El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Perdonad, perdonad, señora—dijo Montiño, notando eldisgusto de doña Ana—; los desventurados creemos quenadie tiene que hacer más que pensar en ellos. Adiós, señora,adiós... y recibid mil plácemes por vuestra buena fortuna.

—Adiós, señor Francisco, adiós.

El cocinero salió y doña Ana cerró con precipitación elpostigo.

—Pues señor—dijo el cocinero mayor, rebujándose denuevo en su capotillo—, sigue lloviendo, y la noche no esmás clara que un tizón; ¿y á donde voy yo ahora? El alcázarestará cerrado á piedra y lodo; y aunque no lo estuviera... pornada del mundo voy yo á mi casa á despedazarme el almacon aquel doloroso espectáculo; ¡mi dinero!,

¡mi mujer!,¡mi hija! Vamos, me voy á casa del señor Gabriel Cornejo;no es muy buena casa, pero mejor estaré allí que en la calle,y sin linterna... y con esta noche...

pues señor, por lo quepueda suceder desnudemos la daga y vamos de prisa parallegar cuanto antes.

Y el cocinero arrancó.

Pero á los pocos pasos tropezó y cayó.

Al caer sintió bajo de si un cuerpo humano.

Una de sus manos se apoyaba en su semblante.

Aquel semblante estaba frío y rígido.

—¡Dios mío! ¡Poderoso señor! ¡un difunto!—exclamó todoerizado el cocinero mayor.

Y para acabar de probar un terror, como después de él noha probado ninguno, se oyeron algunas voces cercanas quedijeron:

—¡Téngase á la justicia!

—¡La justicia! ¡y sobre un muerto yo!—exclamó el mismoMontiño—; ¡el infierno llueve sobre mí desventuras!

A este tiempo le habían asido dos alguaciles, y el licenciadoSarmiento inundaba con la luz de su linterna el semblantede Montiño, que estaba lívido, descompuesto, desencajado;el triste temblaba, gemía, no podía tenerse de pie, ysi no se caía era por los dos alguaciles.

—¡Me van á matar!—dijo con el acento de angustia másépico, más terrible que ha oído nunca un alcalde de casa ycorte.

—¿Pues qué queréis que hagamos con vos, señor asesino,á quien encontramos cebándoos en vuestra víctima y con elhomicida arma aún en la mano?

—¡La daga que había desnudado para defenderme y queme pierde!—exclamó el desdichado.

—Amarradle y con él á la cárcel—dijo el bribón del licenciadoSarmiento.

Los alguaciles sacaron cuerdas de sus gregüescos y ataroncodo con codo á Montiño.

—¿Pero qué vais á hacer conmigo?—exclamaba el infelizllorando.

—Brinco más ó menos, bailarás, hijo, y bailarás en elaire—dijo un alguacil.

—¡Que bailaré! ¡Para bailar estoy yo! Yo no quiero bailar—dijoMontiño.

—Que quieras que no quieras, á la fuerza ahorcan—repusootro de los alguaciles.

—¡Ahorcan! ¡Que me ahorcarán! ¡Conque después dehaber sido robado en cuerpo y alma, he de ser ahorcado!

—Si probáis que el hombre que habéis muerto era unladrón...—dijo el alcalde.

—Pero si yo, señor, no he muerto á ningún hombre—dijoMontiño—; ¡si yo no he matado jamás otra cosa que pavos,capones y conejos!

—Si probáis que el hombre á quien habéis muerto era unladrón, y que le habéis muerto en defensa propia, seréis absuelto...no lo dudéis... pero si no, seréis ahorcado como asesino.Veamos, pues, qué tales trazas tiene el difunto.

—Es un sargento mayor—dijo un alguacil.

—¡Un sargento mayor!...—exclamó Montiño.

Y de una manera instintiva arrojó una mirada cobarde alcadáver, cuyo semblante estaba alumbrado por la luz de lalinterna de un alguacil.

