—Nadie escucha ni observa lo que se dice ni lo que sehace en mi celda.
—¿Olvidáis que la Inquisición quiere teneros tan cercaque os tiene á su cabeza?
—¡La Inquisición! ¡la Inquisición es mía!
—¿Y no teméis que sea más bien del duque de Lerma?
—Tío Manolillo—dijo con reserva el padre Aliaga—, nadatengo que temer; sirvo á Dios y al rey...
—Pero no servís, sino que más bien estorbáis á algunoshombres.
—Muy quieto me estaba yo en mi convento de Zaragoza,sin salir de él sino para mi cátedra en la Universidad, cuandoel duque de Lerma me sacó de mi celda para traerme ála corte; muy alejado de toda codicia, cuando me hicieronprovincial de la Tierra Santa y visitador de mi Orden enPortugal, y muy ajeno de que más adelante me nombrasenarchimandrita del reino de Sicilia.
—Y consejero de Estado... y á más, á más inquisidor general.
—No sé por qué se han empeñado en engrandecerme.
—Porque á un mismo tiempo os temen y os necesitan.
—Vano temor: yo me limito á dirigir la conciencia del rey.
—Vos conspiráis, padre.
—¡Cómo!
—Como conspiro yo y como conspiramos todos: ¿acasono conspira también el cocinero de su majestad?
Movióse impaciente en su silla el padre Aliaga.
—Henos aquí juntos—dijo el bufón—: vos fuerte en la apariencia,y yo en la apariencia débil; ¡sabe Dios cuál deentrambos es el fuerte!
—Tío Manolillo, no os entiendo—dijo con gran indiferenciael padre Aliaga—.
¿Qué habláis de fuertes ni de débiles?Si no recuerdo mal, yo os he llamado.
—Es verdad; esta mañana en la recámara del rey, me dijísteis:os espero esta tarde en el convento de Atocha.
—Necesitaba preguntaros...
—Sí, por una mujer... y por esa mujer he venido yo. Y ápropósito de esa mujer,
¿tendréis que hablarme también dealgún hombre?
—Y de algunos.
—Esa mujer... la madre... se llamaba Margarita como lareina.
Coloróse levemente el semblante del padre Aliaga.
—En efecto—dijo—; Margarita...
—Ha sido siempre vuestra desesperación. Debe de serpara vos fatal ese nombre.
—¡Para mí!
—¡Esto de que hayan de llamarse Margaritas todas lasmujeres que amáis!...
—¡Que yo amo!
—¡Bah! ¡ya lo creo! un hombre, al hacerse fraile, no searranca el corazón.
—Creo que os atrevéis á hacer suposiciones muy arriesgadas.
—Pero las hago en voz muy baja. Estamos solos. Vos tenéisel corazón hecho pedazos, yo también; vos amáis, yotambién amo; pero amo con más heroísmo que vos, y lo sacrificotodo á mi amor... todo... hasta los celos.
—Venís muy donosamente loco, tío; yo creí que os habríaisdejado á la puerta de mi celda vuestros cascabeles debufón.
—En efecto, ni aun en los bolsillos los traigo. Soy ni másni menos un pobre enfermo del corazón que viene á buscará otro enfermo y á decirle: busquemos juntos nuestro remedio.En este momento, ni vos sois el padre grave de la Ordende Predicadores, maestro, provincial, visitador, confesordel rey, inquisidor general, y qué sé yo qué más, ni yo soyel loco, el simple, el cura fastidios del rey. Somos dos hombres.Si vos os empeñáis en manteneros puesta la carátula,nada tengo que hacer aquí... me habéis llamado en vano.Adiós.
Y el tío Manolillo se levantó y se dirigió á la puerta.
—Esperad—dijo el padre Aliaga.
El bufón volvió atrás, se sentó de nuevo y miró audazmenteal padre Aliaga.
—¿Nos quitamos al fin el antifaz?—dijo.
