El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Esto es, que como no tengo más casa que la vuestra, nimás alma que vuestra alma, aquí me vengo á hacer miscosas; por delante, es decir, por el zaguán, cuando es de día;por detrás, cuando es de noche. Vos me fortificáis y meconsoláis... y yo me convierto en niño para vos; pero dejadmeque sea por algún tiempo hombre y cumpla con mi obligación;que escribir tengo al duque... y largo... y de tal modoque le digo que me espere.

—¡Cómo! ¿os vais, don Francisco?

—Y me alegro.

—No digáis eso, porque creeré...

—Debéis creer que os amo mucho.

—Tenéisme vuestra....

—Por lo mismo; porque vos no sois vuestra siendo mía,os lo digo: que si yo no os amara... Oíd: el alma... lo que sellama alma, tiene más de una corcova.

—No os entiendo.

—Quiero decir... que lo mejor que puede hacer una criatura,es enderezar su alma.

—¡Ah!

—Si vos no fuérais quien sois...

—Don Francisco—dijo la condesa—, mirarlo debísteisantes; vos me caísteis como llovido.

—En esta aventura de aventuras, ha llovido de todo. Asíestoy yo de calado; el agua me llega ya á las narices, y ápoco más me ahogo. Pero dadme licencia para que escriba,que os lo afirmo, importa. No tiene trazas de dejar de llover,y como no quiero morir ahogado de este diluvio, dejadmeque fabrique mi barca.

—Y esa barca...

—Ha de serlo una carta. Y en ella heme de salvar yohuyendo de vos: y habéos de salvar por mi huída, y á máshan de salvarse ciertos recién casados, que no andan muyseguros...

—¿Conque es cosa decidida?...—dijo de mal talante lacondesa.

—Bien veo que os enojo; pero en este pueblo de oratesalgún loco ha de haber con barruntos de juicio. Si sólo setratara del conde mi señor... merecido lo tiene, pero vos...vos sois distinta cosa... y creedme, doña Catalina... cuandodos almas se casan no hay nada que las divorcie; búscanse,se juntan, se acarician, por más que los cuerpos que las aprisionananden lejos... y la memoria... ¡bendiga Dios la memoria,consuelo de desterrados!...

—Tormento de mal nacidos...

—¿Por mal nacida os tenéis?

—Mal nace quien nace para penar.

—Penárais más á mi lado; escorpión nací... hortiga crezco...hiel lloro... ponzoña respiro. Maldición debo de tenerencima, que si escribo muelo, si obro rajo... donde piso nonace hierba. Pidiera á Dios razones, si Dios con su lenguamuda no me las diera, y paciencia si ya no tuviera callos enel alma. Cansado estoy de vivir, y tengo para mí que decansado, sin haberme muerto, hiedo, y que se me puede sacarpor el olor á poco que se me trate. Tomad á sueño loque ha pasado, señora, como yo lo tomo á locura y maldiciónmía, y entendedme y no me digáis que no os amo, queal revés de otros, mi amor os pruebo cuando de vos meaparto, y con esto, dejadme que mi barca fabrique, que latormenta arrecía y el puerto está lejos, y no por mí, sino porotros, á piloto me meto. Dadme, pues, papel, no lloréis, quetragos de hiel son para mí vuestras lágrimas, y si me provocáisá beberlas, matáranme, porque olvidaré mi propósito ytodo se llevará el diablo y no hay para qué tanto.

—¡Pluguiera á Dios que nunca hubiérais venido!—dijo lade Lemos levantándose y sacando papel de un cajón.

—Pecados ajenos me trajeron, y pecados ajenos me llevan,como si no bastaran y aun sobraran para llevarme ytraerme mis pecados propios. Y Dios os lo pague por el papel,y dadme licencia para que escriba.

La condesa no contestó; fuése al hueco del un balcón y sepuso á llorar de espaldas á Quevedo.

