—Gracias, doña Catalina, gracias y adiós.
—¿Para qué querrá doña Clara á Quevedo?—dijo para sísumamente pensativa y contrariada doña Catalina—; pero¡bah!—añadió—; él me ama, me ama, y es leal.
Esto debeser parte de ese enredo que no comprendo. Cuando salgade la audiencia con el rey, pasará precisamente por la galería.Voy á esperarle; Dios quiera que no se entretenga muchocon su majestad.
Y doña Catalina salió de la antecámara de la reina, y semetió por una galería obscura.
CAPÍTULO XXXV
DE CÓMO QUEVEDO, SIN DECIR NADA AL REY, LE HIZO CREER QUE LE HABÍA DICHO
MUCHO
Felipe III atravesó con impaciencia el pasadizo secretoque ponía en comunicación su cuarto con el de la reina.
Halagaba al rey el hacer alguna cosa por sí propio; tanacostumbrado estaba á la tutela de Lerma desde muy joven.
El recibir en audiencia reservada, sin conocimiento de suministro-duque, á un hombre tan peligroso como Quevedo,parecíale un acto de verdadera soberanía, una emancipaciónmonstruosa.
Y todo esto lo pensaba la conciencia íntima del rey; esavoz misteriosa que parece pertenecer al instinto, que nuncanos engaña, y que sería nuestro mejor guía si oyésemos suvoz, en vez de oír la de nuestra conciencia artificial, productode nuestra posición, de nuestras costumbres y de nuestrasinclinaciones.
Con arreglo á esto que nosotros llamamos, no sabemos sicon demasiado atrevimiento, conciencia artificial, el rey donFelipe III se había creído siempre rey, rey en el uso expeditode su soberanía, por más que su conciencia íntima le dijese:tú eres un instrumento de tu favorito; tú eres un pretexto;eres un esclavo de tu debilidad, de tu nulidad.
Y esta conciencia íntima era la que hablaba al rey cuandose dirigía del cuarto de la reina al suyo por el pasadizooculto.
Cuando entró en su dormitorio cerró cuidadosamente lapuerta secreta, y se encaminó con paso majestuoso á sucámara.
Llamó, y mandó que en llegando don Francisco de Quevedoy Villegas, del hábito de Santiago, etc., le introdujeran.
En seguida se sentó junto á la mesa, y abrió su libro dedevociones.
No tardó mucho un gentilhombre en decir á la puerta dela cámara:
—Señor: don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábitode Santiago, señor de la Torre de Juan Abad.
—Y pobre—dijo entrando en la real cámara Quevedo.
Se detuvo el gentilhombre y Quevedo adelantó.
El rey seguía leyendo, como si no hubiera visto á Quevedo.
Este llegó junto al rey, y se arrodilló.
—Sacra, católica, majestad—dijo con voz hueca y vibrante.
Volvió el rey la cabeza, miró con suma majestad á Quevedo,y le presentó la mano.
Quevedo la besó respetuosamente.
—Alzad, don Francisco—dijo el rey.
Quevedo se puso de pie.
El rey esperaba á que Quevedo hablase, pero Quevedose mantuvo mudo é inmóvil como una estatua, pero con lamirada fría y fija en el rey.
El rey se sentía mal ante aquella mirada, vista por aquellasantiparras.
—¿En qué pensáis, don Francisco?—dijo el rey por deciralgo.
—Estoy contemplando á la monarquía, señor—contestóQuevedo—; contemplando en vuestra majestad á la gran monarquíaespañola en ropilla.
Frunció el rey el entrecejo.
—¿Y era todo eso lo que teníais que decirme con tantoempeño?
—Sí, señor.
—Pues si ya me lo habéis dicho, idos—dijo un tanto contrariadoel rey.
—Si vuestra majestad me lo permite, le diré más.
—Decid.
—Digo, que me espanta el que pueda decir á vuestra majestadalgo.
