El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Uno solo, el bufón, el tío Manolillo, había adivinado elsecreto del confesor del rey, y esto en vagas y fugitivasseñales, cuando los celos devoraban al religioso, al oír deciral rey:

—Fray Luis, rogad á Dios por la vida de mi muy amadaesposa; anoche su majestad me ha revelado que está encinta.

Dos veces que el rey dijo esto al padre Aliaga, fué enpresencia del tío Manolillo.

Este, que era observador por temperamento, y astuto ysagaz, y de imaginación vivísima, había reparado en lo queel rey no había podido reparar por su descuido: esto es,que al recibir esta noticia imprevista, había pasado por lamirada del fraile algo extraño; que se había revuelto algomisterioso en el obscuro foco de sus negros ojos; que sehabía puesto pálido, y que una ligera, pero violenta contracción,había pasado con la rapidez de un relámpago por susemblante.

El tío Manolillo, á la luz de aquel relámpago, había vistohasta el fondo tenebroso del alma del padre Aliaga.

Importábale mucho al bufón poseer un secreto del padreAliaga, y un secreto importante.

Le importaba por Dorotea.

Debemos tener en cuenta que la Dorotea era para el bufónlo que la reina para el padre Aliaga: el alma entera. Disimulabael bufón su amor, le comprimía, le devoraba, le contenía,aunque por distinta causa.

El padre Aliaga obedecía á sus deberes.

Sacerdote, debía combatir aquella tentación impura.

Cristiano, debía huir del solo pensamiento de unos amoresadúlteros.

El tío Manolillo debía respetar, respecto á Dorotea, otrarazón gravísima para todo corazón de sentimientos elevados.

Dorotea no podía amarle.

Por su edad, por su figura, por la costumbre de Doroteade verle todos los días desde su infancia, por la protecciónespecial que la dispensaba, Dorotea no podía ver otra cosaen él, que un padre providencial, que había reemplazado ásu padre natural. Otros amores en Dorotea respecto al bufón,hubieran sido repugnantes.

Más que repugnantes, monstruosos.

El tío Manolillo lo comprendió, y dominó su amor.

El padre Aliaga y el bufón, aunque por causas enteramentedistintas, estaban, por los resultados, en el mismo casorespecto á las dos mujeres que amaban.

Entrambos tenían el alma noble y grande; rechazaron deella todo lo impuro.

Idealizaron su amor.

Pero al idealizarle le hicieron más grande.

Por amor á la reina, el padre Aliaga, que no era ambicioso,procuró hacerse influyente en la corte, pero de una maneraindirecta, sorda, sin dar la cara en cuanto le fuese posible.Procuró atraerse, y se los atrajo, á los enemigos de losenemigos de la reina, y sólo se descubrió en la parte que lefué imposible cubrirse: esto es, respecto al rey.

Ya hemos visto que el padre Aliaga conspiraba de unamanera sorda.

Hemos indicado también que había sabido hacerse necesarioá Felipe III de tal modo, que Lerma, desesperado depoderle alejar de la corte, en vista de repetidas é inútilestentativas, había acabado por procurar atraérselo á fuerza dehonores y distinciones.

El padre Aliaga recibía las distinciones y los cargos quepor sí mismos le daban más fuerzas, más influencia, y respectoá Lerma, se mantenía firme como una roca.

El padre Aliaga se había constituído en escudo de la reina.El tío Manolillo había presentido que, á causa del caráctercasquivano de Dorotea, podía suceder que alguna vez tuviesenecesidad de una poderosa influencia para sacarla de unterrible compromiso.

Dorotea era violenta; tenía, como la mayor parte de lasgentes poco instruídas de aquel tiempo, ideas sumamentesupersticiosas; ya, por alguno de sus amantes, la había vistoel bufón recurrir á los medios reprobados de bebedizo, delos conjuros, de las hechicerías; si la superstición de Doroteallegaba hasta el punto, como no era difícil, de querer adquirirla mentida ciencia de la adivinación y de los sortilegios,podía suceder que la Inquisición, implacable con todolo que tendía á empañar la fe de la religión, se apoderase deella.

