Estaba viendo por completo sin gorguera el cuello blancoy redondito de su mujer.
—¿Pero qué es ello?—dijo Luisa.
—Me encuentro en un gran compromiso—dijo Montiñorenunciando de todo punto á hacer cargos á su mujer, y rompiendopara salir de la situación por donde primero se leocurrió.
—¡Un compromiso!
—Sí, por cierto, tengo un sobrino.
—Pues no comprendo...
—Ese sobrino ha venido á Madrid.
—¿Y bien?
—Necesito traerle á vivir aquí.
—¡Aquí, como quieras!
—Pero hay un obstáculo.
—¿Cuál?
—Inesita.
—¡Ah!
—Sí, Inesita está ya alta y hermosa, y mi sobrino...
—Es su primo.
—No, no; no estaría bien. Es necesario que Inés salga decasa—replicó Montiño.
—¿Y á dónde ha de ir esa pobre niña?
—¿Dónde? A un convento.
—¡A un convento! ¡Pero si ella no tiene vocación de monja!
—A un convento mientras esté aquí su primo.
—De modo que si lo haces porque Inés es joven, yo soytambién joven, pocos años mayor que ella.
—También he pensado en eso.
—¡Cómo! ¿Quieres echarme de casa por causa de tu sobrino?
—Escucha, Luisa, hija mía; tu embarazo está muy adelantado,las montañas de Asturias son muy sanas...
—Declaro que no me muevo de aquí—dijo Luisa levantándosey arrojando su costura—. Yo no te dejo solo. Túquieres echarnos de la casa, no para meter á tu sobrino, sinoá una perdida.
—¡Cómo á una perdida!—exclamó Montiño, que se estremeció,porque veía una nueva complicación.
—Sí... yo no había querido decirte nada, pero además delgalopín Cosme Aldaba ha estado aquí una mujer.
—¡Una mujer!
—¡Buscándote!
—¡Eso es mentira!
—¡La querida del duque de Lerma!
Montiño puso asustado su mano sobre la boca de sumujer.
—Yo me he callado—dijo Luisa...—y tú te alborotas, yotengo evidencias y sufro...
y me resigno... ¡Qué desgraciadasoy!
—Yo no quiero ir á un convento, padre—exclamó Inesitaentrándose de repente y colgándose al cuello de Montiño.
—Yo me moriré si me encuentro en este trance cruel lejosde mi esposo y señor...
—Yo no puedo vivir sino al lado de mi buen padre.
Y las dos jóvenes lloraban desconsoladas, y se comían ábesos al pobre hombre.
A Montiño se le partía el corazón.
—¡Pues señor!—exclamó—¡no puedo! ¡yo me acostumbraré!
—Yo no me voy sino hecha pedazos—dijo Luisa.
—Ni yo saldré si no me llevan atada—exclamó Inés.
—Bien, bien—dijo el cocinero mayor rindiéndose á discreción—;mi sobrino no vendrá aquí, le buscaré una posada...esto me costará el dinero...
—Dinero os hubiera costado, padre, el tenerme en el convento—dijoInés.
—Dinero te hubiera costado, Francisco mío, el enviarmeá Asturias y el mantenerme allí—dijo Luisa.
A estas palabras, dictadas por una lógica rigurosa, no habíanada que contestar.
Además, las dos jóvenes lloraban que era un desconsuelo.
Sucedióle á Montiño lo que á muchos que se creen invenciblesantes del combate: huyó á la vista del enemigo.
Y huyó, literalmente hablando.
Luisa, al verle huir, sintió una especie de perverso consuelo.
Había adivinado algo aterrador en Montiño.
Se había visto descubierta.
Había temblado.
Pero al huir Montiño se tranquilizó.
Había comprendido, con la perspicacia peculiar á todaslas mujeres, que su marido estaba domesticado.
Pero si Luisa hubiera podido leer por completo en el almade su marido, no se hubiera tranquilizado tan completamente.
