El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—No, duque, no, y esa es mi impaciencia; en vano pido ámis vasallos que se avengan, que no luchen, que no se despedacen,porque yo deseo la paz, la concordia; en vano losodios crecen, las enemistades se aumentan, las quejas zumbanalrededor mío, y me trastornan. ¿Sabéis que he estadohablando con vuestro hijo el duque de Uceda más de unahora?

—Me lo habían dicho, señor.

—Es verdad, vos lo sabéis todo.

—Señor...

—¿Pero á que no acertáis cuál era la extraña pretensióndel duque?

Tembló interiormente Lerma, porque el rey usaba ciertotonillo acre que no acostumbraba mucho á usar.

—Lo ignoro, señor.

—Ya sabía yo que lo ignoraríais. Vuestro hijo se me quejabade injusticias.

—¿Y por qué el señor duque de Uceda no ha venido á mí,secretario universal del despacho?—dijo ya con alguna irritaciónLerma.

—Vuestro hijo sabe que yo no hago nada sin consultarlocon vos, y encaminarse á mí, es punto menos que si á vos sehubiera encaminado.

—¿Pero de qué se queja el duque de Uceda?

—De que se le haya separado del cuarto del príncipe donFelipe.

—¡Ya! su excelencia quiere sin duda privar desde tempranocon su alteza, y esto es ya un principio de rebeldía.

—Pues ved ahí lo que dice el duque de Uceda: que al separarledel príncipe se ha dudado de sus intenciones, que seha supuesto lo que él en su lealtad, no ha pensado; que lasgentes creen ver en su separación motivos ocultos y por lotanto pretende... lo más extraño que puede decirse, duque,es casi una rebeldía lo que vuestro hijo pretende.

—¿Y qué pretende, señor?—dijo Lerma, á quien pinchabanlas palabras del rey.

—Pretende que se le haga proceso, que en el tal procesose demuestren las causas por que se le ha quitado su oficio deayuda de cámara del príncipe... en fin, el duque dice que seva á presentar preso y á pedir el proceso, si no se lo concedemos,al consejo de Castilla.

—El duque está loco, señor—dijo Lerma—, y como á talno podéis tenerle al lado del príncipe. Su petición demuestrasu locura. ¿Pues qué, vuestra majestad tiene necesidadde decir á un vasallo, por muy alto que éste sea, ni debedecirle las razones que ha tenido para quitarle un oficio quele había dado? Este es un crimen de lesa majestad, señor,que debéis castigar con energía.

—Es que el duque de Uceda protesta hacia mí el más profundorespeto, y dice... dice que sois vos su enemigo.

—Es decir, que el que comete un delito de lesa majestadcontra su rey, suponiéndole injusto, comete y debe necesariamentecometer otro no menor delito: el de lesa naturalezarebelándose contra su padre.

—Pues ved ahí: Uceda dice que no le miráis como hijo.

—Desgracia y grande ha sido para mí, que tal hombre seahijo mío.

—Y añade, que quiere ese proceso para demostrar las razonesque vos habéis tenido para proponerme su separacióndel cuarto del príncipe.

—¡Razones contra mí!

—Sí; habla de pruebas...

—¿De pruebas de qué?

—Lo mismo pregunté á Uceda; pero pidiéndome perdónpor no revelarme lo que yo quería saber, me dijo que sólopresentaría las tales pruebas al juez ó á los jueces que hiciesenel proceso.

—¿Es decir, que el duque de Uceda supone?...

—Que no me servís bien.

—Que presente, pues, las pruebas; que las presente—dijoconteniendo mal su cólera por respeto al rey, Lerma—; entretanto, señor, yo me retiro á mi hogar, y dejo el honrosopuesto que vuestra majestad me ha dado.

—Ved, ved ahí por qué digo yo que hace un siglo estoyteniendo paciencia; en vano me esfuerzo porque haya pazentre los míos; yo bien sé que vos y vuestro hijo y todos losque me rodean, me quieren, son leales, capaces de perderpor mí la vida; pero todos reñís, todos os mordéis, todosprocuráis parecer los más leales, á costa de los otros; y estoes un zumbar eterno que ya me atolondra, que me cansa,que me hace infeliz.

