El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Esperó en un zaguán, y cuando salió un lacayo le siguió yle dijo, fingiendo la voz de tal modo que no podía ser reconocido:

—Yo soy tal persona, que puedo hacerte mucho daño site niegas á servirme, y rico si me sirves bien.

Y diciendo esto, puso en las manos del lacayo algunos doblonesde á ocho.

—¿Y qué puedo hacer, señor?—dijo el lacayo vencidocompletamente.

—Dime: Esperanza, la doncella de la duquesa, ¿tieneamante?

—Sí, señor—dijo el lacayo—, y está para casarse.

—¡Malo!—dijo para sí el duque—; ¿y con quién se casaEsperanza?

—¿Con quién ha de ser, sino con el señor Cosme Prieto?...

—¿Quién es ese Prieto?

—El ayuda de cámara del duque difunto.

—¡Ah! ¿un vejete?...

—Sí, señor.

—¿Y con ese se casa doña Esperanza?

—¿Qué queréis? tanto robó á su excelencia, que es muyrico.

—¡Ya! pues mira: vas á buscar ahora mismo á Esperanza.

—Muy bien.

—La darás esta sortija y la dirás: el caballero que os envíacomo señal esta sortija, espera hablaros un momento poruna de las ventanas que dan á la callejuela excusada.

—Muy bien, señor.

—Pero al instante, al instante.

—En el momento en que vuelva de avisar al médico de laseñora duquesa.

Dióle un vuelco el corazón al duque, pero temeroso decomprometer á doña Juana, no preguntó ni una sola palabramás al lacayo, y recomendándole que concluyera pronto, sefué á esperar á la calleja.

Pasó más de una hora.

Al fin el duque sintió abrir una de las maderas de una rejay luego un ligero siseo de mujer.

El duque se acercó á la reja, y con la voz siempre fingidadijo:

—¿Sois vos Esperanza?

—Yo soy, caballero—contestó de adentro una voz de mujerque, aunque fresca y sonora, no tenía nada de tímida—;¿y vos sois quien me ha enviado un recado con el lacayoRodríguez?

—Sí; sí, señora.

—¿Y qué me habéis enviado?

—Un diamante que vale cien doblones.

—¿Eso habrá sido por algo?

—Indudablemente.

—¿Me conocéis?

—Sí, sé que sois muy hermosa. La hembra mejor que havenido de Asturias.

—Muchas gracias, caballero: ¿y vos quién sois?

—¡Yo!... ¿qué os importa?

—¡Vaya!

—Soy joven; no tengo ninguna enfermedad contagiosa, nime huele el aliento.

—¿Y por qué fingís la voz?

—Porque no quiero que me conozcáis.

—¿Os conozco yo?

—No; pero no quiero que me podáis conocer mañana.

—¿Pero?...

—Os amo.

—¿Que me amáis? Si sois un caballero principal, no querréismás que burlaros de mí.

—Vamos claros. Tú te casas con repugnancia con el viejoCosme Prieto.

—¡Ah! sí, señor; con mucha repugnancia.

—Tú eres muy joven y puedes esperar.

—Como que no tengo más que diez y ocho años.

—Pero apuesto cualquier cosa á que si Prieto se casa contigo,es porque no ha podido ser tu amante.

—¡Bah! bien lo ha querido y me ha ofrecido dinero.

—Pero poco; ¿no es verdad?

—Es muy mísero.

—Vamos, yo soy muy rico y muy generoso: ¿quieres sermi querida?

—¡Señor!

—No tendrás que casarte contra tu voluntad, y mucho menoscon ese escuerzo de Cosme Prieto.

—¿Pero qué dirán mis padres?

—Vamos, toma esta buena bolsa de doblones de oro.

—¡Señor!

—¿No la quieres?

—Sí; sí, señor.

—Pues entonces tómala.

Salió una mano por la reja, y tomó la bolsa.

—Ahora, ábreme—dijo don Pedro.

—¡Ah, no! ¡no, señor!—exclamó vivamente Esperanza.

—¡Ya, ya te entiendo! ¿Te parece poco el diamante y elbolso, ó temes que pueden ser falsos?

—No; no, señor, es que soy una doncella honrada.

—Oye, acaban de dar las ánimas; desde aquí á las docede la noche van cuatro horas; ¿puedes tú bajar á las doce áesta reja?

—¡Por esta reja! ahora su excelencia está en el oratorio, yhe podido bajar; pero á las doce su excelencia estará ensu dormitorio, y el dormitorio de su excelencia da á uncorredor, y este corredor á unas escaleras que están aquíorilla.