El tío Manolillo, al sorprender el secreto del alma del padreAliaga, se alegró: porque tener en sus manos á un religiosode la orden de Predicadores, tal como el padre Aliaga,era tener un tesoro para el caso, no imposible, de queDorotea se viese sujeta á un juicio por la Inquisición.

Ya hemos visto en la carta de doña Clara Soldevilla al padreAliaga, que los presentimientos del bufón no habían sidoexagerados.

Le hemos visto también conmoverse al oír en los labiosdel padre Aliaga el nombre de Dorotea.

El bufón quería acercar á la joven al padre Aliaga, y explotaren su provecho el amor que el padre Aliaga había sentidoen su juventud hacia su madre.

Por eso había sacado de su casa á Dorotea para llevarlaá palacio.

El padre Aliaga, por su parte, gravemente interesado enconocer á la Dorotea, y por las demás razones que hemosindicado, había ido á palacio también.

El confesor del rey entró, llevado en su silla de manos, porla puerta de las Meninas, y se hizo conducir á un rincón delpatio, bajo las galerías. Una vez allí, salió, despidió la sillade manos, y llamó á una puerta.

Al primer llamamiento nadie contestó.

Al segundo se sintió cerrar silenciosamente una ventana,luego pasos dentro, y al fin se oyó una voz tras la puerta,que dijo:

—¿Quién llama por aquí á estas horas?

—Muy temprano os recogéis, señor Ruy Soto—dijo el padreAliaga.

—¡Ah!—contestó el de dentro con el acento de quien reconoceá una persona respetable—; voy, voy á abrir al instante.

En efecto, la puerta se abrió.

—Perdóneme vuestra señoría—dijo la misma voz dentro—sino tengo luz: estaba en acecho.

Y se cerró la puerta.

—¡En acecho!—dijo el padre Aliaga—; ¿en acecho de qué?

—De ciertos prójimos que andan rondando desde el obscurecerpor las galerías bajas del patio: yo no sé por qué ensiendo de noche dejan pasar gentes por el patio de palaciocomo si fuera una calle; pero voy á cerrar la ventana, y luegoá traer luz.

Oyóse, en efecto, el leve crujir de una ventana que se cerraba,y luego los pasos de un hombre que poco despuésvolvió con un velón encendido.

Tenía la librea de palacio, y por su edad, que era ya madura,y por su aspecto y por un no sé qué característico, seconocía que era uno de los jefes de la baja servidumbre.

En efecto, Ruy Soto era portero de una de las subidas deservicio del alcázar, que se comunicaban de una parte conel cuarto del rey, y de otra con las galerías superiores ocupadaspor la servidumbre.

—¿Quiere vuestra señoría que avise al ujier de cámara desu majestad?—dijo Ruy Soto.

—Esperad un momento; decíais que estábais acechando...

—Sí; sí, señor, á dos hombres sospechosos que no hancesado de pasearse desde el obscurecer y en silencio, porla galería de la derecha.

—¿Y qué trazas tienen esos hombres?

—Malas, señor; pero aunque las tuvieran muy buenas, latenacidad con que se pasean...

—Habéis hecho bien en acechar; dadme un papel y tintero.

Ruy Soto sirvió al momento los objetos pedidos al padreAliaga, que escribió rápidamente una carta y la cerró.

En el sobre se leía:

«Al tribunal de la Santa inquisición».

—Que lleven al momento esta carta donde dice el sobre—dijoel padre Aliaga—; vos, seguid acechando; si esoshombres salen antes de que lleguen dos ministros del SantoOficio, les haréis seguir por el lacayo de palacio que creáismás á propósito.

—Muy bien, señor.

—Ahora, enviad recado á la señora doña Clara de Soldevilla,menina de su majestad, de que yo la pido licencia paraverla.