—Por lo mismo, señor, admita vuestra majestad mi renuncia.

—No hay necesidad; yo no he desconfiado de vos.

—Sin embargo, señor... esas graves acusaciones exigen: óque yo sea juzgado, ó que lo sea mi hijo.

—¿Qué estáis diciendo, duque? ¿qué estáis diciendo?...¿meterme queréis en esos cuidados? yo os mando que sigáisayudándome en el gobierno de mis reinos.

—Y yo, señor, obedezco á vuestra majestad. Pero...

—¿Pero qué?

—Es necesario, para que tengamos paz, apartar de la corteá muchas personas.

—La primera á don Francisco de Quevedo.

—¡Cómo, señor!

—Es muy aficionado á contar cuentos que nadie entiende.

—Don Francisco de Quevedo es uno de los vasallos másleales de vuestra majestad.

—Paréceme, sin embargo, que le hemos tenido preso.

—Dos años. Es un tanto turbulento...

—Por lo mismo, dejémosle que se vaya con su duque deOsuna.

—Por el contrario, yo le guardaría...

—Pues prendedle otra vez, que no ha de faltar motivo.No sé qué he oído de unas estocadas... ¡ah! ¡sí! don RodrigoCalderón...

—En efecto, mi secretario Calderón, hace tres noches fuémuy mal herido y está en mi casa.

—Hirióle... ese bastardo de Osuna, ese don Juan, á quienyo no sé quién ha hecho capitán de la tercera compañía demi guardia española.

—Lo ha hecho, señor, la reina, por amor á su favoritadoña Clara Soldevilla.

—Esposa recientemente de ese don Juan... y á quien creoque ama mucho... pues bien, prendamos á ese don Juan parapoder prender á Quevedo.

—¡Cómo!

—Como que dicen que Quevedo ayudó á don Juan á herirá don Rodrigo.

—Es necesario andar muy despacio en eso, señor; talesnegocios pueden salir al aire si se prende á don Francisco...

—¡Cómo! ¿también por ahí?

—Sí; sí, señor; don Juan, hiriendo á don Rodrigo, ha obradocomo bueno y leal, y como buen amigo suyo Quevedo, ayudándole...esto es... midiéndose con otro hombre que favorecíaá don Rodrigo.

—Pues mirad: podré engañarme, pero ese don Juan nome gusta.

—¡Y yo que traía á vuestra majestad para que la firmaseuna real cédula de merced, para ese don Juan, del hábito deSantiago!

—Pues no; no hay que pensar en ello; ¿con que es decirque se nos lleva la dama más hermosa de palacio, que senos pone á la cabeza de la compañía más brava de nuestrosejércitos, que nos hacemos los ciegos ante un homicidiointentado por él y todavía queréis que le demos el hábito deSantiago?

—No haríais más que doblárselo, señor, pues lo tiene ya.

—¡Cómo! ¿pues quién se lo ha dado?

—El gran don Felipe II, padre de vuestra majestad, loconcedió al duque de Osuna para su hijo bastardo cuandoaún no le había dado su madre á luz.

—¿Y para qué dos mantos á un mismo hombre? eso esdecirle que tiene mucho frío y que queremos abrigarle.

—Eso quiere decir que vuestra majestad le cree dignodel hábito por sus hechos, como el gran don Felipe II le creyódigno de él por ser hijo de quien era.

—Pero esto no estorba para que le prendamos.

—No; pero vuestra majestad no le debe prender.

—Dad, dad acá esa cédula—dijo el rey.

Lerma sacó un papel arrollado y le extendió delantedel rey.

—Ahora—dijo Felipe III—necesito firmar otros dos papeles.

—¿Cuáles, señor?

—Dos órdenes de prisión.

—Creo que sean necesarias más.

—Pues bien, Lerma; decidme vos los que queréis que seanpresos, y yo os diré los que quiero tener encerrados y nodisputemos más.