El padre Aliaga no contestó directamente á esta pregunta.
—Esta mañana—dijo—me contásteis una historia muytriste.
—Margarita, cuando estaba más loca, llamaba á su hermanoLuis... vos os llamáis Luis, padre Aliaga; hace muchosaños que pasó esto, y entonces debíais ser muy joven; ¿soisvos, acaso, el Luis que recordaba Margarita?
—Me habéis dicho que la hija de esa desdichada se parecemucho á su madre; cuando la vea podré deciros...
—¿Queréis verla?
—¿Y cómo puede ser eso?
—De una manera muy sencilla; id ahora mismo á palacio.
—¡A palacio!
—Sí por cierto. Nadie extrañará que el confesor del reyentre á estas horas en palacio. Yo estaré esperándoos en laescalerilla por donde se sube al cuarto del rey.
—Lo que no alcanzo es cómo pueda ir á palacio esa comedianta.
—La llevaré yo.
—En verdad, en verdad, tengo una obligación grave deaveriguar quién es esa mujer. ¿No se llama Dorotea?
—¿Quién os ha dicho que la hija de Margarita se llamaDorotea?—exclamó con acento amenazador el bufón.
—Cuando se trata de esa mujer—dijo sonriendo tristementeel padre Aliaga—, todo os espanta.
—Como os espanta á vos todo, cuando se trata de laotra.
El padre Aliaga pareció no haber oído la contestacióndel tío Manolillo.
—Sólo quiero ver á esa joven—dijo—para salir de unaduda; y puesto que vos podéis mostrármela en palacio, á palaciovoy.
Y el padre Aliaga se levantó.
En aquel momento sonaron pasos en el corredor.
Al oírlos el bufón se levantó, y escuchó con atención.
Luego se escondió precipitadamente y sin ruido en la alcobadel padre Aliaga.
CAPÍTULO XXVI
DE LO QUE OYÓ EL TÍO MANOLILLO, SIN QUE PUDIERA EVITARLO EL CONFESOR DEL REY
Abrióse la puerta y asomó el hermano Pedro.
—Nuestro padre—dijo—; tras mí viene el señor Alonsodel Camino.
—¡A qué hora!—murmuró para sí el padre Aliaga.
Y fué á la puerta con la visible intención de salir de lacelda, pero Alonso del Camino no le dió tiempo.
Se entró de rondón en la celda.
—Aquí tenéis—dijo como quien se apresura á dar unanoticia agradable—la provisión de capitán para el señorJuan Montiño.
No era ya tiempo de tapar la boca al montero de Espinosa,y por otra parte, el padre Aliaga no se atrevía á dar ningunaseñal de desconfianza al bufón del rey, que estaba enposición de verlo y oír todo desde detrás de la cortina de laalcoba.
Tomó la provisión y la miró.
Aquella provisión había sido vendida á un soldado viejollamado Juan Fernández, y éste la había revendido al señorJuan Montiño.
—Ya veis si he sido eficaz; esta mañana cobré los ochocientosducados de la casa del señor Pedro Caballero, y enseguida me fuí á buscar á un tal Santiago Santos, secretariode Lerma, en su misma casa. Le hablé, tratamos el precio,dile trescientos ducados, fuése él á casa del duque, y almedio día me dió la provisión firmada por su majestad. Heinvertido lo que me ha quedado de tiempo hasta ahora encomprar armas y caballo para el dicho capitán, y la reinaqueda completamente servida.
—¡La reina!—murmuró profundamente el padre Aliaga,lanzando una mirada recelosa á la cortina, tras la cual seocultaba el bufón.
—¡La reina!—dijo con extrañeza el tío Manolillo, detrásde aquella cortina.
—Además, no he perdido el tiempo; como he estado esperandoen la antecámara del rey á que saliese el duque deLerma, á quien esperaba también el secretario Santos pararecoger la provisión firmada por el rey, he visto algobueno.
