—Esto es grave—dijo uno.
—Gravísimo—añadió otro.
—Y á mí me parece lo más fastidioso del mundo—dijo MariDíaz—; ¿qué nos importa todo eso? Por mi parte me voy.
—Id con Dios, princesa, id con Dios—dijo el alférez—; sino fuera por dejar con su curiosidad á estos señores, osacompañaría.
—Muchas gracias—dijo la Mari Díaz alejándose.
—Allá va al primer bastidor—dijo uno.
—A ponerse en guerra con la Dorotea.
—Esas chicas acabarán por arañarse.
—No, porque la Dorotea es magnánima; ¡como siemprevence!
—Dejémonos de mujeres, señores, y vamos á lo que importa—dijoel alférez, que reventaba por soltar sus noticias.
—Sí, sí; seguid.
—Decíamos que las tales estocadas habían venido de loalto, según todos los indicios. Pues bien, hay más. Ha entradoel rasero, señores.
—¡El rasero!...
—Como que acabo de llegar de haber dado escolta dehonor á don Baltasar de Zúñiga, que va de embajador á Inglaterra.
—¡Pero si don Baltasar no se mete en nada!
—¿Cómo que no se mete y estaba metido de hoz y de cozen el cuarto del príncipe?
Don Baltasar es muy suave, peroeso no quita, no, señor; don Baltasar conspiraba... Y
si no,¿por qué andaban hoy en palacio tan graves y tan cariacontecidosel conde de Olivares y el duque de Uceda sin poderentrar en la cámara del rey? ¿Y por qué estaba tan alegreel duque?
—Verdaderamente todo esto es grave—dijo uno de losdel grupo, que tenía el vicio de verlo todo desde el punto devista de la gravedad.
—¡Gravísimo!—dijo el alférez—. ¡Pues ya lo creo! Perohay una cosa más grave aún.
-¿Qué?
-¿Qué?
—No se ha dejado salir de su cuarto al príncipe don Felipede orden del rey.
—¡Ah! Pues esto es tres veces grave.
—Se cree—dijo el alférez—que Lerma se haya puesto dellado de la reina.
—¡Bah! eso no puede ser—dijo uno.
—La reina odia al duque—añadió otro.
—Creo más fácil que la Mari Díaz deje de ser envidiosa—dijoun tercero.
—Prueba al canto—contestó el alférez.
—Veamos.
—El confesor del rey, fray Luis de Aliaga, es á todas lucesdel partido de la reina.
—Indudablemente.
—Pues bien, el padre Aliaga ha sido nombrado inquisidorgeneral.
—¡Inquisidor general! ¿Pues y cómo ha quitado esta dignidadá su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas, el duquede Lerma?
—Don Bernardo de Sandoval, se ha quedado con el arzobispadode Toledo y tiene bastante. Cuando el duque deLerma se ha expuesto á enojar á su tío, dando al confesor delrey la dignidad de inquisidor general, le importará muchotener de su parte al padre Aliaga. Es indudable... indudable;el duque se ha puesto del lado de la reina.
—¿Pero cuándo han nombrado inquisidor general al padreAliaga?
—El nombramiento ha sido cosa de hoy, y no es extrañoque no lo sepáis; lo saben muy pocos. ¡Cuando os exagerabaque había novedades...!
—¿Pero qué interés tiene el duque...?
—¡Oh! la zancadilla que se le había preparado era feroz.Se le iba á acusar de traición, de estar vendido á la Liga.
—¡Oh!
—Y uno de los que más han trabajado en esto, ha sido elduque de Uceda.
—¡Su hijo!
—Los grandes no tienen hijos ni padres. Al duque deUceda le tarda llegar á la privanza y no perdona medio.
—Todo esto es grave, gravísimo—dijo el que todo lo veíapor el lado serio.
—Pues hay además algo que aumenta la gravedad de estossucesos.
—¡Qué!
—¡Qué!
—Se cree...—dijo el alférez, bajando más la voz y condoble misterio.
—¡Pero traéis un saco de noticias, alférez!
—Que doy de balde. Pero oíd lo que se dice en palacio,por los rincones, por supuesto, y en voz muy baja: en estascosas anda el duque de Osuna.
—Se tiene la manía de atribuirlo todo al duque de Osuna,que, sin duda, para huir de estos enredos, se ha ido á servirrey de Napóles—dijo un autor de entremeses.
—Aunque el duque de Osuna esté en Nápoles, vieronanoche en Madrid á su secretario don Francisco de Quevedoy Villegas.
