El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Os lo juro.

—Voy á ser muy franca con vos.

—Os lo agradeceré.

—Yo, señor, no soy noble.

—Tenéis la nobleza de la hermosura.

—Nací en las playas de Galicia, señor, y Dios, sin dudapara probarme, me dió esta funesta hermosura.

—¡Vuestros padres fueron pobres!

—Pescadores, sin más bienes que una barca y una cabañaen la playa; yo crecí allí libre, al sol y al aire, delante delmar, tan ancho, tan azul, tan hermoso, guardada por lasespaldas por las verdes montañas de mi hermosa Galicia.¿No es verdad, señor, que nadie al verme, al escucharme,puede creer que yo he sido una pobre muchacha que sellamaba Aniquilla, que corría descalza por las rocas buscandomariscos cuando era niña, y que más tarde?... ¡oh, Dios mío!

—No, no, nadie lo creería, porque Dios os ha dado lanobleza, como ya os lo he dicho, de una grande hermosura,y con esa maravillosa hermosura una discreción adorable yun claro ingenio. Vos sois una dama completa.

—¡Pluguiera á Dios que no lo fuese!

—¿Pero qué misterio hay en vuestra vida?

—Sería un crimen el engañaros, señor.

—Os escucho con afán.

—Apenas dejé de ser niña, cuando dejé de ser pura.

—¡Ah, la inocencia!

—La libertad... y luego mi anhelo de salir de aquella cabaña...las solicitudes de los marineros... todos me prometíansacarme de allí... yo ansiaba ser más... los creía... y todosme dejaban.

—¡Oh!

—Un día, señor, fondeó en la caleta, que estaba delante dela choza de mis padres, un barco de rey. Yo estaba sentadaen la punta de una roca, triste y desesperada, porque mi últimoamante acababa de hacerse á la mar. La blanca vela desu bergantín se veía allá á lo lejos, como una motita próximaá desaparecer en la inmensidad de los mares. Sacómede mi distracción el ruido acompasado de muchos remos;miré y vi que era una barca que entraba en la caleta llena dehombres que llevaban plumas y corazas relucientes, y bandassobre las corazas los unos, y los otros largas lanzas enlas manos.

Eran gente de guerra que había venido en el barcodel rey. Yo era la persona primera que vieron. Todosaquellos hombres, al saltar en tierra, me miraron.

Particularmenteuno, joven y buen mozo, que llevaba banda deseda sobre la coraza, me miró con más fijeza que los otros,y se detuvo. Los restantes se encaminaron á la aldea, ylos marineros se pusieron á llenar de agua unos barriles quetraían en la lancha, en una fuente que había en la playa.

—Rapaza—me dijo el hombre que se había detenido juntoá mí—, ¿cómo tan sola, siendo tan hermosa? ¿Esperas átu amante?

Yo no le contesté; pero mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Por qué lloras?—me preguntó.

—Porque mi amante se ido para no volver—le contestéarrojando una mirada al mar, en cuyo horizonte se veía yaimperceptiblemente como un punto blanco próximo á desaparecer,el bergantín que conducía á mi último amante, queacaso no se acordaba ya de mí.

—¡Bah, muchacha!—me dijo el soldado—; á rey muerto,otro al puesto; por mucho que le quieras, pronto le olvidarás,si pones otro en su lugar.

—El, como todos, me había dicho que me llevaría consigo...y como los otros me ha dejado aquí.

Miróme profundamente el capitán, y dijo como hablandoconsigo mismo:

—Pedirla más hermosa sería avaricia, y parece inocenteMuchacha—añadió dirigiéndose á mí—, ¿quieres ser la prendade un mozo de rumbo?

—No os entiendo—le contesté.

—¿Quieres ser mi moza, digo? Yo te pondré en el cuellocorales y encajes, y te meteré la cintura en sedas, y te calzarélos pies con chapines, y si ahora pareces un lucero, despuésparecerás un sol.

