—Galán.

—¿Se llama?

—Gutiérrez.

—¡Ah! La presunción con ropilla; la vanidad ambulante...

—Me miró, le miré. Elogió mi ingenio y mi voz, y meengreí. Me escribió proponiéndome cambiar la vida delclaustro por la del teatro... y... mi celda daba á un huertoque tenía las tapias muy bajas, los balcones eran muy bajos...me escapé... caí loca en los brazos de aquel hombre...perdí la virginidad de mi cuerpo, pero conservé la virginidadde mi alma. Gutiérrez no había sabido despertarla... Gutiérrezno me había dado la ardiente vida que yo necesitaba...El público entretanto me aplaudía... los poetas me dedicabanmadrigales... yo era Filis, Venus... sol... luna... lucero ya erala incomparable Dorotea... la diosa del teatro. Esto halagabami vanidad, pero no llenaba mi corazón. ¡A! ¡no! en él resonabanhuecos los aplausos; le aturdían, pero no le conmovían.Y me faltaba algo; yo era pobre; trabajando á partidoganaba poco; me veía obligada á alquilar trajes, en que todoera falso y muchas veces viejo; otras llevaban sedas y brocados,y perlas y diamantes... eran queridas de algún granseñor. Gutiérrez no podía darme nada de esto. Los galanesque me enamoraban no podían dármelo tampoco. Yo sufría,yo estaba humillada: yo soñaba en el gran señor que debíacubrirme de oro. Me importaba poco que fuese viejo y feo,con tal de que fuese rico y generoso. Yo necesitaba humillará mis compañeras. Una tarde vi en un aposento á un señormuy grave y muy tieso, y al parecer muy rico. Detrásde él había un hidalgo, altivo también, joven y buen mozo.Los dos me miraban, los dos me aplaudían... yo me enamoréde los dos. Del uno por vanidad, del otro... por amor,no...

yo creía que era por amor... pero hoy me he desengañado.

—¡Eran Lerma y Calderón! ¡El amo y el perro!

—Ellos eran. Después de la función, encontré en mi casa,esperándome, á uno de ellos. Se había entrado por fueropropio, pagando á mi doncella. Era don Rodrigo Calderón.Me traía un mensaje y un regalo del duque de Lerma. Yoacepté. Después de haberme hablado por el duque, don Rodrigome habló por sí mismo.

—Eso sucede casi siempre: el corredor de un gran señorgoza antes que él, y es muy justo—dijo Quevedo—; el aguamoja antes el cauce que el pilón. Vuestra historia es muyconocida.

—He sido la sanguijuela de Lerma, y la loca de don Rodrigo.

—Os leí, pues, en el convento.

—¿Y qué habéis leído hoy en mí?

—Vamos á vuestra segunda época. Salía yo esta mañanade palacio y andaba por esas calles de Dios, pensandoen dónde encontraría posada, cuando al buscar en unbalcón una cédula, os vi á vos tras de la vidriera. He aquími posada, me dije, y me entré.

—Y como éramos antiguos conocidos...

—Tomé posesión de vuestra casa, y os leí en una mirada.Erais la buscona más perfecta en su época peligrosa.

—¡La buscona!

—Ese es el nombre.

—Es decir, la mujer...

—Que ahorra sangrador, y deja á un prójimo de tal modo,que no puede valerse contra el aire. Gastadora de bolsillos,destructora de saludes, envenenadora de almas y perdimientosde cuerpos. Acostumbrada á la vida alegre, desvergonzaday serena, haciendo gala del sambenito y pregonándoseá voces.

—¡Oh! ¡es verdad! ¡qué vergüenza!

—Pasando á vuestro tercer estado, al en que os encontráisen este momento, os confieso que no os conozco: queos habéis transformado; que os ha sido vergüenza, y habéiscriado pudor; cuando érais virgen os vi cortesana, y ahoraque sois cortesana os veo virgen.

Dorotea bajó la cabeza avergonzada por única contestación.

—¡Vos amáis! ¡amáis por la primera vez!—dijo Quevedocon acento sonoro, seco, vibrante, solemne.

—¡Oh! ¡sí! ¡yo creo que sí! ¡yo estoy loca!—exclamó Dorotea.