—¡Que está don Francisco en Madrid!—exclamó el autorde la compañía, ó como diríamos en nuestros tiempos, elrepresentante de la compañía—; ¡bah! eso es mentira.
Hubieravenido por aquí y yo le hubiera encargado un entremés.
—En cuanto á lo de venir, quizá no pueda porque estáescondido—dijo el alférez.
—Pues si está escondido, ¿quién le ha visto?
—Le vieron anoche en palacio.
—Creerían verle.
—Allá lo veremos; ¿pero qué esto?
Lo que había motivado la pregunta del alférez, era unruido particular, un alboroto que provenía del primer bastidorde la derecha del escenario.
Todos corrieron allá.
Lo que había sucedido, lo verán nuestros lectores en elcapítulo siguiente.
CAPÍTULO XXIX
DE CÓMO JUAN MONTIÑO, CON MUCHO SUSTO DE LA DOROTEA, SE DIÓ Á CONOCER ENTRE
LOS CÓMICOS.
La Mari Díaz, dejando en su chismografía política al alférez,á los comediantes, á los poetas é tutti cuanti, se fuédecididamente, pero como al descuido, al hueco del primerbastidor de la derecha del escenario.
En él estaban solas dos personas: Juan Montiño y el finchadohidalgo don Bernardino de Cáceres.
—¿Me permitís, caballero?—dijo la Mari Díaz tocandoSuavemente en un hombro á Juan Montiño, y con la voz másdulce del mundo.
El joven se volvió y vió á la comedianta que le saludóCon una graciosa inclinación de cabeza y una sonrisa.
—Esta debe ser una de las que me ha hablado Dorotea—dijoel joven para sí—. Y
es hermosa esta muchacha... si nofuera tan desenfadada...
Y se volvió á mirar hacia el escenario, donde trabajabaDorotea.
Don Bernardino se encontraba relegado á un último lugar:la comedianta delante, detrás Juan Montiño, y él á sus espaldas.
—Permitidme, caballero—dijo don Bernardino.
Juan Montiño no se movió.
Don Bernardino guardó silencio.
Pasó así algún tiempo.
Mari Díaz seguía arrojando sobre Juan Montiño miradatras de mirada, sonrisa tras de sonrisa, á vuelta de algunasfrases de elogio á la Dorotea.
Juan Montiño contestaba con otra frase, pero era taneconómico y tan liso en sus contestaciones, que Mari Díazse impacientaba.
—¿Hace mucho tiempo que conocéis á mi amiga?—dijo lacomedianta entablando ya decididamente una conversación.
—Es un conocimiento nuevo—dijo don Bernardino, quetenía el vicio de introducirse en todas las conversaciones,por más que nada le importasen.
—Este caballero—dijo secamente Juan Montiño—, se hatomado el trabajo de responder por mí.
—Pero es que yo os he preguntado á vos.
—Lo que ha dicho este hidalgo es la verdad.
—¡Oh! yo sé siempre lo que me digo—contestó con fatuidaddon Bernardino, atusándose el bigote izquierdo.
—Menos cuando no—dijo la comedianta.
—Mejor será que callemos, prenda, que os estará bien.
En mal hora se metió don Bernardino con la comedianta.
Esta, que quería tener un motivo sólido de entablar conocimientocon Juan Montiño, forzó la situación.
—¿Y por qué hemos de callar? veamos: ¿qué tenéis vosque echarme en cara, como no sea el no hacer caso de vos,por impertinente?
—Si como sois de desvergonzada, fuérais de hermosa ydiscreta, seríais un prodigio.
—Como vos, si no fuérais grosero y mal nacido.
—¡Vive Dios, doña perdida—exclamó don Bernardinotodo fuera de sí—, que me la habéis de pagar!
—¿Me hacéis el favor de iros á cien leguas de aquí?—dijoJuan Montiño volviéndose y encarándose en don Bernardino,á tiempo que levantando éste la mano sobre la Mari Díaz,la hacia ampararse de Juan Montiño, y decirle:
—¡Defendedme de este hombre, caballero! ¡es un infame!
—Idos—repitió Juan Montiño con una calma inalterable.
—¡Que me vaya!—exclamó todo cólera don Bernardino.
—Me estáis cargando la paciencia hace una hora, y noquiero ya más peso. ¡Idos, ó vive Dios!
—Mirad no os tire yo en medio de la escena, donbravatas—exclamó el hidalgo, que echaba fuego por los ojos.