—Señor, yo no disputo con vuestra majestad.

—¿Pues qué estamos haciendo hace ya más de mediahora? Disputar y no más que disputar. Con que sepamos:¿á quiénes queréis vos prender?

—Al duque de Uceda.

—Bien, prendámosle en el cuarto del príncipe.

—¡Señor!—exclamó completamente desconcertado poraquella salida del rey, Lerma.

—Sí, sí, volvámosle su oficio al ayuda de cámara delpríncipe don Felipe.

—Pues cabalmente eso es lo que el duque desea.

—Pues porque lo desea, y para que nos deje en paz, concedámoselo;mandad extender la provisión y traédmela almomento al despacho.

Lerma desconocía al rey.

El rey mandaba.

Lerma no estaba acostumbrado á aquello.

—Señor—dijo—, yo no puedo seguir siendo secretario devuestra majestad.

—Os lo mando yo—dijo el rey.

—Obedezco, señor.

—A fray Luis de Aliaga, le nombramos confesor de lareina—dijo el rey.

Estremecióse Lerma.

—Traednos el nombramiento. Al conde de Olivares le reponemosen su oficio de caballerizo mayor.

—¡Ah, señor! ¡Dios quiera que no os pese!

—Al conde de Lemos, vuestro sobrino, levantamos su destierro.

—Todos son enemigos míos, señor.

—¿Y qué os importa, si es vuestro amigo el rey?

—Sea lo que vuestra majestad quiera.

—Envíense correos á don Baltasar de Zúñiga para que sevuelva á su oficio de ayo del príncipe don Felipe.

Lerma, aterrado, se resignó.

Aquel era un golpe mortal.

Sus enemigos triunfaban.

¿Pero de qué medios se habían valido?

Ignorábalo el duque, y esta ignorancia le aterraba.

—Además—dijo el rey—, orden de prisión contra donFrancisco de Quevedo y don Juan Téllez Girón. Los enviaréisá Segovia.

Lerma no se atrevió á replicar.

—Id, id; extended todas esas órdenes y traérmelas al momentopara que las firme.

Y el rey se levantó y escapó por una puerta de servicio.

El duque quedó aterrado en medio de la cámara.

—¿Qué tal, eh?—dijo una voz detrás de un tapiz.

Miró Lerma al lugar de donde salía la voz, y vió que eltapiz se levantaba y que de detrás de él salía un hombrecillo.

Aquel hombrecillo era el bufón del rey.

CAPÍTULO LXIII

DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA VIÓ AL BUFÓN DE SU MAJESTAD EXTENDERSE, CREAR, TOCAR LAS NUBES... ETC.

Estuvieron mirándose durante algunos segundos el ministroy el bufón.

Los ojos del tío Manolillo relumbraban como brasas.

Sus mejillas no estaban pálidas, sino verdinegras.

Miraba al duque con una fijeza y una insolencia tales, queel duque se irritó.

—¿Qué me queréis?—dijo Lerma con acento duro.

—¡Eh! ¿Qué os quiero yo? nada; vos sois quien me queréisá mí.

—¡Yo!

—Sí, vos me necesitáis.

—¿Que os necesito yo?

—Sí por cierto. ¿No es verdad que nuestro buen rey tienede vez en cuando ocurrencias insufribles?

—¡Cómo! ¿Sabéis...?

—Vaya si lo sé; como que estaba allí, detrás de aquel tapiz,y no he perdido uno de los gestos, una sola de las convulsionesque os ha causado el ver al rey hecho por un momentorey. Y el bueno de Felipe, traía su lección bien aprendida;no ha olvidado nada; y es que los tontos tienen muybuena memoria.

—¡Ah! ¿Han hecho aprender á su majestad una relación dememoria?

—Sí, excelentísimo señor.

—¿Y quién le ha enseñado esa lección?

—Excelentísimo señor, yo.

—¡Vos! ¿Pero á quién servís?

—Me sirvo á mí mismo.

