El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Decid más bien que os han casado y me han casado ámí. ¿Os acordáis de las dudas que anoche teníais acerca desi yo era ó no la reina?

—Y no me he engañado, porque sois la reina de mi alma.

—Recordad las cartas que me trajísteis; anoche os preguntódoña Clara Soldevilla, hoy os pregunta vuestra esposa:¿habéis leído aquellas cartas, señor?

—Os afirmo por mi honor, que no; sabía que conteníanun secreto de la reina, y ese secreto no me atormentaba;hubiera querido conocerle porque yo creía que la mujer áquien amaba... Mi supuesto tío tuvo la culpa de que yo creyese,por esas exageraciones, que aquella mujer á quien yotanto amaba, era su majestad. Y sin embargo de que sentíacelos, no leí aquellas cartas.

—¿Y qué habéis pensado de la reina?

—Dejándome guiar de las apariencias, hubiera pensadode ella mal si don Francisco de Quevedo y Villegas, miamigo, no me hubiera hablado de su majestad bien.

—Si os guiáis por las apariencias, debéis haber pensadode mí muy mal.

—Yo... séquese mi pensamiento, si llego á pensar de vos...

—Sin embargo, una dama joven, que sale sola de noche...—dijodoña Clara con amargura.

—Hacíais un sacrificio por su majestad.

—Es verdad; mi padre me dijo hace un año, al ver cómome trataba la reina: «Clara, hija mía, eres fuerte y valiente;vela por su majestad, y si es necesario, sacrifícaselo todo...todo menos el honor». Pero, volviendo á esas malhadadascartas, es necesario que conozcáis ese secreto.

A seguida, doña Clara contó punto por punto á don Juanel estado en que la reina se encontraba, las traiciones dedon Rodrigo, la historia, en fin, de aquellas cartas, su contenido,el incidente que en el principio de aquella noche habíaobligado á mentir á la reina; la historia del rizo, por último.

—En tal situación—prosiguió doña Clara—, habiendo tomadola reina en su apuro vuestro nombre, siendo muy posibleque el rey desconfiase y os llamase y os preguntase, lareina, con las lágrimas en los ojos, me suplicó que la salvase;era preciso que yo os llamase; que os hablase á solas en lasaltas horas de la noche en mi aposento, que os revelasetoda una sucesión de misterios... yo creía que todo aquelloera necesario para salvar á su majestad, y... me sacrifiqué;me dije: «él se me ha mostrado ciegamente enamorado... lepropondré que se case conmigo... Si acepta, al momento, almomento...», y se preparó todo... Me vestí de boda y os esperéanhelante... anhelante por consumar el sacrificio.

—Hay un medio, señora, de que ese sacrificio no caigasobre vos.

—¡El medio de vivir como dos amigos, como dos hermanos!

—Si no sois más que mi amiga ó mi hermana, podíais vermañana á un hombre...

amarle...

—¡No he amado cuando era libre!... ¡y me han importunado!

—Sufriríais vuestro amor, le callaríais, porque además devuestra honra, tenéis que guardar la mía... lo sé bien, señora;sé que mi honor está seguro en vos: pero os sacrificaríais,moriríais. Yo os libraré de ese sacrificio.

El acento de don Juan era lúgubre.

Cuando acabó de pronunciar estas palabras se levantó.

—¡Sentáos!—dijo con acento lleno y grave doña Clara.

El joven se sentó.

—¿De qué manera pretendéis libertarme de éste que yollamo mi sacrificio?—dijo con acento singular doña Clara.

—¿De qué manera? ¿De qué manera decís?—exclamó eljoven, con la mirada extraviada y la voz sombría—. ¡Muriendo!¡Dejándoos viuda!

—¡Dios mío!—exclamó doña Clara, levantándose de unamanera violenta y asiendo una mano de don Juan—. ¿Quéhabláis de morir?

—Tengo enemigos, enemigos que me he hecho por vos;los buscaré, los provocaré y me dejaré matar.

