El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Contados los rollos, eran cuarenta.

Es decir, que la caja contenía dos mil doblones.

Sacados los rollos, se encontró un nuevo paño de sedaazul.

Levantado el paño, se hallaron veinte cajas forradas deterciopelo.

Abiertas éstas, se halló un riquísimo y completo aderezode dama, de perlas preciosas, y multitud de alhajas de hombre;joyeles para el sombrero, herretes para la ropilla, sartasde perlas para las cuchilladas, rosetas para los talabartes,cadenas, sortijas, una placa de Santiago, una empuñadurade espada de corte, desarmada, y conteras para la misma;todo de oro y pedrería, y de pedrería de gran valor.

A la vista de aquel tesoro, relucieron los ojos del cocineromayor, le acometió un vértigo, y se asió á la mesa conambas manos para no caer.

—¡Oh! ¡si todo esto fuera mío!—exclamó olvidado de quele escuchaba el joven.

Este por su parte no le oyó, porque su interés estabavivamente excitado.

Pero en la expresión de su semblante se comprendía queno era la codicia la causa de aquel interés.

—Veamos esos papeles—dijo Juan—ya que habéis abiertoese cofre, á fin de que sepamos á quién pertenece esto.

—Sí, veámoslo, señor, veámoslo—dijo maquinalmente elcocinero mayor.

Cortó Montiño las cintas que ataban los papeles, y cayeronsobre la mesa.

Tomó uno á la ventura y leyó:

Era una partida de bautismo librada por Pedro MartínezMontiño y testimoniada por el escribano Gabriel Pérez.

La partida de bautismo de don Juan Téllez Girón, hijonatural del excelentísimo señor duque de Osuna, y de unaprincipalísima dama, cuyo nombre, según decía la partida,se ocultaba por la honra de la misma dama.

Juan apartó aquel papel y tomó otro.

En él el duque de Osuna, de su propio puño y letra, declarabaser hijo suyo natural, el conocido por hijo del capitáninválido de infantería española Jerónimo Martínez Montiño,conocido bajo el nombre de Juan Montiño; le reconocía públicamente,le daba su apellido y los derechos que como átal hijo natural suyo le correspondiesen; firmaban como testigosJerónimo Martínez Montiño y un Diego Salgado, ayudade cámara del duque. El escribano Gabriel Pérez, testimoniabala legitimidad de estas firmas.

Había otros cuatro papeles que eran otras tantas escrituraspúblicas de bienes libres del duque, consistentes en dehesas,tierras y molinos, con una renta de cien mil ducados,cedidas por el duque como patrimonio á su hijo don JuanGirón.

Otro papel, era una cédula de gracia del hábito de Santiagodesde su nacimiento, dada por el rey don Felipe II,por los grandes servicios del duque de Osuna, para su hijonatural don Juan Girón, de cuya gracia podía gozar desdesu nacimiento.

El último papel era una carta del duque para su hijo.

El contexto de aquella carta era solemne.

Decía así:

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu-Santo.Don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, marqués de Peñafiel,conde de Ureña, á su hijo natural, don Juan Girón.

»Hijo mío:

»Cuando esta carta leyéreis, ó habré yo muerto, ó habréiscumplido vos los veinticinco años, y estaré satisfecho devos y seguro de que podéis llevar sin mancharle mi apellido.

»Un amor incontrastable, y una ocasión desgraciada paravuestra noble madre, y aprovechada por mí, no sé si conharta locura, son la causa de vuestro nacimiento.

»No dudéis de vuestra madre; ni aun siquiera sabe quiénes vuestro padre, ni el lugar en donde os ha dado á luz. Sinembargo, por un aviso secreto, sabiendo que existís, vuestrabuena madre os ha legado un magnífico aderezo quevale muchos cuentos de maravedises, para vuestra esposacuando os caséis. De la misma manera secreta, y sin darmeyo á conocer de ella, la he jurado por mi fe de caballero norevelar á nadie, ni á vos mismo, que sois su hijo, su nombre.Guardo, pues, el secreto. Pero como viviréis en la corte,si os casáis, vuestra madre podrá reconoceros, ya que nopueda por vuestro nombre, en la primera ocasión en quepresentéis en la corte á vuestra esposa prendida con eseaderezo, si es que vuestra madre no ha muerto cuando vosos caséis.