—¿Es de veras?—le pregunté olvidada ya del otro que ibaen el bergantín, que había desaparecido por completo enalta mar.

—Tan de veras, que si estás aquí en este mismo sitio á lanoche, vendré por ti.

—Estaré.

—¿Palabra de buena muchacha?

—Os lo prometo.

—Pues veremos quién falta á lo prometido—dijo el capitán.

Y me estrechó la mano, y se fué á la aldea donde habíanentrado los soldados.

—¿Y fuísteis?—dijo el duque de Lerma.

—Sí; sí, señor; fuí, puesto que estoy hablando con vos;fuí por mi desgracia; ó mejor dicho, no me moví de la roca...no me despedí de mis padres, ni entré siquiera en la cabaña.

Cuando me habló el capitán se ponía el sol.

La noche, por lo tanto, no tardó en llegar.

Pasó algún tiempo desde que cerró la noche, y por ciertobien obscura.

Yo esperaba con impaciencia.

Toda mi ambición era salir de aquel estrecho valle, encerradoentre el mar y las montañas.

¡El mar sin límites, que recibió mis primeras miradas! ¡lasverdes montañas de mi hermosa Galicia, de entre las cualespluguiera á Dios no hubiera salido nunca!

Como os decía, la impaciencia me devoraba.

Sólo veía delante de mí, porque la noche era muy obscura,una línea algo más clara, una línea movible.

Era el mar que venía á romper sus olas en las rocas.

Sólo escuchaba su quejido incesante, y el ligero zumbardel viento.

—¡Bah!—dije llorando—; el hermoso soldado se ha olvidadocomo los otros de sus promesas; pero éste, al fin, noha sido infame, porque no ha sido mi amante.

Y me levanté de la roca, y con el corazón amargo me volvípara encaminarme á la choza de mis padres, por cuyapuerta se veía relucir á lo lejos la llama, la alegre y dichosallama del hogar.

Pero de repente, un ruido que sentí á mis espaldas medetuvo.

Era ruido de remos.

Mi corazón se ensanchó y me volví de nuevo á la roca.

Abordó una barca y de ella saltó un hombre.

—¿Estás ahí, muchacha?—dijo.

En aquella voz reconocí la del capitán.

—Sí, aquí estoy esperándoos—le dije.

—Pues ven conmigo y no te detengas, que el viento esfavorable y vamos á zarpar.

Acerquéme á él, y él me asió de una mano y me llevóhasta la barca.

Su mano temblaba.

Luego me asió de la cintura para meterme en la barca.

Sus brazos temblaban también, y su corazón latía confuerza.

Me dió un silencioso beso en el cuello, y sus labios abrasaban.

Yo empecé á sentir no sé qué por aquel hombre.

Me parecía hermoso, y luego... me trataba como no mehabía tratado ninguno.

Los otros me habían tratado con desprecio.

El me trataba como á una señora; se estremecía á mi lado,se ponía pálido.

Me retuvo en sus brazos en la barca; y luego, siempre ensus brazos, me subió á la galera.

Noté que nadie se reía de mí; que nadie me miraba, quetodos, cuando pasaba junto á ellos el capitán, que me llevabade la mano, se descubrían.

Era él el capitán de la galera, y además muy rico y muyprincipal.

Por eso me respetaban todos.

Y yo iba mal vestida, despeinada, descalza.

Y, sin embargo, don Hugo de Alvarado, que así se llamabami esposo...

—¡Vuestro esposo!...—exclamó con asombro el duque deLerma.

—Sí; yo soy viuda de un capitán de mar de su majestad,señor.

—Contadme, contadme cómo fué eso.

—Cuando llegamos al puerto del Ferrol, don Hugo, queno se había tomado conmigo la menor libertad, á pesar deque yo estaba enteramente sometida á él, hizo venir de tierraunas sastras..

