El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Y entre otra nueva y más violenta salida de tono, añadió:

—¡Me han robado! ¡Me han perdido!

—¡Que os han perdido!

—¡Qué, señor! ¿quién ha dicho que me han perdido?...¡mienten! ¡mienten! ¡bah! ¡la reina está sana y buena!

—¡Montiño! ¡qué decís de la reina!

—¡Yo! ¡bah! ¡yo no digo nada de la reina!

—Sí, sí... hay algo en vos que me aterra, no sé por qué...vuestros ojos... vuestra voz...

Y el duque se levantó, salió, cerró todas las puertas demodo que de nadie pudiesen ser oídos, y se volvió al ladodel cocinero mayor, á quien asió violentamente de un brazo.

Había recordado aquellas palabras que le había dichopoco antes la duquesa de Gandía: « sucede... sucede mucho...lo que pasó anoche en palacio... » y una relación misteriosa,terrible, se había establecido en la imaginación del duque,entre aquellas palabras de la duquesa, y las que acababa deoír, vagas, reticentes, respecto á la reina, al cocinero de sumajestad.

—Oye...—le dijo el duque—, estamos solos: yo soy omnipotenteen España.

—Lo sé, señor, lo sé...—dijo Montiño.

—Puedo... ¿qué sé yo lo que puedo hacer contigo?... puedo,por un lado destruirte...

por otro, enriquecerte.

—¡Señor!... ¡señor!... ¡que me lastimáis!

—Y si no me respondes á lo que te pregunto, claro, muyclaro... mira: mando que traigan aquí mismo una silla demanos, que te metan en ella, y que te lleven á la Inquisición...

—¡A la Inquisición!...—exclamó trémulo, acongojado, elcocinero mayor.

—Y allí, encerrado yo contigo, á quien mandaré poner enel potro, te haré pedazos si no me contestas...

—¡Ah, señor, señor!—exclamó Montiño, cayendo de rodillasá los pies del duque—

. ¡Esto sólo me faltaba!

—Y oye—añadió el duque soltando á Montiño y yendo ála mesa y escribiendo y trayendo después el papel escrito áMontiño—, si me respondes con verdad y lo que me dicesvale la pena, te doy este vale para que al presentárselo tepague mi tesorero mil ducados.

—¡Mil ducados, ó la Inquisición y el tormento!

—Elige.

—Sí... sí... señor... pues... elijo... ¡los mil ducados!

Y tendió las manos al vale.

—Despacio, despacio, señor Francisco Montiño—dijo elduque sentándose en el sillón—; antes es necesario que merespondáis á lo que voy á preguntaros.

—Si puedo responderos, señor, lo haré con toda mi alma.

—Decidme: ¿por qué habéis dicho con terror que la reina,que su majestad, está sana y buena?

—¡Yo!... ¿he dicho yo eso?... Sí, señor... la reina está muybuena... su majestad goza de muy excelente salud.

—Montiño, estáis pálido, aterrado cuando me decís eso;hablad, hablad, por Dios; os lo mando, os lo suplico. Tengoantecedentes...

—¡Cómo! ¡sabéis, señor!...

—Sí... sí... sé que en palacio han mediado cosas graves.

—Pero sabréis también, señor, y si no lo sabe vuecenciayo lo puedo probar, que en tres días no he parecido por lascocinas, y que soy inocente.

—¡Inocente! ¿Luego era verdad? ¿Luego se ha cometidoun crimen?

—Señor... ¡yo no he dicho eso!

—Será preciso para que habléis que yo me encierre convos en la inquisición.

Y el duque se levantó.

—¡Ah, no! ¡no, señor!—exclamó el cocinero agonizando deterror, sudando, estremeciéndose—; yo lo diré todo.

—Hablad, pues.

—Habéis de saber, señor, que mi mujer...

—Pero si no se trata de vuestra mujer—exclamó con impacienciael duque.