El padre Aliaga no preguntó qué era lo bueno que habíavisto, á pesar de que Alonso del Camino se detuvo esperandoesta pregunta.
El padre Aliaga estaba inclinado hacia la chimenea, arreglandolos tizones y pidiendo á Dios que el montero de Espinosacallase, porque no se atrevía á imponerle silencio nicon una seña.
Sin saber por qué, no quería dar una muestra de desconfianzaal bufón.
Esperaba mucho de aquel hombre, y lo esperaba de unamanera instintiva.
Alonso del Camino continuó:
—Se murmuraban en la antecámara muchas cosas.
—Allí siempre se murmura.
—Decían que don Francisco de Quevedo había venido ála corte y que había dado de estocadas á don Rodrigo Calderón.
—¡Bah! siempre persiguen al bueno de don Francisco lasacusaciones... ya sabéis que no ha sido Quevedo... ¿peroestá en efecto en Madrid?
—Todos lo aseguran; y como todos le desean por su ingeniofestivo, todos se preguntan: ¿quién le ha visto? ¿quién leha hablado?
—¿Y hay alguien que le haya hablado ó visto?
—No; no, señor; es uno de esos rumores que suenan, ycunden y se saben en un momento en toda una ciudad.
—Estaba preso.
—Pues porque estaba preso, y por saber que le han soltadoy que al verse suelto se ha venido á la corte, son hablillasy la admiración de todos.
—¡Bah!—dijo el padre Aliaga.
—Se asegura que va á haber variación en el consejo y enla alta servidumbre.
—¿Porque ha venido don Francisco?
—Dicen que anoche estuvo don Francisco en palacio.
—Bien, ¿y qué?
—Añaden que la duquesa de Gandía se fué á su casa mala,porque el rey pasó la noche en el cuarto de la reina.
—¡Que pasó el rey la noche en el cuarto de la reina!—dijocon la voz ligeramente afectada el padre Aliaga—. No meha dicho nada su majestad.
—Pues preguntádselo al duque de Lerma, que dicenpasó la noche rabiando en el despacho del rey—dijo alegrementeAlonso del Camino.
—Tened en cuenta, amigo mío, que en palacio se mientemucho.
—Don Baltasar de Zúñiga va de embajador á Inglaterra.
—Nada tiene de extraño; don Baltasar ha nacido para embajador.
—Y entra en su lugar en el cuarto del príncipe el obispode Osma.
—Así aprenderá su alteza mucho latín.
—No parece sino que nos escuchan—dijo bruscamenteAlonso del Camino—, según andáis de reservado.
—Pues no nos escucha nadie. Yo acostumbro á escucharsiempre con indiferencia las hablillas de antecámara.
—Podrán ser hablillas, pero á la verdad, lo que yo hevisto...
—¡Ah! vos habéis visto...
—Sí por cierto, y algo que significa mucho; en primer lugar,he visto que el mayordomo mayor, duque del Infantado,ha tenido que volverse desde la puerta de la cámara del rey,porque el ujier no le ha dejado pasar.
—Pero eso no prueba nada.
—Tenéis razón; eso no probaría nada si, después de nohaber podido entrar tampoco el duque de Pastrana, ni el deUceda, á pesar de su oficio de gentileshombres de la cámaradel rey, no hubiese salido el duque de Lerma tan risueñoy alegre que parecía decir á todo el mundo: ya no tengoenemigos... Dióme lástima, porque en sí mismo tiene el mayorenemigo Lerma.
—Nada de lo que habéis dicho prueba nada.
—Se dice...
—¿Se dice más?
—Sí por cierto, que se arma un ejército contra la Liga.
—Ejército que será vencido.
—Pero todo eso prueba que el duque de Lerma tiene miedoy quiere contentar de algún modo á España; para eso...ya sé lo que vais á decirme, lo mejor era que empezase porirse á una de sus villas y dejar el gobierno.