—Venga vuestra señoría conmigo; cabalmente doña Clara,según me ha dicho su dueña, no está de servicio.

—Vamos, pues—dijo el padre Aliaga.

Ruy Soto encendió una lámpara de mano, abrió unapuertecilla y subió por una escalera de caracol.

El padre Aliaga le siguió.

Poco después Ruy Soto llamaba á la puerta del cuarto dedoña Clara, y daba el recado del padre Aliaga.

El confesor del rey fué introducido en el elegante gabinetede doña Clara.

La joven estaba pálida, cansada, y la palidez y el cansancioaumentaban su hermosura.

—¡Oh! ¡bendito sea Dios, que os veo!—dijo levantándosey poniendo un sillón junto al brasero al padre Aliaga.

—Me habéis escrito una carta que me ha puesto muy encuidado—dijo fray Luis.

—En efecto; me he visto obligada á escribiros, y no mehe atrevido á confiarlo todo al papel; si no hubiérais vividoen un convento, yo misma hubiera ido á veros.

—¿Tan importante es el asunto?

—¡Oh! sí; importantísimo.

—Ya he visto por el contenido de vuestra carta...

—Que su majestad está amenazada.

—¡Ah! ¡ah! ¡esto es muy grave!

—La traición nos rodea por todas partes.

—Habéis acusado á dos personas.

—¿Y no las habéis preso?

—No; no tenía bastantes razones.

—Sois otro misterio para mí, fray Luis.

—¿Otro misterio?...

—Sí por cierto; no os comprendo bien; se os acaba dedar un poder formidable; ha llegado nuestra hora... y sinembargo, vaciláis.

—Creo que estamos en los momentos de mayor peligro,doña Clara—dijo el padre Aliaga—; y os engañáis, no vacilo;soy prudente y nada más; ¿creéis que nuestros peligrospuedan estar en un ropavejero y en una comedianta?

—Ellos pueden difamar á su majestad.

—Si esos miserables pueden, de seguro hay personas másaltas que pueden más que ellos, y con prender á esos ruines,no haremos más que dar un aviso á gentes á quienes debemostener hasta cierto punto confiadas.

—No soy de la misma opinión que vos; cuando hay unincendio, antes de todo, se corta para que no se propague.

—¿Y sabéis, doña Clara, si tenemos fuerzas bastantes?

—Dios, de seguro, nos ayudará.

—Dios, en sus altos juicios, permite el martirio de losinocentes—dijo profundamente el padre Aliaga—; somosmuy pocos los leales; muy pocos los que servimos comoDios manda á nuestros reyes... luchamos y lucharemos... sicaemos en la lucha, habremos caído cumpliendo con nuestrodeber. Pero aprovechemos el tiempo, señora; ¿qué pasaen palacio? Cuando yo vine esta mañana, encontré grandesnovedades; el rey y la reina se habían reconciliado; su majestadestaba contenta...

—Y el tío Manolillo más provocativo que nunca.

—¡Oh! ¡no comprendo á ese hombre!

—¡Oh! ¡juro á Dios—dijo doña Clara, que no había olvidadola entrevista de aquella mañana con el bufón—que yoconoceré á ese hombre!

—Paréceme, sin embargo, que tiene un buen fondo.

—¿Y quién sabe lo que hay en el fondo del alma de esehombre?

—Pues creo que le debemos mucho; el rey me ha habladode ciertas comunicaciones secretas...

—En efecto; el tío Manolillo conocía el secreto de esascomunicaciones.

—Se le debe, pues, el que se hayan visto sus majestadesy el que la reina haya influído sobre el rey.

—En esto han andado otras dos personas.

—Sí; un hidalgo que ha llegado á Madrid, á quien conocesu majestad la reina—dijo el padre Aliaga con el acentomás reposado del mundo, aunque sentía una ansiedad cruelpor oír la contestación de doña Clara.

—La reina no conoce á ese caballero—dijo la joven.