—Pero si el rey dice que ha hablado con el duque deUceda...

—Y tiene razón; como que yo le he metido al duque deUceda en su recámara.

—Venid, venid conmigo, bufón, y hablemos donde de nadiepodamos ser escuchados.

—Eso quiero yo.

—Seguidme.

—No por cierto. No nos deben ver salir juntos de la cámaradel rey. Sois muy torpe, excelentísimo señor. Nos veremos,sin que nadie lo sepa ni lo entienda, en vuestro camarínde la secretaría de Estado. Hasta dentro de un momento.Adiós.

Y el bufón levantó el mismo tapiz por el que había aparecido,y desapareció tras él.

—¿Qué sucede en palacio, señor? ¿Qué hay aquí—exclamóel duque—, que me veo obligado á tratar con ese miserable?

El duque hizo un violento esfuerzo, salió de la cámarareal, bajó á la planta baja del alcázar, y se entró en la secretaríade Estado.

—¡Ledesma!—dijo á uno de los oficiales que trabajaba enla primera sala—; cuidad de que nadie vaya á interrumpirme,y estad dispuesto para cuando yo os llame.

Ledesma, que se había levantado como todos á presenciadel duque, se inclinó profundamente.

Lerma atravesó otras dos salas, en las cuales los oficialesse levantaron con el mismo respeto que los de la primera,llegó á una puertecilla, sacó una llave, abrió la puerta, entróy cerró.

Atravesó después un largo corredor, abrió otras dos puertas,y se encontró al fin en un pequeño aposento, en el cualhabía únicamente una gran mesa cubierta de papeles y legajosen el testero de la mesa, un sillón de terciopelo carmesí,con las armas del duque bordadas; detrás, en la pared,un retrato de cuerpo entero del rey; á los dos lados, contrala pared, dos secreteres de ébano incrustados de plata,nácar y concha, y delante de la mesa, un sillón más modesto,destinado sin duda á un secretario; una magnífica alfombray algunos excelentes cuadros, completaban el aspectode aquel aposento, que era el camarín reservado de despachodel secretario universal del rey.

Al abrir el duque la puerta del camarín, retrocedió ytembló.

Sintió pavor á impulsos de una impresión supersticiosa.

Sentado en el sillón del duque, arreglando unos papeles,estaba el tío Manolillo.

El camarín no tenía más entrada que aquella por dondehabía ido el duque: una reja le daba luz, y aquella reja teníavidrieras de colores.

Los hierros de la reja eran demasiado espesos para quepudiese haber entrado por ella el bufón, y las vidrieras estabancerradas.

—Cierra y siéntate—dijo el tío Manolillo al duque de Lerma—.Aquí no puede oírnos ni vernos nadie. Eres mi secretario,duque.

—¿Qué significa esto?—exclamó Lerma—; ¿en qué poderconfiáis para atreveros á tanto?

—Es singular, singularísimo tu orgullo, duque. Cualquieraal escucharte, no viéndote, creería que no tenías miedo. Yestás temblando, Lerma. Temblando como un ratón delantedel gato. Sin duda me crees brujo, ¿no es verdad? porque túguardas como un tesoro las llaves de este camarín, dondeescondes todos tus secretos en los secretos de esos secreteres,y sabes que nadie puede entrar aquí si no le das tú lasllaves de esas tres puertas; y esas tres llaves no se separande ti desde hace trece años: desde que eres favorito del reymás desfavorecido de ingenio que ha criado Dios paraejemplo de reyes imbéciles y torpes.

—No comprendo... no comprendo cómo...

—¿Cómo estoy aquí? Yo soy brujo, duque.

Desconcertóse de una manera tal Lerma, que el tío Manolillosoltó una carcajada hueca, larga, pero de un sonido, deuna expresión tal, que se le crisparon los nervios alduque.

—Estoy aquí—dijo el bufón—, porque estoy: te tengo enmis manos, porque eres un traidor, un villano.

El duque se creía delante de un poder sobrenatural y nopudo irritarse; le faltaba completamente el valor.