—Perdonadme, señor Alonso, si no os he escuchado comodebiera—dijo el padre Aliaga que se impacientaba—, peroestoy enfermo.
—¡Enfermo!
—Sí; sí por cierto, tengo vaguedad en la cabeza, frío enlos pies... la celda me anda alrededor.
—¡Ah! perdonad... yo no sabía... llamaré...
—No, no... me voy á acostar... con vuestra licencia...
—¡Oh! lo siento mucho, no os descuidéis...
—Esto pasará.
—Ahí se quedan los cien ducados que han sobrado.
—Bien.
—Perdonad... pero... mañana vendré á informarme...
—Muchas gracias... esto pasará...
—Quiera Dios aliviaros, y quedad con El.
—Id con Dios, y que Él os pague vuestra buena voluntad,señor Alonso.
El montero de Espinosa salió, y al atravesar el corredorque conducía al claustro, dijo:
—¡Es extraño! ¡ponerse malo de repente! ¡y á mí me pareceque está muy bueno!
¿qué habrá aquí?
Apenas había salido Alonso del Camino de la celda,cuando salió de la alcoba el tío Manolillo.
—¿Por qué os tratáis con gente tan habladora?—dijo—;pero nada importa que yo lo haya oído, porque ya sabía yoque conspirábais: ignoraba, en verdad, que tuviéseis vuestrosespías tan cerca del rey. Y es un buen hombre eseAlonso del Camino.
—Me habéis dicho—contestó el padre Aliaga, como sinada le hubiese hablado el bufón—que si voy á palaciome mostraríais á esa Dorotea.
—Indudablemente; pero es necesario que os detengáis enir lo menos una hora.
—¿Y por qué?
—Porque necesito ese tiempo para llevar á la Dorotea ápalacio. Ya debe de haber salido de la función del corraldel Príncipe; pero como ha ido acompañada muy á su gusto,podrá suceder que después de la función se haya metidocon su compañía en alguna hostería apartada. Ya veis, elhablar mucho, el cantar y el bailar abren el apetito, y cuandose han hablado y cantado amores y se está enamorado...
—¿Y de quién está enamorada Dorotea?—dijo con interésel padre Aliaga.
—De una persona á quien vos conocéis.
—¿Que yo conozco?
—Sí, ciertamente, y de la cual tenéis celos.
—¡Celos!
—Sí por cierto; unos celos concentrados, crueles, quequeréis ocultaros á vos mismo.
—¡Os equivocáis!—exclamó con precipitación el padreAliaga—, yo no puedo tener celos de nadie; yo estoy retiradodel mundo, muerto para el mundo.
—¡Bah! allá lo veremos.
—Os he preguntado de quién está enamorada esa comedianta.
—¿No lo adivináis por lo que os he dicho?
—No ciertamente.
—Llegará un día en que me habléis con lisura: la Doroteaestá enamorada con locura...
El bufón se detuvo como devorando con cierto placermaligno la ansiedad del padre Aliaga.
—¿De quién?—dijo el fraile con impaciencia.
—De cierto mancebo á quien ha hecho capitán la reinacon vuestro dinero.
El padre Aliaga sintió el golpe en medio del corazón; seestremeció.
—¿Y ama el señor Juan Montiño á Dorotea?
—Debe amarla, porque le ama ella: pero si no la ama, y laengaña, peor para él.
Repúsose el padre Aliaga.
—¿Conque... vais á buscar á esos dos amantes?—dijo.
—No por cierto, voy á esperarlos á su casa... y comopueden tardar...
—Esperad, cuando la hayáis encontrado, en la galería delos Infantes.
—Esperaré...
—Cuando yo llegue, os avisarán.
—Muy bien.
—Y para que los encontréis más pronto, id al momento.
—Quedad con Dios, padre Aliaga; quedad con Dios yhasta luego.
El bufón salió.