Quevedo escribía entre tanto al duque de Osuna lo siguiente:

«Señor:

»Con ansias os escribo, y bien podéis creerlo cuando yolo afirmo, que ya sabéis que en lo de garlar soy duro, y nose me pone tan fácilmente en el ansia. Pero tal se ensañaconmigo mi suerte pecadora, que tengo para mí que tendréque irme á un desierto, y aun allí, ya que no haga daño á lasgentes, se lo haré á las piedras. Víneme á Madrid desde SanMarcos, no sin algún escrúpulo é inapetencia, porque no hahabido vez en que yo haya vuelto á Madrid desde que salíde él á aventuras, que no me haya sucedido una desventura.Apenas llegado, topéme con vuestro hijo, y halléle ya tanenredado y tan en palacio metido y á tanto puesto, que meentró miedo de si podría desatollarlo, y esta es la hora, enque no sólo desatollarlo no he podido, sino que con él atolladome veo, y eso que aún no hace tres días cabales queentrambos estamos en la corte; tal turbión de enredos hacaído sobre nosotros, que estoy enredado y aun con telarañasen los ojos, y tan pegajosas y tales, que por más querestrego no aprovecha.

Punzó el mozo, y de tal manera, quede la punzadura anda Calderón en un grito, boca arriba enel lecho, con un ojal en el costado que por poco es de pasión,lo que dudo mucho que llegue á ser de escarmiento.Salvóse por la caía la reina, que no menos que la reina andaen el lance, pero fué salvación de comedia de sustos, que nose sale de un peligro sino para caer en otro. El malaventuradococinero del rey, hermano del fingido padre de nuestromozo, se ha encontrado cogido por los enredos, y como esde pasta quebradiza y cicatera, ha cantado de plano, y vuestrohijo sabe quién es su padre y sábelo la corte, y sábelotodo el mundo, y lo único que ha sucedido á derechas y delo que me alegro, porque el mancebo parece nacido conbuena ventura, anoche le casó la reina con la hija del coronelIgnacio Soldevilla, que por ahí anda á las órdenes de vuecenciaen los tercios de Nápoles. Y lo que más de espantares, que siendo ella una dama de acero, donde se han melladohasta ahora los dardos de Cupido (quiero decir, el diablo),es cera para su esposo, y le ama como si de encargo hubieranacido para amarle, y está loca y encariñada con él, y élno acertando á mirar ni á ver más que á su doña Clara. ¡ViveDios que los chicos me dan envidia, y que será gran lástimaque tanta miel se acibare! Gran parte para evitar esta desdicha,será el apartar de la corte al recién casado, y que vuecenciale ponga bajo su mano, y nos marchemos de aquí todos;que vos, señor, lo conseguiréis con escribirle, y él seapresurará á obedeceros, que en cuanto á mí, he hecho cuantohe podido, metiéndome por sacarle de donde yo por mivoluntad no me hubiera metido. Pero me descuaderno y mevoy de un lado para otro, y no puedo más, y á vuecencia recurro.Venga la orden por la posta, y cuanto antes logre yopoder decir á vuecencia lo que no es para escrito, sino pararelatado, y aun así en voz baja y á puerta cerrada. Réstamepor deciros, que el mozo es un oro, que si su sangre pudiesehonrarse, la honraría, y que es gran pena, que en vez de serhijo á trasmano, no lo fuese de mi señora la duquesa doñaCatalina. Y como me tarda que ésta llegue á manos de vuecencia,abrevio el tiempo poniendo punto final.—

GuardeDios á vuecencia.

DON FRANCISCO DE QUEVEDO.»

Plegó esta carta, la cerró, y se fué hacia doña Catalina.

—¿Lloráis?—la dijo.

—¿No os basta que os esconda mis lágrimas—dijo la condesa—,sino que venís á buscarlas?

—Ellas me ahogan y ellas me dan vida. Llorado me veapor vos, yo, á quien no llorará nadie, y quiera Dios que porvuestro recuerdo, salgan de mi pecho las lágrimas que mehinchan.

—¿Pero no volveréis?

—No.

—Pues... adiós...

—Adiós...