Aquellas mujeres me tomaron medidas, y tres días despuésme llevaron ricos vestidos y muchos trajes de dama, y dedama principal; por otra parte, don Hugo me llevó joyas.

Cuando me vistieron, cuando me engalanaron, don Hugoexclamó enamorado:

—¡Es un sol!

Yo estaba aturdida, me miraba en un espejo, y no me conocía;me parecía que mi hermosura había crecido.

La felicidad me hacía sufrir.

Había visto otras playas; veía otras montañas; tenía á mispies un amante joven, hermoso, que me trataba con el mayorrespeto.

Mis vestidos eran ricos; sentía perlas en mi cuello, y cuandome miraba en el espejo, veía que mi cuello era más nacaradoque las perlas.

Y no me acordaba de mis padres.

Amaba la vida en que entraba, y me moriría por donHugo.

—¡Le amábais!—dijo el duque de Lerma.

—Como no había amado nunca; como no he vuelto áamar hasta que os he conocido á vos, señor.

El duque de Lerma iba olvidándose rápidamente del objetoque le había llevado á aquella casa, esto es: el hacer laguerra por uno de sus flancos á su hijo el duque de Uceda,que se valía de aquella mujer para excitar las precoces pasionesdel príncipe, que se llamó después Felipe IV, y decuyas escandalosas aventuras amorosas están llenas la historiay la tradición.

El duque de Lerma, aunque circunspecto, porque la gravedadera su vicio, hombre al fin, empezaba á sentirse excitadopor la galante historia de doña Ana.

Y luego hay que convenir en que doña Ana tenía una granpráctica de cortesana, que conocía el secreto de inspirar lavoluptuosidad, y en que, tales eran las manos que teníaabandonadas dulcemente entre las del duque, que por suforma y su tersura, venían á ser el prólogo de bellezas incomparables.

Si el duque no hubiera llevado allí, según su sentido político,un alto objeto, hubiera roto por todo y hubiera pedidoá doña Ana luz. Pero aquella mujer le parecía muy importante,y necesario y conveniente de todo punto seguir representandoá obscuras un papel de rey enamorado y celosode su dignidad.

El duque de Lerma incurría en su millonésima equivocación.

Estaba allí representando por la millonésima vez su papelde simple.

—¡Ah! ¿con que amáis á su majestad, cuanto habéis amadoal que habéis amado más?—dijo el duque.

—Os ruego, señor, que no volvamos á la pasada disputa;yo no me atrevo á disputar con vos. Respeto vuestros deseosy callo.

—Continuad; señora, continuad—dijo el duque halagadopor las palabras de doña Ana, porque tal era su vanidad,que se hinchaba con el placer de representar al rey de unamanera indirecta, aunque esto no fuese sino como podía ser,á obscuras y ante una persona que nunca hubiese oído lavoz del rey.

Doña Ana continuó:

—Amaba yo á don Hugo por cuantas razones puede amará un hombre una mujer; me enamoraba y me enorgullecía.Pero fuí muy desgraciada en mis amores. No los logré.

—¡Cómo! ¿Pues no sois su viuda?

—Oíd, señor, oíd: cuando estuve ataviada como una dama,don Hugo zarpó de nuevo y tomó rumbo para Barcelona;durante la travesía me trató con el mayor respeto. Yo nocomprendía por qué don Hugo me respetaba; después lo hecomprendido; don Hugo respetaba en mí su amor, un amortan extrañamente concebido por una pobre muchacha deshonrada.Pero contra el amor no hay razones; se ama porquese ama, y nada más.

En Barcelona saltamos en tierra, y don Hugo me llevó ácasa de una anciana tía suya. Habíamos convenido, para quenada pudiese decir la tía, en decirla que don Hugo me habíarescatado de unos piratas berberiscos que me habían apresadoalgunos años antes, matando á mis padres.

La buena vieja era muy crédula, y creyó todo lo que susobrino quiso que creyese.

Don Hugo estuvo algunos días en Barcelona y partió alfin, dejando encomendado á su tía que hiciese de mí unadama.