—¡Ah! ¿conque tu señora se ha venido á lo último desu casa?

—Vive muy retirada.

—¿Y no te atreves á venir por esta reja?

—No, señor.

—¿Pues por cuál?

—Por la última, seis rejas más allá.

—Pues vendré á las doce.

—Venid; pero no os abriré el postigo; bajaré á hablar.

—Bien, muy bien; me basta.

—Pues quedáos con Dios, que temo que mi señora mellame.

—Ve con Dios, y no te olvides de mi cita.

—No lo olvidaré; á las doce, por la última reja del ladode allá; ésta es la primera.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

La reja se cerró.

—¡Conque junto á esta reja hay una escalera que da áun corredor al que sale una puerta del aposento de mi ingrataamante! es necesario pensar en ello... es necesario queya que por una locura, por una pasión violenta la he comprometido,la salve; y que la salve sin que nadie medie, con miingenio, con mi dinero y con la ayuda de Dios...

sí, sí; lahonra de doña Juana ha de quedar intacta. Pero observemosbien esta reja, que no se me despinte; encima hay otracon celosías. Otra reja volada; no se me confundirá. Ademáses la primera.

Y el duque se separó de la reja, tomó el camino de sucasa y se entró en ella por un postigo sin ser sentido denadie.

Abrió un pequeño guardajoyas que tenía en su aposentopara su uso diario, y tomó una rica cadena de diamantes yla guardó en su escarcela.

Entonces se puso á trabajar de nuevo, esto es, á componercon letras pegadas, bajo lo que había compuesto antesen la carta que había llevado consigo lo siguiente:

«Me he procurado un medio de penetrar hasta la puertade vuestro dormitorio, sin que nadie sepa que por vos heentrado en la casa; mañana habrá desaparecido de vuestraservidumbre la doncella Esperanza; no la busquéis porqueno la encontraréis; no temáis nada por vuestra honra, porqueesa Esperanza cree que estoy enamorado de ella y quesólo por ella voy. Sed prudente por vos misma, que ya podremoscomunicarnos sin que os comprometáis.»

Eran cerca de las doce cuando el duque de Osuna acabó decomponer las anteriores líneas. Volvió á salir secretamentepor el postigo, llegó á la calle á donde daban las rejas posterioresde la casa de la duquesa, reconoció aquélla por dondehabía hablado Esperanza cuatro horas antes, la dejó atrásy se detuvo junto á la última y esperó.

Al dar las doce el duque sintió pasos indecisos de unamujer en el interior; acercarse aquella mujer á la reja, detenerseun momento como irresoluta, y abrir por fin las maderas.

—¿Sois vos?—dijo con voz trémula Esperanza.

—Yo soy—contestó con la voz siempre desfigurada elduque.

—Pero ¿por qué si me queréis os ocultáis?

—Ya me conocerás. Entre tanto toma esta cadena.

—¡Una cadena!

—Que vale trescientos doblones.

—¡Ah! ¡trescientos doblones!—dijo Esperanza tomandocon ansia la cadena.

—Ya conocerás que quien tanto te da debe amarte mucho.

—¡Oh! ¡y qué buena suerte la mía, señor!

—No es la mía tan buena.

—¿Por qué? yo... os quiero ya... os quiero bien.

—No lo dudo. Pero me parece que no me querrás tantoque me recibas esta noche.

—¡Ah, señor! no he tenido tiempo de buscar la llave delpostigo.

—¿Pero la tendrás mañana?

—Sí; sí, señor.

—Y dime, ¿nos podrán sorprender por esta parte?

—No; no, señor; por aquí no viene nadie; ese postigono se abre nunca; por lo mismo, es necesario buscar lallave.

—Cuento con que mañana...

—¡Oh! sí; sí, señor.

—Pues entonces, hasta mañana después de las doce.

—Hasta mañana.

El duque se fué, y la doncella se subió á su aposento conel corazón latiéndole con impaciencia por el regalo que lahabía dado su extraño amante.

Cuando tuvo luz; cuando estuvo sola, miró estremecidala cadena y ahogó un grito de asombro.

—¡Dice que vale trescientos doblones!—exclamó—y bienlo creo; esto es muy bueno, muy hermoso, ¿pero por quéme da tanto ese caballero? ¿si serán falsas estas piedras?Yo soy bonita, es verdad (y la muchacha no mentía), peronadie me ha ofrecido tanto; cuando á una le dan para vivirtoda su vida, cuando puede ser rica... y luego... debe serhermoso... yo le veía los ojos en la sombra y me abrasaban...como que creo que le quiero... pero si fueran falsas estaspiedras...