La condesa se quedó llorando; Quevedo salió atusándoseel bigote distraído.

—Si me ama—dijo—es feliz y no hay por qué dolerse... sino me ama, otro vendrá y le enjugará los ojos.

Y haciendo un nuevo ademán que podía traducirse por lafrase: adelante, enérgicamente pronunciada, salió á pasolento de la casa.

Quevedo había tomado su resolución, y dejaba abandonadoá tiempo un instrumento que ya no le servía.

CAPÍTULO LI

EN QUE ENCONTRAMOS DE NUEVO AL HÉROE DE NUESTRO CUENTO

El padre Aliaga salió del alcázar inmediatamente despuésde haberse turbado de una manera tan extraña, por el tíoManolillo, el almuerzo de la reina.

El confesor del rey estaba aturdido con lo que le acontecía.

El bufón había llegado á hacerse para él un gigante.

Aquel hombre había leído en su alma.

Aquel hombre había visto su fondo tenebroso.

Además, el hombre que se había creído amado por la reina,don Juan Téllez Girón, el hombre por quien acaso lareina se interesaba, el que se había casado con doña ClaraSoldevilla para cubrir acaso á Margarita de Austria; el recuerdode aquel hombre, roía el alma del padre Aliaga.

Porque el padre Aliaga, desesperado y loco, estabaceloso.

Y los celosos desconfían de todo, y aun en el mismo solven sombras.

El padre Aliaga hizo por lo mismo prender al cocineromayor.

Porque tenía celos.

De modo que, el mísero de Francisco Martínez Montiño,estaba constantemente pagando pecados de otros.

El alguacil del Santo Oficio le había llevado en derechuraal convento de Atocha, le había metido en la celda, y sehabía quedado guardándole por fuera.

Cuando se vió allí Montiño, respiró un tanto.

—Vamos—dijo—, estos son asuntos del inquisidor general.¿Pero y mis asuntos?

aquel Cosme Aldaba metido en las cocinas...y había en mi casa un no sé qué... yo estoy en ascuas...¡y cuánto tarda el padre Aliaga! ¡Dios mío!

Y el pobre Montiño tuvo que esperar más de tres horas,esto es, desde las ocho hasta las once, sin atreverse á moversedel rincón de una de las vidrieras de los balcones dela celda donde se había pegado, viendo cómo caía el aguacontinua sobre la tierra de la huerta.

El ver llover da tristeza.

El cocinero mayor, que tenía más de un motivo para estartriste, se puso más triste aún.

Sus monólogos fueron tomando un no sé qué de insensato.

Sus ojos miraban de una manera singular la compacta cerrazóndel cielo, como si ella hubiera tenido una relacióndirecta con el nublado que envolvía su alma.

Acabó por adormilarse, que no eran para menos la inacciónen que se encontraba, la insistencia de un mismo pensamiento,esto es, su casa y su cocina, y el lento, contínuo,incesante rumor de la lluvia.

De repente le hizo volverse despavorido una mano que seapoyó fuertemente en su hombro.

Encontró delante de sí al padre Aliaga.

Pero no al padre Aliaga humilde, impenetrable, sencillo,sino á un varón pálido, ceñudo, cuyos ojos brillaban de unamanera terrible, y tenían allá en su fondo algo que hizo temblará Montiño.

—¿Por qué no me trajísteis anoche el cofre de que hablamos?—ledijo.

—¡Porque me lo robaron!—exclamó todo lagrimoso, asustadoy empequeñecido el cocinero mayor.

—¡Que os lo robaron!

—Sí, señor... en la Cava Baja de San Miguel. Pero miento;no me lo robaron... es decir, sí me lo robaron...

—Tranquilizáos, Montiño, porque estáis diciendo disparates.

—Es que vuestra señoría me está mirando con unos ojos...

El padre Aliaga comprendió que el cocinero mayor estababastante asustado para que fuese necesario asustarle más, yque seguir asustándole sería dar motivo á que no dijese unapalabra con concierto.

—Vamos, vamos; no os he hecho venir...