Cuando se hubo perdido el ruido de sus pisadas, el padreAliaga llamó y se presentó el lego Pedro.
—Que pongan al instante la silla de manos.
Algunos minutos después, dos asturianos conducían ápalacio al padre Aliaga.
Había cerrado la noche y seguía lloviendo.
CAPÍTULO XXVII
EN QUE SE VE QUE EL COCINERO MAYOR NO HABÍA ACABADO AÚN SU FAENA AQUEL DÍA En el mismo punto en que el confesor del rey salía delmonasterio de Atocha, salía del de las Descalzas el cocineromayor.
El padre Aliaga.
Todo aquel tiempo, es decir, el que había transcurridodesde la ida de Francisco Montiño de un convento á otro,lo había pasado Montiño bajo la presión despótica de lamadre Misericordia.
El haberse quedado Quevedo con la carta de la abadesapara Lerma, había procurado al cocinero mayor aquel nuevomartirio.
Porque cada minuto que transcurría para él fuera de sucasa, era un tormento para el cocinero mayor.
Aturdido, no había meditado que necesitaba dar una disculpaá la madre abadesa, por aquella carta que la llevabadel padre Aliaga. Montiño no sabía lo que aquella cartadecía; iba á obscuras.
Esto le confundía, le asustaba, le hacía sudar.
Si decía que Quevedo le había quitado la carta, se comprometía.
Si decía que la había perdido... la carta podía parecer yera un nuevo compromiso.
Si rompía por todo y no llevaba aquella carta á la abadesa,ni volvía á ver al duque de Lerma, y se iba de Madrid...
Esto no podía ser.
Estaba comprometido con el duque.
Estaba comprometido con la Inquisición.
Montiño se encontraba en el mismo estado que un reptilencerrado en un círculo de fuego.
Por cualquier lado que pretendía salir de su apuro, sequemaba.
Decidióse al fin por el poder más terrible de los que letenían cogido: por la Inquisición.
Y una vez decidido, se entró de rondón en la portería delas Descalzas Reales, á cuya puerta se había parado, tocóal torno y, en nombre de la Inquisición, pidió hablar con laabadesa.
Inmediatamente le dieron la llave de un locutorio.
Al entrar en él, Montiño se encontró á obscuras; declinabala tarde y el locutorio era muy lóbrego.
Detrás de la reja no se veían más que tinieblas.
Poco después de entrar en el locutorio, Montiño sintióabrirse una puerta y los pasos de una mujer.
No traía luz.
Luego oyó la voz de la madre Misericordia.
El triste del cocinero mayor se estremeció.
—¿Quién sois, y qué me queréis de parte del Santo Oficio?—habíadicho la abadesa con la voz mal segura, entreirritada y cobarde.
—Yo, señora, soy vuestro humildísimo servidor que besavuestros pies, Francisco Martínez Montiño.
—¡Ah! ¿sois el cocinero mayor de su majestad?
—Sí; sí, señora.
—Pero explicadme... explicadme... porque no comprendopor qué os envía el Santo Oficio de la general Inquisición.
—Ni yo lo entiendo tampoco, señora.
—¿Pero á qué os envían?
—Perdonad... pero quiero antes deciros cómo he trabadoconocimiento con el inquisidor general.
—¿Es el inquisidor general quien os envía?
—Sí, señora.
—¿Pero sois ó érais de la Inquisición?
—No sé si lo soy, señora, como ayer no sabía otras cosas;pero hoy como sé esas otras cosas, sé también que soyen cuerpo y alma de la Inquisición; pero á la fuerza, señora,á la fuerza, porque todo lo que me está sucediendo de anocheacá me sucede á la fuerza.
—Pero explicáos.
—Voy á explicarme: salía yo de aquí esta mañana con lacarta que me habíais dado para su excelencia el duque deLerma, mi señor, cuando he aquí que me tropiezo...
—¿Con quién?