»Al reconoceros, al daros lo bastante para que un noblepueda vivir en la corte de sus reyes como conviene á sunombre, he cumplido con Dios, con mi corazón y con mihonra. Un Girón, por más que sea bastardo, no puede llevarsino como antifaz, y durante cierto tiempo, un apellido ajenopor noble que sea. Escribo esta carta con las lágrimas enlos ojos; acabáis de nacer y lloráis junto á mi. No os recojo,no os tengo á mi lado, porque quiero qué el orgullo de sermi hijo no os haga mal criado. Quiero que viváis en una esferahumilde, que os criéis, si no en la desgracia, en una pobrezahonrada. Quiero, en fin, haceros bueno y leal, y sabioy valiente. Quiero... todo lo que un padre quiere para el hijode la mujer que ha amado como yo amo á vuestra madre.Espero en Dios que mis propósitos se cumplirán, y que Diosme dará vida para abrazaros.

»Como podrá suceder que por una infidelidad de las gentesque se han encargado de vos, aunque no lo espero, ópor otro acaso cualquiera, sepáis el secreto de vuestro nacimiento,es mi voluntad que entréis desde tal punto en elgoce de cuanto os doy; pero si yo vivo, venid sin perdertiempo á buscarme, ó de no poderlo hacer, escribidme.

»Creo que baste con lo que os digo.

»Que vuestra suerte no os ensoberbezca, seguid siendosiempre bueno y leal y recibid la bendición de vuestropadre,

»EL DUQUE DE OSUNA, CONDE DE UREÑA.»

—¿Comprendéis ahora por qué os llamaba señor?—dijotodo trémulo Francisco Martínez Montiño.

Don Juan Girón (y le llamaremos así en adelante), no contestó.

En vez de mostrarse alegre se mostraba contrariado, y seveía temblar la cólera bajo su semblante.

Recogió los papeles, los guardó cuidadosamente en lointerior de su ropilla y en sus bolsillos el aderezo de sumadre.

Luego dijo levantando los ojos hacia el cocinero mayor:

—Señor Francisco Montiño, me pesa mucho el no poderseguir llamándoos tío; pero no lo sois y me veo obligado átener paciencia.

—¡Obligado á tener paciencia, Dios de bondad, y os encontráiscasi un príncipe!

—Hacedme la merced de meter eso otra vez en ese cofre,de cerrarlo y de llevároslo.

—¿Y si me lo roban, señor?

—¡Eh! ¡Si os lo roban, qué importa! ¡Adiós!

—Pero...

—Adiós, ya os veré.

Y don Juan salió.

—¡Pero está loco, Dios mío!—dijo el cocinero mayor guardandotodo aquello con precipitación, como si hubiera temidoque se lo robasen las paredes—. ¡Y marcharse sin queyo haya podido decirle el apuro en que me encuentro con elinquisidor general... mis negros, mis terribles apuros! ¡ViveDios que se conoce en él la sangre de los Girones!... Y al finme servirá de mucho... me vengará ahora mucho mejor queantes, porque al fin él me ha dicho que siente mucho no poderseguir llamándome su tío. Me parece que puedo dejaresperar sin peligro al inquisidor general.

Entre tanto el cocinero mayor había metido en el cofre sucontenido, le había cerrado y metióse cuidadosamente lallave en el bolsillo.

—¡Eh, hostelero!—dijo llamando; y cuando apareció ésteañadió—: decid á los dos lacayos y á los dos soldados queestán abajo que suban.

Cuando hubieron subido, el cocinero hizo cargar de nuevoá los lacayos con el cofre y salió.

Al llegar á la puerta, el hostelero le dijo con la gorra enla mano:

—¿Y el gasto, señor?