—Perdone vuestra señoría; me han traído preso.

—Pues bien, no os he mandado prender para mantenerospreso, sino para que viniérais. No pretendo haceros mal alguno.

—Así fueran todos como vos, padre, porque desde hacetres días todos me están haciendo daño.

—Tranquilizáos, que yo os protegeré contra todos.

—¿Y mi mujer y mi hija? ¿Y el galopín Cosme Aldaba?¿Y don Juan de Guzmán?—dijo el cocinero recayendo en supensamiento fijo.

—Ya hablaremos de eso. Sentáos aquí, junto al fuego,que hace frío, y si tenéis apetito pediré de almorzar.

—No; no, señor, he almorzado ya, y por cierto con buenapetito... y si no me encuentro al tío Manolillo que meanimó...

—¡Ah! ¿habéis almorzado con el tío Manolillo?

—Sí; sí, señor... el tío Manolillo iba que centelleaba trasla comedianta, tras la Dorotea... que iba con el sargentomayor don Juan de Guzmán y se metió con ella en casa dedoña Ana de Acuña.

El cocinero mayor, fuese por temperamento, fuese por debilidad,fuese por cálculo, vomitaba todo lo que sabía.

—¡Ah!—dijo el padre Aliaga, cuya fisonomía había vuelto áser impenetrable y benévola—¿conque esa comedianta entrócon el sargento mayor en casa de doña Ana?

—Sí, señor.

-¿Y el tío Manolillo?

—Se entró conmigo en una taberna de enfrente, dondealmorzamos.

—¿Y luego?

—Luego, el tío Manolillo se fué á la casa de doña Ana,llamó...

—¿Luego conoce?...

—Debe conocer, porque le abrieron.

—¿Y vos?...

—Yo me fuí al alcázar: llegaba á él, cuando me prendieron.

—Os trajeron... Montiño.

—Yo digo que me prendieron, y aunque alegué que teníaque estar á la mira del almuerzo de sus majestades, y evacuarotros negocios, el alguacil que me prendió, sólo me dejódar una vuelta por las cocinas, y llevar á mi casa el cofre,el famoso cofre, que había dejado en una portería por irmecon el tío Manolillo.

—¿Pues no decíais que os habían robado el tal cofre?

—Sí; sí, señor; me lo robaron.

—¿Y cómo le recobrásteis?

—No le recobré yo.

—¿Pues quién fué?

—Ese caballero, que no sé por qué razón acertó á venircon dos amigos por la Cava Baja, cuando ya se llevaban elcofre.

—¡Don Juan Téllez Girón!

—¡Ah! ¿sabéis ya cómo se llama?

—Anoche le casé.

—¡Que le casásteis!

—Sí, con doña Clara Soldevilla.

—Pero, señor, ese mancebo ha caído de pies en la corte,todas le aman.

—Sigamos, sigamos—dijo el confesor del rey con vozronca—. Le casé, y al pedirle su nombre, me dijo: don JuanTéllez Girón.

—Como que lo sabía... como que abrió el cofre y dentroencontró papeles, y una carta del duque de Osuna, en laque le llamaba su hijo, y un tesoro en joyas y en buenosdoblones de oro, que es lo que queda únicamente en el cofre,porque los papeles y las joyas se las llevó.

—¿Y por qué no vinísteis?

—Tenía miedo.

—¿Qué hicísteis, pues?

—Me volví á palacio, pero estaban las puertas cerradas,y me vi obligado á meterme con el cofre y con mis gentesen donde mis gentes me entraron, en una muy mala casa,señor, donde me dieron un jergón muy malo, y pasé unamuy mala noche y luego me hicieron pagar un muy buenprecio... desdichas y más desdichas... y cuando creía que ibaá descansar, he aquí que me prenden en nombre del SantoOficio, y me asusté, señor, porque sin que os ofendáis, elnombre del Santo Oficio mete miedo, y me entran y me encierranen vuestra celda.

—De aquí saldréis libre y favorecido: pero me habéis dehablar con verdad.

