El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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La duquesa pasaba á la otra habitación, que estaba completamenteá obscuras, para evitar cualquier curiosidadreprensible; la duquesa cerraba por una parte y otra dospuertas, y sólo cuando era imposible que nadie la viese,abría las ventanas que estaban cubiertas por cortinas.

El paso de una á otra habitación se hacía siempre así.

Era imposible que nadie comprendiese su estado.

Todo estaba previsto; hasta los menores detalles se llenaban.

Súpolo el rey y no lo extrañó, porque conocía la piedadde la duquesa; celebrólo más bien.

Súpolo la corte y nadie sospechó, porque no podía sospecharsenada de doña Juana.

Todos, en aquellos tiempos en que la religión estaba sostenidapor una fe ardiente, encontraron muy natural el sacrificiode la duquesa, y la tuvieron por una santa.

¡Y cuánto luchó la desgraciada en aquel largo encierro!¡cuánto sufrió! ¡cuánto gozó en su sufrimiento!

Había perdonado al causador de sus males, porque al finse mostraba generoso, y sentía una viva ansia por conocerle.

Pero el duque de Osuna, que iba recatadísimamente áverla por la reja algunas veces en la semana y en las altashoras de la noche, conservaba rigurosísimamente su incógnito.

En vano doña Juana pretendía desvanecer la sombra deaquel bulto negro que se acercaba á la reja.

En vano pretendía recordar una voz conocida en aquellavoz afectada.

El causador de su desdicha seguía siendo para ella unmisterio, un imposible, un pensamiento fijo.

Y por intuición, como por instinto, al sentir á su hijo ensu seno, la pobre madre pensaba involuntariamente con elcorazón abrasado de amor en el duque de Osuna, en aquelhombre á quien no podía pertenecer, que no debía conocerjamás su amor.

Y nunca sospechó que aquel encubierto de la reja fueseel duque de Osuna.

Pasáronse al fin seis meses desde el encierro de la duquesa.

Hacía ya algunos días que el duque ocupaba una casafrente por frente de las rejas de la duquesa, desde donde áuna señal debía acudir á todo trance.

El duque conservaba aún la llave del postigo.

Desde hacía algunos días, el duque lo tenía preparadotodo; la casa de don Jerónimo Martínez Montiño, en Navalcarnero,una litera y mozos en la casa vecina á la de la duquesa;cuanto era necesario.

Una noche del mes de Septiembre, que Dios quiso fueseobscura y lóbrega, el duque acudió á la reja.

Abrióse ésta al momento, y la dolorida voz de la duquesaexclamó:

—Salvadme, caballero, salvadme; abrid el postigo; entrad;yo muero.

El duque entró, y encontró á doña Juana desmayada.

Entonces hizo salir la litera de la casa de enfrente, sacó ádoña Juana en sus brazos, la metió en la litera, cerró el postigo,y partió hacia Navalcarnero.

Hizo el diablo, que en aquellos momentos pasase por lacalle el tío Manolillo, y lo viese todo, y siguiese á la litera.

Antes del amanecer, doña Juana volvió á su casa.

Había dejado á su hijo en Navalcarnero.

Doña Juana, exponiéndose á morir, no alteró la costumbreque desde el primer día de su encierro había establecido.

Nadie pudo saber nada.

El tío Manolillo, que había cogido el secreto dos veces, suprincipio en el Escorial, su fin en Navalcarnero, calló, porqueel tío Manolillo sabía que ciertos secretos valen tanto, queno deben malgastarse.

Durante algunas noches, el duque de Osuna entró por elpostigo.

Cuando la duquesa estuvo restablecida, cuando pudo bajarlas escaleras, le habló por la reja.

—Os doy las gracias—le dijo—, por lo honrado que habéissido; me habéis salvado, después de haberme perdido,y os perdono enteramente. Existiendo lo que entre los dosexiste, ¿no podré saber quién sois?

—No—contestó con voz ronca el duque.