—¡Don Juan de Guzmán!—exclamó Montiño reconociéndole—¡elinfame que me ha robado mi dinero, mi mujer y mihija!

—¡Ah, ah! ¿Le conocéis?—dijo el licenciado Sarmiento—¿yademás decís que ese hombre os ha causado perjuicios?

—¡Perjuicios! ¡Dios sólo sabe lo que ese infame ha hechoconmigo!

—Aunque yo no os hubiera encontrado sobre el cadávery con la daga en la mano, y á tales horas y en tal noche, laspalabras que acabáis de decir y que demuestran que soisenemigo del muerto, bastan para llevaros á la horca. Perono perdamos tiempo.

Adelante con él, á la cárcel, hijos; unode vosotros avisad á la parroquia y que vengan por elmuerto.

El licenciado Sarmiento echó á andar hacia la cárcel decorte, y los alguaciles empujaron á Montiño, que se resistíainstintivamente á ir preso.

Al fin, inflexible el alcalde de casa y corte á las súplicasy á las declamaciones, Montiño fué, ó mejor dicho, fué llevadopor los alguaciles á la cárcel, donde le arrojaron en uncalabozo en que había otros presos.

Cuando Montiño oyó crujir las cadenas y rechinar los cerrojosde la puerta, se desmayó.

CAPÍTULO LXIX

EN QUE CONTINÚAN LAS DESVENTURAS DEL COCINERO MAYOR, YSE VE QUE LA FATALIDAD

LE HABÍA TOMADO POR SUINSTRUMENTO

Un farol de hierro con un vidrio empañado, clavado ágrande altura en la pared, arrojaba una luz turbia sobre elcalabozo destartalado, negro, húmedo, un verdadero antro,alrededor del cual había un poyo de piedra.

Francisco Martínez Montiño no pudo ver nada de esto,porque tal iba cuando entró, ó cuando le entraron en el calabozo,que no veía: ni los que estaban allí pudieron verle elrostro, porque los alguaciles le dejaron en la sombra negraproyectada por el farol.

Eran los que allí estaban dos hombres y dos mujeres.

No podía verse el semblante de ninguno de ellos, porqueestaban replegados en sí mismos, en un ángulo los dos hombres,silenciosos y sombríos, y en otro, las dos mujeres abrazadas,una de las cuales lloraba silenciosamente.

Pasó como media hora, y con el frío del calabozo, que eramayor que el que hacía al aire libre, y con la inmovilidad,pasó el vértigo que dominaba al cocinero mayor.

Levantóprimero la cabeza, y miró con la expresión más miserabledel mundo en torno suyo; luego desenvolvió unos tras otroslas piernas y los brazos, y al fin se puso de pie.

Entonces notó que le faltaban la espada y la daga.

Esto era natural, porque á un preso no se le dejan armas.

Pero lo que no era natural y lo que le asustó, fué el repararque su bolsillo no pesaba.

Se registró y halló que no hallabael dinero que en los bolsillos había tenido.

Buscó la placa de oro con la cruz de Santiago esmaltada,que le había dado para su ex sobrino don Juan Téllez Girón,el duque de Lerma, y halló que no parecía; vivamente asustado,buscó con ansia el vale que le había dado el duque deLerma por valor de mil ducados, y halló que tampoco parecía;un enorme reloj de plata, que Montiño usaba para acudircon regularidad á las funciones de su oficio, había tambiéndesaparecido; y, por último, hasta le habían despojadodel lienzo de narices.

Entonces la amargura de Montiño no conoció límites.

Job en padecimientos y Jeremías en lamentaciones, se quedabanmuy por bajo de él.

Tenía sino de ser robado y hasta la justicia le robaba.

Los alguaciles le habían despojado completamente.