Esperanza no durmió en toda la noche; al día siguiente selevantó muy temprano, y se fué á una platería.

—Un caballero que me solicita—dijo al platero—me hadado estas joyas: yo he temido que sean falsas.

—¿Falsas? ¡eh, señora! si queréis ahora mismo por ellasdoscientos doblones...

—¿De veras?

—Tan de veras como que os los doy.

—No, no las vendo; quedáos con Dios.

Y Esperanza volvió loca de alegría á su casa.

Entretanto, el duque de Osuna decía á su mayordomo:

—Oye: ¿no tengo yo ninguna casa en Madrid desalquilada?

—Sí; sí, señor: en la calle de la Palma Alta tiene vuecenciauna.

—Hazla amueblar, y luego tráeme la llave y las señas dela casa.

—Muy bien, señor.

A la noche, á las doce en punto, el duque de Osuna llegóá la calleja á donde daba la parte posterior de la casa de laduquesa de Gandía.

Reconoció la primera reja por donde había hablado lanoche anterior con Esperanza; vió sobre ella el mirador concelosías, y arrancándose una cinta del traje, la ató en unhierro; después, llegó á la última reja, y esperó.

Pero tuvo que esperar muy poco, porque Esperanza, queya le esperaba, abrió al momento el postigo de la reja.

—¡Ah! ¡buenas noches!—dijo la joven—; os esperaba conimpaciencia.

—¿Y me esperabas decidida á todo, luz de mi vida?—dijoel duque fingiendo siempre la voz y haciendo una violenciapara enamorar á la doncella.

—Sí; sí, señor; pero vos no pensaréis mal de mí—dijo concierto embarazo Esperanza.

—No, de ningún modo—dijo con impaciencia el duque—;¿tienes la llave?

—Sí, señor, trabajo me ha costado quitarla del manojodel conserje... pero ya está aquí.

—Concluyamos entonces...

—¡Ah, señor!... si os sintiese...

—¿Decididamente consientes ó no en abrirme?

—¡Ah, sí, señor!... pero si me engañáseis...

—Mejor suerte has de tener que la que esperas...

—Pues bien... sí... sí, señor; id por el postigo. ¡Dios mío!

El duque de Osuna se acercó al postigo, latiéndole el corazón.

Esperanza abrió.

Cuando hubo abierto, el duque la asió una mano y tiróde ella.

—¿Qué hacéis?—dijo asustada Esperanza.

—Yo no me atrevo á entrar—dijo el duque.

—Y entonces, ¿para qué queríais que abriese?

—Para que salieras tú...

—¡Pero Dios mío!... yo no os conozco.

—¿Y qué te importa?...

—Sí, sí—dijo con energía Esperanza—; venís encubierto,podéis ser un ladrón, haberme dado esas joyas y ese dineropara engañarme.

—Y tiene razón la muchacha—dijo para sí el duque deOsuna, pero sin soltarla.

Esperanza estaba fuertemente asida al marco de la puertay pugnaba por desasirse del duque.

—Si no me soltáis, grito.

El duque se decidió á darse á conocer.

—Y si gritas y vienen y yo no te suelto, te encontraráncon el duque de Osuna.

—¡El duque de Osuna! ¡Dios mío! ¡pero esto no puede ser!¡no, no, señor, vos me engañáis! ¡el duque de Osuna, cómohabía de reparar en mí!

—¿Conoces tú al duque de Osuna?

—Le he visto entrar muchas veces en casa.

—Y yo te he visto á ti muchas veces, y me he enamoradode ti.

—¡Oh Dios mío!

—Entra un tanto, que me voy á dar á conocer de ti.

Entró Esperanza, el duque con ella, cerró el postigo, hizoluz con la linterna que llevaba bajo la capa, se quitó el antifazy dejó ver su semblante á Esperanza.

La muchacha se estremeció y cayó de rodillas.

—¡Ah, señor! ¡perdonadme, perdonadme por haber dudadode vuecencia!—

exclamó.

—No me conocías—dijo el duque—, y nada tiene de extraño.Pero abreviemos, estoy en ascuas... quiero vermefuera de aquí cuanto antes. ¿Te negarás ahora á seguirme?

—No, no, señor... pero no tengo manto... me he dejadoarriba en mi aposento, en mi cofre las joyas que vuecenciame dió...