Adelantó vacilante, y se apoyó en el sillón destinado alsecretario.

—Siéntate, siéntate y no tiembles—dijo el bufón dulcificandosu voz—; nada te sucederá si tú no quieres que tesuceda.

El duque se sentó maquinalmente.

—Yo sé todos los secretos de palacio—dijo el bufón—;como que no hago otra cosa que ver y escuchar. Del mismomodo que he hecho que el rey vuelva á llamar á su alrededorá tus enemigos, puedo hacer que el rey los mande encerrar;y del mismo modo, duque, si quiero, puedo llevarte alpatíbulo.

—¡Al patíbulo!

—Sí, por traidor al rey y por ladrón.

—¡Ah! ¡ah! ¿y qué pruebas...?

—Oye, tengo preparadas las pruebas; están aquí. Primera:carta de milord, duque de Bukingam, al excelentísimo señorduque de Lerma.

—¡Ah! esa carta...

—¡La España vendida á los ingleses, duque!

—Pero esa no es una carta.

—Es una copia de la carta.

—Pero la carta...

—Está con otras tres de Bukingam y cuatro de milordconde de Seymur y otras varias, que prueban cumplidamenteque tú, más que secretario del rey de España, eres secretariodel de Inglaterra; estas cartas están tan bien guardadasque no las encontrarás á tres tirones. Se trata, en estaque he traído de muestra, del casamiento de la infanta doñaAna, de ciertos tratos vergonzosos entre Bukingam y tú, decondiciones recíprocas, de infamias... ¿quieres que te la lea,don Francisco de Sandoval y Rojas?

—No, no; pero eso es imposible—dijo el duque abalanzándoseal secreter de la derecha y abriéndole.

—Sí, busca, busca; encontrarás ahí alhajas que yo no hequerido tomar, á pesar de que soy muy pobre, porque no soyladrón, pero las cartas de que te hablo y otros importantísimospapeles, no están ahí; los tengo yo: auténticos, con tufirma, porque en todos ellos, ó en todas ellas, porque soncartas, has cometido la torpeza de escribir:

« Contestada ental fecha.—Lerma. » El rey podrá encontrar en esos papelesel secreto de la expulsión de los moriscos, las causas de sudesavenencia con Francia, el por qué de los reveses que sufreen todas partes donde hace la guerra España; el rey sabráque de los tributos que saca á sus vasallos la terceraparte es para el rey, otra tercera parte para los corregidores,alcaldes mayores y demás exactores, y la otra tercera partepara el nobilísimo, el excelente señor don Francisco de Sandovaly Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, del consejode Estado, su protonotario en Indias, su secretario universal,su favorito, su todo; sabrá el rey... aunque me mates,porque los papeles se presentarán solos al rey, que ha criadoen ti un cuervo, que ha levantado á su enemigo, y comoel rey, aunque es débil, no es malo y no le gustan los bribones,y como el rey, aunque no es rey, tiene grandes humosde rey y de rey poderoso; y como el rey es del último quellega, nada tendrá de extraño que su majestad retire de ti suprotección y te arroje al verdugo; porque tú has hecho lobastante, mi buen duque, para ser primero degradado y despuésahorcado.

—Sin duda tienes algo muy grande que pedirme; sin dudame necesitas para mucho, cuando así me hablas; ¿quéquieres?

—Creo que nos entendemos. Ahora voy á decirte lo quequiero.

—Si puedo, si está en mi mano...

—Oye; tú conoces á una mujer á quien yo conozco también.Yo quiero que esa mujer sea feliz.

—¡La reina!

—¿Qué me importa la reina? ya la he salvado hoy.

—¿Conque era verdad?

—Verdad, verdad; quisieron envenenarla.

—¡Envenenarla! ¿Pero quién ha querido cometer ese atentado?

—Tu buen secretario don Rodrigo Calderón.

—¡Pero si ese atentado se ha intentado hoy y don Rodrigoestá en el lecho mal herido!