Al primer grito herido de Montiño, una de las dos mujereslevantó la cabeza, y la otra se estrechó más contra su compañera;en el momento en que una de las mujeres le miró, laluz del farol hería de lleno la calva frente de Montiño, levantadaal cielo en una actitud más épica y más impía que laque puede suponerse en Ayax amenazando á los dioses; verleaquella mujer, y esconder otra vez, temblando, su cabeza,entre el seno y el hombro de su compañera, fué todo cosa deun momento, y uno de los dos hombres que estaban en unángulo, y que no le veían el rostro por la razón capital deque le veían las espaldas, le dijo con acento áspero é insolente:

—Háganos el menguado la merced de callar, que aquí, alque más y al que menos le huele el pescuezo á cáñamo, y noalborote de ese modo.

Desde la primera palabra que aquel hombre dijo, tomó elsemblante del cocinero una expresión espantosa de sorpresay de rabia, que fué aumentando á medida que el otro pronunciabasu poco cortés, aunque breve razonamiento, y habíanya acabado, y aún duraba el mutismo colérico de Montiñoy su temblor horrible.

Al fin dijo con voz cavernosa:

—¡Ah! ¿estás tú ahí, miserable, engendro del diablo, infameCosme Aldaba, galopín maldito, envenenador protervo?pues espera, espera, que al fin te tengo en mis manos y frailesfranciscos que vengan no te han de valer.

Y se arrojó furioso sobre los dos hombres.

Pero uno de ellos se levantó y adelantó hasta Montiño,sujetándole por los brazos con unas fuerzas hercúleas.

—¡Eh! ¿qué vais á hacer con este pobre muchacho, señorFrancisco Montiño?—dijo con acento socarrón—¿es de personashidalgas querer maltratar á los amigos que se encuentrancuando se creían perdidos?

—Amigos ¿eh? amigos que me roban mi caudal, y juntamentecon él mi mujer y mi hija.

—¿Quién os las quita? ahí las tenéis en aquel lado, que nose atreven á hablaros las pobres porque temen que las maltratéis.

—¡Mi Luisa! ¡mi Inés!—dijo el imbécil Montiño olvidándolotodo por su amor de padre y de marido.

—Sí, sí; tú Inés y tú Luisa—dijo alentada por aquel reblandecimientodel cocinero mayor, su mujer, que ella eraen efecto.

En vano quiso Montiño recobrarse; Luisa se había abalanzadoá su cuello por una parte y por otra Inés, alentadapor el ejemplo de su madrastra; veía por un lado los negrosojos de Luisa, que le miraban de una manera tentadora, ypor otro la dulce é infantil cabeza de Inés que le miraba suplicante.

Fuera ó no criminal su familia, Montiño la había llorado,y al encontrarla de nuevo junto á sí, de una manera orgánica,por razón de temperamento, sin poderlo evitar, sin pensaren evitarlo, se alegraba.

Aquella era una nueva desgracia que sucedía al cocineromayor.

No puede concebirse la audacia de Luisa, sino por la esperanzade que la debilidad de su marido la salvaría delapuradísimo trance en que se encontraba.

Porque no se les había dicho por qué se les había preso,y la prisión no podía ser resultado sino del envenenamientode la reina ó del robo hecho á Montiño.

Si se les hubiera preso por lo primero, les hubieran cargadode cadenas, les hubieran maltratado, les hubieran tomadoinmediatamente alguna declaración; por alguna palabra almenos, hubieran comprendido la causa de su prisión; nadade esto había sucedido; luego no estaban presos por el envenenamientode la reina, sino por su fuga y por el robo.

Esto, sin embargo, no estaba claro, y Luisa quería ponerlocomo la luz del sol; porque tratándose de asuntos de sumarido, Luisa estaba segura de domesticarle.

—¿Y os atrevéis á abrazarme después de lo que habéishecho, miserables?—dijo al fin el cocinero mayor, que queríaconservar su entereza.

—¿Y qué hemos hecho, señor, más que lo que debíamos?—dijocon la mayor audacia Cristóbal Cuero, el paje rubioamante de la Inesilla.

—¿Cómo que lo que debíais? ¿Pues no habéis intentadoenvenenar á su majestad?

—¿Quién os ha dicho eso, señor Montiño?—dijo Cristóbal.

—¿Quién ha de habérmelo dicho? ¡Los funestos, los terriblesresultados!