—No insisto; pero juradme que nada tengo que temer pormi hijo.

—El será grande y noble.

—Oíd; yo quiero alguna vez conocerle.

—No es prudente.

—Cuando ya sea hombre á lo menos.

—Hablad, señora.

—¿Cuando sea hombre ocupará un lugar distinguido enla corte?

—Sí, señora.

—Se casará, le casaréis con una dama.

—Sí; sí, señora.

—Pues bien, esperad.

La duquesa subió, y bajó á poco.

—Tomad.

—¿Y qué es esto, señora?

—La herencia que doy á mi hijo; el aderezo que llevépuesto el día en que me velaron con el duque de Gandía.

—¿Y bien?...

—Si se casa mi hijo... nuestro hijo, con una dama, y esadama concurre á la corte, que lleve algunos días puestoeste aderezo, y un medallón en que hay un rizo de miscabellos.

—Bien, muy bien, señora.

—Ahora, caballero, ahora que todo ha concluído entrenosotros, no volváis á verme, sino para algo demasiadograve, para decirme, por ejemplo, si soy tan desgraciada...nuestro hijo ha muerto.

—¡Ah! ¡no quiera Dios, señora, que muera el hijo de nuestroamor!

Después de algunos momentos de conversación, duque yduquesa se separaron.

Y no volvieron á verse por la reja.

Pero cuando doña Juana acabó de cumplir su voto aparente,y se presentó en la corte, el duque de Osuna se presentóá ella, galán y hermoso.

La duquesa palideció.

—¡Oh! ¡cuánto os amo!—dijo el duque con un acento salidodel corazón—; yo sabía que érais hermosa y pura; pero nosabía que érais una santa... ¡y un año mortal sin veros!... y áfe á fe que me parecéis más hermosa.

La duquesa se vió obligada á imponer silencio al duque,pero no sospechó que él fuese el encubierto de la reja;nunca lo sospechó.

El duque creyó, por su parte, que nadie sabía el secretode la duquesa.

Ignoraba que el bufón del rey lo sabía por completo, pordos extrañas casualidades.

Ignoraba también que cuando dejó de socorrer á su hijo,con la intención de que se acostumbrase á la lucha y á lapobreza, Jerónimo Martínez Montiño, que amaba al bastardocomo si fuera su propio hijo, fué traidor al secreto por amorá don Juan.

Un día llamó al escribano Gabriel Pérez, que ya estabaviejo, y le sedujo para abrir el cofre que le había dejado endepósito el duque.

El escribano, como que podía poner un nuevo testimonio,cedió por curiosidad y por algunos ducados.

Abrióse el cofre, y encontraron la carta en que don Pedrorevelaba á su hijo que conociera á su madre por medio deladerezo de brillantes.

Pero como no constaba el nombre de la madre y sólo elamor que decía haberla tenido el duque, Jerónimo MartínezMontiño, empeñado en saber quién era la madre de donJuan, se trasladó á Madrid, y tanto preguntó á amigos, áconocidos, acerca de una dama á quien hubiese amadomucho el duque de Osuna en cierta época, que hubo desaber que el duque había andado enamorado de la duquesaviuda de Gandía, pero sin obtener nada.

Entonces Jerónimo quiso conocer á la duquesa, y la conoció.

Vió que los cabellos de la duquesa eran rubios, del mismocolor que el rizo que estaba encerrado en el medallón.

Después preguntó quién era ó había sido el joyero delduque de Gandía.

Dijéronselo, y le buscó, y en secreto le preguntó, presentándoleun brazalete, si lo había él fabricado.

—En efecto—dijo el platero—, este brazalete es una delas alhajas del aderezo completo que hice para el casamientode la señora duquesa de Gandía.

—Pues devolved estos dos brazaletes á la duquesa—dijoJerónimo, que comprendió que era el mejor medio de escapar,y dejando las dos joyas, salió de la tienda y se perdió.

El platero llevó al momento las joyas á la duquesa.