—Nos espera una silla de manos muy cerca... en cuanto álas joyas no importa...

vamos.

—¡Ah, señor...! ¡voy á seguiros...! ¡no sé lo que me sucede!¡pero no me perdáis...!

El duque tiró de ella, llegó al postigo, tomó la llave de laparte de adentro, la puso por la parte de afuera, cerró, guardóla llave y se alejó con Esperanza.

A la revuelta de la primera calle, el duque dió una palmada.

Acercaron una ancha silla de manos, y Esperanza y el duqueentraron en ella.

La silla se puso inmediatamente en movimiento.

Esperanza guardaba silencio; el duque meditaba.

—Es necesario, necesario de todo punto—pensaba el duque—,que yo sea por algún tiempo amante de esta muchacha,para que no pueda sospechar nada, para que crea quetodo esto lo hago por ella.

Y acercándose á Esperanza la abrazó.

Esperanza, en el primer movimiento instintivo, luchó pordesasirse del duque; pero luego se estuvo quieta.

—¡Diablo!—dijo don Pedro—, del mal el menos; es buenamoza cuanto puede pedirse, y parece honrada y buena...¿qué diablos de complicaciones...? una querida más... y unapensión más... porque si no es mi querida, sospechará... podrápresumir, y es necesario que no presuma.

Y tras este pensamiento, el duque enamoró de tal modo áEsperanza, que ésta dijo al fin para sus adentros:

—Le parezco hermosa, y como estos señores son tan ricosy tan orgullosos, ha querido tenerme sin que nadie lo sepa...pero esto durará poco... y me dejará enamorada. ¡Dios mío!¡y qué hermoso, y qué galán es!

Y la muchacha suspiró.

—¿Por qué suspiras?—la dijo el duque.

—Porque os amo—dijo Esperanza dejando caer la cabezasobre el hombro del duque.

—Ya no me llamas excelencia, ni señor—dijo don Pedro—,y esto me agrada.

—Por lo mismo lo hago, porque creo que estáis enamoradode mí.

—Pero aún queda ese enojoso vos.

—¡Hablaros yo de tú, como á Cosme Prieto! Es verdadque yo no soy como otras que vienen á servir de mi tierra.Yo soy noble.

—¡Hola!

—Mi padre tiene una torre con almenas en la Montaña,nuestro solar es muy antiguo; me llamo Esperanza de Figueroa.

—¡Ah! ¿Eso es cierto?

—Ya lo sabréis...

—¿Y servías...?

—Como doncella, á una grande de España; hay muchasdamas sirviendo en la corte, hijas de nobles pobres; no senos trata como se debía... ¡la necesidad...! somos siete hermanos...mi padre enfermo... mi madre anciana...

—¡Ah! ¡ah! pues mejor, mejor... yo enriqueceré á tus padres...yo no te abandonaré.

—¡Una sola palabra!

—¡Qué!

—¡Me amáis de veras!

—¡Sí!—dijo el duque.

—Pues bien; el amor iguala... yo no sé por qué te amotambién, duque mío.

—¡Diablo!—exclamó para sí el duque—; esta muchacha esmás hechicera y tiene más talento de lo que yo creía. Me vainteresando ya... como puede interesarme una mujer que noes la duquesa de Gandía.

Abrióse en aquel momento la puerta de una casa, y entróla silla de manos.

Se detuvo, y los hombres que la conducían se alejaron, yvolvió á cerrarse la puerta.

El duque abrió entonces la portezuela, salió, hizo luz conla linterna, y dió la mano á Esperanza.

—Estamos enteramente solos—dijo el duque—: los quenos han traído no saben quién eres, ni de dónde sales.

Y esta era la verdad.

—¡Oh Dios mío, y qué locura!—dijo Esperanza asiéndoseencendida y trémula, al brazo que el duque la ofrecía.

Subieron unas escaleras.

Dos horas después el duque bajó por aquellas mismas escaleras,pálido y pensativo.

—Una mujer da otra mujer: el corazón, por lleno que esté,siempre tiene un hueco para la hermosura y para el corazónde otra mujer... ¡diablo! ¡diablo! me parece que mehace pensar demasiado seriamente esta muchacha... seránecesario enviarla cuanto antes y bien dotada á sus noblespadres, antes de que tengamos una historia, y acaso un remordimiento.

Y el noble don Pedro abrió la puerta y salió.

Eran las tres de la mañana.