—Sí, sí; ya sé, señor, que no se trata de mi mujer; pero esnecesario empezar por mi mujer.

—Veamos, veamos; seguid.

—Pues... mi mujer ha sido seducida por el sargento mayordon Juan de Guzmán.

—¡Oh! ¡Don Juan de Guzmán enamora á vuestra mujer!...Seguid, seguid.

—Y mi mujer se ha dejado enamorar de don Juan deGuzmán.

—¿Y qué tiene que ver eso...?

—Tiene que ver mucho. Don Juan de Guzmán es ó eraservidor de don Rodrigo Calderón.

—¡Ah!

—Y como don Rodrigo Calderón ayudaba á los unos y álos otros, á vuecencia contra la reina...

—¡Montiño!

—Vuecencia me ha mandado decir la verdad.

—Seguid.

—Pues... ayudaba á vuecencia contra la reina, y al condede Olivares contra el duque de Uceda y contra vos, y al duquede Uceda contra vos y contra el conde de Olivares, ytraía enredado á todo el mundo, de cuyo enredo ha resultadoel lance que le tiene en el lecho mal herido, y un delitohorrible.

—¡Un delito!...

—Oigame vuecencia y llegaremos á ese delito.

—Seguid, seguid.

—Seducida mi mujer por don Juan de Guzmán, ella sedujoá uno de los galopines de cocina... estoy seguro de ello...á Cosme Aldaba... y á un paje de la reina... amante de mihija, como don Juan de Guzmán era amante de mi mujer.

—Acabad de una vez.

—Llegamos al crimen. Hoy por la mañana, apenas me vilibre de negocios, me fuí á las cocinas... á cumplir con miobligación... y me encontré en ellas á ese infame Cosme Aldaba...

—No os entiendo bien... Al resultado... al resultado.

—El resultado ha sido que se ha servido en el almuerzode su majestad la reina una perdiz envenenada.

El tío Manolillo, revelando aquel crimen al cocinero mayor,había cometido una imprudencia gravísima; FranciscoMontiño, que en otra ocasión, por interés propio, hubieraguardado la más profunda reserva, enloquecido, aterrado,fuera de sí, había roto el secreto.

El duque de Lerma, pálido y desencajado, estuvo algunosmomentos sin hablar después de haber oído la frase unaperdiz envenenada.

Se levantó y se puso á pasear á lo largo del despacho.

Temblaba; estaba aterrado.

—Pero no, no es esto lo que me indicó la duquesa deGandía; no, no puede ser—

decía paseándose—; y luego... nome han llamado á palacio... este hombre está fuera de sí... seengaña sin duda... veamos... dominémonos.

Y se detuvo delante de Montiño.

El cocinero mayor le miró de una manera que queríadecir:

—Yo no he tenido parte en ese crimen.

—¿Y decís... que su majestad está buena?—preguntó alcocinero mayor.

—Sí; sí, señor—contestó Montiño—; y el padre Aliagatambién... acabo de hablar con él... y está bueno, y tienebuen color... y eso que el padre Aliaga almorzaba con sumajestad la reina.

—¿Es decir, que no han comido de la perdiz?...

—No; no, señor... yo creo que no... pero quien puede deciroseso... es... el tío Manolillo... el bufón del rey, que fuéquien me lo dijo á mí.

—¿Pero cómo se sabe que esa perdiz estaba envenenada?

—Porque ha muerto un paje que se comió lo que habíaquedado en los platos de la reina y del padre Aliaga.

—Pero si quedó en los platos, debieron comer...

—No, porque el tío Manolillo asustó á la reina...

—Yo creo que estáis loco, Montiño; que lo que os sucedeos ha trastornado el seso.

—Puede ser, puede ser, señor.

—No habléis de eso á nadie, porque si de eso habláis conotras personas, podéis dar en la horca... yo me informaré...aunque de seguro estáis equivocado.