—¡Cómo! ¿No han pagado?—dijo el cocinero deteniéndosecon sobresalto.

—Esos caballeros se han marchado sin pedirme la cuenta,y como arriba quedábais vos...

—¿Y cuánto es la cuenta?—dijo todo turbado el señorFrancisco.

—Quince ducados, señor.

—¡Quince ducados!—exclamó Francisco Montiño, metiéndoseen un regateo que en aquellas circunstancias era unrasgo determinante del miserabilísimo carácter del cocinero—;¿pues cuántas gentes han comido y bebido?

—Dos hidalgos, señor, cuatro criados...

—Basta... basta—dijo el cocinero sacando de una maneranerviosa un bolsillo de los gregüescos—; tomad y adiós. Conmuchas cuentas como ésta os ponéis rico.

—Vaya en paz vuesa merced—dijo socarronamente al cocineromayor.

—¡A palacio!—dijo Montiño á los suyos.

Y se puso en marcha delante de ellos.

CAPÍTULO XXXIX

DE CÓMO QUEVEDO CONOCIÓ PRÁCTICAMENTE LA VERDAD DEL REFRÁN: EL QUE ESPERA DESESPERA

Cuando don Juan Girón se encontró en la calle con susdos nuevos amigos, se apresuró á despedirse de ellos, citándolespara el día siguiente, y alegando un pretexto tomó ála ventura por la primera calle que encontró á mano.

El joven estaba aturdido.

No de orgullo, sino por el contrario, de abatimiento.

El hubiera preferido una condición humilde, afanosa, conpadres legítimos, á la riqueza y á la consideración que ledaba la circunstancia de ser hijo bastardo reconocido deaquel poderoso magnate, á quien llamaban por excelenciael gran duque de Osuna, conde de Ureña.

Le pesaban en los bolsillos las joyas que había encontradoen el cofre; sentía sobre su pecho los papeles que acreditabansu nacimiento; y aquellas joyas y aquellos papelesle abrumaban.

Indudablemente era harto raro el modo de pensar del joven,en una época en que abundaban los bastardos reconocidosy respetados, porque en aquel tiempo eran otras lascostumbres.

Estaban en tal predicamento, en tal valía la nobleza dealgunos apellidos, que honraban á todos los que los llevaban,aunque fuesen judíos convertidos, apadrinados por algúngrande.

Pero don Juan se había criado en un pueblo, en medio delos ejemplos de virtud y de dignidad de los que había creídosus parientes, y pensaba de otro modo.

No le afligía el ser bastardo por sí, sino por su madre.

Por su madre, que por más que abonase por su inculpabilidadel duque, estaba acusada delante del mundo por aquelreconocimiento público de su hijo.

Estas y otras muchas afecciones mortificaban al joven, yentre ellas no era la menor, la de que, á su juicio, su condiciónsocial hacía dificilísimo su casamiento con doña ClaraSoldevilla.

Porque á pesar de que la Dorotea le había fascinado, yempeñádole como una dificultad, la Dorotea sólo llenaba eldeseo del joven, mientras doña Clara interesaba sus sentidos,su razón, su corazón, su vida; en una palabra, su cuerpoy su alma.

Don Juan sufría de una manera intensa; se encontraba entredos mujeres: á la una le arrastraba todo, á la otra su deseoy su caridad.

Su caridad, porque había comprendido que Dorotea leamaba, á pesar del poco tiempo que había pasado desde suconocimiento, de una manera que no podía explicarse sinopor otro hecho también excepcional: por el amor violentoque el joven había concebido por doña Clara.

Es verdad que don Juan había supuesto de la hermosamenina menos de lo que ella era, ya se tratase de hermosurade cuerpo, ó de hermosura de alma; de ternura hacia elser que tuviera la fortuna de ser amado por ella, de tesorosde pureza reservados para aquel hombre; don Juan se habíaenamorado de sus suposiciones, y de ver que sus suposicioneshabían sido mezquinas, debía enamorarse todo cuantosu alma era capaz de amar, que lo era hasta lo infinito; donJuan, pues, moría pensando en doña Clara, sufría recordandoá la Dorotea.