—¡Ah!—dijo el rey—¿y por qué os espanta eso?
—Porque á la verdad, hablo con vuestra majestad porcompromiso.
—¡Oh!—repitió el rey.
—Y espántame que yo me vea comprometido á hablar convuestra majestad...
—Explicáos...
—He estado preso en San Marcos.
—¡Ah! ¿habéis estado preso?
—Sí, señor.
—¿Qué delito cometísteis?
—El ser ciego y no andar con palo; me dí con una esquinaen las narices.
—Dicen que sois hombre de ingenio.
—Eso he oído decir; pero acontéceme, señor, que ahoraque estoy hablando con vuestra majestad, no me le hallo;si alguna vez tuve ingenio me lo han robado.
—Dijéronme que os era urgentísimo hablarme.
—Y tan urgente, señor, que solamente con veros se meha pasado la urgencia.
—Pues os digo que no os entiendo.
—No es fácil, porque yo no me entiendo tampoco.
—Paréceme que habéis venido para algo.
—Indudablemente, señor, he venido para irme.
—Pero... ¿por qué habéis venido?
—Por venirme á cuento.
—¿Pero qué cuento es el vuestro?
—Es, señor, un cuento de cuentos.
—Pues empezad.
—Ya he concluído.
—¡Pero si no me habéis contado nada!
—Si vuestra majestad quiere contaré las palabras.
—¡Don Francisco!—exclamó con irritación el rey.
—¡Señor!—contestó Quevedo inclinándose profundamente.
—¿No tenéis nada de qué quejaros?
—Quéjome de mi fortuna.
—¿Ni nada tenéis que pedir?
—Sí, por cierto, señor; todos los días pido á Dios paciencia.
El rey se calló y abrió de nuevo su devocionario.
Quevedo permaneció inmóvil con el sombrero echado alcostado derecho y la mano izquierda puesta sobre los gavilanesde la espada.
Esta situación duró algún tiempo.
—Permita Dios que se duerma—dijo Quevedo para sí—,no sé ya qué decir á su majestad... y es necesario que lareina se prepare... en mi vida ni en muerte, espero vermeen tanto apuro. ¡Gran rey el nuestro! por menos de lo queyo estoy haciendo azotan á otros.
—¡Aún estáis ahí!—dijo el rey levantando del libro losojos.
—Esperaba, señor, que me mandárais irme.
—Pues idos enhoramala—dijo el rey, y volvió á su lectura.
—Aún es pronto—dijo Quevedo—; todo se reduce á queeste imbécil se acuerde de que es rey y me encierre. Espérome.
Pasó otro gran rato: el rey murmurando sus devociones,Quevedo inmóvil delante de él.
Había bien pasado una hora desde que el rey recibió áQuevedo.
Levantó otra vez los ojos del libro, y exclamó:
—¡Por San Lorenzo! ¿no os dije que os fuérais?
—Ocurrióseme, señor, pediros que me perdonáseis porhaber malgastado el precioso tiempo de vuestra majestad, ycomo vuestra majestad había vuelto á sus devociones...
—Pues antes de que vuelva otra vez, idos... idos... y perdonadoy vuelto á perdonar, con tal de que no se os ocurraen vuestra vida el volver á pedirme audiencia.
—Beso las reales manos de vuestra majestad—contestóQuevedo, y salió.
—¿Qué habrá querido decirme don Francisco?—dijo elrey cuando se quedó solo—; indudablemente me ha dichoalgo, y algo grave; pero es el caso que yo no lo he entendido.Estos hombres de ingenio son crueles. ¿Pero quéhabrá querido decirme?
quitando lo de la monarquía en ropilla,que creo que quiere decir que el reino anda mediodesnudo, no le he entendido más. Y de seguro... me ha dichoalgo... ¡pero ese algo!... ¡ese algo!...