Al verlas doña Juana, tembló, palideció.

—¿Quién os ha dado esto?—le dijo.

—Un hombre á quien no conozco, que me ha encargadode hacer devolución de ello á vuecencia.

—Pero su nombre...

—No le conozco, señora.

—Os haré prender.

—¡Ah, señora! eso sería muy injusto.

—Id, id con Dios—dijo la duquesa meditando que si seempeñaba en averiguar por dónde habían venido aquellasjoyas, podía descubrir su secreto.

Pero doña Juana quedo en una ansiedad mortal.

¿Habría muerto su hijo, aquel hijo á quien amaba tanto?

Doña Juana, pues, no era feliz.

Y de repente se le habían revelado dos grandes misterios,por medio del aderezo usado por doña Clara Soldevilla.

Había conocido á su hijo.

Era un mancebo hermosísimo, capaz de enloquecer á unamadre; noble, generoso, honrado por el rey, casado con unadama sin tacha, por más que no fuese muy de la devociónde la duquesa, por ser amiga doña Clara de la reina y conspirarcontra el duque de Lerma.

¿Y aquel mancebo era hijo del duque de Osuna?

Nada tiene de extraño, pues, que doña Juana de Velascose sintiese mala al ver su aderezo sobre doña Clara; nada,pues, que esperase con tanta impaciencia á los dos jóvenes.

Tenía, á pesar de su prevención hacía ella como conspiradora,gran confianza en doña Clara; sabía cuánto era nobley pura, y en cuanto á hermosa...

Como madre, tenía lleno el corazón doña Juana con laesposa de su hijo.

Pero... se veía obligada á defenderse delante de ellos;había llegado el momento de la defensa y temblaba.

Al fin se abrió una puerta, y un maestresala dijo:

—El señor don Juan Téllez Girón y su señora esposaestán en la cámara de vuecencia.

CAPÍTULO LVII

AMOR DE MADRE

Doña Juana fué allá desolada.

Sin embargo, se detuvo cobarde antes de levantar el tapizde la puerta exterior.

Vió á don Juan que miraba los retratos de familia de susabuelos, y á doña Clara que los miraba también hechiceramenteapoyada en el hombro de su marido con el más deliciosoabandono.

—¡Oh Dios mío!—dijo la duquesa—¡y es preciso, precisode todo punto!

Y adelantó.

Los dos jóvenes se volvieron.

La duquesa miró á don Juan, hizo un ademán de arrojarseen sus brazos; pero se arrojó de repente en los de doña Clara.

La joven la estrechó entre ellos, la besó en la frente conternura y la dijo exhalando su alma en su acento y en su voz,que sólo la duquesa pudo oír:

—¡Oh! ¡madre mía!

La duquesa se levantó de entre los brazos de doña Clara,y la miró al través de sus lágrimas.

La joven había tenido la delicadeza de no llevar el aderezode bodas, aquel terrible aderezo.

Pero en cambio llevaba uno no menos rico de su madre.

—Sí, sí; ¡mis hijos!—exclamó la duquesa—; pero habladbajo... muy bajo... vos...—

añadió dirigiéndose á don Juan—hacedmeel favor de cerrar por dentro aquella puerta.

Ahoravenid, venid conmigo á mi recámara, donde nadie pueda escucharnos.

Los dos jóvenes siguieron á la duquesa.

Esta llevaba asida de la mano á doña Clara.

Cuando estuvieron solos, en un reducido y bellísimo gabinete,la duquesa no pudo contenerse; se arrojó entre los brazosde don Juan, le besó, lloró, rió y por último cayó desvanecidasobre el estrado.

—¡Agua! ¡agua! ¡Clara mía!—exclamó don Juan—¡mi pobremadre!...

Doña Clara buscó agua, y no encontrándola, sacó de suseno un pomito de agua de olor y la esparció sobre el rostrode la duquesa.

Al poco tiempo, como el desvanecimiento había sido ligero,doña Juana volvió en sí.