Montiño era uno de esos hombres cobardes para obrarpor sí mismos, pero capaces de todo de una manera indirecta.
No podía tener duda de que su mujer le engañaba.
De que amaba á otro.
No tenía duda tampoco, puesto que acababa de experimentarlo,de que jamás se atrevería á hacer nada contra sumujer.
Pero no se encontraba en las mismas disposiciones de debilidadrespecto al amante de su mujer.
Esto ya era distinto.
Montiño necesitaba vengarse de aquel hombre.
Cierto es que el cocinero mayor carecía de todo puntodel valor suficiente para ponerse delante de Guzmán y decirle:
—Os voy á matar porque me habéis herido el alma.
Montiño se estremecía de miedo al pensar solamenteque podía verse en un lance singular con el sargentomayor.
Pero Montiño tenía medios indirectos.
El primer medio que se le ocurrió, fué el señor GabrielCornejo.
Esto es, una puñalada dada por detrás.
Pero aquella puñalada debía costarle dinero.
Además, podía envolverle en un proceso.
Montiño desechó aquella idea, dos veces peligrosa.
Ocurriósele valerse de su sobrino.
Valiente, audaz, generoso, no vacilaría ni un punto en ponersedelante del sargento mayor, tirar de la espada y despacharleen regla.
—¿Pero cómo decir á su sobrino que su tía?...
Montiño desechó este pensamiento como había desechadoel anterior.
Pero se puso en busca de otro medio de vengarse.
Quevedo se presentó á su imaginación; Quevedo, capazde plantar una estocada al mismo diablo; Quevedo, enemigode Lerma, y de Calderón no muy amigo, según las palabrasque el mismo Montiño recordaba haberle oído en la hosteríadel Ciervo Azul, del sargento mayor, don Juan de Guzmán.
Pero al acordarse de Quevedo, se acordó del duque deLerma; al acordarse del duque de Lerma, recordó que paraél le había dado una carta la abadesa de las Descalzas Reales,y que se la había dado de una manera urgente.
Entonces hizo un paréntesis en sus imaginaciones, y dijosuspirando:
—Puesto que necesitamos vengarnos, es necesario servirá quien vengarnos puede.
Vamos á llevar esta carta á suexcelencia.
Y la buscó en el bolsillo interior de su ropilla.
Sólo encontró dos estuches.
Aquellos dos estuches le recordaron que debía entregar ásu sobrino, de parte del duque de Lerma, una cruz de Santiago,y que para servir al duque, debía entregar una gargantillaá la dama con quien pretendía entretener al príncipede Asturias el duque de Uceda, y que se entretenía particularmentecon don Juan de Guzmán.
El amante de su mujer se le ponía otra vez delante.
—¡Dios mío!—exclamó el desdichado—¡me van á matar!¡Pero señor! ¡la carta que me dió la abadesa de las DescalzasReales! ¿qué he hecho yo de esa carta?... ¡tengo la cabezahecha una grillera! ¡todo me anda alrededor! ¡todo mezumba, todo me chilla, todo me ruge! ¡pero esta carta!...¡esta carta!
Y se registraba de una manera temblorosa los bolsillos,los gregüescos, hasta la gorra.
Y la carta no parecía.
Empezó á sentir ese escalofrío, ese entorpecimiento queacompaña al pánico.
Aquello era muy grave.
Porque sin duda la madre Misericordia decía cosas gravísimasen su carta al duque de Lerma.
¿Y cómo decir al duque que he perdido esa carta? ¿Cómoatreverse ni siquiera á presentarse sin ella ante él?
Y volvió á la rebusca; se palpó, y volvió á buscar.
Y la carta no parecía, y su terror crecía.
Por la primera vez de su vida blasfemó.
Por la primera vez de su vida se creyó el más desgraciadode los hombres.
Y por la primera vez se olvidó de su cocina.
Esto era lo más grave que podía acontecer á un hombrecomo el cocinero mayor.