El rey se quedó hecho un laberinto de confusiones, y creyendode buena fe que Quevedo le había dicho grandescosas, que él no había podido entender.
Entre tanto Quevedo iba soplándose los dedos por lascrujías del alcázar.
—Bendito mi amor sea—exclamaba—, que me obligó ápedir al tío Manolillo que me abriese la gatera. Mi deseopor ver descuidada y sola conmigo mismo á mi doña Catalina,me ha traído á saber el grande apuro en que se hallala pobre mártir, la infeliz Margarita de Austria. Enredo, enredoy siempre enredo.
Y el buen ingenio seguía adelante.
—Y ¡vive Dios, que ya sudaba!... no sabía cómo seguirdiciendo al rey palabras y no más que palabras. Si se hubieratratado de otro marido, ¡bah! la caridad es más difícilá veces de lo que parece. ¡Pero qué rey... señor! ¡qué rey!
De repente Quevedo se detuvo y escuchó con atención.
Había oído un siseo.
El siseo volvió á repetirse.
—De aquella reja sale, y nadie hay presente más que yo.Llámanme, pues: acudo.
¿Es á mí?
—Sí por cierto—contestó la condesa de Lemos, entreabriendola reja.
—¡Ah, lucero de mi obscura noche!—exclamó Quevedo—;creo que mi pensamiento me ha traído por tan buen camino,como que en él había de encontraros.
—No podíais pasar por otra parte.
—¿Me esperábais?
—Con ansias del corazón.
—No digáis eso, si no queréis verme loco.
—Aunque mucho os amo, que bien lo sabéis, no por vuestroamor son mis ansias, que de él estoy segura, sinopor ella.
—¿Por la ella del enredo?
—Sí; ¿cómo os ha ido con el rey? Me dejásteis temblando.
—Y allá se queda él confuso.
—¿Tanto le habéis dicho?
—Al contrario, no le he dicho nada. Pero decidme, ¿porqué ansiais?
—Porque vayáis á ver al momento á doña Clara de Soldevilla.
—¿A tan hermosa dama me enviáis?
—Vos podéis ir á ella sin que yo os envíe.
—Me estoy bien donde me quedo... ¿Llámame doña Clara?
—Sí.
—Correo soy de seguro.
—Para correo habéis nacido.
—Por mi mala estrella; que los portes pueden ser tales,que de buena voluntad se perdonen.
—Sois hombre afortunado.
—Decidme, ¿dónde está mi fortuna, ya que habéis dadocon ella?
—¿Pues qué, no os amo yo?
—¡Si se muriera uno!
—Dadle por muerto. Pero id, id, don Francisco, que creoque importa más de lo que pensamos.
—Adiós, pues, señora mía. Con que me digáis dónde vivedoña Clara, me dejo con vos el alma y allá me emboco.
—Más allá de la galería de los Infantes, en aquella galeríaobscura.
—¿En la de anoche?...
—Sí, frente á aquellas escaleras.
—¡Ah! ¡frente á las escaleras aquellas! no he de perdermecon tales señas. Quedad con dios, señora mía, y tratadmebien el alma, que con vos se queda.
—¡Ay, que os lleváis la mía! Adiós.
La condesa sacó una mano por la abertura de las maderas,y Quevedo la besó suspirando.
—Adiós—dijo, y se alejó.
La reja se cerró silenciosamente.
Poco después Quevedo llamaba á la puerta del aposentode doña Clara.
Aquella puerta se abrió al momento.
Encontró á doña Clara sobreexcitada, encendida, inquieta,con la mirada vaga, con todas las señales de una inquietudcruel.
—Vos lo sabéis todo, don Francisco—dijo la joven conanhelo.
—Lo sé, señora, y lo sé tanto, como que aún estoy dudandode ello.
—No os pregunto cómo lo sabéis, no tengo tiempo paranada, ni cabeza; me estoy muriendo; sobre mí vienen...
—Las culpas ajenas os premian.