—Os diré cuanto sepa y más que supiere á trueque deque me amparéis, que bien he menester de amparo.

—Antes de ir por el cofre consabido para traerle, ¿dóndeestuvísteis?

—En el convento, por la carta de la madre Misericordia.

—¿Y luego?

—Fuí á casa del duque de Lerma, pero su excelencia noestaba en casa.

—¿De modo, que?...

—Tengo todavía en el bolsillo la carta de la madre Misericordiapara el duque, y otra carta de la misma madrepara vos.

—Dadme, dadme.

—Tomad, señor.

El padre Aliaga abrió la carta dirigida á él, y encontrótodo el fárrago que nuestros lectores conocen.

—¡Ah! ¡ah!—dijo el padre Aliaga para sí—; ¿conque la deLemos y Quevedo mancillan los nombres de dos familiasilustres? ¡se aman! ¡Quevedo es amigo de ese don Juan, y lacondesa de Lemos es camarera de la reina!

El padre Aliaga se quedó profundamente pensativo yguardó la carta de la abadesa.

—Llevaréis esta otra al duque de Lerma—dijo el padreAliaga devolviendo á Montiño la carta que la noche anteshabía escrito la madre Misericordia para su tío, bajo la presióndel temor causado en ella por el Santo Oficio.

El cocinero se levantó súbitamente, porque le tardaba enverse en libertad.

—Esperad, esperad todavía.

Montiño volvió á sentarse con pena.

—Cualquier cosa que os suceda, la remediaré yo, y si nopuedo remediarla, procuraré satisfaceros lo mejor posible.

—¡Ah! ¡señor! ¡Dios se lo pague á vuestra señoría!

—¿Para cuándo ha citado doña Ana de Acuña al duque deLerma?

—Al duque de Lerma, no—dijo en una suave advertencia el cocinero.

—Al rey... eso es... es lo mismo... ¿cuándo debe ir el duquede Lerma á hacer el papel del rey en casa de esa mujer?

—Tengo que avisarla.

—Id á llevar esta carta al duque.

Montiño se levantó de nuevo.

—Si el duque os envía á casa de doña Ana, avisadme.

—Avisaré á vuestra señoría de todo.

—Y como vivís en palacio, procurad no perder nada encuanto os fuese posible de cuanto haga ese don Juan.

—Serviré fielmente á vuestra señoría.

—Y como os quejáis de haber hecho gastos...

—Yo no me he quejado, aunque los he hecho...

—Tomad.

El padre Aliaga abrió un cajón y sacó un centenar de escudosque dió al cocinero.

—¡Ah! ¡señor!—dijo Montiño—; yo no tomaría esto, si nofuera porque estoy pobre.

Y en aquellos momentos el cocinero mayor decía la verdadsin saberlo.

—Id, id, que el día avanza, y tal vez os busquen.

—No lo quiera Dios: y puesto que vuestra señoría no menecesita, voy... voy á dar una vuelta por mi casa...

—Id con Dios.

Montiño salió desolado.

A pesar de que estaba asendereado y molido, de que llovía,de que el terreno estaba resbaladizo, de que hay unagran distancia desde el convento de Atocha á palacio, Montiñorecorrió aquella distancia en pocos minutos.

Cuando estuvo en la puerta de las Meninas, se abalanzópor las escaleras más próximas y subió á saltos los peldaños.

Cuando llegó á su puerta, llamó.

Nadie le contestó.

Volvió á llamar y sucedió el mismo silencio.

Entonces vió lo que en su apresuramiento, en la turbación,no había visto.

Un papel pegado sobre la cerradura, en que se leía en letrasgordas, lo siguiente: NADIE ABRA ESTA PUERTA, DE ORDEN DEL REY NUESTRO SEÑOR

Si hubiera visto la cabeza de Medusa, no hubiera causadoen él tan terrible efecto como le causó la vista de aquelpapel.

Pero de repente se serenó y soltó una carcajada insensata.

—¡Vamos, señor!—dijo—he perdido el tino; en vez devenirme á mi casa, me he venido á otra puerta.