—¡A mí! ¡echarme vos á mí!...—exclamó Montiño poniéndosepálido.
Y en seguida sonó una bofetada, y luego un hombre cayó,como lanzado por una máquina, del lado de adentro de losbastidores.
Juan Montiño había dado aquella bofetada.
Don Bernardino la había recibido.
Juan Montiño era el que había arrojado.
Don Bernardino el que había caído.
Este era el estruendo que había distraído de su chismografíapolítica al alférez de la guardia española Ginés Saltilloy á sus oyentes.
Montiño se había vuelto con suma tranquilidad á su bastidor.
Mari Díaz estaba temblando ó haciendo que temblabajunto á él.
Don Bernardino, empolvado por el tablado, que no estabamuy limpio, se había levantado trémulo de cólera, habíadesenvainado la espada, y se había ido hacia Juan Montiño.
El alférez y sus acompañantes se interpusieron.
—Dejad que mate á ese hombre que me ha afrentado—dijodon Bernardino.
Y como no le dejasen acercarse á Juan Montiño, empezóá llenarle de improperios.
—Si no queréis que os tengamos por mujer, calláos—dijoJuan Montiño acercándose al grupo—; y si queréis tomarsatisfacción de esa afrenta, decidme dónde y cuándo podremosvernos, á fin de que yo os pruebe que no están fácildesagraviarse de mí.
—Ahora mismo... fuera...
—No puede ser ahora; tened un poco de paciencia, quetiempo sobra.
...cayó, como lanzado por una
máquina.
—Dice bien ese caballero—dijo el alférez, que se perecíapor este género de lances—; además, que las pragmáticasson rigurosas, y en esto de duelos es necesario irse con piesde plomo. Cerca de San Martín hay unas casas echadas portierra: el sitio es medroso y apartado... y allí... hasta se puedeenterrar un muerto entre los escombros... á las doce dela noche...
—Acepto por mi parte—dijo Juan Montiño—, y como soynuevo en Madrid y no conozco sus calles, desearía que unode vosotros me acompañara, señores.
—Yo—dijo el alférez.
—Y yo acompañaré á don Bernardino—dijo un poeta.
—En hora buena. A las doce estaré en las casas derribadasde San Martín—dijo don Bernardino, y salió.
—¿Y dónde nos veremos nosotros, señor alférez?—dijoJuan Montiño á Ginés Saltillo.
—¿Sabéis á las gradas de San Felipe?
-Sí.
—Pues á las once y media, en las gradas de San Felipe.
Montiño saludó y se volvió al bastidor.
Todavía estaba allí la señora Mari Díaz.
—Gracias, caballero, gracias—le dijo—; os estoy tanagradecida, que no sabré cómo demostraros...
—No hay por qué, señora—contestó brevemente Montiño.
—Vivo en la calle Mayor.
—Muchas gracias.
—Número sesenta...
—Gracias, señora.
—Me encontraréis allí todo el día...
En aquel momento la Dorotea salía de la escena, y oyó lasúltimas palabras de la Mari Díaz.
La Dorotea era una verdadera reina, una leona de la escena,y aunque la estremecieron aquellas palabras que habíacogido al paso, no dió el más leve indicio de haberlasescuchado.
Devoró sus celos, se mantuvo serena y miró á Juan Montiño.
Entonces se aterró.
El semblante del joven estaba demudado aún de cólera.
—¿Qué ha sucedido?—exclamó—; ¿qué tenéis, Juan? ¿Oshabéis visto obligado acaso?...
—Se ha quitado una mosca de encima—dijo el alférezSaltillo... y de una manera brava... estos señores puedentestificar.
—Ha sido una bofetada digna de que la cante un Homero—dijoun poeta.
—Eneas haciendo rodar á Aquiles—añadió otro.
—Un lance por una... hermosa—dijo otro.
—De cuyo lance resultarán estocadas.
—¿Queréis hacerme un favor, señores?—dijo Juan Montiño.
Miraron todos con atención al joven.
—No hablemos más de esto—dijo.
—¡Pero!...—exclamó Dorotea...
—En resumidas cuentas...—dijo un comediante—comodon Bernardino de Cáceres es vuestra sombra, y se ha encontradocon otra sombra mayor...
—¡Ah!
—Pues... nada... estas son cosas que suceden en el mundo—dijoel alférez—, y que una vez sucedidas, no tienen másque un remedio... este caballero lo sabe, y yo lo sé, y todoslo sabemos... conque no hay que hablar más de ello.