—¿Qué decís?
—¡Si le amáis!
—¡Dios mío! pero... yo hubiera vencido esta afición...
—¿Y á qué vencerla?
—¿Podéis ver esta noche á vuestro amigo?
—¿A Juan?
—Sí—contestó con esfuerzo doña Clara.
—Lo veré, si vos queréis.
—¿Sabéis dónde está?
—Está donde le han arrojado vuestros desdenes.
—¿Y le sacarán de allí mis favores?
—¡Oh! vos, señora, podéis sacar un alma en pena del purgatorio.
—Bien sabe Dios que me sacrifico por su majestad.
—O no os conocéis, ó no me conocéis, señora—dijo gravementeQuevedo.
—No os entiendo, don Francisco.
—Estáis desconfiando de vos misma, y desconfiáis de mí;vos, señora, sois una valiente, una generosa, una noble joven;vuestra alma es toda caridad; os sacrificáis por unamártir; dobláis vuestro orgullo de mujer, exponéis vuestrocorazón, arrostráis la cólera de vuestro padre; Dios os premiará,yo os reverencio y os admiro.
—Me veo obligada á casarme con vuestro amigo por salvará su majestad de unas apariencias que podían perderla;cierto es que vuestro amigo me ha interesado el corazón, noos lo niego, pero le conozco poco; el paso que voy á dar esdecisivo; ¿le conocéis vos, don Francisco? ¿estáis seguro deque su galanteo con esa comedianta pasará en el momentoen que le abra mi corazón? ¡decidme, por Dios, cuánto pierdoó cuánto gano en mi sacrificio!
—Juan es un rey sin corona, doña Clara: para Juan soissola; Juan es sólo para vos.
—Explicadme mejor...
—Quiero decir que Juan, tal como Dios ha querido quesea, necesita una mujer tal como vos. Que vos, tal comoDios os ha formado, necesitáis un hombre como Juan.
Que,en fin, habéis nacido el uno para el otro. Por eso os habéisamado en el punto en que os habéis visto; por eso Dios haquerido que sea inevitable vuestro casamiento.
—Pero mi padre...
—Vuestro padre ¡vive Dios! se dará por muy contento conque os caséis de tal modo, y tales andan las cosas, que másservís para envidiada que para envidiosa.
—¡Ah, os creo! ¡os creo, porque sois caballero y cristiano,y no me engañáis! os creo, y creyéndoos soy feliz. Tomad,don Francisco, tomad; esta carta es para vuestro amigo.
—Ya sabía yo que había de ser correo; pero no importa.Sólo siento una cosa.
—¡Qué!
—Que acaso no podréis ver á mi amigo tan pronto comoquisiérais.
—¿Y por qué?
—Acaso no podáis verle hasta después de la media noche.
—En ese caso se dará orden para que le abran el postigode los Infantes á cualquier hora que llegue.
—La señal.
—El capitán Juan Montiño.
—¡El capitán!
—Tengo para él una provisión de capitán de la guardiaespañola.
—¡Ah! ¡pues me pesa! ¡se necesita para que os caséis conél, de la licencia del rey!
—No paséis pena por eso.
—El rey os ama.
—El rey está ya bien curado.
—¿Y... cuándo pensáis casaros con mi amigo?
—Si él consiente... pronto... muy pronto.
—¿Será cosa de prepararlo para que no le haga mal elsusto?
—¡Oh! no, no tanto. Y os agradecería que me hiciéseis unfavor.
—¿Cuál?
—¿Me dais vuestra palabra de que me lo concederéis?
—Dóiosla y ciento, mil.
—No digáis una sola palabra de lo que hemos hablado deél á vuestro amigo.
—Otorgo.
—Y quisiera que...
—Sí; que vaya á cumplir mi oficio cuanto antes.
—No, no es eso; que viniérais con vuestro amigo.
—Vendré; y adiós, señora.