Poema tranquilo y dulce la una; poema sombrío y desgarradorla otra; dos grandes mujeres, consideradas en cuanto alcorazón, pero puestas en condiciones enteramente distintas:la una, altiva con su dignidad de mujer y de nobleza de raza;la otra, humilde, paciente, devorando en silencio las contrariedadesde su nacimiento y de su vida; las dos hermosas,espirituales, codiciadas, celebradas; las dos hablando conlenguaje tentador, elocuente, al joven.

Don Juan, pues, tenía fiebre.

Pero enérgico, valiente, acostumbrado á acometer de frentelas contrariedades vulgares que hasta entonces había experimentado,acometió de frente la dificultad excepcional enque se encontraba metido, y dijo para sí:

—El ser yo hijo de Osuna, ya no tiene remedio; en cuantoá doña Clara, será mi esposa, porque lo quiero; Dorotea...Dorotea será mi hermana.

Otro hombre hubiera dicho, frotándose las manos dealegría:

—Bastardo ó no, soy hijo de un gran señor, y tengo unagran renta; las dos célebres hermosuras de la corte y delteatro me aman; la una será mi mujer, la otra será mi querida.

Por el contrario, don Juan, con arreglo á su corazón, sinmeditar, porque no tenía experiencia, que con las mujeresno hay términos medios posibles, había creído salir del atolladerocon una hipótesis que, á realizarse, satisfacía á sucorazón y á su conciencia.

Y más tranquilo ya, se orientó, tomó por punto de partidala calle Mayor, y sin vacilar ya, se dirigió á la calle Anchade San Bernardo, y á la casa de la Dorotea.

Al llegar á la puerta retrocedió.

Un bulto se había enderezado y permanecido inmóvil delantede él.

—¡Quién va!—dijo don Juan poniendo mano á su espada.

—Decid más bien: ¿quién espera, quién se desespera,quién tirita, quién se remoja, quién está en batalla descomunalcon el sueño, esperando á un trasnochador insufrible?¡Cuerpo de mi abuela, que bien son ya las dos de la mañana!

—¡Don Francisco!—exclamó admirado el joven—; ¿quéhacéis aquí?

—Esperar para deshacer.

—¿Para deshacer qué?

—Enredos y dificultades; cuando mi duque de Osuna meescribió que viniese á la corte en busca vuestra, no sabía yoel trabajo que habíais de darme, ni verme metido en tales laberintos,como en los que por vos estoy, sin corazón y sincabeza, sin cuerpo y sin alma.

—¡Vos!

—Sin cuerpo, porque tal como lo tengo de aporreado meaprovecha, y sin alma, porque la tengo trastornada y revuelta,y andando en cien lugares y no sabiendo dónde pararse.

—¡Ah, esperábais!

—Sí, señor, y había perdido la esperanza, amigo Montiño.

—No volváis á llamarme Montiño, os lo ruego, don Francisco;ese apellido me hace daño.

—¡Ah! ¿Ha reventado del secreto vuestro tío?—dijo Quevedocon intención.

—El cocinero del rey, por una casualidad, ha venido á parará mis manos con un cofre, y en ese cofre...

—Pues me alegro ¡vive Dios! Alégrome de que sepáis...pero, en fin, ¿qué es lo que sabéis?

—Llevo conmigo mi partida de bautismo, unas escrituras,por las que el duque de Osuna me hace rico, y una carta demi padre.

—Pero, ¿quién es vuestro padre?

—El excelentísimo señor don Pedro Téllez Girón, duquede Osuna, marqués de Peñafiel, conde de Ureña, virrey deNápoles, y capitán general de los ejércitos de su majestad—dijocon amargura el joven.

—¿Y os pesa de ello, don Juan?—dijo Quevedo cambiandode tono.

—Pésame por mi madre.

—¿Sabéis quién es vuestra madre?