—Con un espíritu rebelde, que me coge, me lleva consigo,y me mete en la hostería del... Ciervo Azul; y una vez allíme quita la carta que vos me habíais dado para don Franciscode Quevedo.
—Yo no os he dado carta alguna para don Francisco.
—Tenéis razón; es que sueño con ese hombre. Quise decirla carta que me habíais dado para el señor duque deLerma.
—¿Qué, os la quitó?...
—Me la sacó... sí, señora... no sé cómo... pero me la sacó...y se quedó con ella.
—¡Que se quedó con ella!... ¿y por qué os dejastéis quitaresa carta?—exclamó con cólera la abadesa.
—Ya os he dicho que me la ha quitado...
—¿Pero quién era ese hombre que os la quitó?
Sudó Montiño, se le puso la boca amarga, se estremeciótodo, porque había llegado el momento de pronunciar unamentira peligrosa.
—El hombre que... me quitó vuestra carta, señora—dijocon acento misterioso—, era... era... un alguacil del SantoOficio.
—¡Un alguacil!
—Sí, señora. Un alguacil que me había esperado á la salidade la portería.
—¿Os vigilaba el Santo Oficio?... ¿es decir, que el SantoOficio vigila la casa de mi tío?
—Yo no lo sé, señora—dijo Montiño asustado por las proporcionesque iba tomando su mentira—. Yo sólo sé que elalguacil me dijo:—Seguidme.—Y le seguí.
—¿Y á dónde os llevó?
—Al convento de Atocha, á la celda del inquisidor general.
—¿Y qué os dijo fray Luis de Aliaga?
—Nada.
—¿Nada?
—Sí; sí, señora, me dijo algo:—Desde ahora servís al SantoOficio. Volved esta tarde.—Como con el Santo Oficio nohay más que callar y obedecer, me fuí y volví esta tarde. Elinquisidor general me dió una carta y me dijo:—Llevadla almomento á la abadesa de las Descalzas Reales.
—¡Ah! ¿traéis una carta para mí... del inquisidor general?¿Dónde está?
—Aquí, señora.
—Dádmela.
—No veo... no veo dónde está, señora.
La abadesa se levantó y pidió una luz, que fué traída almomento.
Entre el fondo iluminado de la parte interior del locutorioy la reja, había quedado de pie, escueta, inmóvil, la negrafigura de la abadesa, semejante á un fantasma siniestro.
No se la veía el rostro á causa de su posición, que la envolvíapor delante en una sombra densa.
Tampoco se podía ver el del cocinero mayor, que estabade pie en la parte interior del locutorio.
El reflejo de la luz atravesando la reja, era muy débil.
Esto convenía á Montiño, porque si la abadesa hubierapodido verle el semblante, hubiera sospechado del cocineromayor, que estaba pálido, desencajado, trémulo.
—Dadme esa carta—repitió la abadesa.
Montiño metió la mano con dificultad por uno de los vanosde la reja, y dió á la madre Misericordia la carta.
La abadesa se fué á leerla á la luz.
Para comprender esta carta, es necesario insertemosprimero la que el duque de Lerma escribió aquella mañanapara la abadesa, y después la contestación de éste.
La carta del duque decía:
«Mi buena y respetable sobrina: Personas que me sirven,acaban de decirme que han visto entrar á mi hija doña Catalinaen vuestro convento y en uno de sus locutorios, y trasella, en el mismo locutorio, á don Francisco de Quevedo. Estono tendría nada de particular, si no hubiese ciertos antecedentes.Antes de casarse mi hija con el conde de Lemos, lahabía galanteado don Francisco, y ella, á la verdad, no sehabía mostrado muy esquiva con sus galanteos. Apenas casada,por razones de sumo interés, me vi obligado á prenderá don Francisco de Quevedo y enviarle á San Marcos deLeón.