Dirigióse rápidamente á la callejuela á donde le llamabasu amor, su verdadero amor, la pasión de su alma, que nopodían apagar las pasajeras lluvias de amorcillos que caíaná cada paso, á causa de su carácter y de sus riquezas, sobreel duque.

Llegó, y antes de poner aquella llave que tan cara, y almismo tiempo tan dulcemente había comprado, se estremeció,dudó, retrocedió: temía que un accidente cualquieradenunciase, descubriese aquella su entrada subrepticia casade la duquesa: pero el duque de Osuna, don Pedro, no retrocedíatan fácilmente; antes que dejar abandonada á símisma á la duquesa, arrostró por todo: confiaba en su nombre,en su fama; ya en su juventud, don Pedro Téllez Girónera un magnífico grande, á quien se respetaba poco menosque al rey.

Una vez dentro, recorrió algunas habitaciones desamuebladas,húmedas, á lo largo del muro de la calle, y fué reconociendolas rejas, ocultando la luz de la linterna cada vezque abría una.

Al fin dió con aquella, en uno de cuyos hierros habíapuesto como seña una cinta: quitóla, cerró, dió luz de nuevo,y buscó la subida de la escalera; por la cual, según le habíadicho Esperanza, se subía al corredor donde correspondíauna puerta de escape del dormitorio de la duquesa.

Aquel corredor tenía dos puertas: una á cada extremo.

El duque en esta perplejidad se dirigió á la de la derecha,con paso silencioso como el de un ladrón, oculta la luz dela linterna, con las manos por delante.

. . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . .

En un ancho y magnífico dormitorio, en un no menos anchoy magnífico lecho, dormía, mejor dicho, estaba acostadala hermosa duquesa de Gandía.

Desvelábala el cuidado.

La espantaba el día en que, no pudiendo ocultar más suestado, la fuese de todo punto indispensable confiar á alguiensu secreto.

¿Y cómo hacer creer á nadie la singular manera como habíaacontecido aquel terrible compromiso?

Doña Juana, que era virtuosa y honrada, no podía menosde afligirse amargamente, y de llorar al verse sometida áaquella inaudita desgracia.

Pidió á Dios que hiciese un milagro para librarla de ladeshonra, de una deshonra á que ella no había dado lugar,sino siendo mujer, cuando oyó dos golpes recatados en lapuerta de escape de la habitación inmediata.

Doña Juana detuvo el aliento y escuchó de nuevo.

Pasó algún tiempo y los dos golpes se repitieron.

Por aquella puerta, condenada hacía mucho tiempo, ydemasiado fuerte y bien cerrada para que pudiese libertarlade tener miedo, no podía llegar nadie como no fuese algunode su servidumbre íntima, que tuviese interés en decirla algosecretamente, sin pasar por las habitaciones donde dormíanla dueña y las doncellas de servicio.

Doña Juana se levantó, se echó por sí misma un traje y seacercó á la puerta, á la que llamaban por tercera vez.

—¿Quién llama?—dijo en voz baja.

—Tomad lo que os doy por bajo de la puerta, y con ellomi corazón y mi alma, hermosa señora—dijo una voz tandesfigurada, que la duquesa no pudo reconocer.

Al mismo tiempo sintió el roce de un papel por debajo dela puerta.

Bajóse la duquesa y tomó el papel.

Era la carta que había compuesto para ella el duque deOsuna.

Se fué, latiéndola el corazón, á la luz, y leyó el doble contenidoque ya conocen nuestros lectores.

Apenas la leyó rápidamente, cuando corrió á la puerta.

Necesitaba conocer al hombre audaz, causa del compromisohorrible en que se encontraba.

Pero aquella puerta estaba condenada, no tenía la llave,y la duquesa se vió reducida á tocar á ella, á llamar levementela atención de la persona que suponía al otro lado.

Pero nadie la contestó.

Volvió á llamar, y obtuvo por repuesta el mismo silencio.

Poco después oyó allá, desde el fondo de la calle, una vozintensa, dolorosa, que exclamó:

—¡Adiós!

Doña Juana se precipitó á la reja, la abrió, miró á la calle,y vió á lo lejos, en uno de sus extremos, entre lo obscuro, unbulto que desaparecía.

Doña Juana permaneció un momento en la reja mirando deuna manera ansiosa al lugar por donde el bulto había desaparecido,como si hubiera querido atraerle, y luego se retiró,cerró lentamente las maderas, y se fué á la mesa, tomósu libro de devociones, cortó algunas hojas, y luego buscóunas tijeras y se puso á cortar letra por letra.