Volvió de nuevo á su inútil pesquisa.
Y todo esto le acontecía parado, siendo objeto de la curiosidadde los que pasaban y cruzaban, que no podían menosde decirse:
—¿Qué acontecerá al cocinero mayor?
Y Montiño no se acordaba de que había dado á Quevedola carta y de que Quevedo no se la había devuelto.
Entonces, aturdido enteramente, vacilante, asustado, semimuerto,salió del patio del alcázar, en donde se encontraba,y escapando por la puerta de las Meninas, tiró hacia el laberintode callejas del cuartel situado frente al alcázar, y seperdió en él.
CAPÍTULO XXV
DE CÓMO LOS SUCESOS SE IBAN ENREDANDO, HASTA EL PUNTO DE ATURDIR AL
INQUISIDOR GENERAL
Por aquel mismo tiempo el padre Aliaga se paseaba en sucelda.
A juzgar por el semblante sombrío, pálido, inmóvil delconfesor del rey, debía suponerse que gravísimos pensamientosle ocupaban.
De tiempo en tiempo se detenía, leía una carta arrugadaque tenía en la mano, crecía su palidez al leerla, temblaba,y volvía á arrugar la carta en un movimiento de despecho.
Aquella carta era la que le había escrito doña Clara Soldevilla,acusando ante la Inquisición á Dorotea y á GabrielCornejo.
Aquella acusación era gravísima.
La carta contenía lo siguiente:
«Respetable padre y señor fray Luis de Aliaga: El celo porla religión de Jesucristo, y mi amor á la reina nuestra señora,me obligan á revelaros lo que por fortuna he podido averiguary que interesa al servicio de Dios y al de su majestad.Se trata de dos miserables, de un hombre y una mujer: elhombre es un galeote huído, un hereje hechicero que vendeuntos, y hace ensalmos y presta á usura. Se llama GabrielCornejo y tiene una ropavejería en el Rastro. La mujer escomedianta, hermosa y joven, y se llama Dorotea. Vive enla calle Ancha de San Bernardo. Es mujer de mala vida, yde malas costumbres, y de malos hechos, y tiene entretenidosá un tiempo al duque de Lerma y á don Rodrigo Calderón.Es hija de padres desconocidos, según he podido averiguar,y para asegurarse del amor de esos dos hombres, sevale de bebedizos y otras artes reprobadas. He sabido estoprocurando aclarar un misterio que interesa sobre manera ála honra y acaso á la vida de su majestad la reina. Yo sécuánto os interesáis por su majestad, fray Luis; lo sé tanto,que no dudo que siendo vos inquisidor general, y aun cuandono lo fuérais, haríais cuanto fuese necesario hacer parasellar los labios de esos dos miserables, que, os lo repito, puedencomprometer gravemente á su majestad. Si queréis informarosmejor, decidme dónde podremos vernos, pero entretanto asegurad, os lo ruego, á esas dos personas, y hacedde modo que no puedan hablar con nadie. Es cuantotengo que deciros. Vuestra humilde servidora, doña ClaraSoldevilla.»
Esta carta había sido dictada á doña Clara, por su lealtad,por su amor á Margarita de Austria, que más que su señoraera su amiga; pero además de esto, había en doña Clara otroempeño íntimo de que no podía darse cuenta, pero que laimpulsaba á hablar de una manera hostil contra Dorotea: susospecha de que la comedianta hubiese visto al joven, deque le amase, de que el bufón tuviese empeño de favorecerlos amores de Dorotea.
Doña Clara, en fin, no había escrito aquella carta sin unsecreto placer, el placer de la venganza; porque una intuiciónmisteriosa, una conciencia íntima, la decía que Doroteaamaba á aquel joven que era tan hermoso, tan leal, tan noble,tan valiente.
La carta de doña Clara había aturdido al padre Aliaga.
Aquella carta era para él gravísima.
En el momento que la leyó, la arrugó con cólera entre susmanos.