—¿Y por qué ha huído mi mujer con mi hija y con el sargentomayor don Juan de Guzmán, y con Cosme Aldaba,pinche de la cocina, y con Cristóbal, paje de la reina...robándome?...

—Yo me informaré, me informaré... y veremos. Si se haintentado el crimen, por lo que sucede... es decir... por loque no sucede, es casi seguro que ese crimen se ha frustrado...si ha habido crimen, estoy seguro que estáis inocentede él... se os conoce...

y á más... yo os conozco hace muchotiempo; por dinero sois capaz de engañarme y de engañar átodos los que os paguen; de servir á personas enemigas, lasunas contra las otras, á un mismo tiempo... pero no cometeríaisun asesinato por dinero... estoy seguro de ello... callad,pues, acerca de este atentado; yo lo averiguaré todo, sabrélo que hay de cierto y castigaré á quien deba castigar.

—¿Y no correré yo ningún riesgo?

—No, si sois inocente como creo.

—¿Y mandaréis buscar, señor, á mi mujer y á mi hija, y aldinero que me han robado?

—Sí; sí... pero volvamos al principio. ¿Recordáis lo que osmandé?—dijo el duque cambiando la conversación.

—Me han sucedido tantas desdichas, señor... que estoyaturdido.

—Pues yo recuerdo perfectamente lo que os mandé. Enprimer lugar, os dije que fuéseis á visitar á cierta dama dequien se vale el duque Uceda para pervertir, á pesar de suspocos años, al príncipe don Felipe.

—Sí; sí, señor, doña Ana de Acuña.

—Os dí una gargantilla de perlas para ella.

—Sí, señor, y la gargantilla está en poder de esa dama.

—¡Ah! ¿la habéis visto?

—Sí, señor.

—¿Y cuándo la vísteis?

—Con gran trabajo, porque se negaba á recibirme, anoche,ya tarde.

—¿Y qué pasó en vuestra visita?

—Díjela que un altísimo personaje me enviaba á ella, y enprueba de su estimación me mandaba entregarla una alhajade gran precio. Entonces la dí la gargantilla.

Alegráronselalos ojos; pero puso dificultades... me dijo que no conociendoá quien aquél regalo la hacía, no debía recibirle...

—Pero al fin...

—Díjela yo que quien la deseaba era tan alto personaje,que sería necesario, para que no le conociese, que le recibiesesin luz.

—¿Y qué dijo á eso?

—Quiso echarme rudamente de su casa... hizo como que seirritaba... pero no me echó... al fin de muchas réplicas medijo: no hay persona que no pudiera ofenderme con unasolicitud tan extraña sino el rey.

—¿Eso dijo?—exclamó el duque.

—Eso dijo.

—¿Y vos?...

—La dejé en su creencia.

—Habéis hecho bien; ¿y en qué habéis quedado?

—Doña Ana aceptó... y cuando vuecencia quiera, yo laavisaré que... el rey... irá á verla, y la hora en que irá.

—Pues bien; avisadla que iré á verla esta noche. Despuésvendréis y me diréis á qué hora y qué seña... y me acompañaréis...

—Muy bien, señor.

—Estoy satisfecho de vos por lo tocante á esa dama: peroos mandé además que diéseis una encomienda de Santiagoá vuestro sobrino...

—Es que mi sobrino, no es mi sobrino...

—Sí, sí; ya sé que es hijo bastardo del duque de Osuna;pero esto no impide que le hayáis dado de mi parte la encomiendaque os dí para él.

—Os diré, señor; estaba tan turbado con lo que me sucedía,que se me olvidó; aquí está la encomienda (y sacó delbolsillo el estuche que le había dado el duque de Lerma, conteniendouna placa con la cruz de Santiago), y además, señor,hubiera sido inútil.

—¡Inútil! ¿por qué? ¿hubiera despreciado don Juan un favordel rey hecho por mi medio?

—No digo yo eso... pero don Juan es caballero del hábitode Santiago desde que nació por merced del señor don FelipeII.