Vió á los jóvenes y se ruborizó.

Ellos conocían su secreto.

La duquesa se había visto obligada á llamarlos.

Su honor exigía una explicación, una revelación.

Y en medio de la situación difícil en que se encontraba,gozaba un placer infinito, una alegría inmensa, inefable, comonunca había experimentado.

Al fin era madre y tenía delante á su hijo.

Y su hijo era hermoso.

En su ancha y noble frente se reflejaba la grandeza de suraza: en sus ojos brillaban la generosidad, el valor, cien noblespasiones.

Y aquellos ojos, fijos dulcemente en ella, inundaban de unplacer desconocido el alma de la duquesa, la inflamaban enun amor infinito.

Era el purísimo amor de una buena madre, que había lloradoveinticuatro años por su hijo á quien no conocía, y quele era tanto más querido, cuantos más sacrificios de todogénero le había costado.

Junto á sí, y esposa de su hijo, tenía á aquella admirablemujer, modelo de la dama española, tipo por desgracia perdido,con su belleza espiritual, con su noble aspecto, con ladelicada atmósfera de distinción que vemos aún en los retratoscontemporáneos de Pantoja, de Velázquez y de otrostantos.

Doña Juana, pues, sufría y gozaba; lloraba y sonreía, seavergonzaba, y sin embargo su alma se dilataba, reposaba enuna dulce confianza.

Doña Juana entonces estaba en el cielo, sin haber desaparecidode la tierra.

Asió las manos de los dos jóvenes, los atrajo á sí, los estrechóá un tiempo contra su pecho, y partió con los dos susbesos y sus lágrimas.

Después, separándolos dulcemente de sí, les dijo:

—Necesito justificarme ante vosotros.

—¡Madre y señora!—exclamó don Juan.

—¡Justificaros vos! ¿y de qué?—dijo doña Clara.

—Vos, don Juan, sois noble y á más de noble, hombre dehonor; no desmentís la ilustre sangre que por vuestro padrey por mí corre en vuestras venas. Estoy segura, no tengoduda de ello, que os pesa de ser mi hijo.

—¡Ah! ¡no! ¡no!—exclamó don Juan.

—Y vos, doña Clara; vos, cuya fama brilla pura y resplandecientecomo el sol; vos, hija mía, vos tan hermosa, que nohay hermosura que os iguale en la corte; vos tan noble comoyo y como su padre; vos pretendida por tantos ilustres caballeros,y tan insensible con todos, vos casada con don Juan,enamorada... porque no tenéis que decírmelo... la felicidadbrilla en vuestros ojos... enamorada con toda vuestra almade vuestro esposo, sin duda seríais más feliz si vuestro esposono fuera mi hijo.

—Os juro, mi buena, mi amada madre, que no.

—Y sin embargo, hemos sido enemigas.

—¡Enemigas!—dijo don Juan.

—Si no enemigas, yo no la he querido bien, y ella me haquerido mal.

—No; no, señora: todo consiste en que vos sois amiga deLerma, y yo amiga de la reina... pero eso nada importa; voshabéis querido separarme de la reina... esto era natural. Lareina tenía y tiene en mí un apoyo muy fuerte; porque esfuerte todo aquel que lleva su amistad, su amor hasta elpunto de sacrificarlo todo por la persona á quien ama, y unaprueba de ello ha sido mi casamiento.

—¡Ah!—exclamó la duquesa.

Don Juan se sonrió, y miró de una manera elocuentísimaá su mujer.

—Digo, señora, que una prueba de mi amor á su majestad,ha sido la causa de mi casamiento con mi don Juan; yo mehubiera casado con cualquiera en las circunstancias en quesu majestad se encontraba...

—No os comprendo...

—Tiempo tendré de explicarme. Digo que en las circunstanciasen que se encontraba la reina, con cualquiera mehubiera casado; pero al casarme por obligación con donJuan...

—¡Por obligación...!