Porque cuando el padre Aliaga estaba solo, era un hombredistinto del que conocían las gentes.
Entonces no era humilde, ni su semblante conservaba lainmovilidad glacial que el mundo veía en él.
Por el contrario, su frente se levantaba con altivez, ceñuda,pálida, como cargada de tempestades.
Sus negros ojos brillaban, relucían, chispeaban, parecíaque llevaban en sí una expresión de reto continua, persistente,indomable.
Su paso no era lento, grave y acompasado, sino vago, indecisivo,maquinal, nervioso, por decirlo así.
Estaba abandonado á sí mismo, y se reflejaban en su semblante,en su ademán, en sus movimientos, pasiones enérgicas,tanto más violentas cuanto estaban de continuo más dominadas,más subordinadas á la conveniencia delante delmundo.
—¿Conque comprenden—decía con voz ronca, consultandoun pasaje de la carta—, cuánto me intereso por su majestad la reina?¿Conque es decir, que en vano he pasadodías y noches de afán y de delirio, luchando conmigo mismo?¿veinticuatro años de esfuerzos inútiles, puesto que esamujer comprende?... sí, sí; lo dice con seguridad, lo afirma:con esas palabras se dirige á mi conciencia. ¿Lo habrá notadotambién la reina? No; su orgullo la defiende, la ciega.¿La habrá dicho doña Clara?... ¿La habrá avisado? No, no;esa mujer no se habrá atrevido... Yo lo sabré, yo lo comprenderé,y doña Clara no volverá á leer en mi alma, porqueme ha avisado. ¡Y
Dorotea!... ¡Dorotea! ¡la hija de aquellaotra Margarita, infeliz!... ¡la acusan aquí!... ¡en esta carta!¡ella y ese Gabriel Cornejo pueden comprometer á la reina!...¡Dios mío!
¡Dios mío!
Y esta última exclamación del inquisidor general, más queuna humilde invocación á Dios, era la impaciente queja deun alma exasperada por el sufrimiento, saturada de dolor,violentada, enferma, desesperada.
Los ojos del padre Aliaga resplandecían con un fuegofebril.
Su cuerpo temblaba de una manera poderosa.
—¡El mundo! ¡la tentación! ¡siempre combatiéndome, siempreponiéndome á punto de ser vencido!—exclamó conacento desesperado—; ¡siempre fijo en mí el recuerdo dolorosode la una, la aspiración desesperada, oculta, comprimida,hacia la otra! Dos imposibles, porque sólo Dios podríalevantar de la tumba á la Margarita humilde; sólo Dios podríallenar el abismo que me separa de la Margarita altiva;¡y esa coincidencia en el nombre!... y luego... la hija de launa, enemiga, ó yo no sé qué de la otra! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Y esta segunda invocación del padre Aliaga fué más rugiente,más desesperada, en una palabra, más blasfema quela primera.
Y volvió á leer la carta palabra por palabra, sílaba porsílaba, letra por letra; la devoró con una mirada hambrienta,como pretendiendo traslucir el misterio que bajo aquellasletras se revolvía, grave, misterioso, aterrador, y volvió áarrugar con cólera la carta entre sus manos.
De tiempo en tiempo consultaba con impaciencia la muestrade un enorme reloj de pared.
—Ya es la tarde—dijo—; el bufón vendrá... vendrá... deseguro... no puede tardar...
