El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Estas palabras no eran las más á propósito para tranquilizarme,y le rogué que se sentara y se explicase.

—Tras las desgracias que me suceden—me dijo—, hubierasido la última la de no poder veros.

—Tranquilizáos, y decidme después por qué hubiera sidouna desgracia para vos el no haberme visto.

—Porque una persona muy principal á quien temo mucho,me ha encargado que os vea.

—¿A mí? ¿para qué?

—Para que os dé de su parte, en prenda de la muchaestima en que os tiene, esta alhaja.

Y me dió esa gargantilla.

—Yo no puedo aceptar un regalo—le dije—de una personaá quien no conozco.

—Podéis estar segura de que es muy principal.

—Pues siendo tan principal, y teniendo por mí tanto interésque me regala—le dije—, ¿qué interés puede tener en queyo no sepa su nombre?

—Tanto interés tiene—me replicó—en que vos no sepáisquién es, que desea veros misteriosamente.

—Explicáos.

—La alta persona que me envía—dijo el cocinero dandovueltas á su gorra, porque sin duda hallaba gran dificultaden cumplir con su mensaje—, quiere... pues... quiere que lerecibáis sin luz.

—¿Por quién me tenéis?—dije al cocinero mayor fingiéndomegravemente ofendida, á pesar de que tenía una vivacuriosidad por saber quién era aquella persona—; ¡ea! añadí:idos de mi casa, si no queréis que os haga echar á palos.

—Perdonad, señora—me dijo—; pero temo más las consecuenciasde no llevar una contestación vuestra á la persona...¿qué digo? al ilustre personaje que me envía, que lariña que pudiera tener con vuestros criados.

—Ya lleváis contestación á esa persona.

—A la persona que me envía, no se la puede contestar deese modo—me dijo—, porque esta persona...

—¡Me ultraja!

—Será necesario deciros quién es, para que veáis que nohay ultraje.

—Sólo una persona pudiera no ultrajarme... una personatal, que ni aun para mí pudiera pasar por galanteador.

—¿Habéis adivinado?

—No, no he adivinado; he dicho únicamente que sólo hayuna persona que pudiera pretender ser mi amante sin que yole conociera.

—Pues bien; decidme el nombre de esa persona...

—Esa persona no podía ser otra que el rey.

Miróme fijamente el cocinero mayor, con la boca abiertay los ojos espantados.

—¿No me comprometeréis—me dijo—, si os declaro laverdad?

—Os lo prometo.

—¿Seréis prudente?

—Sí.

—Pues bien, señora; la persona que os solicita, que estáciegamente enamorado de vos, es... ¡el rey!

—¡El rey!—dije sin poder contener mi asombro—; ¡su majestadenamorado de mí!

—Esa rica gargantilla es una señal de ello—me contesto.

—¿Y dónde me ha visto su majestad?—le dije.

—No lo sé. El rey me ha llamado y con gran secreto meha dicho: Montiño, mi buen cocinero, yo, aunque soy rey,también soy hombre, y como hombre tengo debilidades; amoá una dama, y no puedo contener mi amor; toma, llévala esajoya y dila que te indique cuándo puedo yo ir á visitarla;pero ha de ser de modo que las luces estén muertas cuandoyo entre y no pueda conocerme. Ofrécela cuanto quiera ymás que quiera, y toma las señas de la casa donde vive y sunombre.

Yo—añadió el cocinero—, no me atreví á negarme; he venido,y temeroso de llevar á su majestad vuestra contestación,he preferido, confiado en vos, deciros lo que os he dicho;pero, por Dios, no pronunciéis ni una sola palabra imprudente,porque su majestad es muy mirado y nos perderíamoslos dos.

Yo le juré guardar el más profundo secreto, acepté lagargantilla, y el cocinero se fué prometiéndome volverpara decirme qué noche y á qué hora debe venir su majestad.