—¡Cómo! ¿pues qué ha sucedido?—dijo Luisa, á quien sela puso un nudo en la garganta.

—El paje Gonzalo ha muerto de repente.

—¿Y qué tenemos que ver con la muerte de Gonzalo?

—¡Cómo! ¡infames! ¿qué tenéis que ver? ¿Sabéis por quéha muerto el paje?

—Por lo que se muere todo el que entierran—dijo CosmeAldaba—, porque se le ha acabado la mecha.

—¡Vil ratón de cocina! ¡asesino! ¡infame!—exclamó el cocineromayor—; ha muerto por haber comido una perdizque se sirvió en la mesa de su majestad.

Todos se pusieron pálidos; pero Cristóbal Cuero conservótoda su serenidad.

—¿Y ha comido la reina?—dijo.

—La providencia de Dios ha salvado por fortuna á su majestad.

—Pues yo digo—contestó con una serenidad irritante CristóbalCuero—, que es lástima que su majestad no hayacomido.

—¡Cómo! ¡monstruo! ¡cuando debías dar gracias á Dios deque tu crimen no haya producido todo el terrible resultadoque esperabas, infame, deploras que ese gran crimen se hayafrustrado!

—Señor Francisco—dijo con una gran serenidad el paje—,os han informado mal.

—¿Que me han informado mal?

—Sí por cierto: ¿sabéis lo que eran los polvos con que seavió la perdiz que se puso en la mesa de su majestad?

—Un veneno tal, que el paje Gonzalo que comió laspechugas de la perdiz, reventó á los cuatro minutos, y quehizo que el gato del tío Manolillo, que siempre está hambriento,no quisiera comer los pocos restos que quedaron dela perdiz.

—Pues, bien, señor Francisco Martínez Montiño: los polvosde que hablamos (aquí tengo todavía parte en este papel),no son un veneno, sino un hechizo.

—¡Un hechizo!—dijo el cocinero tomando el papel.

—Sí; sí, señor; un hechizo que no puede matar á la personaque se la da porque está hecho para ella, y se tiene encuenta si es mujer ú hombre y el día de su nacimiento, y suestado, y otras muchas cosas. Ahora, si le toma una personadistinta de aquella para quien se ha hecho, aquella personamuere.

Dijo con tal soltura y con tal aplomo estas palabras CristóbalCuero, que Montiño se desconcertó, dudó, vaciló yempezó á ver las cosas de distinto color.

—¿Pero para qué se daban esos hechizos á su majestad?

—Oíd, señor Francisco: la mujer que tales hechizos toma,se vuelve lo más obediente del mundo para su marido.

—¡Oh, oh!—exclamó Montiño—, á quien empezaban á parecerbien aquellos polvos; ¿y para qué querían que la reinafuese obediente al rey? ¿y quién lo quería?

—Os diré, señor Francisco: la reina, en la apariencia, obedeceal rey; pero en realidad conspira.

—¡Ah, ah! eso es cierto.

—Pues bien; con las conspiraciones de la reina no se puedegobernar.

—¡Ah, ya!

—Y como su excelencia el duque de Lerma, quiere labrarla prosperidad en los reinos de su majestad...

—¡Ah, ya!

—He aquí que un día encargó á don Rodrigo Calderónque buscara un medio para que la reina no conspirara; y donRodrigo buscó al sargento mayor don Juan de Guzmán paraque viese de qué modo podía hacer el que la reina no conspirase.

—No se lo volverá á encargar más—dijo con acento lúgubreMontiño.

—¿Y por qué, esposo y señor?—dijo suavemente Luisa.

—Porque nadie encarga nada á los muertos—contestó conacento doblemente lúgubre el cocinero.

—¡Que ha muerto!—preguntó con la misma suavidad y lamisma indiferencia Luisa.

—¿Pues por qué estoy yo aquí?—exclamó en una de suschillonas salidas de tono Montiño.