el tío Manolillo tiene un gran interéspor Dorotea; acaso la ama... acaso es por ella tan desgraciadocomo yo... por él... él puede mostrar al mundo sudesesperación; él no está adherido al claustro; él no está ligadopor ningún voto, por ningún juramento; él puede decirsin temor al mundo: yo soy hombre; ¡yo!... yo me veo obligadoá hacer creer que soy un cadáver vivo, un cuerpo sincorazón, un alma sin pasiones... ¡Mentira! ¡mentira repugnante!...Hay momentos en que lo intenso de nuestra desesperación,que se concentra en un ser que no perteneceal mundo, nos hace mirar con desprecio todo lo queal mundo pertenece; hay momentos en que creemos quenuestro corazón ha muerto, que no existe nada que puedahacerle latir; necesitamos la soledad y el silencio y las tinieblas,todo aquello en que hay menos vida, todo aquello quehabla más al alma, entonces nos arrojamos al pie de un altar,pronunciamos un voto; después... ¡oh! después, cuandoel tiempo, que si todo no lo cura, lo gasta todo, ha cubiertocon una capa más ó menos densa de olvido, de ese polvoque cae sobre el alma, nuestros dolores... ¡oh! entonces...entonces... podemos ver otro ser... una mujer, por ejemplo...y entonces volvemos con desesperación los ojos en derredorde la prisión que encierra, no nuestro cuerpo, sino nuestraalma... de ese claustro que nos dice con su silencio: soytu sepulcro ó tu infierno.
El padre Aliaga calló y siguió paseándose lento y solemnepor la celda con la carta de doña Clara arrugada entrelas manos...
Pasó algún tiempo.
Oyéronse al fin pasos en el corredor.
Pasos tardos y acompasados.
Se abrió la puerta de la celda y apareció el hermano Pedro.
Aquel lego en quien el padre Aliaga tenía tanta confianza.
Sin embargo, al sentir sus pasos, el padre Aliaga se habíadirigido á uno de los balcones y permanecido de espaldas ála puerta como si se ocupase en mirar algo en la huerta delconvento.
El lego no podía ver su semblante.
—Nuestro padre—dijo—, un hombre pide hablaros conurgencia.
—¡Que entre, que entre!—dijo el padre Aliaga suponiendoque aquel hombre era el tío Manolillo.
Poco después el padre Aliaga sintió pasos en la celda.
Aún estaba de espaldas; aún no estaba seguro de que hubiesendesaparecido de su semblante las huellas de la luchaanterior, y quería evitar que nadie lo adivinase.
El hombre que había entrado se había detenido y no hablaba.
El confesor del rey se volvió. Su semblante estaba completamentesereno. Al volverse vió que quien había entradoen su celda no era el bufón, sino el cocinero del rey.
Francisco Martínez Montiño venía mojado completamente.
Su capa goteaba, ó por mejor decir, chorreaba la lluviaque había empapado sobre la estera de la celda.
Era una de esas tardes lóbregas, en que parece que laNaturaleza, sobrecogida por un dolor silencioso, se cubrecon un velo y llora.
Una tarde de luz fría y débil, melancólica y opaca, en queal gotear continuo y múltiple de la lluvia se unía de tiempoen tiempo el silbido seco y sonoro del viento del Norte.
Nada, pues, tenía de extraño el estado en que se encontrabanla gorra, la capa y los zapatos de Francisco MartínezMontiño.
Pero lo que era verdaderamente alarmante era el estadomoral en que, á juzgar por el estado de su fisonomía, se encontrabael cocinero mayor.
Había algo de insensatez en su mirada, en la contracciónde su boca, en la actitud de su cabeza, y la chispa de razónque en aquel semblante se revelaba aún era una razón desesperada.
Temblaba además el mísero, y de una manera tal, que secomprendía harto claro que no era el frío lo que le hacíatemblar.
—¿Para qué me querrá este hombre y en este estado?—dijopara sí el padre Aliaga al ver á Montiño.
A pesar de ser el dominico un padre muy respetado enAtocha, confesor del rey, y además recientemente inquisidorgeneral, era un hombre de costumbres sencillas, humildes,hasta el cual todo el mundo tenía acceso.
En cuanto se comunicó á la Inquisición su nombramiento,el Consejo de la Suprema le invitó á que ocupase la casa,casi palacio, que el inquisidor general tenía en Madrid.
El padre Aliaga lo agradeció mucho; pero á pretexto deque tenía amor á su celda, declaró que permanecería en ella.