—En esto debe de haber andado el duque de Lerma... estoycasi seguro—dijo el sargento mayor—; porque ¿á quiéninteresa más que al duque el tener bien cogido al rey? Ademásde eso, ¿no han desterrado al conde de Lemos porque habíallevado una noche al príncipe de Asturias á casa de una delas queridas de don Rodrigo Calderón?

¿No han apartado dela crianza del príncipe á don Baltasar de Zúñiga, porquedaba demasiado gusto á su alteza, y no han sacado tambiénal duque de Uceda del cuarto del príncipe, sin duda porquehan sabido que le traía aquí para que desde bien tempranose acostumbrase á las favoritas? Acaso ha sabido el duquede Lerma que su hijo se valía de ti para educar al niño príncipe,como, siendo aún más pequeño, se valió para ello dela Angélica el conde de Lemos, su sobrino, y habrá dicho:puesto que esa hermosa doña Ana servía para hacer adquiriral joven príncipe malas costumbres, puede servir tambiénpara corromper las del rey y extraviarle.

—Acaso, acaso—dijo doña Ana.

—Pues estamos de doble enhorabuena: confío en que sabrásmanejar al rey.

—¡Oh, ya lo veremos!

—No me ocultes nada.

—¿Y cómo? ¿Qué soy yo sin ti?

—Don Rodrigo es lo que más nos conviene.

—Serviré á don Rodrigo. Creo que este asunto esté concluído;y ahora recuerdo que me han dicho que contigo veníauna mujer joven, hermosa, ricamente vestida.

—Sí, muy hermosa y muy joven—dijo el sargento mayorapretando el gesto y retorciéndose los mostachos.

—¿Y á qué traes tú esa mujer á mi casa?

—¿Qué? ¿tendrás celos?

—Pudiera tenerlos.

—Pues bien, no los tengas, porque esa muchacha es mihija.

—¡Tu hija!

—Sí; la hija de aquella Margarita que yo robé de su casa;la hija que me quitó un hombre una noche cuando iba á dejarlaen la puerta de un convento, dejándome tres puñaladas,de las cuales estuve á la muerte; la hija de quien novolví á saber, hasta que la conocí siendo á la vez queridasecreta de don Rodrigo Calderón y pública del duque deLerma. En una palabra: la comedianta Dorotea.

—¿Pero estás seguro de que no te has engañado?

—¡Si tú hubieras conocido á su madre!

—Sí; sí, ya me has dicho...

—Verla á ella, es ver á Margarita; además, yo le habíahecho una señal...

—¡Una señal!

—Sí; antes de salir de la casa, para, llevarla á exponer enel cajón de San Martín, sin saber por qué, pensando no séen qué, la señalé.

—¡Que la señalaste!

—Le arranqué un pequeño bocado de un brazo.

—¡Ah!—exclamó con disgusto doña Ana.

—Fué la manera más pronta que se me ocurrió de señalarla.

—¿Pero has visto tú esa señal?

—No; pero un día, don Rodrigo, que quiere más de lo queparece á la Dorotea, me dijo:

—Juan, yo te he hecho hombre.

—Indudablemente, señor—le contesté.

—Eres listo y astuto y parece que hueles las cosas.

—¿Qué hay que averiguar?

—Tú sabes cuánto quiero á la Dorotea.

—Sí, señor.

—Hace mucho tiempo que estoy viendo en su hombroderecho una señal; pero nunca hasta ahora la he preguntado;es una cicatriz como la de una mordedura; ella hadicho que recuerda haber tenido siempre esa señal; he preguntadoal tío Manolillo, y me ha dicho que la encontróabandonada en la calle, y que efectivamente, cuando la llevóá su estancia en el alcázar, notó que las pobres ropas enque iba envuelta estaban manchadas de sangre; que la descubrióy vió una mordedura reciente, de la que costó trabajocurar á la niña. Ahora bien, la Dorotea sufre porque no conoceá sus padres; yo la quiero bien, y te recompensaríagrandemente si encontrases esos padres perdidos.