—¡Cómo, marido mío! vos que sois tan humano y tan compasivo,¿habéis matado á un hombre?—dijo Luisa.

—Y si le hubiera matado, razones me hubieran sobradopara ello, señora—exclamó con acento amenazador Montiño.

—¡Razones!

—¡Sí; sí, señora! ¿pues no érais vos amante de ese hombre?

—¿Yo?... ¡que yo era amante de!... ¡de ese hombre!... ¡Diosmío!... ¡y sois vos!...

¡vos, mi marido!... ¡quien me dice!... ¡esacalumnia horrible!... ¡yo, la mujer más honrada que ha nacidode madre!

—¡Conque vos sois honrada!... ¡y habéis salido de micasa!... ¡y me habéis pervertido mi hija!... ¡y me habéis robado!...

—¡Ta, ta, ta!—dijo con el aplomo más admirable CristóbalCuero; ¡que vuestra mujer, que esta santa os ha robado!¡lo que ha hecho es lo que no hubiera hecho ninguna mujer!

—Créolo bien, porque ninguna mujer hubiera cometidocontra mí tan negra infamia.

—¿Llamáis infamia poner á salvo vuestro dinero?

—¡Cómo! ¡que mi dinero está en salvo! ¿y dónde?

—Casa del señor Gabriel Cornejo.

—¿Que están allí mis sesenta mil ducados?

—Sí; sí, señor.

—¡Dios mío!—exclamó Montiño—. Pero eso no puede ser...sería demasiada fortuna... ese dinero que yo he ganado contantos afanes... perderlo... llorarlo...

volverlo á encontrar.

—Sí; sí... encontrado lo tenéis y no lo tenéis...

—¡Cómo, pues qué! ¿hay alguna duda?—exclamó alentandoapenas el cocinero mayor.

—Yo he entregado ese dinero al señor Gabriel Cornejo—dijoCristóbal—, á mi es á quien el señor Gabriel lo entregaráúnicamente.

—Pues le llamaremos, le llamaremos, hijo; por eso no quede...no veo duda alguna.

—Es que yo, señor Francisco, no pediré al señor GabrielCornejo ese dinero, sino yendo á su casa á pedírselo; es decir,estando en libertad.

—¿Y cómo puede ser eso? ¡pecador de mí!—dijo llenode angustia Montiño.

—En vos consiste.

—¡En mí!

—Sí, señor Francisco; en vos y sólo en vos, porque sólopor vos estamos presos.

—¿Por mí?

—Sí por cierto; ¿no decís que la reina no ha comido dela perdiz?

—Si hubiera comido... hubiera muerto como el paje.

—Sí, sí, tenéis razón... hubiera muerto—dijo CosmeAldaba.

—¡Cómo! ¿pues no decía Cristóbal que los polvos conque estaba aderezada la perdiz eran un hechizo?

—¡Bah! Cristóbal y vuestra mujer creen eso, pero yo nolo creí nunca.

—¡Ah, Judas traidor! ¿conque tú sabías que era veneno?

—Como vos sabéis que os llamáis Francisco; me lo habíadicho don Juan de Guzmán, y... me había ofrecido tantodinero...

—¡Oh! ¡infame!

—Para ganarlo necesitaba yo estar en las cocinas... vosme habíais despedido... era urgente el negocio... entoncesfuí á ver á vuestra mujer, y la rogué, la supliqué... si voshubiérais estado... os hubiera rogado también.

—¡Infame!

—Ello es que ya no tiene remedio lo hecho... busquemos lasalida. Vuestra esposa me llevó inocentemente á las cocinas...yo aderecé la perdiz... pero en el momento que estuvoservida, me fuí á vuestro aposento y dije á vuestra mujer...«salváos...»; la dije que podíais ser preso... y en esto fuíhombre de bien, porque pudiendo salvarme solo, quise salvarostambién.

—Después de haberme perdido... ¡Dios mío! yo no sécómo puedo mirarte á la cara,

¡miserable! ¡conque es decirque si su majestad come de la perdiz...!