—¡No!—contestó con la voz opaca doña Clara, fijando endon Juan una mirada ardiente, fija, aterrada, mientras lamano con que le asía temblaba de una manera violenta.

—Si no encontrare enemigos míos, buscaré los del rey,los de España y me matarán.

—¡No!—repitió de una manera profunda doña Clara.

—¿Y para qué quiero yo vivir—dijo el joven con profundísimaamargura—, si vos no me amáis? ¿si al casaros conmigohabéis hecho un doloroso sacrificio por su majestad?

—¡Y esa comedianta!—exclamó doña Clara con acentoseco y rápido, acercándose más al joven.

—¡Dorotea!

—Sí, esa hermosísima Dorotea, con quien habéis pasadoel día.

—¿Si yo os pruebo que no amo á esa mujer...?

—Si me lo probáis... pero no me lo podéis probar, no;¿por qué me habéis dicho que os mataréis...? ¿por qué mehabéis aterrado...?

—¡Dios mío!

—Tengo no sé por qué, de una manera que me espanta,el alma desgarrada, ensangrentada, por lo que nunca habíasentido: por los celos.

—¡Celos vos de mí!

—Venid conmigo—dijo doña Clara tomando una bujía yencaminándose de nuevo á su dormitorio.

Y cuando estuvieron en él, descorrió de una manera nerviosael velo que cubría el retrato de su madre.

—Juradme delante de ese cuadro, por vuestra alma y porla de vuestra madre, por vuestra honra y por la mía, que ánadie amáis más que á mí.

—Lo juro, lo juro, por mi madre, por la vuestra, por JesucristoSacramentado.

—Yo os amo con toda mi alma—exclamó doña Clara—,os amo desde que anoche salísteis de mi aposento; os amono sé cómo; como... al recuerdo de mi madre... no sé porqué... pero yo os amo, señor; si la casualidad no lo hubierahecho, si el honor de la reina no lo hubiera exigido, yo nome hubiera casado con vos... sino me hubiérais aterrado...¡Oh Dios mío...! he visto que la palabra morir no era en vosuna amenaza cobarde... os he creído ver muerto... ¡Por lasangre de Jesucristo, señor! yo no sé lo que me habéis dadoque me habéis vuelto loca... y soy vuestra, vuestra esposa,vuestra amante, vuestra esclava... vuestra y solamente vuestra,sin que tengáis que temer que yo haya amado á otrohombre, ni autorizado galanteos, ni dado esperanzas...

soyvuestra con toda la alegría de mi alma... no sé con cuántoamor... pero no moriréis,

¿no es verdad, que no moriréisya...? porque mi amor es vuestra vida y yo os lo entregoentero y puro y resplandeciente como el sol.

El joven miró á doña Clara pálido, temblando, extendióhacia ella los brazos, cayó de rodillas y lloró.

CAPÍTULO XLIII

CONTINÚAN LOS TRABAJOS DEL COCINERO MAYOR

Al amanecer se abrió la puerta del aposento de doñaClara.

En el mes de Noviembre amanece muy tarde y los amaneceresson nublados y fríos.

Y decimos esto para que nuestros lectores aprecien cuántosufriría la Dorotea agazapada cinco horas mortales, debajode una escalera, frente á la puerta del aposento dedoña Clara, al lado del sargento mayor don Juan de Guzmán,que renegaba y blasfemaba por lo bajo, para que laDorotea no le oyese.

Cuando se abrió la puerta del aposento de doña Clara,Dorotea, al reflejo de una luz que tenía en la mano una mujer,vió que aquella mujer era doña Clara y que la acompañabaun hombre.

Vió que aquel hombre era don Juan Téllez Girón.

Vió que doña Clara estaba negligentemente vestida, pálida,y con la palidez más hermosa, y el semblante iluminadopor una ardiente expresión de felicidad.