Púsele al cabo de dos años en libertad, y anoche seme presentó trayéndome una carta de la duquesa de Gandía,que le había entregado doña Catalina, que estaba de servicioen el cuarto de la reina. Esto prueba tres cosas, que nodeben mirarse con indiferencia: primero, que Quevedo no haescarmentado; segundo, que está en inteligencias con mi hija;y tercero, que estuvo anoche en el cuarto de la reina. Por lomismo, y ya que en estos momentos tenéis á mi hija y á Quevedoen uno de los locutorios de ese convento, observad,ved lo que descubrís en cuanto á la amistad más ó menosestrecha en que puedan estar mi hija y Quevedo, porque lotemo todo, tanto más, cuanto peor marido para doña Catalina,y peor hombre para mí, se ha mostrado el conde de Lemos.Avisadme con lo que averiguáreis ó conociéreis, dandola contestación al cocinero del rey, que os lleva ésta. Que osguarde Dios.— El duque de Lerma. »
La carta que en contestación á ésta escribió la abadesa, yque entregó á Montiño y que quitó al cocinero mayor Quevedo,contenía lo siguiente:
«Mi respetable tío y señor: He recibido la carta de vuecenciatan á tiempo, como que, cuando la recibí, estaba envisita con mi buena prima y con don Francisco de Quevedo.Doña Catalina me había dicho que su único objeto al verme,era hacerme trabar conocimiento con Quevedo, y éste mehabía hablado tan en favor de vuecencia, que me tenía encantada,y me había hecho perder todo recelo. La carta devuecencia, sin embargo, me puso de nuevo sobre aviso, ytengo para mí que doña Catalina y don Francisco se aman,no dentro de los límites de un galanteo, que siempre fueramalo, sino de una manera más estrecha. He comprendidoque don Francisco quería engañarme para inspirarme confianza,y que no ha sido el amor el que le ha llevado á hacerfaltar á sus deberes á doña Catalina, sino sus proyectos:porque poseyendo á doña Catalina, posee en la corte,cerca de la reina, una persona que puede servirle de mucho,y por medio de la cual puede dar á vuecencia mucha guerra,y tanto más, cuanto más vuecencia confíe en él. Mi humildeopinión, respetando siempre la que estime por mejorla sabiduría de vuecencia, es que debe desterrarse de la corteá don Francisco, ya que no se le ponga otra vez preso; loque sería más acertado, en lo cual ganaría mucho la honrade nuestra familia, impidiendo á doña Catalina que continuaseen sus locuras, y en tranquilidad y tiempo vuecencia;porque don Francisco es un enemigo muy peligroso. Sin tenerotra cosa que decir á vuecencia, quedo rogando á Diosguarde su preciosa vida.— Misericordia, abadesa de las DescalzasReales. »
Ahora comprenderán nuestros lectores que, al leer estacarta Quevedo en la hostería del Ciervo Azul, la retuviese,saliese bruscamente y dejase atónito y trastornado al cocineromayor.
Veamos ahora la carta que el padre Aliaga había escritoá la abadesa, y que ésta leía á la sazón:
«Mi buena y querida hija en Dios, sor Misericordia, abadesadel convento de las Descalzas Reales de la villa deMadrid: He sabido con disgusto que, olvidándoos de quehabéis muerto para el mundo el día que entrásteis en elclaustro, seguís en el mundo con vuestro pensamiento yvuestras obras. Velar por el rebaño que Dios os ha confiadodebéis, y no entremeteros en asuntos terrenales, y muchomenos en conspiraciones y luchas políticas, que eso, quenunca está bien en una mujer, no puede verse sin escándaloen una monja, y en monja que tiene el más alto cargo áque puede llegar, y por él obligaciones que por nada debedesatender. Escrito habéis una carta á vuestro tío el duquede Lerma, y entregádola á Francisco Martínez Montiño, cocineromayor del rey, á fin de que al duque la lleve. El señorFrancisco, contra