—Antes he sido su esposa ante Dios y los hombres, quesu mujer.

—¡Ah! perdonad; pero suceden, aun á la mujer más pura,cosas tan extraordinarias...

y él, un Girón... audaz y apasionadocomo su padre... os repito que no os comprendo.

—Sin tener comprometido mi honor, me he visto obligada,por salvar á su majestad, á casarme con vuestro hijo. Perohe sido tan afortunada, que ansiaba ese casamiento, que ardíaen amores por él... que al darle mi voluntad, mi libertad,mi vida, delante de Dios, no era yo quien daba, sino quientomaba; no era yo quien hacía feliz, sino quien se hacía á simisma dichosa.

—¡Cómo!—exclamó don Juan.

—Hace ya algunas horas que somos uno en dos: maridoy mujer; don Juan, estoy delante de vuestra madre, que siéndolovuestra lo es mía; nadie nos oye más que nuestros corazones.Ya os lo puedo decir, os lo debo decir: cuando osvi por primera vez... cuando vuestra torpeza os hizo perderoshace tres noches en palacio...

—¡Cómo! ¿no os conocíais hasta hace tres noches...?—exclamóla duquesa.

—No, madre mía, no—dijo don Juan.

—Si no hubiera sido torpe... no nos hubiéramos visto.

—Si mi tío fingido hubiera estado en palacio, no nos hubiéramosconocido.

—Y si no nos hubiéramos conocido, no seríamos tan dichosos,tan completa, tan inmensamente dichosos. Perdonad,señora—añadió doña Clara—, pero yo no le debo ocultarnada; me parece ahora, ahora que le veo delante de mí, quees mío... mirad, madre, me parece que estoy entregada á unsueño dulce, y mi vida se llena de no sé qué delicia, queme embriaga, ¡y soy tan feliz! ¡Dios mío! ¡tan feliz! ¡tanfeliz!

Doña Clara se puso vivamente encendida, y ocultó surostro embellecido por la felicidad y por el pudor, en el senode la duquesa.

—Sois un tesoro, doña Clara—dijo la duquesa, levantandoentre sus manos la hermosa cabeza de doña Clara y besándolaen la boca.

Don Juan, dominado por su amor, por sus sentidos, apoyóun brazo en el sillón, y en su mano la cabeza.

—Como debo decírselo todo, es necesario que sepa, delantede vos que sois su madre, como quisiera que viera mialma entera... ¿por qué no he de decirlo...? que al abrir lamampara de la cámara de la reina, al verle delante de mí, mesentí herida, no sé cómo, de una manera dolorosa, y al mismotiempo dulce; que le amé... que le amé cuanto se puedeamar... y después... después... cuando amparada de él corríá obscuras las calles de Madrid apoyada en su brazo... yo...le amo desde que le vi... y si no hubiera sido su esposa, mehubiera metido monja... ¿cómo queréis que me pese que seahijo de vos, de la madre que le ha dado el ser para que hagami ventura?

—Y aunque no os pese, hijos míos... ¿qué pensaréis devuestra madre?

Los jóvenes bajaron la cabeza..

—Vuestra madre, don Juan, es digna de vuestro respeto;la madre de vuestro esposo, doña Clara, es tan pura comovos... una violencia.... una locura... un mal pensamiento devuestro padre, tiene la culpa de todo. Yo no sabía, yo no hesabido hasta que he visto el aderezo con que os presentásteisá la corte, hija mía, que era el duque de Osuna el que tancruelmente abusó del terror, de la debilidad, del aturdimientode una mujer en una ocasión funesta. Yo no he sido amantede vuestro padre, don Juan, yo no tengo de común con élnada más que vos, que sois nuestro hijo y os he reconocido...porque mi corazón de madre no ha podido contenerse... oshe llamado después para abrazaros, para veros junto á mi ásolas; para deciros: yo os amo, os amo con mis entrañas,con mi alma, con mi vida... os amo desde el momento en queos sentí alentar en mi seno; os amo más que á mi hijo donCarlos, más, mucho más, porque me habéis sido más costoso,y al conoceros, don Juan, estoy orgullosa de ser vuestramadre... y yo os veré, os veré todos los días... ¿no es verdadque os veré?