Vió que don Juan la miraba de una manera avara, queestrechaba con delicia una de las hermosas manos de doñaClara, que antes de despedirse se miraron con una expresiónde amor infinito y satisfecho, y oyó el siguiente diálogo:

—A las once volveré y me presentaré al rey contigo—dijodon Juan.

—Y el rey nos recibirá con la reina y con su servidumbre,y yo llevaré las joyas de tu madre.

—¡Adiós, mi cielo!

—Adiós, mi señor.

Aquellas dos cabezas se unieron, y sonó un doble y tiernobeso.

Don Juan se rebujó en su capilla, porque hacía frío, y doñaClara cerró la puerta.

Don Juan tomó la salida de la galería, guiado por la débilluz del alba que penetraba por una claraboya.

Apenas desapareció don Juan, se lanzó en medio de la galeríala Dorotea.

Siguióla don Juan de Guzmán.

El semblante de la Dorotea espantaba.

Tal representaba lo supremo del dolor, de los celos, de larabia, de la sorpresa.

—¡Que se presentarán juntos al rey y á la reina!—exclamócon voz ronca—; ¡luego se han casado!

—Una dama tal como doña Clara Soldevilla—dijo el sargentomayor—, no podía recibir de noche en su aposento ánadie más que á su marido. Ya sabía yo que ese buen mozoos engañaba.

—¡Que me engañaba!... ¿y se ha casado con esta mujer?...pues bien... acepto lo que me habéis propuesto y os sigo.

—Ya sabía yo que habíamos de ser amigos.

—Pero salgamos pronto de aquí.

—Cubríos antes con vuestro manto; de seguro el bufóndel rey ha vuelto á su aposento, no os ha encontrado, y osanda buscando como un tigre; procuremos, pues, que no nosencuentre, y aprovechemos esta hora en que aún no se vebien claro.

—Vamos, sí, vamos; tengo impaciencia por vengarme.

Y rebozándose completamente en su manto, se asió delbrazo del sargento mayor, atravesaron las galerías, bajaronuna escalera y salieron por una de las puertas del alcázarrecientemente abierta, dando ocasión á que dijese el portero:

—Muy temprano van de aventuras las damas de la reina.

Cuando salieron á la calle, vieron que ya era entrado eldía, esto es, que se había retardado el amanecer á causa deuna densa niebla, al través de la cual pasaba la lluvia.

—La niebla nos favorece—dijo el sargento mayor—; peroandemos de prisa, ya es tarde; acaban de dar las siete y mediaen el reloj del alcázar.

Y siguió andando á gran paso, arrastrando consigo á laDorotea.

Pero se había engañado el sargento mayor al decir que laniebla les favorecía.

Al salir ellos, de entre el hueco de una de las pilastras dela puerta por la que habían salido, se destacó un bulto informey se puso en su seguimiento.

Era el bufón.

Al seguir á don Juan de Guzmán y á la Dorotea, se encontrócon el cocinero mayor del rey, que, pálido, lacio, mojado,á pesar del frío y de la lluvia, se dirigía en paso lentoal palacio.

Tras él venían dos hombres que traían harto mohínos unpesado bulto sobre dos palos, y cariacontecidos y atormentadosdetrás, dos soldados de la guardia española.

Hizo el acaso que, distraídos bufón y cocinero, pensativosambos y no habiendo podido verse á distancia á causa dela niebla, se dieran un encontrón formidable.

—¡Por mis desdichas!—exclamó al sentir el choque el cocineromayor.

—¡Cien legiones de demonios!—exclamó el bufón.

—¡Tío Manolillo!—exclamó el cocinero acercándose á élcon ansia—; Dios os envía.

—Y á vos el diablo, para que me detengáis.

—Soy el hombre más desdichado del mundo—añadió elcocinero.

—Aguantad vuestro aprieto como yo aguanto el mío; ybasta de bromas y soltad, y adiós.

Y escapó.