Yo quedé con un agudo dolor.

Don Hugo me escribió al poco tiempo una carta muy tiernaque aumentó mi amor hacia él. Con el afán de poder leersus cartas, de poder escribirle, aprendí en muy poco tiempoá leer y á escribir.

Al año pude contestar, aunque mal, por mí misma á aquelamante que se me había entrado en el alma, y á quien debíael verme cambiada en otra.

Porque ya no era yo la pobre muchacha ignorante que andabadescalza por la playa, entregada al primero que encontrabaal paso, abandonada á sí misma; había formado otraconcepto del mundo; estaba en una casa rica; proveían misdeseos numerosos criados; vestía ostentosamente; iba á todaspartes y á todas partes en litera ó carroza; la buena doñaMaría me amaba y no había sospechado nunca de la verdadde la historia que la habíamos contado su sobrino y yo. Porotra parte, yo, que en realidad me llamaba Ana Pereira, mellamé doña Ana de Acuña, como ahora.

—¿Y cómo pudo ser eso?—dijo admirado el duque deLerma.

—No lo sé, porque don Hugo no me lo dijo por escrito nipudo decírmelo de presente.

—¡Cómo!

—¡Don Hugo y yo no nos volvimos á ver!

—¡Y sois su viuda!

—Seguid escuchando. Un día recibí una ejecutoria, queaún conservo, y unos papeles que acreditaban que yo era,en efecto, doña Ana de Acuña, única descendiente de unafamilia ilustre, pero pobre.

—¿Era rico don Hugo?—preguntó el duque de Lerma.

—Riquísimo.

—Pues entonces comprendo perfectamente cómo os ennobleció...Compraría su apellido y su ejecutoria á una familiapobre...

—Eso debió ser.

—Continuad, señora.

—Pasaron dos años, y al cabo de ellos, cuando yo estabacompletamente transformada, cuando acababa de cumplirlos diez y nueve años, doña María adoleció de su última enfermedad.Escribí á don Hugo que me veía expuesta á quedarmesola en el mundo, y don Hugo me contestó, enviándomelos papeles necesarios por medio de un amigo suyopara que pudiera casarme con él por poder, que para esteefecto había dado á su amigo.

En efecto, una noche en que la dolencia de doña Maríase había agravado de una manera tal que los médicos no ladaban más que algunas horas de vida, me casé, junto á sulecho, con don Hugo, representándole el amigo que para ellohabía enviado.

Acabada la ceremonia, el amigo de don Hugo y los testigosse retiraron, y yo, triste y temerosa por aquellas bodasque se habían hecho junto á una moribunda, me quedé velandosu agonía.

Al amanecer murió.

Aquel día un escribano vino á abrir el testamento.

La buena doña María había dejado todos sus bienes, queeran muchos, á la esposa de su sobrino.

Yo era ya rica.

No sé si por esto, yo que había olvidado completamenteá mis pobres padres, lloré por aquella mujer.

Quedéme en la casa como dueña.

Escribí á mi esposo participándole la muerte de su tía, yal poco tiempo recibí una carta enlutada.

La abrí con el corazón helado y recibí un golpe cruel.

Don Hugo había muerto en Flandes como bravo, peleandopor el rey, pero había tenido tiempo para darme la últimaprueba de aquel extraño amor que había sentido por mí.

En su testamento aparecía yo su heredera universal.

Encontréme viuda, joven, hermosa y dos veces rica.

Lloré mucho por don Hugo, pero todo pasa, todo muere ymuere también y pasa el dolor.

¡Oh! ¡si yo entonces me hubiera acordado de mis pobrespadres y hubiera ido á sacarlos de su miserable cabaña!

¡Dios acaso, entonces, me hubiera amparado!

Pero me olvidé de todo y acabé por olvidarme de donHugo, del único hombre á quien había amado.

Rica, joven y hermosa, me propuse apagar mi sed de placeres,mi sed de vanidad.