—¡Oh! ¡sí!

—Y oíd... cuando vos os apartéis de vuestra esposa...

—¡Apartarse...!—exclamó con profunda energía doñaClara.

Todos sus abuelos han servido al rey.

—¡Ah, no, no! bastantes aventureros tiene España que vayaná matarse en la guerra, en Flandes, en Italia y en Francia;don Juan es valiente... don Juan es capitán de la guardiaespañola junto al rey, y no saldrá de Madrid, no saldrá dela corte; vos sois camarera mayor de la reina y yo dama dehonor; los tres unidos, viviremos muy felices, y luego... lo dominaremostodo... ganará la reina y perderá Lerma.

Frunció el bello y pálido entrecejo doña Juana.

—Lerma abusa de vos, madre mía, de vuestra buena fe—dijodon Juan—. Lerma es un ladrón duque, un miserable. Yoos convenceré, vos no debéis servir á Lerma... y, además, sino os conociesen tanto en la corte, como aún sois hermosay joven...

—Cincuenta y seis años—dijo la duquesa.

—Sin embargo, podrían creer...

—¡Qué!

—Podrían creer que amábais.

—No... no pueden creer eso... eso no es verdad... yo nohe amado á nadie... más que á vuestro padre... y nunca loha sabido... no lo sabrá jamás... porque vosotros, á quiénesdebe interesar el honor mío, no se lo diréis... ¿no esverdad?

—No; no, señora.

—No le digáis nunca... os lo pido con el corazón abierto,por Jesús sacramentado, no le digáis nunca que doña Clarase ha puesto aquel aderezo, que yo os he reconocido, donJuan... no le digáis nunca lo que está sucediendo entre nosotros...lo que sucederá... jurádmelo, hijos míos, jurádmelo.

—Señora—exclamó don Juan—: os lo juro por el nombrede mi padre, que conservaré sin mancha; por vuestro amor,que guardaré en lo más profundo de mi alma.

—Y yo os lo juro por mi honra y por la suya, madre mía.

—¡Oh! ¡pues entonces, soy la mujer más feliz del mundo!—exclamó,dando un grito ahogado por las lágrimas, laduquesa.

Pero de repente palideció y tembló.

—¿Qué tenéis, madre mía?—exclamó don Juan.

—¡Oh! hay alguien que conoce no sé cómo este secreto—dijola duquesa.

—¡Alguien! ¿y quién es?—dijo don Juan.

—No lo sé... no lo sé... antes de anoche... antes de anocheno encontraba yo á su majestad en su cámara... la buscaba...de repente me dejan caer el candelero de la mano, yoí una voz ronca, una voz que no pude reconocer, y que medijo, no he olvidado una de sus palabras, no he podidoolvidarlas: si queréis que nadie sepa vuestros secretos, nobleduquesa, guardad vos un profundo secreto acerca de lo quehabéis visto y oído esta noche.

—¿Y no habéis podido averiguar quién era ese hombre?

—No.

—Sin duda se referían á vuestras inteligencias con el duquede Lerma—dijo doña Clara.

—¿Creéis vos que fuese eso?

—¿Y cómo podría ser otra cosa?—dijo don Juan—. Mi padreha guardado un profundo secreto: solamente yo he sabidopor esta carta...

Y dió á la duquesa la carta del duque de Osuna que habíaencontrado en el cofre.

—Pero aquí vuestro padre no me nombra; os dice sólo,que por medio de un aderezo podréis reconocerme si yoquiero darme á conocer de vos.

—Ya veis, madre mía, que mi padre no ha podido ser máshidalgo.

—Sí, pero...

—No es posible que ese secreto...

—Sin embargo... ¿quién os ha dado esa carta?