Cuando tuvo una gran cantidad, las fué clasificando enmontoncitos por orden alfabético: como podría decir un cajista,distribuyéndolas, y cuando las tuvo distribuídas, reparóen que no tenía con qué pegarlas sobre el papel.

—No importa—dijo—, aprovecharé el tiempo: escribiré loque he de copiar con esas letras.

La duquesa de Gandía se puso á escribir su original, esdecir lo que debía después componer.

Y al escribirlo la infeliz lloraba.

Cuando estuvo concluida la carta, que no fué sino muchodespués del amanecer, porque la duquesa había pensado mucho,había rayado muchas palabras, que por la delicadísimaíndole del asunto, la habían parecido inconvenientes, resultólo que sigue:

«Señor, que no puedo llamar de otro modo al que tienepor una casualidad desdichada mi honra y mi vida, que todoes uno, en sus manos: Yo quiero creer que sois noble y generoso,y que será verdad que no me habréis comprometidovaliéndoos, para hacer llegar á mis manos la carta vuestraque contesto, de la liviandad de una de mis doncellas, á quienyo creía por cierto más honrada. Quiero creer, que ni meculpáis por lo sucedido, ni habréis revelado ni revelaréis ánadie, ni aun á vuestro confesor, lo que sin conocernos hapasado entre nosotros. En efecto, señor: lo que teméis es unahorrible realidad, soy madre: por el amor de Dios, señor, yaque lo sucedido no tiene remedio, á vuestro honor me entrego;de vos, que sois la causa de mis desdichas, espero la salvación,y si me salváis, si nadie en el mundo más que vospuede saber lo que me sucede, si queda secreto, yo os perdonaré.Entre tanto, señor, seáis quien fuéreis, noble ó plebeyo,necesito saber vuestro nombre; necesito conoceros,para no dudar, para no creer que todos los que me hablanconocen mi desdicha. Cuando recibáis esta noche á las docemi carta, entrad, entrad como habéis entrado hace poco, yhablaremos con la puerta de por medio, hablaremos y convendremosen lo que hayamos de convenir. Adiós, señor, ladesdichada á quien conocéis y que no os maldice, porque nosabe maldecir; que no os odia, porque no sabe odiar.»

Después de escrita esta carta, la duquesa la guardó cuidadosamente,envolvió cada suerte de letras de las que habíacortado en su papel correspondiente y las guardó, cerró asimismoel libro de devociones, y se acostó.

Algunas horas después, ya muy entrado el día, cuando ladespertaron, la dueña más antigua la dijo toda azorada:

—¡Señora! ¡Esperanza de Figueroa ha desaparecido!

—¡Que ha desaparecido Esperanza!—exclamó la duquesacon tal asombro, tan ingenuo y tan natural, como si aquellahubiera sido la primera noticia.

—Sí; sí, señora: desaparecido completamente.

—Habrá salido...

—Sí, señora: pero es el caso que se ha dejado su manto.

—Esperad, que ya volverá: cuando vuelva la decís que ladespido, y que Bustillos corra con lo necesario para enviárselaá su padre, con una carta en que se diga por qué lavuelvo.

—Muy bien, señora.

—Haced que me traigan algo que sirva para pegar papel.

Trajeron á la duquesa almidón cocido.

—Retiráos—dijo la duquesa—; cerrad la puerta, y que nadieentre bajo ningún pretexto sin que yo le llame.

—¿No almuerza la señora?

—No.

La dueña salió admirada.

La pobre duquesa empleó todo el día en componer sucarta con las letras cortadas, pegándolas como había hechoel duque de Osuna sobre un papel.

—Guardó cuidadosamente lo que podía indicar su trabajo,quemó la carta del duque de Osuna y el original de la suya,llamó y comió algo.

—¿Ha venido Esperanza? doña Agueda—dijo mientras comíala duquesa á la dueña que la había dado la primera noticiade la desaparición de la joven.

—No; no, señora—dijo la dueña—; ni parece á pesar deque se han enviado algunos lacayos á buscarla. Parece quese la ha tragado la tierra. Será necesario dar parte á la justicia.

—No, no: respetemos á su pobre padre... ocultémosle sudesgracia—dijo la duquesa—; que nadie hable de ello... yaveremos lo que tenemos que hacer.

—Muy bien, señora.

—¿Ha dejado su cofre?

—Lo ha dejado todo.

—Pues bien: sacad ese cofre, que lo descerrajen delantede vos, y que me lo traigan.

Yo sola he de verlo.

—Muy bien, señora.