Dorotea se asió del brazo de Juan Montiño, y se lo llevóentre los telones, en donde estuvo paseando con él, dandolugar á las murmuraciones del corro, que crecieron.
—¿Por quién habéis pegado á don Bernardino?—dijo Dorotea—;¿por mí ó por Mari Díaz?... estamos solos, Juan, yquiero que me digáis la verdad... cuando yo salía, la Mari Díazos citaba.
—He pegado á ese hombre, por él mismo; y en cuanto áesa mujer, no tenéis motivos para enojaros conmigo.
—¿Y qué pensáis hacer?
—¿Que he de hacer más que matar á ese hombre, y dejarir por su camino á esa mujer?
—¡Ah! ¡Dios mío! ¿pero sabéis quién es don Bernardino?
—Un impertinente.
—Todos le temen.
—Hacen muy mal.
—Os matará ú os estropeará.
—Creo que ese hombre tiene la espada más virgen delmundo—dijo con desprecio Montiño.
—¡Ah! ¡no lo creáis! cuando él habla todos callan.
—Razón más para dudar de su valentía. Cuando todostemen á un hombre es cuando menos debe temérsele.
—Vos no iréis.
—¡Cómo! ¿me pedís vos que me deshonre? ¿Consentiríaisvos á vuestro lado á un hombre que hubiese perdido la vergüenza?
—Os quiero vivo.
—Y vivo me tendréis.
—Pero suponiendo que... lo que es suponer mucho... venciéseisá don Bernardino...
—Anoche vencí dos veces á Calderón.
—¡Ah! ¡es verdad! y don Rodrigo es muy valiente y muydiestro... me había olvidado... pero ¡Dios mío! aunque esosea, de todos modos os pierdo: si le matáis tendréis que huir.
—No le mataré.
—¡Oh! gracias... ¿no iréis, no es verdad? esperaréis á quese acabe la función y os vendréis conmigo... yo haré... yodiré al duque de Lerma que destierren á ese hombre.
—¿Qué estáis diciendo?... Iré á encontrar á don Bernardinoal lugar donde me ha citado... y no le mataré, pero le escarmentaré...¡Miserable! ¡Vive Dios que ningún hombre seha atrevido como él á probarme la paciencia!
—¡Malhaya la hora en que os traje al teatro!
—¿Y por qué? Nada temáis; yo haré de modo que me conozcanesos señores, y cuando me conozcan, me respetarán,os lo juro.
—¡Dorotea! ¡Dorotea!—dijo una voz cerca de ellos.
—¡Otra vez á la escena!—exclamó la joven—; ¡oh, malditassean las comedias y mi suerte!... Esperadme, no os vayáis.
—Y desasiéndose del brazo de Juan Montiño, atravesó rápidamenteel espacio comprendido entre los telones, y salióá la escena.
Poco después se oyeron fuera estrepitosos aplausos.
—Es mucha, mucha mujer esa—dijo una voz junto á JuanMontiño—, y no me extraña que la améis.
Volvióse el joven, y vió junto á sí á Ginés Saltillo.
—¿Quién os ha dicho que yo amo ó dejo de amar á esaseñora? Y, sobre todo, ¿os importa á vos?—dijo el joven, queestaba resuelto á sostener la cuerda tirante hasta que saltase.
—Tenéis una manera de contestar...—dijo contrariado elalférez.
—Cada cual tiene sus costumbres, como vos las tenéis enmeteros en lo que no os va ni os viene.
—Perdonad, yo creí que un hombre que se ha ofrecido áserviros de testigo...
—¿Y qué falta me hacen á mí testigos para mis asuntos?
—¡Ah! Pues os digo que si lo tomáis así, vais á tener milcamorras todos los días, si no es que á la primera os escarmientan.
—Os suplico que me dejéis en paz.
—Señor mío—dijo el alférez, retorciéndose su mostacho—,yo soy un hombre que lo tomo todo con mucha calma, queantes de tirar de la espada, miro si hay motivo para ello, yque antes de ofenderme de las palabras de otro hombre, procuroconocer en qué estado se halla al decirlas. Vos estáisirritado, no sé si con razón ó sin ella. Habéis abofeteado áun hombre, ignoro con qué motivo: ese hombre os ha pedidoque le desagraviéis riñendo con él, y vos habéis aceptado;yo era el único hombre de espada que estaba presente,y me ofrecí...
—Y yo he aceptado... gracias—dijo seca y brevementeJuan Montiño.