Y siguió el corredor adelante.

Pero á medida que adelantaba se convencía de que estabaen el corredor de su vivienda.

Entonces volvió á sobrecogerle el terror, y se volvió atrás,y volvió á llamar, pero de una manera desesperada.

—¡Sí, sí!—exclamó—; esta es la puerta de mi aposento, yno hay nadie en él, y luego este papel sellado; ¡Dios mío!

El cocinero mayor se agarró con entrambas manos la cabeza,como pretendiendo que no se le escapara, y de repentedió á correr y se entró en la cocina.

Oficiales, galopines y pícaros, hablaban en corros.

De repente, una voz desesperada, horrible, llamó la atenciónde todos.

Aquella voz había gritado con una entonación que partíael alma:

—¿Dónde está mi mujer? ¿dónde está mi hija?

Por el momento nadie le contestó.

Al fin, uno de los oficiales de más edad adelantó y le dijo:

—Señor Francisco, es menester que vuesa merced tengamucho valor.

—¿Pero qué ha pasado?—gritó con más desesperación, conmás miedo, con más horror Montiño.

—Hace una hora se ha encontrado abierto el cuarto devuesa merced y robado.

—¡Robado!

Y aquel robado, no fué un grito, sino un aullido, ni unaullido tampoco, porque no hay en ninguno de los sonidosque representan el dolor, el terror, la muerte, el fin de todo,la agonía, cuanto puede sentir y sufrir un ser humano, nadacomparable al grito del cocinero mayor.

Luego dejó caer los brazos y la cabeza, y repitió aquel ¡robado! , pero de una manera ronca, grave, semejante á lapreparación del rugido del león.

Y luego, llorando como un muchacho á quien han roto subotijo, y teme la cólera de su madre, repitió la frase ¡robado!y dió á correr sin saber á dónde, como un gato espantado,tropezando en todo, dándose en las paredes.

De repente se sintió asido como por unas tenazas de hierro,y lanzado dentro de un aposento.

Luego se oyó la llave de una puerta, y le arrastraron áotro aposento.

Y al fin Montiño se vió delante del tío Manolillo, que conlos ojos como brasas, amenazador, terrible, le mostraba unaescudilla de madera en la cual había algunos berros, y losmuslos, las patas, los alones y el caparazón de una perdiz,todo verde, como los berros sobre que estaba.

—¡Rezad á Dios por el alma de un difunto!—exclamó convoz concentrada el bufón—¡rogad á Dios! cocinero de sumajestad.

—¡Cosme Aldaba!—exclamó Montiño, y cayó de rodillasy con las manos juntas á los pies del bufón.

CAPÍTULO LII

DE CÓMO EMPEZÓ Á SER OTRO EL COCINERO MAYOR

«Un clavo saca otro clavo», se dice vulgarmente.

Un nuevo terror disipó el anterior terror de Montiño.

Aquella perdiz verde que le presentaba la inflexible manodel tío Manolillo, le devoraba, le mordía, le magullaba elalma, por decirlo así.

Pálido, contraído, yerto, con la boca dilatada, los ojosfijos, desencajados, espantosos, los brazos extendidos, crispadoslos dedos, erizados los cabellos, temblando todo, estabahorrible por el terror que sentía; detrás de aquella perdizverde veía un cadáver... el cadáver de la reina, y detrásdel cadáver de la reina, los dos palos escuetos y rojos de lahorca.

—¡Infame Cosme Aldaba!—exclamaba con un acento indefinible—.¡Infame Cosme Aldaba!... ¡él ha sido!... ¡yo no!...¡yo no!... ¡no he parecido por las cocinas en dos días!

—¡Pero habéis sido ciego... miserablemente ciego!...—exclamócon acento de desprecio y de cólera el bufón—habéissido ciego, y por vuestra ceguera ese infame Guzmán ha podidovolver loca á vuestra esposa... ha podido hacerla un instrumentode muerte... y todo por vos... por haber sido tonto.