Y aunque muchos quisieron casarse conmigo, yo no quise.

Quería volar libre, suelta, poderosa; devorar cuanto elmundo tiene de incitante y bello.

Y lo gocé.

Pero lentamente mi caudal disminuía.

Vivía en la corte, y gastaba, gastaba sin reflexión el caudalque me habían dejado una santa y un hombre de corazón.

Gasté su caudal y su nombre, porque fuí una mujer galante,una aventurera; porque en mi sed de gozar me olvidabade mi honra, como me había olvidado de mis padres,como me había olvidado de mi esposo.

—¡Oh! ¡oh! vos sin duda exageráis, señora.

—Os digo la verdad; no he querido engañaros. Soy unamujer perdida, y no comprendo cómo vos, señor, podéishaberos enamorado de mí, como no he podido comprendernunca por qué de mí se enamoró don Hugo.

—Tenéis una hermosura maravillosa, doña Ana.

—Gracias, muchas gracias, señor, pero escuchadme todavía,que aún no he concluído.

—Os escucho.

—Muy pronto estuvo enteramente perdido lo que habíaheredado; empecé á contraer deudas, y no sé lo que hubierasido de mí, si un día no me hubiese visto en el coliseo delPríncipe, el príncipe don Felipe.

—¡Ah!

—Aunque es muy niño, clavó en mi sus ojos y no losapartó en toda la función. El duque de Uceda estaba en elaposento del príncipe.

—¡Oh! ¡oh!—exclamó el duque de Lerma con un acentoque engañó á doña Ana.

—Yo no debería deciros esto, señor—dijo ella—; pero nodebo engañaros; no debo excusaros ni la parte más leve dela verdad. Además que su alteza es muy niño...

—¡Y sin embargo, quiere pervertirle el buen duque deUceda!...

—El duque de Uceda es muy ambicioso, y hace la guerraá su padre el duque de Lerma de la manera que puede. Elduque de Uceda es tan mal hijo como lo he sido yo.

Diosle castigará como me ha castigado á mí. En cuanto al príncipe...

—Decid, decid...

—El duque le trae algunas noches. Su alteza se alegracuando me ve y me abraza y me besa, y me dice que cuandosea rey yo seré lo que quiera ser.

—¿Pero el príncipe está ya pervertido?

—No; no, señor, pero si... su majestad el rey no pone remedio,el príncipe será un rey débil capaz de todo, si paralograr sus intentos le pone un ambicioso delante una mujerhermosa.

—Gracias, señora, gracias en nombre del rey.

—¡Oh! el rey pude contar con mi corazón, con mi alma.Pero el rey tendrá compasión de mí y me salvará; ¿no esverdad, señor?

—¿Pero de qué tiene que salvaros el rey?

—¡Ah, señor! ¡yo no os lo he dicho todo! Pero antes deque concluya la triste confesión de mis desdichas, dadme,señor, vuestra palabra de que me protegeréis.

—Os protegeré, no lo dudéis. Pero alzad, alzad, señora, yno tembléis de ese modo.

Doña Ana se había arrojado de nuevo á los pies del duquede Lerma, y besaba llorando sus manos.

El duque creyó que quien causaba el miedo de doña Ana,era el duque de Uceda.

Doña Ana se levantó.

—Continuad, señora—dijo el duque.

—Yo tenía un amante, más por miedo que por amor.

—¡Un amante!

—Sí, señor; el sargento mayor...

—¿Don Juan de Guzmán?

—¡Cómo! ¿lo sabíais, señor?

—Sí, me lo habían dicho.

—Y á pesar de eso, señor, ¡me habéis solicitado!

—Sé que ese hombre ha muerto.

—¿Lo sabéis?

—¡A puñaladas!

—¿Pero sabéis quien le ha matado?

—¡Sí!

—¿Lo sabéis?

—Permitidme que no lo diga; su nombre...