—Hijo Marchante—dijo el cocinero mayor precipitadamenteá uno de los soldados—, métete con eso en la porteríadel señor Machuca, y guárdalo como guardarías á sumajestad, mientras yo vuelvo.

—Muy bien, señor Francisco—dijo el soldado.

Y el cocinero mayor apretó á correr tras él bufón, queapretaba tras la Dorotea y el sargento mayor.

Asióse al fin á su brazo.

—¿Qué me queréis? ¡por mi vida!—exclamó el bufón sincesar de correr.

—Pediros consejo.

—Dádmelo y lo agradeceré.

—Me están sucediendo cosas crueles.

—A mí me pasan cruelísimas.

—Nos aconsejaremos mutuamente.

—No necesito consejos.

—Yo sí, los vuestros.

—Pues ya que no os despego de mí, callad, que no puedeser hablar y correr.

Y el bufón siguió á gran paso, porque á gran paso iban elsargento mayor y la Dorotea.

El sargento mayor había tomado por las callejuelas de laparte de arriba del convento de San Gil; habla entrado conla Dorotea en la calle de Amaniel, se había parado delantede una casa que estaba herméticamente cerrada, y habíadado sobre su puerta tres golpes fuertes.

—¿Quién vivirá en esa casa?—dijo el tío Manolillo parándose,cuando vió que en aquella casa habían entradoel sargento mayor y la Dorotea, y había vuelto á cerrarse lapuerta.

—¿Os interesa mucho el saber quién vive en esa casa?—dijoel cocinero mayor.

—Lo averiguaré—dijo el bufón como contestándose á símismo á la pregunta que á sí mismo se había hecho pocoantes.

—Pero en averiguarlo tardaréis algún tiempo; hay ciertosnegocios que se pierden si el tiempo se pasa, y yo os puedodecir ahora mismo...

—¿Qué me podéis decir vos?...

—Sí; sí, señor, os puedo decir que en esa casa vive la queridadel sargento mayor don Juan de Guzmán.

—¿Y nadie más?

—Nadie más que una dueña y un escudero.

—¿Y quién es esa mujer?

—Tío Manolillo, hace mucho frío, llueve, y yo no he dormidoen tres noches, y si queréis que os oiga, metámonosá cubierto.

—¿Y dónde, que no perdamos de vista esa casa?

—Cabalmente frente á ella hay una taberna.

—¡Una taberna! yo tengo hambre y sed.

—Y yo también; vamos, que yo pago.

—Lo aprecio y lo recibo, porque no tengo blanca.

—Ni yo abundo mucho de dinero, porque hace dos díasmis manos están hechas un río; ¡qué suerte, señor, quésuerte!

Y se encaminaron á la taberna.

Cuando entraron en ella se sentaron junto á una mesa, enun rincón obscuro, desde el cual podían ver la puerta de lacasa donde habían entrado el sargento mayor y la Dorotea.

Pidieron pan, carne y vino, y se pusieron á comer y á bebervorazmente, sin dejar por ello de hablar.

—Según lo que yo he entendido—dijo el bufón—, vos tenéisla culpa de todo, señor Francisco Montiño.

—¿De qué tengo yo la culpa?

—De lo que á entrambos nos está sucediendo.

—A mí me suceden muchas cosas malas.

—A mí no me suceden menos cosas peores que las vuestras.

—¡Peores! yo no tengo mujer.

—No la habéis tenido nunca.

—Yo no tengo hija.

—Vuestra difunta fué muy dada á criar pajes.

—¡Ah! y por último, yo no tengo sobrino.

—Vuestro sobrino... he ahí, he ahí la causa de todo; malhayaamén vuestro sobrino... Si vos no tuviérais ese sobrino...

—Es que no le tengo.

—Le habéis tenido; y vos... vos tenéis la culpa... si hubiéraisestado en el alcázar antes de anoche.