—Cuando un hombre acepta de otro esta clase de servicios,es ya casi un amigo, y cuando un hombre es amigo deotro, puede decirle... lo que os he dicho acerca de Dorotea,y tanto más cuanto me había quedado solo, porque los otrosse han ido, para serviros. Ahora...—y el alférez se retorció elotro mostacho y dió una entonación singular á su voz—si encontráisen mí impertinencia... es distinto, caballero...
decídmelopara que yo sepa á lo que debo atenerme, y obrar comoobrar deba.
—Perdonad—dijo Juan Montiño—; estaba, y lo estoy, fastidiado;os he confundido con esa turba que me miraba sonriendo,y acaso por equivocación os he ofendido...
Perdonad,yo no os conocía, no os había visto hasta hoy.
Y tendió su mano al alférez.
—Hubiera sentido reñir con vos—dijo éste apretando confuerza la mano del joven—; tenéis para mí un no sé qué...algo que me habla en vuestro favor. ¿Sois soldado?
—Puede ser que á estas horas lo sea de la guardia española.
—¡Ah, vive Dios! ¡Pues si sois de la guardia española, y dela tercera compañía, de la que soy alférez, seremos camaradas!Y ya que eso puede ser, me alegro de vuestro lance condon Bernardino.
—¿Por qué?
—A todo el que entra en la guardia española, se le pidenpruebas de valiente: conque hayáis reñido bien con donBernardino de Cáceres, las lleváis hechas.
—Me parece poco hombre para prueba ese hidalgo—dijocon desprecio Juan Montiño.
—¡Bah! Don Bernardino es una espada valiente, y muybravo y sereno. Con que salgáis de un lance con él sin queos mate, no hay más; habéis quedado recibido en todas partesy por todo el mundo por valiente y buena espada.
—¿Sabéis á cuántos ha matado don Bernardino?
—Saber por mí mismo... no... pero se dice de él...
—¡Eh! Del dicho al hecho...
—Pues bien; alégrome de que estéis tan bien alentado...Pero por allí pasa la Dorotea, y os hace señas... id... queaquí os espero.
—Mas bien; cuando se acabe la función, y yo haya dejadoá Dorotea en su casa, esperadme en las gradas de San Felipe.
—Pues hasta la noche.
—Hasta la noche.
Montiño siguió á la Dorotea, y el alférez, harto pensativopor lo que había mostrado de sí Juan Montiño, salió del vestuario.
CAPÍTULO XXX
DE CÓMO HIZO SUS PRUEBAS DE VALIENTE ENTRE LA GENTE BRAVA, JUAN MONTIÑO
Eran las doce de la noche.
Dos hombres adelantaban por la calle del Arenal, hacia lasubida de San Martín.
Era la noche obscura, continuaba lloviendo, y no podíaconocerse á aquellos bultos.
Encamináronse á San Martín, llegaron, tomaron á la izquierdapor la estrecha calleja del postigo, revolvieron á laderecha, y se entraron por unos tapiales derribados, en unancho hundimiento.
Treparon aquellos dos hombres sobre los escombros, y ápoco les detuvo una voz que les dijo:
—¿Quién va?
—El alférez Saltillo—dijo uno de los que llegaban.
—¿Viene con vos el difunto?—dijo otro.
—No sé por qué decís eso, amigo Velludo, si no es porqueaquí hay un olor á muerto que vuelca.
—Yo creo que traéis ese olor metido en las narices, amigoSaltillo.
—Pronto hemos de ver si está ese olor aquí, ó si le traemosnosotros. ¿Está don Bernardino?
—Impaciente.
—Pues aún no han dado las doce.
—Es que el reloj de la honra adelanta siempre.
—Pues adelante.
—Adelante.
—Me habéis prometido no desenvainar la espada, señoralférez—dijo Juan Montiño.
—Es verdad que os lo he prometido, aunque no es la costumbre:los padrinos siempre riñen.
—Lugar tendréis de reñir si me matan; pero entremos bajotechado, porque llueve muy bien.
—Eso es: en estas casas hundidas han quedado algunashabitaciones en pie. ¿Estáis ahí, amigo Velludo?
—Aquí estoy.
—¿Habéis traído linterna?
—Sí. ¿Y vos?
—También.
—Pues hagamos luz.
En aquel momento salieron dos linternas de debajo de lascapas de los padrinos.
A su luz turbia y escasa, se vió una habitación destartalada,ennegrecida, polvorienta, en estado de inminente ruina, ysin maderas en los vanos de las puertas y ventanas, que sehabían convertido en boquerones.