—¡Ah!—dijo el duque con asombro—; sin embargo, no hubieraestado de más que don Juan hubiera sabido que teníaen mí un amigo.

—Perdonad mi olvido, señor; ¡pero me sucedían cosas tanterribles!...

—Guardad... guardad de nuevo esa cruz; llevadla de miparte á don Juan, y decidle que venga á verme para recibirla cédula real. En este negocio habéis andado torpe...

—¡Señor! ¡me sucedían tales cosas!

—Veamos si habéis hecho otro encargo mío. Os dí unacarta para la madre Misericordia...

—Y la contestación está aquí...—dijo con suma vivezaMontiño—, la tengo en el bolsillo desde ayer.

El duque leyó aquella carta.

En ella, por instigación del padre Aliaga, como dijimos ensu lugar, la madre Misericordia desvanecía todas las sospechasdel duque acerca del género del conocimiento que podíaexistir entre su hija y Quevedo.

Pero como el duque sabía ya por su misma hija que eraamante del tremendo poeta, no pudo menos de fruncir elgesto.

—¡Conque es decir que también mi sobrina la abadesa delas Descalzas Reales me engaña!—dijo para sí—; ¡conquees decir que todos me abandonan, y que ahora sé menos quenunca en dónde estoy! Es necesario atraernos decididamenteá Quevedo, y si nos pone por condición perder á don Rodrigo,hacer una de pópulo bárbaro, la haremos... aprovecharemosdespués la primera ocasión para dar al traste conQuevedo... ó cuando menos... sirviéndole, conservaremosnuestra dignidad exterior... Esto es preciso, preciso de todopunto.

Y luego añadió alto, tomando el vale de los mil ducados,y dándoselo al cocinero:

—Hasta cierto punto me habéis servido bien; seguidmesirviendo y os haré rico.

—¡Ah! bastante falta me hace, señor, porque la infame demi mujer me ha dejado arruinado—exclamó Montiño volviendode una manera tremenda á su pensamiento dominante.

—Yo haré que prendan á vuestra mujer. Dejadme su nombre,sus señas, las de vuestra hija y las de esos otros.

El cocinero escribió con cierto sabroso placer, y entregóel papel que había escrito al duque.

—En cuanto á lo que sospecháis respecto á ese crimenque decís intentado contra su majestad, guardad por vosmismo el más profundo secreto.

—¡Oh! no temáis, señor; yo no sé cómo lo he dicho á vuecencia;¡estaba loco!.., pero ahora, con el amparo de vuecencia,es distinto... distinto de todo punto... empiezo á vivir denuevo.

—Id, pues, á ver á doña Ana, y convenid con ella á quéhora podré verla esta noche.

—Iré, señor.

—Y volved á avisarme.

—Volveré.

—Buscad á don Juan Téllez Girón, y dadle de mi parteesa cruz.

—Le buscaré.

—Podéis iros, Montiño, confiando en mí.

—Perdonad, señor; pero antes tengo que deciros algo.

—¡Qué!

—¡La Dorotea!...

—¡Dorotea!

—Sí; sí, señor: Dorotea la comedianta me ha dado paravuecencia esta carta.

El duque la leyó.

—¡Dorotea!—exclamó para sí el duque—; Dorotea es... yono sé lo que Dorotea es del bufón del rey... esta muchachame ama... la deslumbro... pues bien... me conviene ir á verla...Tranquilizáos é id en paz—dijo en voz alta dirigiéndoseá Montiño.

—Beso las manos á vuecencia, y le doy las gracias portanto bien como me hace.

—Id, id con Dios, buen Montiño—dijo el duque abriendouna puerta para que el cocinero saliera—, y confiad en mí.

Montiño salió haciendo reverencias al duque.

Cuando el duque quedó solo, mandó poner una litera, ycuando ésta estuvo corriente, salió de su casa, sin acordarsede revocar la orden de prisión que á instancias de su hijahabía dado contra Quevedo.