—Pero no estaba mal herido el sargento mayor don Juande Guzmán, que ha estado yendo y viniendo al lecho de donRodrigo, y como don Juan de Guzmán era amante de Luisa,la mujer del imbécil cocinero de su majestad, y como de lascocinas baja la vianda para la reina, Luisa pudo hacer queciertos polvos entrasen en uno de los platos del almuerzo desu majestad. Quevedo y yo, que éramos muy amigos, noshemos visto negros para salvar á Margarita de Austria; perotales eran los polvos, que un pobre paje á quien se le apeteciólo que había quedado sobrante en los platos de la reinay del padre Aliaga, ha muerto en momentos.

—¡Horrible! ¡horrible!—exclamó el duque.

—Yo no sé si tú has tenido parte en esa infame tentativade asesinato, ó si ha sido únicamente cosa de don RodrigoCalderón.

—¡Yo! ¿me creéis capaz de esa infamia?

—Te creo, por tu vanidad y por tu ambición, capaz detodo.

—¡Oh! ¡oh! esto es demasiado, demasiado faltarme al respeto.

—La reina te estorba tanto como á don Rodrigo; la reinaconspira contra ti, y la temes.

—Pero jamás llegaría á ese punto, jamás; me calumniáis.

—Quiero creerte, porque hasta ahora, si has sido traidor yladrón, no has sido asesino.

—En muestra de ello, quiero las pruebas, las pruebas delcrimen de Calderón; las pruebas para enviarle al cadalso.

—No hay pruebas.

—Vive la mujer del cocinero mayor, y aunque prófuga, sela buscará, se la encontrará, se la sujetará á la prueba deltormento.

—Y declarará que don Juan de Guzmán era su amante,que la dió unos polvos, que ella los dió al galopín CosmeAldaba, que, en ausencia de su marido, le introdujo en la cocina.Siguiendo el hilo, prendiendo á Cosme Aldaba, atormentándole,se sabrá que el tal Cosme envenenó en las cocinasuna perdiz destinada al almuerzo de la reina, que laentregó para que la sirviera el paje Cristóbal Cuero, y elpaje, preso y sujeto al tormento, declarará que puso en lamesa de su majestad la perdiz envenenada; pero todas laspruebas recaerán en el sargento mayor don Juan de Guzmán.

—Se le prenderá, se le hará pedazos para que declare.

—Eso es imposible.

—¡Imposible!

—Sí; ¿no has reparado en que cuando me he referido alsargento mayor, he dicho:

¿ era, no es? El sargento mayor hamuerto.

—¡Muerto!

—A mis manos, á puñaladas.

El bufón, que había crecido de una manera imponderableá los ojos del duque, aumentó otro tanto en tamaño.

Se había convertido para Lerma en un gigante.

—Por lo que toca á la reina—continuó el bufón—, el negocioestá perfectamente concluído; un paje ha muerto y se leha enterrado... nadie ha sospechado... no asustemos á sumajestad; sírvate esto para conocer á don Rodrigo Calderóny guardarte de él. La mujer, pues, á quien ambos conocemosy por la que he procurado tenerte en mis manos, porla que he penetrado aquí, en este lugar que tú creías tanseguro, y he abierto valiéndome de mis artes, artes acasodel diablo, esos secreteres, y me he apoderado de esas cartas,obteniendo con ellas armas bastante fuertes para rendirte,para hacerte mi esclavo; la mujer, pues, que á tal puntonos ha traído á los dos, no es la reina, aunque muchasveces represente reinas.

—¡Dorotea!

—Cabalmente, Dorotea; esa pobre niña que es tu queridapúblicamente, y mi corazón, mi alma en secreto.

—¿Qué sois vos de esa mujer?

—¡Qué soy yo! ¡su padre! ¡su hermano! ¡su mártir!

—¡Ah!

—La amo... más que á mí mismo: la deseo con todo mideseo, con toda mi sed de gozar, y sin embargo, devoro ycomprimo mi deseo. Vivo de su felicidad, y sus lágrimas medespedazan el alma. Dorotea sufre; Dorotea es infeliz. Sehan valido de ella como de un instrumento, la han despedazadoel alma... ama á un hombre y le roban ese hombre.