—¡Oh Dios mío! pero su majestad...

—Esa perdiz se ha servido en el almuerzo de la reina—dijoel bufón.

—¿Pero ese difunto... ese difunto de que hablábais?...—dijoMontiño levantándose.

—Ha sido un paje.

—¡Ah!—exclamó el cocinero—¡un paje!...

—Sí, un paje que se ha comido las pechugas que habíanquedado en los platos de la reina y del padre Aliaga.

—El padre Aliaga está perfectamente bueno—exclamócon alegría el cocinero mayor.

—¿Que está bueno el padre Aliaga?...

—¡Sí, acabo de hablar con él!

—¿Y la reina?... yo no me he atrevido á preguntar... nome he atrevido á hablar...

pero el alcázar está tranquilo...¡oh! ¡si hubiese querido Dios que el golpe se hubiese frustrado!...

—¡Sí, sí, Dios lo habrá querido!...—exclamó el cocinero—¡porqueDios no querrá que nos ahorquen inocentes!

La horca era el pensamiento fijo de Montiño.

—¡Que nos ahorquen! ¡No, no puede ser! se ha perdido elrastro.

—¡Que se ha perdido el rastro, y tenéis ahí en esa escudillalos restos envenenados de la perdiz!

—Tenéis razón, tenéis razón, Montiño—dijo el bufón-;pero esto desaparecerá, desaparecerá, yo os lo juro.

Y yendo á un negro fogón que le servía para condimentarsu pobre comida, el tío Manolillo hizo fuego, y puso sobreél la escudilla de madera con los restos de la perdiz.

—¿Y no queda más señal que esa?—dijo el cocineroviendo arder con ansiedad la escudilla.

—No... el veneno sólo queda ahí... y en las entrañas delpaje muerto... Pero, según he oído, se han llevado el paje ála parroquia sin que nadie sospeche; cuando le hayan enterrado....

—¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pero mi mujer! ¡Mi hija!

—¿Aún amáis á vuestra mujer?...

—No la amo... no... pero siento una horrible sed de venganza...La miserable... la desagradecida... yo que la habíasacado de la miseria... y luego el hijo que lleva en el seno...

—Vos nunca habéis tenido hijos.

—¡Cómo! ¿No es hija mía Inés?

—Vuestra primera mujer os engañó, como os ha engañadola segunda.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—De modo que debéis alegraros de que se os hayaescapado.

—¡Pero se ha escapado robándome!...—exclamó en unade sus acostumbradas salidas de tono el cocinero mayor.

—¡Bah! consoláos; ya tendréis algún dinero empleadopor ahí.

—No tengo ni un sólo maravedí... había pensado retirarme.

—Según me han dicho, ha quedado un cofre muy pesado,que se encontró en vuestro aposento, que los ladrones nopudieron abrir porque es de hierro, y que no se atrevieroná llevarse por su tamaño, en poder del mayordomo mayor.

—¡En todo tiene suerte ese mancebo... mi sobrino postizo!—exclamócon una rabia angustiosa el cocinero mayor—;me roban á mí, encuentran su dinero en mi aposento cuandome roban y no pueden robarle á él. ¡Dios mío, Dios mío!me quedo solo en el mundo, y pobre y viejo.

—En primer lugar, don Juan Téllez Girón, vuestro sobrinopostizo, os debe todo lo que es. Vos habéis sido la causade las casualidades que le han hecho esposo de doñaClara Soldevilla y favorito de la reina, y qué sé yo qué máscosas... pero ya se ha quemado la escudilla con lo que contenía,ya no queda rastro por aquí del veneno... el alcázarse me cae encima; salgamos... salgamos de aquí, Montiño.

—Llueve que es una maldición. Llovía cuando llegó áMadrid mi sobrino... quiero decir, don Juan Girón; y yo tengopara mí que mientras llueva no cesarán las desdichas.

—Ya veremos dónde nos metemos. Arregláos los cabellosy el vestido, que los tenéis desordenados, ponéos lacapa y el sombrero, y vamos.