—Entonces no tengo yo la culpa, sino un maldito cuadrúpedo,un jaco endiablado que invirtió todo el día en traerdesde Navalcarnero aquí á mi sobrino postizo; ¡caballo infernal!¡haber echado para cinco leguas desde el amanecerhasta el anochecer! ¡si ese jaco hubiera andado más de prisa!...¡si hubiera llegado al medio día!...

—Lo de vuestra mujer había sucedido antes.

—Pero probablemente yo no lo hubiera sabido.

—Señor Francisco, no hablemos de cosas pasadas.

—Es que las cosas pasadas traen las presentes... ¡quésuerte la mía! yo me voy á morir, tío Manolillo.

—¡Calla! ¿quién es ese que llama á la puerta de esta casay que viene cargado con un cestón?

—¿No veis que tiene librea?

—Sí por cierto.

—¿Amarilla y encarnada?

—Sí... ya sé, del duque de Uceda. ¿Pero cómo el duquede Uceda...?

—El duque, viste, calza, da joyas y dinero; á más envíatodas las mañanas á uno de sus criados con un cestón llenode lo mejor que se vende en los mercados, para doña Anade Acuña.

—¡Ta! ¡ta! ¡ta! ¿Doña Ana de Acuña se llama la que viveen esa casa?

—Sí por cierto.

—¿Y es querida del duque de Uceda?

—No por cierto; pero está haciendo al príncipe de Asturiasaficionarse á las mujeres.

—¡Ah! ¡sí! hasta de los niños se echa mano—dijo el bufón.

—Y de las mujeres y de los viejos—añadió el cocinero.

—¿Pero no tiene algún otro amante rico esa mujer?

—Anda en vísperas de gastar de las rentas reales—dijoel cocinero mayor.

—Explicáos...

—Puede ser que una de estas noches reciba á su majestad.

—¿Habéis andado vos en ello?

—Sí por cierto; anoche traje una gargantilla de parte delrey, aunque sin nombrar la persona, á esa mujer.

—¿Pero quién es el que, contrario al duque de Uceda,que pone ó quiere poner al príncipe en manos de esa mujer,pretende hacerle tiro, enredándola con el rey?... no puedeser otro que el duque de Lerma.

—Acertádolo habéis.

—Pero eso me importa muy poco. Que el duque de Ucedavenza á su padre, ó que el duque de Lerma se sostenga sobresu hijo... allá se las hayan... necesitaba únicamente saberen qué casa había entrado Dorotea, y ya lo sé; con quepagad y vámonos.

—Hace cuarenta y ocho horas que estoy pagando y yendoy viniendo—dijo Montiño sacando la bolsa con ese trabajopeculiar á los miserables, y escurriendo de ella un escudo.¡Hola, tabernero, cobráos!

—Falta aquí; se han comido vuestras mercedes tres librasde carne—dijo el tabernero.

—Y aunque eso sea, ¿á cómo va la carne en el mercado?

—Falta, señor, falta...

—Conciencia á vos y á mí paciencia para tanto robo; ¿quéfalta de más de eso?

—Un real.

—Tomadle.

—Dios guarde á vuestra merced muchos años.

—De pícaros como vos. ¿Pero qué es eso?—dijo el cocineromayor viendo que el bufón se ponía de pie.

—Que nos vamos.

—¿Y no me dais los consejos que os he pedido?

—Voy á dároslos: montad á vuestra mujer en un macho yenviadla á Asturias; meted á vuestra hija en un convento, yluego idos de palacio.

—¡No puedo!

—Pues entonces, adiós, porque no tengo más que deciros.

Y el bufón salió de la taberna y se fué derecho á la puertade enfrente, á la que llamó.

El cocinero mayor, desesperado, salió de la taberna y sefué paso á paso hacia el alcázar; pero al llegar á él se encontrócon un alguacil del Santo Oficio, que le dijo:

—¿Es vuesa merced el señor Francisco Martínez Montiño?...

—Yo soy—contestó todo trémulo el cocinero al ver quese las había con un alguacil del Santo Oficio.