Pude en el momento decirle:

—Su padre soy yo; su madre era una muchacha tan hermosacomo ella, á la que conocí en su casa, donde estuveaposentado algunos días, y á la que me llevé conmigo.

Nosé si su madre vive ó ha muerto...

—¡Conque esa hermosa mujer, esa famosa Dorotea, laquerida de Lerma y de Calderón, es tu hija! ¡y ella no lo sabe!

—No.

—¿Y para qué la traes aquí?

—Es como su madre, apasionada y violenta; de la mismamanera que su madre se enamoró de mí á primera vista, ellase ha enamorado de un hombre; ese hombre es el que haherido á don Rodrigo; ese hombre, que es sobrino del cocineromayor de su majestad, ha hecho suerte en veinticuatrohoras; anteayer por la noche entró en Madrid, y hoy seencuentra metido en palacio, protegido y casado con la damamás hermosa y más difícil de la corte: con doña Clara Soldevilla.

—¡Y esa mujer, que es querida del duque de Lerma, estácelosa de una dama que es la favorita de la reina!

—La reina importa ya poco... tal vez á estas horas... peroconviene, á pesar de esto, que esa muchacha siga enloqueciendoá Lerma; ella quería hacer un disparate, pero yo lahe prometido que la vengaría si ella me ayudaba, y ha consentidoen seguirme. Te la he traído y te la entrego... túsabes envenenar el alma, Ana; envenena la de esa muchachay haz de modo que nos sirva bien. Voy por ella.

Y se dirigió á la puerta por donde había entrado.

Pero al abrirla, se vió tras ella un hombre y se oyó unaronca voz que dijo temblorosa, colérica, rugiente, amenazadora:

—¡Atrás! ¡atrás, sargento mayor! ¡tú no saldrás de aquí!

El hombre que había pronunciado estas palabras, quehabía adelantado sombrío y letal y que había cerrado pordentro la puerta, era el bufón del rey.

El sargento mayor retrocedió sorprendido.

En su semblante apareció la expresión del espanto.

Doña Ana miró con terror al bufón.

Y el bufón adelantó pálido hacia el sargento mayor, queretrocedía.

CAPÍTULO XLVI

DE CÓMO LA PROVIDENCIA EMPEZABA Á CASTIGAR Á LOS BRIBONES

Necesitamos decir cómo el tío Manolillo había podido aparecertan dramáticamente en medio de aquel bandido y deaquella ramera.

Sabemos que al salir de la taberna donde había estadocon el cocinero del rey, se había ido derecho á llamar á lapuerta de doña Ana.

Abriéronle, porque hay maneras de llamar que mandan,que se hacen obedecer, y el tío Manolillo había llamado deuna de aquellas maneras.

Es decir, de una manera rotunda, decidida, nerviosa, fuerte,retumbante.

Quien llama así en una casa debe tener derecho para entraró fuerza, lo que no es lo mismo, ó las dos cosas á la vez.

Hemos dicho que le abrieron; ahora debemos decir que,apenas encontró franca la puerta, el bufón se lanzó sobre elcriado que le había abierto, que era un escudero viejo.

Se arrojó sobre él como un tigre; le derribó, le sofocó yle tapó la boca con un pañuelo, al que hizo un nudo, queintrodujo en la boca de la víctima.

Esta manera de enmudecer, que se conserva aún hoy y seusa por los ladrones, se llama la tragantona.

Hasta el crimen tiene sus tradiciones.

Después quitó al escudero la correa que sujetaba susgregüescos á la cintura y le ató atrás las muñecas, y con elextremo sobrante ató un pie de la víctima y le dejó tendidoen el portal; el escudero no podía gritar, ni aun rugir, nimoverse.

El tío Manolillo se acurrucó en un rincón del zaguán yesperó.

Poco después bajó una dueña, á quien había llamado laatención el que el escudero hubiese bajado á abrir y no hubiesesubido.