—No; ¿y vos?

—Tampoco—contestó prudentemente Quevedo.

—Pero, ¿sabíais que el señor duque?...

—Sí, por cierto; su excelencia se ha levantado para mí lamitad de la carátula.

—¿Y qué hacer?

—Decir á voces, para que todo el mundo lo oiga: yo soydon Juan Téllez Girón, hijo del grande Osuna... pero por lopronto hay que hacer otra cosa: recibir esta carta que vosno esperábais.

—¿Acaso una carta de mi padre?

—De persona es esta carta que os alegrará, cuando el duque,por ser vuestro padre y por pensar como pensáis, os entristece.

—Pero, ¿de quién es?

—Oledlo, y ver si trasciende á hermosura, y á amor, y ágloria para vos, que, como sois joven, buscáis la gloria enuna mujer.

—¡De doña Clara!—exclamó alentando apenas el joven.

—¡Ah, pobre Dorotea!—dijo Quevedo—; su hermosura ysu amor, á pesar de ser tan peligroso, no ha podido hacerosolvidar á la hermosa menina. Quisiera que doña Clara oyese,tiene celos.

—¡Celos!

—Como que ama.

—¿Y os ha dado esta carta para mí?

—Mirad á lo que por vos me reduzco.

—¡Ah! Dios os premie, don Francisco, la ventura que medais; pero agonizo de impaciencia.

—¿Por leer? Pues leamos.

—¿A obscuras? ¡Maldiga Dios la noche!

—Y bendiga los farolillos de las imágenes callejeras; á lavuelta de la esquina hay uno, á cuya luz, si le han alimentadobien, podréis salir de ansias.

Don Juan tomó adelante hacia la vuelta de la esquina, yde tal modo, que Quevedo, que no podía ir ligero, se quedóatrás.

—De todas las necesidades que hacen andar más de prisaá un hijo de Eva—dijo—

no conozco otra como la mujer.

Y siguió á paso lento.

Entretanto don Juan había doblado la esquina.

Efectivamente, alumbrando, aunque á media luz, á unavirgen de los Dolores embutida en su nicho, había un farol.

Don Juan tenía una vista excelente, y, gracias á ella, pudoleer lo que sigue en la carta de doña Clara:

«Os espero, os espero, no podré deciros con cuánta impaciencia;nunca he ansiado tanto, estoy resuelta á esperarostoda la noche. Venid en cuanto recibáis ésta á palacio porel postigo de los Infantes. Si don Francisco de Quevedo nopudiera acompañaros como se lo he rogado, llamad al postigo,dad por seña: el capitán Juan Montiño, y el postigo seabrirá y una doncella mía os traerá á mi aposento; rompedó quemad esta carta y venid, venid que os espero ansiosa.— DoñaClara Soldevilla. »

El joven sintió lo que nosotros no nos atrevemos á describirpor temor de que nuestra descripción sea insuficiente;era aquella una de esas agudas sorpresas, que trastornan,aplanan, por decirlo así, causan una revolución poderosa enquien las experimenta.

Don Juan vaciló, y para sostenerse apoyó sus manos y sufrente en la repisa de piedra del nicho de la imagen.

Llegó Quevedo, se detuvo y contempló profundamente aljoven.

—¡Si las tormentas no se calmarán al fin...!—dijo—. ¡Comosu padre! ¡son mucho, mucho hombres estos Girones! ¡ó muypoco! ¿quién sabe? Y hace frío y llueve. ¡Don Juan!

El joven se levantó de sobre la repisa aturdido.

—Paréceme que os esperan, y que os espera alguna personaá quien no debéis hacer esperar... y acaso... acaso osesperan muy altas personas.

—Vamos—dijo el joven.

Y tiró adelante.

—No es por ahí—dijo Quevedo.

—Pues guiadme vos.

—Y vos llevadme, si hemos de andar de prisa.

Y Quevedo se asió al brazo de don Juan, y en silencioentrambos, porque el joven estaba más para pensar que parahablar, y Quevedo más que para andar y hablar para dormir,tomaron el camino del alcázar.