—El cocinero mayor del rey.

—¡El cocinero mayor!

—Sí, Francisco Martínez Montiño.

—¡De modo que ese hombre—dijo doña Clara—os ha dadopadres y esposa!

—Sin quererlo y sin saberlo.

—¡Cómo!—dijo la duquesa—. ¿Montiño no conoce estacarta?

—No, señora.

—¿Pues no os la dió?

—Sí; sí, señora, pero dentro de un cofre cerrado.

—¿Y no pudo haber abierto ese cofre?

—No, madre mía, porque la cerradura estaba cubierta conun papel sellado, y en aquel papel había un testimonio deescribano con la fecha de veinticuatro años ha.

—Es necesario, necesario que me expliquéis todo eso...pero otro día... hoy estoy muy conmovida.

—Y yo... yo necesito ir á palacio, mi buena madre—dijodoña Clara.

—¡Esperad! ¡esperad un momento!

La duquesa se levantó y salió.

—¡Juan! ¡Juan de mi alma! el secreto de tu madre está vendido...—dijodoña Clara.

—¡Vendido!...

—Sí... vendido... el hombre que dijo aquellas palabras átu madre á obscuras, en la cámara de la reina, era... ¡el tíoManolillo! ¡el bufón del rey!

—¿Y qué interés tiene el tío Manolillo?...

—El tío Manolillo... perdóname, Juan de mi alma, perdóname...no creas que tengo celos al decirte... al nombrarte áesa comedianta.

—¡Dorotea!—dijo don Juan, y se puso pálido.

Helóse el alma á doña Clara al notar la palidez de donJuan, pero no dió indicio alguno de ello.

—Sí, Dorotea; esa mujer te ama.

—¡Oh! ¿y qué importa?—dijo don Juan ya completamenterehecho de su turbación.

—Importa mucho, muchísimo—dijo gravemente doña Clara.

—¿Crees que yo?...

—¡Oh! ¡no! ¡no! yo sé que tu corazón, tu alma, tu pensamiento,todo tú eres mío; pero el bufón del rey es padre ópariente ó amante de esa perdida... el tío Manolillo es terrible...ella te ama... tú te has casado conmigo... si por vengarseese hombre...

—¡Oh! te juro... te juro que el bufón no hablará; pero paraeso es necesario...

—¡Qué!

—Que don Francisco de Quevedo, mi amigo... mi buenamigo, pueda estar seguro en la corte.

—¡Cómo!

—El duque de Lerma...

—¡Oh! descuida... pero tu madre se acerca.

En efecto, la duquesa venía cargada con una multitud deestuches.

—¿Qué es eso, señora?—dijo don Juan.

—Este es el dote de tu esposa que yo la doy.

—¡Ah! ¡no! ¡no! señora; yo estoy convenientemente dotadapor mi padre.

—Tu padre... es rico... lo que se llama rico entre simplescaballeros, que no se ven obligados á sostener gran casa,gran servidumbre; pero tú eres esposa de mi hijo...

—Me basta con eso.

—Y mi hijo mañana será muy alto, muy grande...

—Mi padre, madre mía, me ha dado ya una renta—dijodon Juan.

—Si has recibido de tu padre, ¿por qué no recibes de tumadre?

—¡Ah!

—Mira: son mis mejores joyas; valen cientos de miles deducados... yo no las necesito ya... tengo las bastantes parapresentarme de una manera riquísima en los días de corte...toma, toma, llévatelas, hijo mío... redúcelas á dinero... comprahaciendas y dalas en dote á mi buena, á mi hermosahija... á mi pequeña enemiga.

—Meditad...

—¡Oh! ¡no me amas!... ¡me engañas!...

—Ya tenemos el magnífico aderezo...—dijo doña Clara.

—Y aquí van otros diez... más ricos que aquel...

—¿No creeréis que nuestro amor es interesado si aceptamos?

—Creeré que no me amáis si no recibís lo que os doy... loque es tuyo p