El bufón la acometió por detrás, la hizo otra tragantonacon la toca y la ató de igual modo que al escudero, valiéndosede la correa del hábito de la dueña.

—Aún me faltan la cocinera y la doncella—dijo—; doñaAna, esa bribona, no tiene más criados; el olor de la cociname llevará.

El tío Manolillo adelantó.

No era entonces un hombre, sino una fiera astuta que adelantabarecelosamente sin producir ruido hacia su presa.

Un momento después la cocinera y la doncella estabanenmudecidas y atadas.

El tío Manolillo había arrostrado por todo y había tenidola suerte de que no surgiese ninguno de esos incidentes quefrustran las sorpresas mejor meditadas.

Ya seguro de los criados, el tío Manolillo adelantó por lashabitaciones principales.

Al ir á levantar un tapiz vió de repente á la Dorotea.

La pobre joven estaba sentada en una silla, replegada,sombría, inmóvil, con la mirada fija, sufriendo de una maneravisible, aterradora.

Hubiera podido ver al bufón á no estar tan abstraída, perono le vió.

El bufón se retiró sin ruido, la miró un momento al travésde la abertura del tapiz con una mirada profunda, en quehabía tanta ternura hacia ella, como amenaza, como cólerahacia los que causaban el doloroso estado de la joven.

—Está sola—dijo—y entró con él; él debe estar con laotra; busquemos otro camino; es necesario saber de lo quetratan esos miserables.

Y tomó por una puerta y se encontró en un corredor obscuro.

Y adelantó sin hacer ruido como una sombra.

A medida que se acercaba á una puerta oía dos voces.

La de un hombre y la de una mujer.

Adelantó hasta la puerta, llegó y se puso á escuchar.

Por esta razón, cuando el sargento mayor fué á entrar poraquella puerta, se encontró con el bufón.

—¡Ah! Ya sabía yo que habías de buscar á la Dorotea—dijoel sargento mayor—; peor para ti.

Doña Ana miraba aquella escena imprevista con asombro;más que con asombro, con un terror instintivo.

—¿Conque tú eres su padre?—dijo el tío Manolillo—.¿Conque eres el padre de Dorotea? ¿Conque aún no contentocon haber asesinado á la madre, quieres asesinar á lahija?

Y la voz del tío Manolillo era ronca, amenazadora, sombría;sus ojos bizcos se revolvían de una manera espantosa,estaban inyectados de sangre y su barba temblaba.

Don Juan de Guzmán se sentía dominado; doña Ana estabacoartada por el miedo.

La actitud del bufón, de aquel hombre pequeño, cuadrado,robusto, encogido como para arrojarse sobre una presa, y enel cual se adivinaban el valor, la fuerza y la agilidad del tigre,parecían indicar que iba á suceder allí algo terrible.

—Si queréis llevaros á esa muchacha, lleváosla—dijo elsargento mayor, que tenía miedo—; preguntadla si yo la heviolentado.

—¿La habéis dicho que sois su padre?—dijo el bufón.

—No.

—Pues mejor.

—No he tenido necesidad de decírselo.

—Y has hecho bien: porque tú no eres su padre, sino unaespecie de animal monstruoso, que has sido la causa de suexistencia. Pero no tengo tiempo que gastar contigo... estoyde prisa...—añadió el bufón con una sonrisa horrible, con lasonrisa de un loco—; ¿te acuerdas de que una noche llevabasá esa niña recién nacida en los brazos?... ¡Oh! era unanoche muy obscura: de repente un hombre se arrojó á ti y tedió tres puñaladas.

Y al decir esto el bufón saltó, se aferró al sargento mayory le dió una puñalada en el pecho.

Don Juan de Guzmán dió un grito, vaciló y cayó.

Luego el bufón vió que doña Ana corría á una puerta, yla asió de una mano.

Doña Ana cayó de rodillas creyendo llegada su últimahora.