—¿Que no le conoce?...

—No; ni siquiera le ha visto.

—Me ha escrito, sin embargo, su majestad, en su favor.

—Es lo más natural del mundo; ha hecho un gran servicioá su majestad, rescatando ciertas cartas, que escritas por sumajestad á don Rodrigo Calderón, con sobrada confianza ensu lealtad, la comprometían. Es muy natural, que cuando seha encontrado, como quien dice, en medio de la calle un corazóny una espada tales, se les aproveche; no sobran hoylos amigos... á propósito, ¿habéis conseguido ya la compañíapara ese caballero?

—Sí, sí por cierto—dijo el padre Aliaga, metiendo una de susmanos en el interior de su hábito, y sacando un papeldoblado—: he aquí su provisión de capitán de la terceracompañía de la guardia española, al servicio de su majestad...tomad.

—¿Y para qué quiero yo eso?

—Me han dicho que ese joven os ama.

Púsose vivamente encarnada doña Clara.

—¿Y quién dice eso?—exclamó con precipitación.

—El tío Manolillo, y aún añade más: dice que vos leamáis...

—¡Yo! ¡á un hombre que he visto dos veces!

—Pero es un hombre hasta cierto punto extraordinario...¿qué digo? hasta cierto punto grandemente extraordinario.

—Lo extraordinario de ese joven...—dijo tartamudeandodoña Clara.

—Consiste en todo: en su nacimiento, en su hermosura,en su corazón, en su vida, en su suerte, que le ha procuradouna ocasión envidiable de darse á conocer apenas llegado áMadrid.

—¿No hay ninguna intención debajo de vuestras palabras,padre Aliaga?—dijo la joven mirando de hito en hito al confesordel rey.

—¿Y qué intención puede haber?

—¿No habéis temido que no fuera yo, sino otra personaquien amase á ese joven?

A su despecho, el padre Aliaga se conmovió ligeramente.

—¿Qué motivos tengo yo—dijo—para sospechar nada deese caballero?

—Habéis hablado con el tío Manolillo, que os ha dichosin duda lo mismo que á mí.

—El tío Manolillo sólo me ha hablado de vuestros mutuosamores...

—¿Y del nacimiento de ese joven?

—No por cierto; lo que sé acerca de ese joven, lo he encontradoen esta carta que me ha dado el cocinero mayordel rey—dijo el padre Aliaga, sacando de debajo de su hábitola carta de Pedro Martínez Montiño.

—También el cocinero mayor me ha dado á leer esa carta—dijodoña Clara.

—Sabéis, pues, entonces—dijo el padre Aliaga guardándolade nuevo—que ese caballero...

—Es hijo bastardo del duque de Osuna, y de la duquesade Gandía.

—¡Cómo!—exclamó el padre Aliaga—; ¡el duque de Osunay la duquesa!... esta carta no dice nada de eso... cuentasólo, que ese joven es hijo ilegítimo de padres nobles...

—¡Ah! ¡no sabíais los nombres de los padres de ese caballero!

—No... pero vos, ¿cómo lo sabéis?

—El del padre me le ha revelado el cocinero mayor; el dela madre el bufón del rey.

—¿Y no tenéis más pruebas que el dicho de esos doshombres?

—No. Las circunstancias especiales en que me hallo respectoá ese joven, me impidieron preguntar, informarmeacerca de él.

—¿Las circunstancias especiales en que os halláis, os hanimpedido?

—De todo punto... hubiera sido inconveniente.

—Yo lo sabré, y creo que con pruebas indudables; cuandoconozca ese secreto, os lo revelaré.

—¿Y para qué revelármelo?—dijo con un acento singulardoña Clara.

—Decís que os encontráis en circunstancias especialesrespecto á ese joven; mostráis repugnancia en entregarlevos misma esa provisión de capitán de infantería...

¿quémedia entre vos y ese caballero?... ¿creéis que yo puedo tenerderecho para haceros esta pregunta?