Don Francisco se fué derecho, como quien tanto conocíael alcázar, al postigo de los Infantes y llamó.

Al primer llamamiento nadie contestó.

—¿Qué es esto?—dijo don Juan—, ¿nos habremos equivocadode puerta ó se habrá arrepentido doña Clara?

—No; sino que aquí también hace sueño, ¡ya se ve! ¡es tantarde!

Y Quevedo bostezó y llamó por segunda vez.

—¿Quién llama?—dijo tras el postigo una soñolienta vozde mujer.

—¿No os lo dije? dormían—contestó Quevedo—; ¿peroqué hacéis que no contestáis?

—¿Quién es?—dijo la voz de adentro más despierta.

—El capitán Juan Montiño—contestó don Juan.

Rechinaron los cerrojos del postigo, que se abrió á medias.

—Entrad—dijo la mujer.

Y cuando don Juan hubo entrado, el postigo volvió á cerrarse.

—Esperad—dijo Quevedo conteniendo con la mano elpostigo—; aún queda uno, digo, si no es que yo sobro, queme alegraría.

—¿Sois don Francisco de Quevedo y Villegas?

—Créolo así.

—Entrad, pues, y en entrando oíd lo que habéis de hacer—dijola joven, que joven era á juzgar por la voz la que hablaba,y cerró la puerta quedando los tres en un espacioobscuro.

—¿Os han dado algún mandato para mí?—dijo Quevedo.

—Mi señora me ha dicho que su majestad os está esperando,que vayáis á su cuarto y os hagáis anunciar por laservidumbre.

—De las dos majestades, ¿cuál me espera?

—Su majestad el rey.

—¡Ah! pues corro—dijo Quevedo permitiéndose una licenciosasuposición de ligereza.

—¿Sabéis el camino?

—Aprendíle ha rato.

—Pues id con Dios.

—Guárdeos él y á vos, amigo don Juan.

—¡Ah! don Francisco, esta es la primera aventura que mehace temblar.

—No digáis eso, que al conoceros medroso, pudiera tenermiedo vuestra guía y equivocar el camino. Tengo para míque os deben llevar por la derecha.

—Y vos debéis iros por la izquierda—dijo la mujer.

—Bien me lo sé.

—Adiós.

—Adiós.

Y se oyeron los tardos pasos de Quevedo que se alejaba.

—¿Dónde estáis, caballero?—dijo la joven que habíaabierto el postigo.

—Junto á vos, á lo que parece—contestó don Juan.

—Dadme la mano que os guíe.

Diósela el joven, y por su tacto, ni áspero ni suave, comprendióque se trataba de una medio criada, medio doncella.

Llevóle ésta por unas escaleras, luego por una galería, yal fin se detuvo, sonó una llave en una cerradura, se abrióuna puerta, se vió al fondo de su habitación el reflejo de laluz que alumbraba á otra, y la sirviente dijo al joven:

—Pasad, en su cámara encontraréis á mi señora.

Adelantó temblando el mancebo, combatido por la duda ypor la impaciencia, que nunca es mayor que cuando estamospróximos á tocar un objeto ansiado, y entró en la habitaciónde donde salía el reflejo de la luz.

CAPÍTULO XL.

DE CÓMO EL NOBLE BASTARDO SE CREYÓ PRESA DE UN SUEÑO

De pie, inmóvil, apoyada una mano en una mesa, encendida,trémula, con la mirada vaga, estaba doña Clara, alumbradade lleno por la luz de un velón de cuatro mecheros.

Don Juan no pasó de la puerta.

Al verla se quedó tan inmóvil como ella.

Durante algún tiempo ninguno de los jóvenes pronuncióuna sola palabra.

Doña Clara miraba de una manera singular á don Juan.

Don Juan estaba mudo de admiración, dominado por lamagia que se desprendía de doña Clara y con la vista fijaen ella.

Estaba maravillosamente vestida.