Lerma estaba tan trastornado con lo que le acontecía,como con sus asuntos el cocinero mayor.

La duquesa de Gandía, por el momento había interpuestoen balde, respecto á Quevedo, su influencia para con elduque.

Este se hizo conducir en derechura á casa de la Dorotea.

CAPÍTULO LIX

DE CÓMO DOROTEA ERA MÁS PARA CON EL DUQUE, QUE EL DUQUE PARA CON EL REY

Dijimos al final del capítulo LV, que cuando Casilda, ladoncella de Dorotea, anunció á su señora la llegada del duquede Lerma, la Dorotea escondió á Quevedo en su dormitorio,á fin de que pudiese oír su conversación con el duquede Lerma, y que luego, quitado de en medio cuanto podíaparecer extraño al duque, se sentó en el hueco de un balcón,y se puso á estudiar su papel de reina Moraima.

El duque entró al fin, grave, espetado y con el sombreropuesto como tenía de costumbre.

Al verle la Dorotea se levantó, arrojó el papel sobre unasilla y se inclinó ceremoniosamente en una cumplida reverenciaante su hinchado amante.

—Mil gracias, señor—le dijo—, pues al fin os dejáis verde esta pobre mártir.

Y puso un sillón al duque.

—¿Cómo os va, Dorotea?—dijo éste sentándose y extendiendohacia la joven una mano, que ésta estrechó conrespeto.

—Me va muy mal—dijo la Dorotea sentándose bruscamenteen un taburete á los pies del duque—, y esto no puedecontinuar así.

—¿Qué decís, señora?

—No me llaméis señora—dijo la Dorotea—; yo no soy señora,soy una comedianta; una mujer que ha nacido paravivir libre como los pájaros, cantando siempre de rama enrama... para estar alegre, para gozar... para tener un amante...un verdadero amante que la ame, y no la trate con esosinsoportables miramientos con que vos me tratáis...

que nose pase los días sin verla... que no la olvide por nada... queno se vea obligada á llamarle señor, más que de su alma... yesto dulcemente... en fin, que no la aburra, que no la entristezca,que no la fastidie.

—Indudablemente estáis de muy mal humor, Dorotea.

—Tenéis razón, estoy de un humor endiablado.

—¿Y qué queréis?...

—Que acabemos de una vez; yo no sé aún lo que soypara vos.

—¿Que no lo sabéis?

—Quiero no saberlo, aunque vos me lo decís claramentecon vuestra conducta.

—Pero en fin... ¿qué creéis vos?

—Creo que yo para... vuecencia... soy... así, como unacosa que se tiene por vanidad... porque cuesta muy cara.

—¡Oh! ¡oh!

—Ni más ni menos; vos supísteis que había en la corteuna mujer que había despreciado las ofertas, los regalos, lassúplicas de los señores más principales, y os dijísteis... porvanidad, por pura vanidad: es necesario que esa mujer seamía, cueste lo que cueste, valga lo que valga; es necesarioque, como soy el dueño de la primera persona del reino, losea también de esa dificultad viviente. Es necesario que yohumille la vanidad de los demás.

—¿Y me habéis llamado para esto?

—Cierto que sí; para deciros que de vanidad á vanidad, lamía es mayor que la vuestra.

—¡Ah! ¡vuestra vanidad!

—Ciertamente; ¿habíais creído que yo os amaba?

A esta inesperada pregunta de la Dorotea, el duque pusoun gesto imposible de describir, en que lo que más se determinabaera una contrariedad terrible.

La Dorotea soltó una larga carcajada.

—Pues no os amo, ni os he amado nunca, ni os puedoamar—dijo inmediatamente después de la carcajada.

—¡Señora!—dijo el duque pálido de cólera.