—Adiós.
Quevedo salió pensativo y cabizbajo murmurando:
—¡Pobre Dorotea! ¡ella también le ama con todo su corazón!
Apenas salió Quevedo cuando doña Clara se dirigió alcuarto de la reina y dijo á la condesa de Lemos:
—Hacedme la merced, señora, de decir á su majestad quequiero hablarla al momento.
CAPÍTULO XXXVI
DE CÓMO EL PADRE ALIAGA PUSO DE NUEVO SU CORAZÓN Y SU VIRTUD Á PRUEBA Cuando el confesor del rey salió de la cámara de la reina,al verse en las galerías del alcázar medio alumbradas, y porconsecuencia medio á obscuras, solo, sin otro testigo queDios, la entereza del desgraciado se deshizo; vaciló, y seapoyó en una pared.
Y allí, anonadado, trémulo, lloró... lloró como un niñoque se encuentra huérfano y desesperado en el mundo.
Y lloró en silencio, con ese amargo y desconsolado llantode la resignación sin esperanza, muda la lengua y mudo elpensamiento, cadáver animado que en aquel punto sólo teníavida para llorar.
Pero esto pasó; pasó rápidamente, y se rehizo, buscó fuerzasen el fondo de su flaqueza, y las encontró.
—Sigamos hacia nuestro calvario—dijo—, sigamos convalor; apuremos la copa que Dios nos ofrece, y dominemoseste corazón rebelde... que obedezca á su deber ó muera:que Dios no pueda acusarnos de haber dejado de combatirun solo momento.
Se irguió, serenó su semblante, y se encaminó al lugardonde le esperaba el tío Manolillo.
El bufón le salió al encuentro.
—¿Ha venido?—dijo el padre Aliaga.
—He tenido que engañarla; ahora mismo la estoy engañando.
—¡Engañando!
—Sí, por cierto; la tengo escondida en mi chiribitil, en elagujero de lechuzas, que me sirve de habitación hace treintaaños.
—¿Y por qué la engañáis?
—Si no fuera por sus celos, ella no hubiera venido; la heasegurado de que vería entrar á su amante en el aposentode doña Clara Soldevilla.
—¡Su amante! ¿y quién es su amante?
—El señor capitán don Juan Girón y Velasco.
—¡Ah, ese joven!—exclamó con un acento singular el religioso.
—Aquí hay una escalera—dijo el bufón—, y no hubieraquerido traeros por estos polvorientos escondrijos, pero voshabéis deseado conocerla... asíos á las faldas de mi ropilla.
Empezaron á subir.
—¿Sabéis—dijo el bufón—que hay esta noche gente sospechosaen palacio?
—Lo sé, y la Inquisición vigila.
—¿Dónde creéis que estén esas gentes?
—En el patio.
—Algo más adentro; mucho me engaño, si por los altoscorredores de mi vivienda no anda el sargento mayor donJuan de Guzmán...
—¡Ese miserable!
—Y si no le acompaña el galopín Cosme Aldaba. Hameparecido haberlos oído hablar en voz baja á lo último delcorredor.
-¿Y qué pensáis de eso?
—Temo mucho malo.
—¿Contra quién?
—Contra la reina.
—¡Ah!
—No os asustéis, yo estoy alerta.
—Será preciso prender á esos miserables.
—Dejémoslos obrar, no sea que prendiéndolos perdamosel hilo. Por lo mismo, y porque no puedan veros y conoceros,y alarmarse, os traigo á obscuras; por la misma razón,ya que estamos cerca de lo alto de las escaleras, callemos.
Siguió á la advertencia del bufón un profundo silencio.
Sólo se oían sobre los peldaños de piedra los recatadospasos del religioso y del tío Manolillo.
En lo alto ya de las escaleras, atravesaron silenciosamenteun trozo de corredor, y el bufón se detuvo y llamóquedito á una puerta.