—Os lo diré yo, porque ninguna parte tengo en sumuerte.

—¿Qué decís?

—Que le ha matado el tío Manolillo, el bufón de... el rey.

—¿Lo sabíais?

—Pero yo creía que le había matado por distinta causa.

—¡Cómo! señora, ¿creéis que yo he mandado la muertede ese hombre?

Y en el acento de temor y de sorpresa del duque, que erasiempre hinchado, doña Ana creyó oír el acento de un reyofendido.

—¡Ah! ¡perdón! ¡perdón, señor!—exclamó—no crea vuestramajestad...

Era tan grave lo que sucedía, que el duque de Lermaperdió la serenidad y exclamó:

—¿Cómo os he de decir que yo no soy el rey?

—¿Pues quién sois entonces?—exclamó con espanto doñaAna, á quien parecieron enérgicamente verdaderas las palabrasdel duque.

—Yo—dijo Lerma reponiéndose, pero torpemente—soy...un caballero que os ama.

—¡Ah!—exclamó con acento rugiente doña Ana—¡me haengañado ese miserable Montiño! Pero yo sabré quién sois.

Y corrió al rincón donde, como dijimos, había dejado lalinterna sorda, vino hacia donde estaba el duque, y abriendola linterna, inundó de luz su semblante.

—¡El duque de Lerma!—exclamó.

—¡El duque de Lerma!—exclamó un hombre que abría almismo tiempo una puerta.

Lerma arrancó la linterna de las manos de doña Ana, ymiró á aquel hombre y retrocedió.

—¡Mi hijo!—exclamó con espanto.

—Sí; sí, señor, vuestro hijo—contestó el duque de Uceda.

Y el padre y el hijo delante de doña Ana, aterrada, quedaronmirándose frente á frente.

CAPÍTULO LXVI

EL PADRE Y EL HIJO

Entrambos se encontraban contrariados.

Ni el padre ni el hijo habían esperado verse allí de unamanera tan ambigua.

El duque de Lerma, que había tenido aquella mañana unaentrevista escandalosa con su hija la condesa de Lemos,debía tener aquella noche otra con su hijo el duque deUceda.

Condiciones eran de su posición.

Había asaltado el poder por medio de intrigas y de bajezas,y la bajeza y la intriga debían acometerle á su vez.

Y como su hijo era bajo é intrigante, he aquí que en lamaraña en que ambos estaban enredados, debían encontrarsey se encontraron en aquella situación absurda, casade una cortesana, y rivales en todo hasta respecto á la mujerque los miraba aterrada sin saber qué la sucedía.

Doña Ana, con el terrible acontecimiento de aquella mañana,lo había olvidado todo, y cuando dió la cita al cocineromayor para el duque de Lerma, creyendo que se ladaba para el rey, se olvidó de que el duque de Uceda teníauna llave de la puerta principal de la casa, por medio de lacual podía entrar á cualquier hora.

Si doña Ana se hubiera acordado, con haber corrido loscerrojos de la puerta, punto concluído.

Pero se había olvidado de ello, y como un descuido bastaá veces para producir consecuencias inmensas, he aquí queel duque de Uceda, á quien enamoraba doña Ana de unamanera doble, como mujer y como instrumento, llegó, abrió,subió y entró en la cámara de la cortesana á tiempo queésta reconocía al duque de Lerma.

Ya hemos dicho que doña Ana estaba aturdida.

Ni aun se la ocurrió desmayarse.

Un silencio de estupor enmudecía á los tres personajes.

El primero que le rompió fué el duque de Uceda.

—Encended las bujías, doña Ana—dijo—, venid despuésacá, y decidnos: ¿por qué razón, de una manera tan imprevistay tan enojosa nos encontramos aquí mi señor padrey yo?

—Yo he venido á deshacer vuestras rebeldías, señorduque de Uceda—dijo el duque de Lerma, mientras doñaAna, aturdida, encendía las bujías.