Enviáronle pajes, familiares y servidores, y como el padreAliaga no quería ser espiado, y temía que para sólo eso sele hubiese nombrado inquisidor general, despidió aquellaservidumbre.
Enviaron algunos alguaciles, para que sin pasar de la porteríadel convento estuvieran á la disposición de su señoríael señor inquisidor general, y se deshizo también de losalguaciles.
Mandáronle una magnífica carroza, y el padre Aliaga loagradeció mucho, y dijo que le bastaba con su silla demanos de baqueta negra.
Pusiéronle por delante el decoro inquisitorial, y contestóque cuando con la Inquisición fuese á alguna ceremonia, iríacomo al decoro de la Inquisición conviniera.
Todas estas contestaciones pasaron en dos horas despuésde que el padre Aliaga volvió aquella mañana depalacio.
El Consejo de la Suprema le dejó en paz esperando á verpor dónde saldría el fraile dominico, á quien todos, exceptuándosemuy pocos, creían un pobre hombre.
Así es que á Montiño no le costó el ver á aquel personaje,terrible por su posición, más trabajo que el de ir al conventode Atocha.
El padre Aliaga le conocía personalmente y le habló consuma afabilidad.
—Sentáos, sentáos, señor Francisco Montiño—le dijo—ysobre todo quitáos esa capa que debe helaros.
—¡Ah, señor! no es la capa la que me hiela—dijo el cocineromayor.
—Pues hace frío—repuso con su impasibilidad delantede las gentes el padre Aliaga—; el invierno es muy crudo...
Y avivaba los tizones de la chimenea.
—Pero más cruda mi fortuna—dijo Montiño.
—¿Pues qué desgracia os ha sucedido?—dijo el confesordel rey, dejando de ocuparse de los tizones y mirando dehito en hito á Montiño.
—¡Oh! ¡si sólo fuese una desgracia!
—¡Qué! ¿es más que una desgracia?
—Sí; sí, señor, porque son muchas desgracias.
—¡Válgame Dios!—dijo el padre Aliaga—; la vida es unaprueba...
—Sí; sí, señor, una prueba muy amarga.
—Pedid fuerzas á Dios, y Dios os las dará.
—¡Dios me castiga!—exclamó Montiño en una tremendasalida de tono, chillona, desesperada y rompiendo al mismotiempo á llorar.
—¡Vamos!—dijo el padre Aliaga—; confiad en que Dios esinfinitamente misericordioso, y que si os castiga hoy os perdonarámañana.
—Soy muy pecador... y lo que á mí me sucede...
—Me parecéis muy desesperado...
—¡Sí; sí, señor! ¡terriblemente desesperado!
Montiño se calló esperando á que el padre Aliaga le preguntase,pero el padre Aliaga se redujo á dejarle oír una deesas frases generales de consuelo, que toda persona buenadirige á un semejante suyo á quien ve atribulado.
Después el padre Aliaga se calló también.
Hubo algunos momentos de silencio.
—¡Perdonadme, señor!—dijo tartamudeando Montiño.
—¿Y de qué os he de perdonar?—contestó con dulzura elpadre Aliaga.
—Vos, señor, sois un gran personaje.
—No lo creáis; yo soy un siervo de Dios, aunque indigno,y vuestro hermano.
—Sois confesor del rey.
—Lo que no me hace ni más ni menos sacerdote que otro.
—Sois inquisidor general...
—El rey me lo manda.
—Y yo soy un cocinero, no más que un cocinero, queaunque lo es del rey...
—No dejáis por eso de ser cristiano y hermano mío.
—¡Ah, señor! ¡qué bondadoso sois!
—No tal; pero dejáos de señorías y llamadme padre.
—Pues bien, padre Aliaga, ya que me dais valor, voy ádeciros... me atrevo á deciros...
Montiño se detuvo.
Fray Luis siguió arreglando sus tizones.