Al fondo de la habitación había dos hombres.
Don Bernardino de Cáceres y su padrino.
—Creo que podemos empezar cuanto antes—dijo donBernardino desnudando la espada y tomando la linterna demano de su padrino.
—Por nosotros no hay inconveniente—dijo el alférez,dando su linterna á Juan Montiño—. Pero antes de empezardebo advertiros una cosa, amigo Velludo.
—¿Qué?
—Nosotros no reñiremos.
—La costumbre es que los padrinos riñan.
—Cierto; pero yo no soy padrino del señor Juan Montiño,sino su amigo, que viene á ver lo que va á pasar aquí paracontarlo después á todo el mundo, si es que este hidalgolleva á cabo lo que se ha propuesto.
—¿Y qué se ha propuesto este hidalgo?—dijo con despreciodon Bernardino.
—Se ha propuesto—dijo el alférez—daros á los dos unavuelta.
—¡Una vuelta! ¡vive Dios—exclamó don Bernardino—, queeste hidalgo debe de ser de Andalucía!
—Una vuelta de cintarazos—añadió el alférez.
—Pues á verlo—exclamó don Bernardino avanzando ciegode furor hacia Juan Montiño.
Al primer testarazo de éste—y decimos testarazo, porqueno encontramos otra frase mejor—, la linterna de don Bernardinocayó al suelo, se rompió y se apagó.
Montiño y Saltillo se echaron á reir.
—¿No decía yo que os íbais á divertir, alférez?—dijo Montiño,parando un tajo de don Bernardino—; pues ya oshabéis reído, y ahora veréis. ¿Qué hacéis ahí, don murciélago,puesto á la sombra?—añadió, dirigiéndose al que elalférez había llamado Velludo.
Y tras estas palabras le metió un cintarazo.
Velludo dió un rugido, desnudó su espada, y se fué áMontiño.
El joven tenía delante dos enemigos que le acometían ciegosde furor; pero alcanzaba con su espada á uno y otrolado de la habitación, y no les dejaba avanzar.
El alférez, con la espada envainada, estaba detrás deljoven.
Juan Montiño volvía la luz de su linterna, tan pronto sobreel uno como sobre el otro de sus enemigos.
De tiempo en tiempo les metía un furioso cintarazo.
El alférez soltaba una carcajada.
Otra carcajada de Juan Montiño contestaba á la del alférez.
Los aporreados blasfemaban y apretaban los puños.
Pero Juan Montiño los había acorralado en un rincón, ydominados ya, les sacudía que era una compasión.
Aquello había pasado á ser una burla feroz.
Era el desprecio mayor que podía hacerse de dos hombres.
Juan Montiño demostraba, no sólo que era valiente y bravo,sino que su destreza era maravillosa.
El alférez se tendía de risa, y cuando Montiño, tras unadoble parada difícil, sacudía dos cintarazos, aplaudía.
De repente vió un resplandor vivo, y sonó una detonación.
Don Bernardino, aturdido ya por los golpes, irritado, mortificado,fuera de sí de cólera, había desenganchado un pistoletede su cinturón y había hecho fuego.
Pero, por fortuna para Juan Montiño, éste vió el pistolete,y tocó con el único tajo que había tirado al brazo de donBernardino; el tiro fué al suelo; don Bernardino, que habíacambiado la espada á la mano izquierda para apelar á aquelrecurso villano, estaba fuera de combate; no podía valersedel brazo derecho.
Velludo estaba acobardado, y había bajado la espada.
—Basta de lección—dijo Juan Montiño—; idos, don Bernardino,á curar, y vos, estiráos, don encogido, y largáosmás que á paso. Y en adelante, mirad con quién os metéis,que no todos los caminos son andaderos.
—Lo que habéis hecho es una iniquidad—dijo don Bernardino.
—¡Cómo! ¡he reñido contra dos y llamáis esto inicuo!—exclamóJuan Montiño—;
¡vos, que habéis tenido la cobardíade disparar contra un hombre con quien reñíais con ventaja!
—Mirad, don Bernardino—dijo Saltillo—; os aconsejo queos vayáis de Madrid.
—¡Me vengaré!...
—Dejáos de simplezas... lo mejor es que os vayáis, porquecuando se sepa lo que aquí ha pasado, os van á tirartomates los muchachos por la calle.
—Os prevaléis de que tengo herido un brazo.
—Yo no creía que érais tan cobarde y t