—No me llaméis señora, ya os lo he dicho; llamadme Dorotea;no os irritéis tampoco; debéis apreciar el que yo osdiga la verdad. Y además, si no os amo, no es porque noquiero amaros, sino porque no lo merecéis.

—¡Que no lo merezco!

—No, porque no me amáis. El corazón se rinde al amor, yel amor es tan libre, que todos los tesoros del mundo no bastanpara comprarle; ¿cómo he de amaros yo, si desdeque os conocí estoy quejosa de vos?

—¡Quejosa! ¿Qué habéis querido que no lo hayáis tenido?

—¡Bah! si yo he aceptado vuestros regalos, no ha sidoporque me hagan falta, sino porque mi vanidad se halagacon los sacrificios que vuestra vanidad hace por mí.

—¡Sacrificios! ¿creéis que me he visto obligado á hacersacrificios para complaceros?

—Sí.

—Os equivocáis.

—Cuando se me ocurrió tener una casa mía, amueblada ámi gusto, ostentosamente, como la de un grande de España,con bodega y despensa provistas de los mejores vinos y delos mejores manjares del mundo, os vísteis apurado.

—Os juro que no.

—No me dijísteis ni una palabra en contra, ni hicísteisnada, ni siquiera un gesto que pudiera indicar que mi peticiónos disgustaba; por nada del mundo hubiérais pronunciadola palabra no quiero. Yo lo sabía, pero quería que lavanidad de decir, de que supiese todo el mundo que yo eravuestra querida, os costara muy caro; y no me contenté conla casa, y con los muebles, y con la cocina, y con los criados,y con la carroza, y con el camarín forrado de raso en elcoliseo; no, no, señor: os pedí diamantes, y perlas, y brocados,y sedas, y plumas, y encajes... habéis gastado conmigoun tesoro, sólo por hacer rabiar á los otros grandes ydecirles: yo soy más que vosotros, mucho más que vosotros;yo tengo todo lo que vosotros no podéis tener, desdeel rey hasta la cómica... y ellos rabian... y como lo que mehabéis dado es el precio de la rabia que hacéis tener por míá más de tres, no os agradezco lo que me habéis dado, y lodoy á mi vez á quien quiero.

—Si sé para lo que me llamábais, no vengo.

—Y yo creo que vos no habéis venido porque os hellamado; que os he llamado otras veces, y no os ha faltadopretexto para no venir: creo que habéis venido para algoque os conviene... sobre todo de día y viéndoos las gentes...

—Dejemos esta conversación, Dorotea.

—Por el contrario, sigámosla para que lleguemos á dondedebemos llegar.

—¿Pues qué, tenemos que llegar aún á alguna parte?

—¡Vaya...! pero continuemos. A mi no me hacía falta,absolutamente falta nada de lo que me habéis dado; me tratabamuy bien antes de conoceros, y tan cierto es esto, queos he llamado para devolveros todo eso, y salir antes quevos de esta casa, si no quedamos en lo que hemos de quedar.

—¡Qué decís!

—Digo... que... si no sois enteramente mío como el rey loes vuestro, tomo ahora mismo por amante... ¿á quién diréyo...? á un aposentador muy rico que anda enamorado demí, y á quien puedo arruinar en tres días.

—¿Pero estáis loca?

—Y todo el mundo dirá, conociéndoos, al ver que os dejo:mal debe de andar el duque de Lerma; su querida, que esuna cómica interesada donde las hay, le ha dejado por unaposentador... luego el duque puede menos; ved de quémodo una cómica puede poner á vuecencia, secretario deEstado universal del rey, por debajo de un cualquiera, de unhombre burdo, de un aposentador.

—¿Y seríais capaz...? ¿habláis seriamente?

—Tan seriamente, que voy á empezar á deciros lo quequiero.

—Veamos, veamos lo que queréis.

—Quiero, en primer lugar, ocupar el lugar que me corresponde.

—¿Pues qué, no le ocupáis?