—Más que derecho, tenéis un gran interés en saber á quéateneros respecto á ese caballero.

—Conozco á vuestro padre, le aprecio mucho, os apreciomucho á vos, y me intereso como me interesaría por mi hermanoy por mi hija.

—No lo dudo; pero creo que hay en vos otro móvil. FranciscoMontiño, pero no sé qué singular error, ha creído que lareina ama á ese joven... me lo ha dicho á mí...

FranciscoMontiño es un ente muy singular, y puede haberos dicho lomismo; esto es, que su majestad y ese caballero se aman;esto es absurdo, esto es monstruoso, esto no puede ser, tratándosede una señora tal como la reina doña Margarita deAustria, que por su nacimiento, por su virtud, y digámoslotodo, por su orgullo, está muy lejos hasta del pensamiento deuna acción vergonzosa. El que se haya atrevido á levantar susmiradas hasta su majestad, ó es muy loco ó tiene formandode la dignidad y de la virtud de la mujer, una idea muy desfavorable;su majestad no podría apercibirse de los deseosde un insensato tal, porque no los comprende, porque miradesde muy alto; sería necesario que, olvidado de todo, el queamara á la reina, se atreviese á declararlo, para que su majestadlo comprendiera, y aun así creería que estaba soñando:solamente el cocinero del rey podía concebir tal sospecha...y vos... por vuestro exagerado celo por la dignidad dela reina.

—¡Yo!...—dijo confundido y descompuesto á pesar de suserenidad el padre Aliaga.

—Vuestro celo os ha engañado, fray Luis—repitió la jovencon su acento siempre igual, siempre reposado; perosiempre frío y hasta cierto punto severo.

—Yo no he dudado jamás de su majestad—dijo el padreAliaga, puesto por doña Clara hasta cierto punto en elbanquillo de los acusados—, pero he temido que ese caballero...

—Sí, ese hombre—dijo doña Clara—ha tenido la avilantezde decir, de indicar, aunque de la manera más envuelta, quesu majestad ha sentido por él lo que es imposible que sienta,imposible de todo punto, por él... ni por ninguno... hamentido como un villano.

—No... no... ese joven, al darme anoche la carta de sumajestad, de que era portador, ha estado lo más prudente...

—¡Que ha estado prudente!

—Reservado... mudo... hasta el punto de no permitir decirqué clase de servicio había prestado á su majestad, á pesar deque yo lo sabía, porque la reina me había hablado acerca delas cartas que tenía suyas don Rodrigo Calderón y pedídomeconsejo... no... ese caballero, valiente para librar á sumajestad de un compromiso, ha sido discreto, reservado, noble;ha dado harto claro á conocer en su conducta la influenciade la generosa sangre que corre por sus venas.

—Entonces, si ese caballero no ha dado motivo para quesospechéis... para que temáis en la reina un escándalo, unincreíble olvido de sí misma, el hablador, el menguado cocinerodel rey ha sido sin duda quien...

—Sí, él ha sido... dice que... su sobrino... él llama su sobrinoá ese joven... entró anoche en el cuarto de su majestad.

—Es cierto, entró; pero no pasó de la saleta que correspondeá la galería; allí estaba yo, su majestad le vió, perodesde detrás del tapiz de la puerta de la cámara; ese caballerono conoce á su majestad; yo misma le dí la carta queos llevó, yo misma le eché fuera de palacio; ese caballerono ha vuelto á pisar á palacio desde anoche; dicen que andamal entretenido... lo que importa poco...—añadió disimulandomal su despecho doña Clara.

—Confieso que me he engañado torpemente—dijo el padreAliaga—; es cierto que no había creído llegasen á unextremo criminal los favores de su majestad á ese joven;pero temía que él hubiese interpretado mal algún favor de lareina.

—Para que acabéis de tranquilizaros, fray Luis, sabed queá quien ese caballero enamoró fué á mí. Y me enamoró deun modo que... llegó á engañarme, creí que no mentía.