Oyéronse dentro precipitados pasos de mujer, y se descorrióun cerrojo.
La puerta se abrió.
El padre Aliaga sólo pudo ver el bulto confuso de la personaque había abierto, porque el aposento estaba obscuro;pero oyó una anhelante y dulce voz de mujer que dijo:
—¿Ha venido ya?
—No, hija mía—dijo el bufón—, y según noticias mías,no vendrá esta noche. Pero, pasa, pasa al otro aposento,que no es justo que hagamos estar á obscuras á la gravepersona que viene conmigo.
—¿Quién viene con vos, tío?
—El confesor de su majestad el rey.
—¡Ah! ¡El buen padre Aliaga!
—¿Me conocéis?—dijo fray Luis entrando en el mismoaposento en que en otra ocasión entró Quevedo con el tíoManolillo.
—Os conozco de oídas; delante de mí han hablado muchode vos el duque de Lerma y don Rodrigo Calderón.
Al entrar en un espacio iluminado, el padre Aliaga mirócon ansia á la comedianta; al verla, dió un grito.
—¡Ah!—exclamó—; ¡es ella! ¡Margarita!
—Os habéis engañado, señor—dijo la Dorotea—; yo nome llamo Margarita.
—Es verdad—dijo el padre Aliaga—; vos no os llamáisMargarita, pero ese mismo nombre tenía una infeliz á quienos parecéis como vos misma cuando os miráis al espejo.¡Oh Dios mío, qué semejanza tan extraordinaria!
—Miren qué casualidad—dijo el bufón—, que tú, hija mía,hayas querido venir al alcázar, que el reverendo fray Luisde Aliaga haya querido venir á mi aposento, y que estesanto varón encuentre en ti una absoluta semejanza conotra persona.
La Dorotea miraba fijamente al padre Aliaga.
—¡No me conocíais! ¡No me habéis visto antes de ahora!—dijola Dorotea, que comprendía en la mirada del fraile, fijaen ella, algo de espanto, mucho de anhelo y muchísimo deafecto.
El bufón se anticipó al padre Aliaga.
—No, hija mía, no; este respetable religioso no te conocíani de nombre.
—Me estáis engañando—dijo de una manera sumamenteseria la Dorotea.
—No, hija mía, no—dijo el padre Aliaga—; pero me extrañaver en el aposento del tío Manolillo, y á estas horas, unamujer tal como vos.
La Dorotea sacó su labio inferior en un gracioso mohín,que tanto expresaba fastidio como desdén, por la observaciónde fray Luis.
—¿Os une algún parentesco con esta joven, Manuel?
—Os diré, fray Luis: sí y no; soy su padre y no lo soy; nolo soy, porque ni siquiera he conocido á su madre, y lo soy,porque no tiene en la tierra quien haga para ella oficio depadre más que yo.
—¿Y vos habéis conocido á vuestros padres, hijamía?
—No, señor—dijo la Dorotea—; me he criado en el conventode las Descalzas Reales; recuerdo que, desde muyniña, iba todos los días á visitarme el tío Manolillo; yo locreía mi padre; pero cuando estuve en estado de conocermi desdicha, me dijo el tío Manolillo: «Yo no soy tu padre;te encontré pequeñuela y abandonada...»
—¡Y no te he mentido, vive Dios! En la calle te encontré—dijoel bufón.
—¡Válgame Dios!—dijo el padre Aliaga—; ¿pero en quéos ejercitáis, que baste á costear honradamente esas galasy esas joyas?
—¿Quién habla aquí de honra?—dijo la Dorotea, cuyosemblante se había nublado completamente—. ¿A qué esteengaño? ¿A qué ha subido á este desván? Demasiado sabéis,padre, que soy comedianta, y menos que comedianta...una mujer perdida. Bien, no hablemos más de ello... Perosepamos... sepamos á qué he venido yo aquí y á qué habéisvenido vos.