El tío Manolillo, sin soltar á doña Ana, dirigió su terriblepalabra á don Juan de Guzmán, empuñando aún la daga conque le había herido:

—Entonces fueron tres, y ahora ha bastado una... es queahora tengo la mano más segura... ¡asesino de mi hermanaMargarita! ¡envenenador de la reina Margarita!

¡verdugo detu hija! ya no cometerás más crímenes.

En efecto, don Juan de Guzmán estaba muerto.

—Y tú, Aniquilla, que te llamas doña Ana; tú, que haceveinte años andabas por las playas de Gijón descalza, cogiendoostras y buscando á los marineros; tú, aventureraennoblecida por tu hermosura; tú, miserable, ase de lospies de ese cadáver y pronto, porque no tengo tiempo queperder.

—¿Pero qué va á ser de mí?—exclamó desesperada la hermosadoña Ana.

—Sea lo que el diablo quiera. Tú tendrás en tu casa algúnescondrijo...

—¡Los sótanos!—exclamó doña Ana.

—Pues á los sótanos; agarra pronto, si no quieres perderte...concluyamos por el momento, que yo volveré.

—Esperad... esperad... voy á abrir las puertas—dijo conangustia doña Ana—para que nada nos entretenga—y salióy volvió poco después.

Entonces la ramera y el bufón asieron del bandido, y lellevaron.

Por donde quiera que pasaba, quedaba un rastro desangre.

Al fin bajaron al piso bajo, y el bufón señaló un rincón oscuroen una sala lóbrega.

—Dejémosle aquí—dijo.

—Por el amor de Dios—dijo doña Ana—; que no sé cómovos me conocéis; vos, que cuando no me habéis muerto también,no me aborrecéis, ayudadme á borrar las señales deesta muerte... yo diré á los míos que ese hombre ha salidopor el postigo...

—En lo que harás muy bien—dijo el tío Manolillo—seráen soltarlos de las ligaduras con que yo los he sujetado, ydespedirlos á pretexto de que se han dejado sorprender:¡quédate sola, que yo volveré y le enterraremos!... por ahora,adiós! ¡Adiós, que mi conciencia me llama á otra parte!

Y subió de dos en dos los peldaños de una escalera, atravesóalgunas habitaciones, y entró en la que Dorotea se encontrabatodavía inmóvil y dominada por su mudo dolor.

—Ven conmigo—la dijo el bufón asiéndola de una mano.

—¡Ah! ¿sois vos?

—Ven conmigo... yo te salvaré... yo te consolaré... peroven, ven... no perdamos un momento.

Y arrastró consigo á la Dorotea, que se dejó conducirmaquinalmente, bajó por la escalera principal, pasó por juntoal escudero y la dueña que permanecían atados, abrió lapuerta, salió y la tornó á cerrar.

Cuando estuvieron en la calle, el bufón dijo á la Dorotea:

—Vuélvete á tu casa, y espérame: yo no te puedo acompañar.

—Pero...

—Ve, ve... hija mía... acabo de salvarte de un peligro... yote salvaré de todos; adiós.

Y partió hacia el alcázar.

La Dorotea, atónita, asombrada, sin comprender lo que lasucedía, le vió desaparecer, se envolvió en el manto, y ápaso lento, con la cabeza inclinada, pisando lodo, se encaminóá la calle Ancha de San Bernardo.

CAPÍTULO XLVII

DE LO PERJUDICIAL QUE PUEDE SER LA ETIQUETA DE PALACIO EN ALGUNAS OCASIONES

El tío Manolillo corría como alma que lleva el diablo.

Tropezaba acá y allá con las gentes, como un caballodesbocado, las lanzaba un gran trecho ó las dejaba caer yseguía corriendo.

En pocos momentos llegó al alcázar.

Antes de llegar á él vió á Luisa y á Inés que iban envueltasen sus mantos.

Pararon un momento.

—¿A dónde vais?—las dijo con acento amenazador.