—¡Os ahorcan! y por eso yo avisé á vuestra mujer; comono estábais en la casa, vuestra mujer procuró salvarse, ysalvar vuestro caudal... dejamos encargado á cierta personaque os avisara, pero sin duda no ha dado con vos.

—¡Bueno he andado yo todo el día!

—No culpéis, pues, ni á vuestra esposa, ni á vuestra hija,ni á su novio. Yo tengo la culpa de todo, señor Francisco, yyo os prometo que en saliendo de aquí no me veréis más,porque iré á meterme fraile.

—¿Y crees tú que yo dejaré que tu crimen quede impunepor mi parte?

—¡Ah! ¡queréis dar parte á la justicia!

—Es mi obligación; me lo manda mi conciencia.

—Pues bueno; iremos juntos á la horca... todos á la horca...sin escapar siquiera ni vuestra mujer ni vuestra hija.

Montiño lanzó un rugido de rabia, de dolor, de miedo.

—Conque, ¿qué os parece?

—¿Qué ha de parecerme—dijo Montiño después de algunosmomentos de un silencio enérgicamente expresivo—,¿qué ha de parecerme sino que estoy en poder de Satanás?

—Pues bien; sí, es verdad—dijo Cristóbal Cuero—, peroSatanás os tiene tan bien agarrado, que no os soltará á trestirones. En vos consiste recoger vuestro caudal, tener ávuestra mujer y á vuestra hija, ó que nos ahorquen á todos.Escoged.

—¿Pero cómo puedo yo hacer...?—dijo Montiño en elcolmo de la desesperación.

—Decid que no tenéis queja alguna de vuestra esposa, devuestra hija ni de nosotros.

—Eso no puede ser.

—Tened toda la queja que queráis, pero no lo digáis ánadie—dijo Cosme Aldaba.

—¿Y os soltarán...?—dijo Montiño.

—Indudablemente.

—Pero yo me quedaré aquí.

—¡Vos, marido mío!

—Sí, sí por cierto; como que me acusan de haber dadomuerte á vuestro amante.

—Decid al sargento mayor don Juan de Guzmán, pero nodigáis á mi amante—

exclamó con altanería Luisa—; sobretodo, no deis mal ejemplo á vuestra hija diciendo delante deella tales cosas.

—¡Mi hija...! ¡tan perdida como vos!

—¡Padre!—exclamó con su dulce voz la Inesilla—; es verdadque quiero á Cristóbal, pero le quiero para mi marido...y mirad, señor, que mi madre es una mujer honrada.

—¡Hum!—dijo el cocinero mayor—. Pero eso no quita elque yo tenga encima un proceso.

—¿Y sois vos en efecto quien ha matado al sargento mayor?—dijoLuisa, cuya voz estaba perfectamente serena.

—Os diré... no lo puedo asegurar... no sé de fijo si le hematado ó no.

—¿Que no lo sabéis? pues entonces ¿quién lo sabe?

—¡Dios!

—Pero explicáos.

—Salía yo de una casa, pero como la hora era alta y lanoche lóbrega y el barrio apartado, desnudé la daga... meprevine... á los pocos pasos tropiezo, caigo, y me encuentrosobre un cuerpo humano, y con la justicia encima, que viéndomecon la daga desnuda y sobre un difunto, me toma porun homicida, y me prende.

—Decidme, señor Francisco—preguntó Cosme Aldaba—,¿llevábais vos la daga de punta?

—No me acuerdo—contestó con angustia Montiño.

—Pero es muy posible que la lleváseis con la punta alfrente.

—Sí, que es muy posible.

—Pudo ser muy bien, que entre lo obscuro tropezáseiscon don Juan de Guzmán.

—No me acuerdo, pero pudo ser.

—Cayó don Juan, y vos sobre él... eso ha sido... un homicidioinvoluntario...

—Dios que le llevaba á aquellas horas para su castigo, alinfame; ¡pero Dios mío!

¡haberlo yo matado sin saberlo!...