—¡Misterios del espíritu!—murmuró Quevedo—; ¡no noscomprendemos! ¡la ciencia escrita! ¡mentira! ¡la ciencia permaneceoculta! ¡yo adivino, yo presiento...

porque veo... observo...y me asombro!

—¿De qué os asombráis?

—De mí mismo.

—Sois un pozo obscuro.

—Porque me hundo en mi alma.

—¡Ah! ¿no es verdad, don Francisco, que esto es terrible?

—¿Y qué es lo terrible?

—Yo no lo he visto nunca: cuando le vi á él... ya sabéisquién es él...

—Sí, sí; mi amigo Juan.

—Cuando lo vi... cuando me miró, parecióme que mi almadescorría un velo misterioso, que se entraba en ella aquellamirada, que la llenaba, que la besaba, que la acariciaba,que la encendía... sentí... un placer doloroso... debí ponermepálida.

—Y seria como una difunta.

—Yo creo que él también vaciló.

—Pues ya lo creo.

—¡Ah! ¡don Francisco! ¿por qué habéis llevado á ese hombreá mi casa? yo creo que iba provisto de un hechizo.

—Su hechizo consiste en haber nacido para vos. Yo loignoraba... le llamé porque estaba cuidadoso por él... comoque había dado de estocadas á Calderón y le había quitadounas cartas de la reina.

—¡De la reina! ¡las cartas de la reina! ¡que le habrá pagadoponiéndole en el lugar de Calderón!

—¿Qué estáis diciendo?

—He tenido celos de una mujer cuando creí amar á donRodrigo... ahora... ¡ahora le aborrezco!

—Hacéis mal.

—¿Que hago mal?

—¿Sabéis para qué llamaba la reina á Calderón en aquellascartas?

Quevedo hablaba á bulto, porque como saben nuestroslectores, no las conocía.

—¿Para qué llama una mujer á un hombre?

—Margarita de Austria, más que mujer es reina.

—Las reinas tienen corazón y caprichos.

—La reina llamaba á don Rodrigo para conspirar.

—¡Para conspirar!

—Sí, contra el duque de Lerma.

—¡Ah!—exclamó Dorotea como quien recibe una revelación—.Acaso... aquellas cartas no contenían ni una sola palabrade amor... ¿es verdad?

—Eran, sin embargo, ambiguas—dijo Quevedo, que seguíahablando á bulto.

—Sí, sí... bien puede ser... pero si eso es verdad, donRodrigo es un miserable.

—¿Y qué otra cosa puede ser un hombre que parte suquerida con otro? Vos érais un instrumento de don RodrigoCalderón. Estáis, pues, en el caso de volver en vos.

—¿Me juráis, don Francisco, que no me habéis tomadopor instrumento?

—No, no os lo juro, porque quiero que me sirváis.

—¿Y por eso me habéis presentado á ese joven para queme enamore?

—No he tenido esa intención; pero ya que mi amigo Juanos ha enamorado, me alegro.

—No os alegréis mucho, porque me ha empeñado.

—Mi amigo Juan os ama.

—¡Jurádmelo!

—Os lo juro por mi encomienda, y por mi honra y por mialma. ¡Si cuando me quedé solo con él no hablamos de otracosa que de vos!

—Pues mirad, yo me había irritado con vos y con él... enel momento que supe que habíais herido á don Rodrigo.

—¿Por amor á don Rodrigo?

—No, porque vi... porque adiviné la verdad. Que donRodrigo había caído á causa de la reina... y me dije: me hantomado por juguete. Entonces quise vengarme, y para vengarmesalí, y me fuí á casa del cocinero del rey, cargada dejoyas; Montiño es avaro, y estaba segura de averiguar...

—Bueno es saberlo—dijo para sí Quevedo.

—Pero no le encontré y me abrasaba en el tabuco dondevive... me ahogaba allí, al lado de aquella carne con ojos demujer. Entonces salí, bajé, y seguí á pie.

—¿Y á dónde íbais cuando os encontré?

—A la ventura, á tomar el aire.

—Habéis, pues, tenido un buen encuentro, porque os hecurado—dijo Quevedo.

—Aún no del todo.

—Mi amigo os espera en vuestra casa.