—¡A misa...!—contestó temblando Luisa.

—¡A misa! ¿en día de trabajo?...

Pero el bufón recordó que tenía mucha prisa, y tomó derepente el camino de la puerta de las Meninas del alcázar.

Al entrar, salían algunos hombres, y el tío Manolillo tropezórudamente con uno de ellos.

—¡Qué brutalidad!—dijo el tropezado recogiendo un pesadotalego que había caído al suelo, produciendo un sonidosonoro.

—¡Ah! ¡el alguacil Agustín de Avila!—exclamó el bufón, ypasó por sus ojos un relámpago de muerte.

Pero de repente apretó de nuevo á correr, exclamando:

—Lo otro es primero... la reina... ¡Dios mío!

Y entró en el patio del alcázar.

Allí, de una manera involuntaria, superior á su resistencia,se detuvo de nuevo, y miró á una torre almenada que se veíapor cima de las galerías en un ángulo del patio.

Sobre aquellas almenas había un cuerpo de edificio coronadopor una montera de pizarras; en aquel cuerpo de edificio,había una ventana: en aquella ventana el viento ondeabaun pañuelo encarnado.

—¡Oh! ¡la señal de muerte!—exclamó el bufón.

Y siguió corriendo, subió, no como un hombre sino comouna araña que huye, unas escaleras, atravesó como un frenéticola galería, y atropellando casi la guardia de corps quedaba la centinela de la puerta exterior del cuarto de la reina,se lanzó dentro.

Dióse un tremendo pechugón con una persona á la que noarrojó.

Por el contrario le asió, y le detuvo.

—¡Cuerpo de Baco!—exclamó aquel hombre—, ¿venís úos disparan, tío?

Aquel hombre era don Francisco de Quevedo.

El bufón no le contestó: por cima del hombro de Quevedohabía visto un paje talludo, rubicundo, que llevaba sobrelas palmas de las manos una vianda adornada con yerbasverdes.

—¡Allí tal vez!... ¡en aquel plato!...—dijo el bufón—¡soltad,vive Dios, ú os mato!...

—¿Pero estáis loco?... tengo que deciros graves cosas...¿no me conocéis, tío?

—¡La reina!... ¡la reina!... ¡dejadme, don Francisco!... ¡aquelpaje!... ¡es el amante de la Inés!... ¡el pañuelo encarnado estáen la ventana!...

—¡Ah!—exclamó Quevedo con una expresión terrible porsu horror—¡un paje!...

¡un plato!... ¡el pañuelo!...

Y soltó al bufón, que se lanzó á la puerta de la antecámara.

Los tudescos le cerraron el paso cruzando sus alabardas.

—¡Ah! ¡no me dejáis pasar!...—exclamó el bufón, y asiólas alabardas con la fuerza de la zarpa de un león.

Se entabló una lucha.

Quevedo no podía llegar pronto, pero desde donde estabagritó con la autoridad que sabía dar á su voz en las ocasionessolemnes:

—¡Dejadle pasar! ¡dejadle pasar, de orden del rey!

Al sonido de aquella voz poderosa, á la vista del hábitode Santiago, del que la pronunciaba, los tudescos dominadosdejaron pasar al bufón.

Quevedo, á pesar de la deformidad de sus pies, que le impedíaandar de prisa, corrió.

En la puerta de la cámara de la reina, se entabló otra luchacon los ujieres.

La autoridad de Quevedo fué allí inútil.

El bufón apeló á la fuerza.

Tiró á un ujier á un lado, y á otro á otro, y entró también.

Pero entre la inocente detención causada por Quevedo, lade los tudescos y la de los ujieres, había pasado muchotiempo.

El paje había desaparecido.

Cuando el bufón entró, se precipitó á la mesa y se arrojósobre ella.

La reina dió un grito.

El padre Aliaga, que almorzaba con la reina, se puso depie.