—Pues... me atrevo á deciros, aunque os parezca impertinencia,que vengo á confesarme con vos.
—Vos no sois impertinente por eso; todos los días abro eltribunal de la penitencia á desdichados que son tan pobresque me veo obligado á recomendarlos al limosnero de sumajestad.
—Nadie hay tan pobre como yo...—dijo Montiño saliéndosede nuevo de tono.
—¿Venís preparado?—dijo el padre Aliaga.
—¿Preparado para qué...?—dijo el cocinero, que se alarmabapor todo.
—Para hacer una buena confesión—repuso el padre Aliaga—;he querido preguntaros si habéis hecho examen deconciencia.
—Os diré, padre Aliaga: yo no había pensado hasta hacealgunos momentos en hacer confesión general.
—Resulta, pues, que no venís preparado y no puedo confesaroshoy.
El padre Aliaga esperaba con impaciencia al tío Manolillo,y quería quitarse de encima de la mejor manera posibleal cocinero mayor.
—Tenéis razón, señor—dijo Montiño—, pero como setrata de hacer una confesión general, yo me atrevería á suplicaros...
Montiño se detuvo; fray Luis no dijo una sola palabra.
—Pues... yo me atrevería á suplicaros... que... me dirigiéseis...me ayudáseis en mi examen de conciencia... y comose trata de una confesión general... y ¡como yo he sido muymalo!
Y para pronunciar esta última frase, salió de nuevo detono y más ruidosamente que las veces anteriores, el cocineromayor.
El padre Aliaga sintió un poderoso impulso de impaciencia,casi de despecho.
Su pensamiento estaba fijo en el bufón del rey, que segúnél, debía llegar de un momento á otro.
Montiño había llegado á ponerse en la situación de unode esos grandes estorbos que contrarían al más paciente.
Sin embargo, el impenetrable semblante del padre Aliagano se alteró.
Montiño se le había venido encima con una petición á queno podía negarse como sacerdote.
Además, no quiso alegar ninguna ocupación.
Y, por último, á pesar de la contrariedad que le causabaaquel incidente, tenía un interés vago en conocer la concienciadel cocinero mayor, que por su estado febril, por loexagerado de su expresión, por otros mil indicios patentes,daba á conocer claro que se hallaba en una situacióngrave.
Y todo el mundo sabía, y en particular el padre Aliaga,que Francisco Martínez Montiño era en la corte algo másque cocinero del rey.
—¡Tratáis de hacer una confesión general!—dijo el padreAliaga—; esto es grave.
—¡Oh! sí; lo que me sucede es muy grave—dijo Montiño—;desde ayer han pasado por mí tantas desdichas que conellas se puede llenar un libro, y por grande que fuese no sobraríamucho. ¡Ayer era yo tan feliz!
—¡Erais feliz y os confesáis malo!
—¡Ah, padre! todo me venía bien y tenía dormida la conciencia.
—El que aduerme su conciencia puede despertar condenado.
—Cuando la desgracia me ha herido, he dicho para mí:esto es que Dios me avisa.
Había salido del alcázar loco ydesesperado sin saber qué hacer, sin saber dónde ir, y meacordé de vos, padre.
—Hicísteis bien, pero nos vamos olvidando del asuntoprincipal.
—Sí, ciertamente; de mi examen de conciencia.
—Veamos: recorramos el decálogo. ¿Habéis amado á Diossobre todas las cosas?
Quedóse Montiño mirando de una manera perpleja á frayLuis.
Luego suspiró profundamente y dijo:
—Lo que yo he amado más sobre todas las cosas ha sido...
Y se detuvo.
—Ved que estáis hablando con vuestra conciencia—observóel padre Aliaga.
Montiño hizo un poderoso esfuerzo y contestó:
—Lo que yo he amado sobre todas las cosas ha sido... eldinero.
—Me dais cuidado por vuestra alma, Montiño—dijo frayLuis—; el amor al dinero trae consigo muchos y grandespecados.