—Veníos conmigo.

—Os lo agradezco—dijo Montiño haciéndose el sueco—,pero es la hora de preparar la vianda para su majestad;porque yo, si no lo sabéis, amigo, soy cocinero mayordel rey.

—Ya lo sabía, y, por lo tanto, aunque faltéis á vuestracocina, conmigo os vendréis mal que os pese.

—¿Y si no quiero ir?

—Pediré favor á la Inquisición y os llevaré atado.

—¡Atado! ¡un hidalgo! vos os habéis equivocado.

—Mirad esta orden de su señoría ilustrísima el inquisidorgeneral.

—¡Ah! ¡el inquisidor general!

—Sí, por cierto.

—¡Y no hay remedio!

—No, señor.

—¿Y si yo os diera diez doblones?

—No puedo.

—¿Y si os diera veinte?

—Ya veis que yo los tomaría de buena gana, y que si nolos tomo es porque no puedo.

—Decid que no me habéis encontrado.

—Eso sería muy bueno para que no me estuvieran viendohablar con vos.

—¿Y qué saben?

—Saben que vengo á prenderos.

—¿Que lo sabe todo el mundo?

—Mirad á aquella esquina—. Montiño miró de una maneranerviosa.

—¿No veis allí una silla de mano?

—Sí; sí, señor.

—Esa es la silla en que se os ha de llevar, y los que estánalrededor ministros del tribunal; con que ni yo puedo remediarmecon el dinero que vos me daríais, ni vos libraros convuestro dinero.

—Pero... un momento... un momento...

—Ni un instante.

—Os daré lo que queráis, si me dejáis dar una vuelta porla cocina y entrar en mi casa.

Meditó un momento el alguacil.

—Se entiende que yo iré con vos.

—Venid—dijo Montiño, disimulando su alegría porquese vió suelto.

—Vamos, pues—dijo el corchete.

Entraron en palacio, y al verse el corchete en un lugardonde no podía ser visto por los otros ministros del SantoOficio, dijo al cocinero:

—De aquí no pasáis si no me dais lo que me habéis de dar.

—¡Asesino!—murmuró Montiño, y sacando cuatro doblonesde oro los dió al corchete con el mismo dolor que si lehubiera dado un ala de su corazón.

—Esto es poco—dijo el tremendo alguacil.

—No tengo más.

—Tendréis en vuestra casa.

—Puede ser.

—Pues vamos.

Montiño se dirigió á la portería del señor Machuca y encontróen ella al soldado á quien había mandado guardar elcofre consabido, durmiendo y con la cabeza sobre el cofre.

—¡Eh! ¡holgazán! ¡despierta!—dijo el cocinero mayor dándolecon el pie—; señor Machuca, hacedme la merced dellamar dos mozos y que lleven eso á mi aposento.

—Pero ¿dónde vais con ese ministro?—dijo el portero.

Montiño creyó que debía ser prudente y contestó sin vacilar:

—Es un amigo á quien convido.

—¡Ah!—dijo el portero—creía...

—Venid, señor ministro, venid; vamos á las cocinas...

Y subieron por unas escaleras.

—No hay como ser cocinero de su majestad para convidará los amigos sin disminuir los ahorros—se quedó murmurandoel portero.

Entre tanto, Montiño y el alguacil subieron á las cocinas.

Lo primero que encontró Francisco Montiño, y lo encontrócon espanto, fué al galopín Cosme Aldaba, caceroleandoen las hornillas.

Aldaba vió al mismo tiempo al cocinero mayor; pero sinturbarse ni asustarse se fué para él, le hizo una profunda reverenciay exclamó:

—Muchas gracias, señor Francisco, muchas gracias; noesperaba yo menos de vuestra caridad.

—¿De qué me da las gracias este tunante?—dijo el cocineromayor todo hosco y espeluznado de indignación—;¿quién ha permitido á este lobezno, á este hereje, á ese malhechorque entre en la cocina?