El tío Manolillo buscó con ansia un plato entre los quecubrían la mesa de la reina, y vió uno solo puesto delantedel plato de Margarita de Austria.

Aquel plato estaba adornado con berros.

Era una perdiz que tenía todas las patas.

El bufón le agarró, y al apoderarse de él dijo con una admirablefuerza de espíritu, soltando su hueca carcajada debufón:

—¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡he ganado! ¡he ganado! ¡para mí! ¡para mí!

Y haciendo como que devoraba al paso la perdiz, dió ácorrer exclamando:

—¡Para la reina no! ¡para mí!

Y soltó una larga y estridente carcajada que hizo temblará todos los que la oyeron, y escapó.

—¡Oh! ¡esto es ya demasiado!—dijo la reina.

—Perdonad, señora...—dijo Quevedo—yo no le he podidocontener; ¡el tío Manolillo está loco!

Y Quevedo, saludando profundamente á la reina y antesde que ésta, reponiéndose de su sorpresa, le pudiera contestar,salió.

Quevedo buscó inútilmente en la parte baja del alcázar altío Manolillo, y subió á su aposento, á cuya puerta llamóinútilmente repetidas veces.

Al fin Quevedo gritó:

—Si estáis ahí, tío Manolillo, abrid, hermano, abrid áQuevedo.

Oyéronse violentos pasos y se abrió la puerta.

Apareció el bufón pálido y desencajado.

—¡Entrad! ¡entrad!—exclamó—; entrad y pensemos en lavenganza... hoy ha amanecido un día de muerte...

—¡Tenéis sangre en las manos!—exclamó Quevedo...

—¡Es poca!—exclamó el bufón—¡es poca! ¡venid!

Y tiró de Quevedo, le llevó á lo último de su aposento, yle mostró una fuente de plata puesta sobre una mesa.

—Mirad ésto; faltan las pechugas... mirad aquéllo, y señalóen un rincón un pedazo de perdiz, junto á la cual estabaechado, impasible, un gatazo rodado.

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...¡para mí! ¡para mí!

—El Chato devora cuanto halla, porque es un gato pobre,y no ha querido ese pedazo de perdiz. Los animales conocenla muerte. ¡Que Dios tenga piedad de la reina!

—¿Y qué hacer?

—¿Qué hacer?... yo no sé... ¿quién dice?... ¿quién declara?...¡Oh! ¡no!

¡sentenciarnos á ser tenidos por cómplices, ámorir deshonrados!... ¡hemos hecho cuanto podíamos hacer...y acaso... acaso nos hayamos engañado!... pero no... no...

el Chato no ha comido... ¡Dios mío!...

—Sois cobarde...—exclamó Quevedo—; suceda lo quequiera, yo voy á buscar al médico de su majestad... guardadesa perdiz, guardadla; sobre todo, quitadla de esa fuente,que es de plata...

El bufón quitó los restos de la perdiz de la fuente, losechó en una escudilla, y con ellos el pedazo que había arrojadoal gato.

Entre tanto, Quevedo había desaparecido.

Un paje de la reina se presentó poco después.

—Tío Manolillo—dijo—, os aconsejo que os escondáispor algún tiempo.

—Pues ¿qué pasa, hijo?—contestó dominándose el bufón.

—Que habéis dado un susto á su majestad, y no ha acabadode almorzar; se ha dejado casi todo lo que tenía en elplato cuando entrásteis vos.

—¿Pechugas de perdiz?...

—Eso es... ¡una perdiz que olía tan bien!... me la he comido,tío.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Gonzalo.

—¿Y te has comido la perdiz que quedaba en el plato dela reina?

—Sí... al salir... no me veían...

—¿Y quedaba mucho?...

—Casi una pechuga... y me ha hecho mal... ya se ve...¡comí tan de prisa, porque no me vieran!

El paje, en efecto, empezaba á ponerse pálido.

—¿Y por qué vienes, hijo?—exclamó el tío Manolillo, haciendoun violento esf