—¿Y qué hombre es ese?

—Don Juan Téllez Girón.

—¡Siempre ese hombre!—exclamó con desesperación elduque.

—Sin embargo—dijo el tío Manolillo—, á ese hombredebes el empezar á ser algo.

—¡Cómo!

—Sí, sí ciertamente. Si ese hombre no hubiera venido áMadrid, no hubiera conocido á doña Clara Soldevilla, y nohubiera podido ayudarla, cuando esa mujer servía á la reinacon su vida, con su honra; no hubiera encontrado á Quevedo,y sin Quevedo, no hubiera herido á tu buen secretariodon Rodrigo Calderón; si no hubiera herido á don Rodrigo,si no le hubiera arrebatado las cartas que tenía de la reina...

—¡Cómo! ¿ese caballero ha quitado á Calderón las cartas?...

—Sí, las cartas que yo acaso no hubiera podido arrancarle.Y don Rodrigo, armado con aquellas cartas, obrandopor cuenta propia, era omnipotente: hubiera dictado condicionesá Margarita de Austria, te hubiera vencido, hubieraocupado acaso ya tu lugar, un lugar que, si no le ponesfuera de combate, ocupará algún día; ¿comprendes ahoratodo lo que debes á ese afortunado joven?

—¡Oh! ¡oh! ¡y yo ciego!...

—Tú, torpe y confiado, creyéndote en tu vanidad aseguradoen el favor del rey y superior á todo... pero continuemosy te convencerás de cuánto es lo que debes al bastardode Osuna, sin que él, que porque es amigo de Quevedo teaborrece, sepa, ni por pienso, que te ha hecho el más leveservicio. Por otra parte, don Juan Téllez Girón, hiriendo ádon Rodrigo, te ha hecho otro inmenso servicio: don Franciscode Quevedo, que conoce la corte, tuvo miedo al verherido, sin saber si era muerto ó vivo, á don Rodrigo, ycomo sólo había venido á Madrid por encargo del duquede Osuna para buscar á ese don Juan, y con el sólo objetode llevársele consigo á Nápoles, quiso ponerle á cubiertode toda eventualidad, y acordándose de Dorotea concibióun terrible pensamiento.

—¡Dorotea!

—Sí por cierto. Como don Juan es joven y hermoso, conesa hermosura que deslumbra á las mujeres...

—No le conozco.

—¡Oh! pues es un mancebo hermosísimo; ya ves: cuandoen tres días ha llegado á ser marido de doña Clara Soldevilla,á quien todos, menos yo, creían de nieve, y ha enamoradoá Dorotea, que no había amado nunca...

—¡Pero Dorotea le ama!—exclamó con cierta celosa impacienciaLerma.

—Con toda su alma, con toda su vida, de tal modo, que sile pierde muere.

—¿Pero qué se proponía Quevedo al hacer conocer áDorotea ese hombre?

—Que se enamorase de él, y lo consiguió.

—Pero no entiendo el objeto de Quevedo al pretenderque Dorotea se enamorase de ese hombre.

—Estás cada día más torpe, duque.

—No tenéis razón para llamarme torpe, porque es incomprensibleel objeto de Quevedo.

—Lo que á ti te falta de ingenio, le sobra á Quevedo, Lerma.

—Pero en esta ocasión...

—Dime: ¿no es tu querida Dorotea?

—Sí.

—Aún no me comprendes. Será necesario llegar al fin.Dime: ¿no harás tú cualquier locura por evitar que Doroteate humillase despidiéndote?

—Según, según.

—No hay según. Tú eres todo soberbia. Tú hubieras hecholo que hubiera querido Dorotea, y como Dorotea, unavez enamorada de don Juan, debía procurar que no le prendiesenpor sus heridas á don Rodrigo...

—¡Ah!

—Has comprendido al fin, gracias á Dios y á mi paciencia.Pues bien, Qu