—La señora Luisa ha venido con él esta mañana, y noshabía dicho que vuesa merced le perdonaba.

—¡Ah! ¡mi mujer ha venido... con éste!

El cocinero se detuvo; temió que los misterios de su familiaentrasen en la cocina y bajo el dominio de oficiales, galopinesy pícaros; la gente más maleante del mundo.

—Mi mujer tiene las entrañas muy blandas—dijo tragandola saliva más amarga que la hiel—; mi mujer se deja engañarde cualquiera... pero en fin, ello está hecho; mi mujer...pues... mi mujer es mi mujer. Ea, quitáos de mi vista... y ávuestro trabajo.

—Muchas gracias, señor Francisco—dijo Cosme Aldaba,porque las últimas palabras del cocinero habían sido paraél un favor y un disfavor.

A seguida Montiño revisó una por una las cacerolas puestasal fuego, se enteró de todos los pormenores, y viendoque todo estaba á punto para el almuerzo y la comida de susmajestades, se escurrió hacia la puerta de la cocina, evitandoel mirar al alguacil, porque se le figuraba que no viéndoletampoco el corchete le veía.

Este no dijo una palabra, pero se fué en silencio trasMontiño.

Al llegar á la puerta de su aposento, el corchete adelantóy le asió por un brazo.

—Pero señor—dijo Montiño—, ¿creíais que me iba á escapar?

—No; no, señor—dijo el alguacil—, pero podríais olvidarosde mí, entraros, cerrar la puerta y dejarme fuera. Luegose os podía ocurrir que lo mismo puede salirse del alcázarpor los tejados y escondrijos que por las escaleras, y estarmeyo esperando sabe Dios cuánto tiempo á que volviéraisde vuestro paseo.

—¡Asesino! ¡asesino!—murmuró Francisco Montiño, viendofrustrado su proyecto de escapatoria.

Y llamó á la puerta.

Le abrió su mujer en persona.

Estaba pálida y ojerosa.

Montiño sintió un estremecimiento cruel; pero parecióleLuisa más bonita que nunca por su palidez y sus ojeras, yno se atrevió á ponerla mala cara.

—Buena hora es de venir á su casa un hombre casado—dijocon mal talante Luisa—

; donde habéis pasado la nochepasad el día; ¿y venís acompañado para volveros á ir sinduda? aquí han traído no sé qué, y os esperan.

—Eso es, ríñeme.—Entrad, amigo, entrad; vos sabéis sialtas personas me tienen ocupado.

—Ya lo creo; espera á su merced el inquisidor general.

Palideció levemente Luisa.

—¿Y has estado también esta noche con el señor inquisidorgeneral?

—Sí, hija mía, sí, y con otros señores, en gravísimos asuntosque no son para comunicados á mujeres.

—No, no; ni yo pretendo saberlos—dijo Luisa—; yo habíacreído...

—Has creído mal.

—Has pasado dos noches fuera de casa.

—La una yendo á cerrar los ojos á mi difunto hermano; laotra sirviendo á su majestad.

—No hablemos más de eso; yo me alegro de que mi maridosea hombre de bien.

Montiño tuvo impulsos de echarlo todo á rodar; pero erapor una parte su mujer tan bonita... y, además, no queríadar al público sus asuntos domésticos, y estaba delante delalguacil.

—¿Y á qué has llevado á la cocina á ese tunante de Aldaba?—dijoel cocinero, que ante todo quería conservar delantede aquel extraño su autoridad doméstica.

—Como tú tienes tan buen corazón, y el pobre vino llorando...

—Bien, bien—dijo Montiño—; todo está muy bien: túhaces lo que quieres, porque yo te quiero. ¿Dónde estánesos?

—En el cuarto de adentro.

Pasó Montiño y el inflexible alguacil tras él.

El cocinero mayor rugía ya por lo bajo; encontró á dosmozos de la casa real y al soldado.

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