Un traje de terciopelo blanco de Utrech con bordadurasde oro y cuchilladas de raso blanco, realzaba la majestad yla belleza de las formas, lo arrogante de la actitud, que constituíanel ser de doña Clara, en un indefinible conjunto dedistinción y de hermosura.

Estaba hechiceramente peinada, ceñía su cabeza una coronade flores de oro esmaltadas de blanco, y de esta coronapendía un velo de gasa de plata y seda.

Inútil es decir que á este bello traje, servían de complementobellas y ricas alhajas.

No podía darse nada más hermoso,más completamente hermoso.

—Acercáos—dijo con acento dulce doña Clara.

—¿Para qué me habéis llamado?—exclamó el joven conafán acercándose.

—Decidme primero lo que habéis pensado de mí al leerla carta que os he enviado con don Francisco.

—He creído... no he creído nada, porque vuestra carta meha aturdido. ¿No le veis, señora? ¿No conocéis que estoy muriendo?

—Domináos, reflexionad y decídmelo: ¿qué pensáis de estaextraña cita?

—Pienso, señora, que sabéis bien que mi vida es vuestra, yno sólo mi vida, sino mi alma, y que si me habéis llamado,es á causa sin duda de hallaros en un grande compromiso.

—Tenéis razón: en un compromiso harto grave. Me caso.

—¡Que os casáis!

—Sí por cierto, y voy á mostraros la causa por qué mecaso.

Don Juan no contestó, porque se le había echado un nudoá la garganta.

Doña Clara, entre tanto, había tomado de sobre la mesaun objeto envuelto por un papel y le desenvolvió lentamente.

El joven vió un magnífico rizo de pelo negro, sujeto porun no menos magnífico lazo de brillantes.

—He aquí lo que me casa con vos—dijo doña Clara conla voz firme y lenta, aunque grave.

—¡Conmigo! ¡os casaréis conmigo!—exclamó el joven conuna explosión de alegría—; ¡yo!... ¡yo vuestro esposo!... ¡yoposeedor de vuestra alma, de vuestra hermosura!... ¡esto...esto es un sueño!

Y don Juan retrocedió, y por fortuna encontró un sillón enel que se dejó caer.

Estaba pálido como un difunto, temblaba, miraba de unamanera ansiosa á doña Clara.

De repente se levantó, asió una mano á doña Clara, la estrechócontra su corazón y exclamó:

—Explicadme, señora, explicadme este misterio que mevuelve loco.

—Cuando seáis mi esposo.

—Pero eso será pronto...

—¿No me veis vestida de boda? la corona nupcial de mimadre, las joyas que llevó en una ocasión semejante, meadornan: á falta de traje á propósito la reina me ha regaladoéste. Yo quería casarme lisa y llanamente... pero me hanmandado ataviarme...

me ha sido preciso obedecer: todo seha reducido á aceptar este traje de su majestad, á abrir elcofre donde conservo las joyas de mi madre y á ponerme enmanos de mis doncellas; ya veis que todo esto indica que elcasamiento corre prisa: el padre Aliaga alegó no sé qué delconcilio de Trento, pero la reina dijo que eso se arreglaríadespués... de modo, señor, que sus majestades, el inquisidorgeneral y yo, os estamos esperando desde hace tres horas.Sólo falta que vos me digáis si queréis casaros conmigo.

—Vuestra duda es impía, doña Clara: ignoro por qué habéiscambiado vuestros desdenes de anoche.

—Los ha cambiado este rizo.

—Pero ese rizo...

—Es mío.

—¿Y no me diréis más?

—Luego; después de las bendiciones, á solas con vos.

—Doña Clara, yo os amo; sois lo único á que aspiro; servuestro y que vos seáis mía, es una gloria que me enloquece...pero noto en vos no sé qué de terrible, de violento. ¿Osobligan á que os caséis conmigo?

—Sí por cierto, me obliga mi corazón.

—¡Vuestro corazón! habéis pronunciado de tal maneraesas palabras, que me espantan; no, vos no me amáis...

—?