—Valéis mucho, doña Clara; la hermosura y la virtud resplandecenen vuestro semblante, y nada tiene de extraño...

—No hablemos más de esto.

—Quisiera veros más propicia á un casamiento con esemancebo.

—No puede ser.

—¿Por su bastardía? ¿Ignoráis que el nombre de Girón estal que hace ilustres hasta los bastardos? Vuestro padre notendrá reparo...

—Es que yo no quiero, y mi padre no me violentará.

—¿Queréis ser franca conmigo, hija mía?

—No pretendo ocultaros nada, padre Aliaga.

—¿Merezco yo vuestra confianza?

—¡Oh, sí!—dijo doña Clara cambiando de tono y haciéndolesumamente dulce y afectuoso.

—Pues bien; no me ocultéis nada. Vos amáis á ese caballero...

—¡Yo! ¡no lo quiera Dios!—exclamó con un verdadero terrordoña Clara.

—¿No os habéis sentido interesada por él?...

—Sí...

—¿No lo recordáis?

—Sí...

—¿No sufrís por él?...

—Sufro, sí... sufro una humillación que no he buscado, ála que no le he dado lugar, porque no le he dado esperanzasde ningún género.

—Os sentís humillada... luego amáis.

—Y bien... sí, le amo... le he visto galán, apasionado, respetuoso,valiente; me ha acompañado anoche por calles obscuras,lloviendo, teniéndome en su poder, y ha sido un modelode caballeros... me ha obedecido... después, cuando havenido á palacio á traer esas cartas que había arrancado ádon Rodrigo... cuando le vi... cuando en su semblante conmovidoadiviné un parecido vago con una ilustre persona...de que no podía darme cuenta... en fin, padre Aliaga... nosé... yo me he visto asediada, acaso más que por otra cosa,por mi fama de esquiva, por lo más ilustre, por lo más noble,por lo más hermoso de la corte... el mismo rey... os lo digo,porque lo sabéis...

me ha solicitado... ni á los grandes queme han querido para esposa, ni al rey que me ha ofendidopretendiendo hacerme su entretenimiento, he dado ni el másligero motivo de esperanza; y no me ha costado trabajo, no:porque yo no he amado... hasta ahora...

porque yo, para disponerde mí, no miraré jamás mi conveniencia, sino mi voluntad,mi corazón. Pero él... ¡Dios mío! lo digo al sacerdotey al desgraciado... él, fray Luis, me ha hecho espantarme demí misma... porque... anoche... no dormí... su recuerdo tenaz,continuo, embriagador... acompañado de no sé qué esperanzas,de no sé qué temores, me desvelaba... todavía no hedormido... me pesa la cabeza, me duelen los ojos... no sé, nosé por qué le amo tanto... porque le amo, no os lo quieronegar.

—Pues bien, seréis su esposa, doña Clara.

—No... imposible... de ningún modo... ¿no os digo que meha humillado?

—No os comprendo.

—¿No creéis que es una humillación para mi, que yo tanaltiva, tan severa, tan desdeñosa con todos, hasta el puntode que creyéndome incapaz de amar, me hayan llamado lamenina de nieve, caiga de repente de mi indiferencia, de mifrialdad, en el extremo opuesto, y que el hombre por quientanto he variado en pocas horas, apenas separado de mí seenamore de una mujer perdida, y se vaya á vivir con ella yla acompañe al teatro?

—¿Pero quién os ha dicho eso?

—El bufón del rey, padre ó amante, ó qué sé yo, segúndicen, de esa Dorotea, de esa dama de comedias, que esamante pública del duque de Lerma; ¡esa miserable!

—Tal vez desgraciada.

—Nunca he creído desgraciada, sino infame, á una mujertal; ¿una perdida que se ha atrevido á poner la lengua impuraen la honra de la reina?