—¡Oh, Dios mío!—exclamó el padre Aliaga, levantandolas manos y el rostro al cielo, dejando caer instantáneamenteel rostro sobre sus manos.
Pero esto duró un solo momento.
El religioso volvió á levantar su semblante pálido, melancólicoy sereno.
—¡Vos me conocéis!...—exclamó la Dorotea—más queeso... Vos conocéis á mis padres... ó los habéis conocido...Mi madre se llamaba Margarita.
—Es verdad.
—¿Y dónde está mi madre?—preguntó juntando sus manosy con voz anhelante Dorotea.
—¡En el cielo!—contestó con voz ronca el bufón.
—¡Ah!—exclamó la Dorotea.
Y dejó caer la cabeza, y guardó por algunos segundossilencio.
Luego dijo con doble anhelo:
—¡Pero mi padre!...
—¡Tu padre!...—dijo el bufón—¿quién sabe lo que hasido de tu padre?
—Sentáos, hija mía, sentáos y escuchadme—dijo el padreAliaga.
Dorotea se sentó, y esperó en silencio y con ansiedad áque hablase el padre Aliaga, que se sentó á su vez en elsillón aquel que en otros tiempos había servido al padreChaves para confesar á Felipe II.
—No os habéis equivocado, hija mía—dijo el confesorde Felipe III—; se os ha traído aquí con engaño... mi carácterde religioso me vedaba entrar en vuestra casa.
—El engaño, sin embargo, ha sido cruel. Sin él hubiera yovenido... pero ya está hecho; continuad, señor, continuad;os escucho.
—Os encontráis en unas circunstancias gravísimas. Loque voy á deciros, debéis olvidarlo; debéis olvidar que oshabla el inquisidor general.
—¡Dios mío!—exclamó la joven poniéndose de pie, páliday aterrada.
—Nada temáis; el inquisidor general, tratándose de vos, ypor ahora, ni ve, ni oye, ni siente; más claro: en estos momentosno soy para vos más que el hermano adoptivo devuestra madre.
—¡Dios mío!—repitió Dorotea juntando las manos.
—Yo amé mucho á vuestra madre... no he podido olvidarlaaún... la robó un infame de la casa de sus padres... yofuí el último de la familia que escuchó su voz...
Después...no la he vuelto á ver... pero la estoy viendo en vos... en vos,que sois su semejanza perfecta.
—Creo que me parezco tanto á mi madre en la figuracomo en la suerte.
—De vuestra suerte nos importa hablar. Estáis acusada ála Inquisición.
—¡Acusada á la Inquisición!—exclamó el tío Manolilloponiéndose delante de la joven como para defenderla—;¡acusada á la Inquisición! ¿y por qué?
El padre Aliaga no quiso comprometer á doña Clara Soldevilla,arrojar sobre su cabeza el odio del bufón, y contestó:
—Por las inteligencias con un hombre, en el cual, segúnme he informado, está puesto y siempre vigilante el ojo delSanto Oficio: con un tal Gabriel Cornejo...
—¡Con ese miserable!—exclamó el bufón—; ¿tienes túconocimiento con ese miserable, Dorotea?
—Sí—contestó la joven—; le he buscado... porque creíaamar á un hombre...
desconfiaba de él... necesitaba un bebedizo...pero yo soy cristiana, señor, yo creo en Dios, yo leadoro—exclamó llorando la Dorotea.
—Os he asegurado que nada tenéis que temer—dijo elpadre Aliaga—; pero es necesario que cambiéis de vida; quedejéis el teatro, y no sólo el teatro, sino el mundo.
—El teatro, sí—dijo la Dorotea—; sin que vos me lo aconsejáraisestaba resuelta á ello... pero el mundo... el mundono; en el mundo... fuera del claustro está mi felicidad; estáél, y él me ama...
—Ese caballero no puede ser vuestro esposo; ese caballerono puede amaros.