—No por cierto. Las queridas de los grandes hombres,son ó deben ser más que sus queridas. Deben partir conellos el poder, la autoridad, deben ser omnipotentes.

¿Quéimporta que la querida sea una cómica? al elegirla, el grandehombre la ha igualado á sí; esto no admite réplica, porquela querida de un grande hombre debe ser una gran mujer,y si no lo es, algo hay de vano en el hombre á quien todostienen por grande.

—Esa mujer puede tener, como vos, una gran hermosura...

—No me extraviéis, no me respondáis. No será muy grandesu hermosura, si no enloquece al grande hombre.

—Los negocios no son para las mujeres: para las mujereslas delicadezas de la vida, la buena casa, la buena mesa, lasjoyas, las galas, las sedas, las pieles... y el amor. Los cuidadosgraves, deben quedar para los hombres.

—Decís bien, cuando los hombres no son torpes.

—¡Cuando los hombres no son torpes! explicáos mejor;¿me tenéis por torpe, Dorotea?

—Por torpísimo; y como yo soy orgullosa, sumamenteorgullosa, me mortifica que mi poderoso amante sea burlado.

—¡Burlado!

—Como que no sabéis dónde estáis de pie.

—¡Vos también! ¡vos también os habéis convertido en esavoz que por todas partes me avisa!

—¡Sí... sí por cierto: yo os aviso con más interés que nadie!

—¿Pero de qué me avisáis?

—Os aviso de que... debéis mudar de amigos.

—¡De amigos!

—Porque los que os fingen amistad, os venden.

—Hablad más claro.

—Don Rodrigo...

—¡Herido!... ¡medio muerto!...

—A causa de sus traidores enredos.

—Creo que érais muy amiga suya, Dorotea, y aun algomás que amiga.

—Pues ahí veréis: cuando yo de repente me vuelvo encontra de don Rodrigo, algo debe de haber. Don Rodrigo,como pretendió robaros la querida, ha pretendido y pretenderobaros de una manera villana el favor de su majestad.

—Hablad, hablad, Dorotea; decidme todo lo que sepáis.

—Para abreviar, sólo os diré que desconfiéis de todos losque hasta ahora se han llamado vuestros amigos, y quebusquéis para ayudaros, porque no hay hombre sin hombre,á alguno que os haya dicho frente á frente que es vuestroenemigo.

—¿Habéis querido que os pregunte quién es ese hombre?

—Puede ser.

—Pues bien, decidme cómo se llama.

—¿No conocéis entre vuestros enemigos alguno tan nobley tan grande que no pueda confundirse con ninguno otro?

—¿El duque de Osuna?

—Sí, pero no os hablo de él; aunque el que yo digo andacerca de él.

—¡Quevedo! ¡Pero si Quevedo no quiere ser mi amigo!

—Mereced su amistad.

—¡Merecer su amistad!—dijo con orgullo el duque.

—Sí por cierto; bien merece Quevedo, por sabio y poringenioso, que se merezca su ayuda.

—¿Conocéis también á ese hombre?

—Sí por cierto, y porque le debo muy buenos consejos,creo que vos podréis debérselos también, si conseguís queos trate con la buena amistad que á mí me trata.

—Ese hombre es tenebroso.

—Para los que no tienen ojos para mirarle.

—Le temo.

—Hacéis mal en temerle, porque es el único hombre queos puede salvar.

—Pero, señor, ¿qué ha dado don Francisco á todo elmundo, que así todo el mundo me habla de él, y las personasque más estimo, que más quiero, se ponen de suparte?

—Eso consiste en que tenéis personas que os aman, quesaben que vuestro favor con el rey está amenazado, quequieren salvaros y que no encuentran otro mejor medio desalvación que don Francisco de Quevedo.

—¿Dónde vive don Francisco?—dijo Lerma profundamentepensativo.

—En mi casa.

—¡En vuestra casa!

—Sí por cierto; aquí le doy mesa y lecho; pero no paraun m