—Estáis irritada... irritada acaso sin razón. El tío Manolillopuede ser que, por un interés que aún no podemos conocer,haya querido haceros creer que ese caballero ama á esacomedianta. No es posible habiéndoos visto á vos. A no serque de tal modo le hayáis descorazonado...

—Yo no podía obrar de otro modo... y no me pesa, porqueyo dominaré este amor que se me ha metido por el alma;le dominaré, os lo juro.

—Si tuviérais necesidad de dominarle, le dominaríais.Pero no será necesario. Yo desenredaré todo esto; yo pondréá cada uno en su lugar. ¿Conque queréis encargaros dedar vos misma esta provisión de capitán al señor Juan Montiño,sobrino del cocinero mayor del rey, y vuestro enamorado?

—Se la daré y aprovecharé la ocasión para darle un desengaño—dijodoña Clara, como obedeciendo á un pensamientorepentino.

—Pues bien, tomad; guardadlo y hablemos de otra cosa.Del cambio que me han dicho se ha efectuado en palacio.

—Ha pasado tanto en mis asuntos propios—dijo doñaClara—, he estado tan poco desocupada en todo el día, queno he tenido tiempo para pensar en nada...

—¿En nada más que en escribirme que prendiese á esacomedianta?

—Os juro por la sangre de nuestro Divino Redentor—dijodoña Clara con vehemencia—, que al aconsejaros que prendiéseisá esa mujer, no he pensado en mí misma, sino en loque convenía á su majestad.

—Os creo, pero muchas veces causamos el mal sin darnoscuenta de ello; hay veces en que nuestra alma obra porsí misma, sin participación de la razón. Afortunadamente yosoy hombre acostumbrado á mirar las cosas á sangre fría, yno me he apresurado. Y

no dejará por eso de hacerse todocuanto se deba y se pueda hacer. ¿Conque no me podéisdar noticias acerca de lo que sucede en palacio? A mí sólome han llegado noticias vagas... y venía ansioso.

—Os repito que me he ocupado hoy muy poco de losasuntos ajenos, asustada de los míos propios. Pero seguidme,padre Aliaga; os voy á llevar donde os informen de una maneracompleta: á la cámara de su majestad la reina.

—¿Creéis que su majestad no se enojará...?

—La reina sabe con cuánto celo la servís, cuánto os interesáispor ella, os tiene en opinión de santo y se alegrasiempre de veros. Podrá suceder que también veáis á sumajestad el rey, porque lo único que puedo deciros es que yael rey no encuentra dificultad alguna en pasar al cuarto dela reina; como que de cierto sobresalto recibido anoche andaenferma la duquesa de Gandía. Conque seguidme, padreAliaga.

Doña Clara se levantó y tomó una bujía.

El padre Aliaga se levantó también y siguió á doña Clara,que se dirigió á una puerta, la abrió y atravesó algunashabitaciones.

Al fin abrió una puerta de servicio y dijo al padre Aliaga:—Esperad.

Y entró.

Poco después volvió, y dijo al fraile:

—Su majestad os espera.

El padre Aliaga hizo una poderosa reacción sobre sí mismo,se preparó, como siempre que la reina le recibía enaudiencia, y entró.

Doña Clara cerró la puerta y desandó el mismo caminoque había traído, murmurando:

—¡Infeliz! ¡Cuánto debe sufrir! ¡Yo no sabía lo que hacenpadecer los celos!

CAPÍTULO XXXIII

EL SUPLICIO DE TÁNTALO

Entró el padre Aliaga en una extensa y magnífica cámara,en la misma en que presentamos al principio de este libro ála duquesa de Gandía.

Llevaba el confesor del rey la cabeza inclinada, las manoscruzadas y el corazón de tal modo agitado, que quien hubieraestado cerca de él hubiera podido escuchar suslatidos.

Margarita de Austria estaba sentada junto á la mismamesa donde su camarera mayor leía la noche anterior los Miedos y tentaciones de San Antón.

Un candelabro de plata, cargado de bujías perfumadas,iluminaba de lleno el bello y pálido s