—¿Mis rebeldías, excelentísimo señor?—dijo el duque concalma—¿pues acaso hago yo otra cosa que defenderme?

—Defenderos, ¿de qué?

—De los agravios que vuecencia me ha estado continuamentehaciendo por celos.

Sí; vuecencia cree que nadie puedeacercarse al rey sino para hablarle mal de vos.

—Vos habéis conspirado constantemente contra mí.

—Es cierto: por vuestro nombre y por el mío.

—¿Por vuestro nombre?

—Cierto; soy vuestro hijo y no puedo tolerar á sangrefría que, cegado por viles favoritos, aconsejéis constantementeal rey lo que deslustra vuestro nombre.

—¿Sabéis que á más de ser vuestro superior por mi estado,lo soy también por ser vuestro padre?

—Padre y señor, hace mucho tiempo que no somos padreé hijo.

—Tan seguro tenéis, porque os ha repuesto el rey envuestro oficio de ayuda de cámara del príncipe, que soyhombre al agua, que ya se me os atrevéis.

—Os encuentro casa de mi querida.

—¡Casa de vuestra querida! ¡yo creía que esa mujer era laprimera querida de su alteza, querida que vos le habíaisprocurado!

—Venid acá, perdida—dijo el duque de Uceda asiendoviolentamente de una mano á doña Ana—; ¿así se juega congentes principales? ¿para esto te doy yo los brocados quevistes y las joyas que gastas?

Doña Ana se echó á llorar, y para que llegase hasta loúltimo lo escandaloso de aquella escena, el duque de Ucedadió una bofetada á doña Ana, como podía haberlo hechoel último de los rufianes.

—¡No os conozco!—exclamó el duque de Lerma escandalizado,avergonzado, porque nunca el duque de Lerma habíaprescindido de las formas—; vos no debéis ser mi hijo, no;si fuérais mi hijo no hubiérais hecho, y delante de vuestropadre, lo que acabáis de hacer.

Doña Ana lloraba; el duque de Lerma se dirigió á lapuerta.

—Esperad, esperad, señor—dijo el duque de Uceda interceptandoá su padre la puerta.

—En nombre de la ley divina y de la humana, apartáos,duque de Uceda—exclamó Lerma con la dignidad que siempretiene un padre respecto á su hijo.

—Esperad, os lo suplico, señor, no somos, os lo repito, elpadre y el hijo, somos dos enemigos; vuestra es la culpa deesta enemistad; me habéis provocado.

El duque, ciego de cólera, puso la mano en la empuñadurade su espada: el duque de Uceda permaneció inmóvil.

—Ved de escucharme á sangre fría—dijo—; reparad enque causaría gran escándalo que vos me maltratáseis aquíen las altas horas de la noche, casa de esa mujer.

Y señaló á doña Ana, que continuaba llorando arrojada enun sillón.

—Dirían las gentes, si dejándoos llevar de vuestra violenciapusiéseis en mí las manos, que no bastando los odiospolíticos que nos separan, habíamos reñido por una querida.

—Yo diría á las gentes, si os castigase, como debo castigaros,que vos os habéis olvidado de todo; que para corregirvuestros excesos, me he visto obligado á recurrir á estecaso, á sorprender á esta mujer, de quien os valéis para pervertirá su alteza el príncipe de Asturias.

—¡Ah! ¡vuecencia diría eso! pues bien; yo puedo decir, yopuedo probar para acreditar de falsa vuestra acusación, quevos vendéis al rey y al reino.

—¡Yo!

—Sí, vos. Y lo declararían sin saberlo los duques de Bukingamy de Seimur; lo declararían sin saberlo vuestros satélites,delegados por vos para sangrar al reino, por medio decartas que puedan presentarse al rey.

—¡Mentís!—exclamó el duque, que delante de doña Anano quería rendirse, por decirlo así, á lo tremendo de su situación;no quería confesarla.

Su hijo lo adivinó.