—¡Ah! ¡pero vuestro amigo me da miedo...! ¡no os digoque estoy asombrada!...

¡yo, que me he burlado del amor!

—El amor se venga.

—Ya se ve; ¡es tan hermoso...! ¡más que hermoso...! ¡tienepara mí tal paz, tal dulzura su mirada...! su voz resuena en micorazón de un modo tal... he hecho una promesa á la virgende la Almudena... como mañana me despierte curada de estalocura, la doy mis joyas, que son muchas y muy buenas.

—Si vos no amárais mañana á mi amigo, le mataríais.

—¡Oh! no lo creo—dijo Dorotea con una anhelantecandidez.

—¡Si habéis causado en él una impresión terrible! Quéhermosa es esa joven, me decía mientras vos estábais fuera;no puedo mirarla sin enternecerme... sus miradas mevuelven loco... necesito que esa mujer... esa diosa, no vivamás que para mí.

—Os lo repito, don Francisco. Vámonos á Napóles... ó sino queréis venir, dadme una carta para el duque de Osuna;entraré en un convento... vuestro amigo me ha hecho muchodaño... me ha hecho insoportable el duque de Lerma, odiosoCalderón.

—Tal vez la vida de mi amigo consiste en que os apoderéismás que nunca del ánimo de Lerma.

—¡Cómo!

—¿Creéis que Lerma dejará sin castigo á quien le haestropeado á su favorito? no os hablo de mí, que importapoco... pero él... él, que ha alcanzado gracia á vuestros ojos.

—Me pedís un martirio.

—Sed mártir, si queréis la gloria.

—¡Me pedís que, amando á un hombre, sea querida deotro!—exclamó profundamente la Dorotea.

—Necesitáis reparar el daño que habéis hecho.

—¡Yo!

—Sí, vos; habéis calumniado á una santa...

—¿Creéis que la reina?...

—Es digna de que una mujer de corazón como vos, la ameen vez de odiarla.

—¿Y qué puedo yo hacer?

—Sed más que la querida pagada de Lerma.

—¡Ah!

—Enloquecedle; hacedle creer que le amáis.

—Eso no es fácil; don Juan de Guzmán ha visto en micasa á vuestro amigo.

—¿Y qué importa?

—Lo sabrá Calderón... lo sabrá Lerma.

—Bien: decid á Lerma que mi amigo quiere casarse convos...

—¡Deshonrarle yo!...

—Cuando median altos intereses, por todo se atropella.

—¿Puedo fiarme de vos, don Francisco?

—¡Fuego de Dios! ¿y para qué había yo de engañaros?

—A vos me entrego.

—¿Veis como he hecho muy bien en que no trabáseis conocimientocon el blanquillo de Yepes? Ea, vamos, que yaes hora. Os habéis enlodado; id á mudaros á vuestra casa.Allí encontraréis á Juan Montiño... id con él acompañada ála comedia.

—¡A la comedia! ¡Trabajar, fingir, con el corazón lleno delágrimas! ¡y mostrarme serena y reir!

—Esa es la vida: sed una vez cómica... aprended á serlo,qué os importa. Este es vuestro manto... cubríos bien, hija.Este mi ferreruelo. ¿Os habéis cubierto?

—Sí.

—¡Ah de casa!—dijo Quevedo abriendo la puerta.

Cuando acudió el tabernero, le dió un ducado.

—Cobrad y guardáos lo que os sobre—dijo.

Y salió con Dorotea.

—Ahora—añadió cuando estuvieron en la calle—idossola. Todo el mundo me conoce; á vos podrían conoceros, yno conviene que nos vean juntos. Conque adiós; voy á dormir,que ya es hora.

—¿Y hasta cuándo?

—Yo pareceré.

—Adiós, don Francisco; estaba irritada contra vos y doloridaen el alma, y me separo contenta de vos y consolada.Adiós.

Dorotea se separó de Quevedo y se alejó á buen paso.

Llovía, y más de un transeunte se detuvo á mirar conasombro á aquella dama que parecía tan principal, y que ental día andaba sin litera, pisando lodos.

Dorotea llegó al fin á su casa y se detuvo á la puerta, dominadapor un vago temor.

Sabía que en su casa estaba Juan Mon