—Si os quejáis de vuestra mujer—dijo gravemente CristóbalCuero—tenéis que fundar la razón de vuestra queja; sila acusáis de amores con don Juan de Guzmán, os acusáisdel homicidio.

—¡Y es verdad!—exclamó en una nueva salida de tonoMontiño.

—Cuando por el contrario, si decís que vuestra mujer eshonrada y buena, y que os satisfacen las razones por quése salió de vuestra casa con vuestra hija y con vuestro dinero,nos salvamos todos.

—¿Yo?... ¿cómo me salvo yo?

—Recobrando vuestro dinero, que de otra manera no recobraríais,y entorpeciendo con él las ruedas del carro de lajusticia, á fin de que eche por otro camino.

—Pero... sepamos, sepámoslo todo: ¿cómo y dónde oshan preso?

—En el camino de las Pozas, cuando íbamos sobre cuatrojumentos en busca de un caserío donde pasar la noche.

—Ibamos á Navalcarnero, esposo—dijo Luisa.

—¿Y no os han dicho nada?

—Nada más, sino que la justicia nos prendía.

—Pues bien; el duque de Lerma os prendió, porque yo selo pedí al duque de Lerma, y el duque os soltará, porque yole pediré que os suelte. A seguida, tú, Cristóbal, irás á casadel señor Gabriel y me devolverás mi dinero.

—En seguida.

—¡Oh! ¡qué alegría, madre!—exclamó la Inesilla—; ¿ya noos harán nada?

—Nada, hija mía.

—¡Ni nos ahorcarán!

—¿Quién piensa en la horca?

—¡Eh! ¡callad! ¡callad por Dios!—dijo el cocinero—, queparece que se acerca gente.

—En efecto, se oían pasos fuera del calabozo y en direccióná él.

Todos se callaron y se acurrucaron cada cual en susitio.

Después de haber crujido tres llaves y tres cerrojos lapuerta del calabozo se abrió, y un carcelero dijo desdeella:

—Señor Francisco Martínez Montiño: salid.

Confuso, sin atreverse á alegrarse, temeroso de una nuevadesdicha, el cocinero mayor salió y siguió al carcelero.

Se cerró de nuevo la puerta y se oyeron los tres cerrojosy las tres llaves.

CAPÍTULO LXX

EN QUE SE ENNEGRECE GRAVEMENTE EL CARÁCTER DEL TÍO MANOLILLO

Cuando el duque de Lerma, de vuelta de la casa de doñaAna, llegó al postigo de la suya, se le atravesó un bulto embozado.

—¡Hola!—le dijo aquel bulto—; detente y escucha.

—¡Ah! ¡eres tú, bufón!—dijo el duque contrariado.

—Soy tu amo—contestó el tío Manolillo.

—¿Qué quieres?

—Muy poca cosa: una orden tuya al alcaide de la cárcelde Villa, para que me deje hablar á solas, cuando yo quiera,con el cocinero mayor del rey.

—¡Cómo? ¿Montiño está preso? ¿y por qué?

—Por un homicidio.

—¿Pero á quién ha muerto?

—Al amante de su mujer.

—¡Cómo! ¿no lo habías matado tú?

—¡Ah! es verdad que sabes que yo he matado á ese infame.Pues bien, tengo suerte; la justicia, no sé por qué nicómo, ha encontrado daga en mano y sobre el cadáver deGuzmán á Montiño; me quito un muerto de encima. Perotengo mis proyectos; necesito hablar al cocinero de su majestad.Conque la orden.

—Entra—dijo el duque, á quien como sabemos tenía sujetoel bufón.

—No, te espero aquí; no quiero subir escaleras: bájame túmismo la orden.

Como ven nuestros lectores, para lo que habían sacado áMontiño del calabozo era para que hablase con el bufón.

Paseábase éste en una de las habitaciones de la alcaidía.

Había dejado la capa y el sombrero que estaban empapadosen agua, y así, con los brazos cruzados, encorvado, meditabundo,con la cabeza sobre el pecho, tenía algo deterrible.

El carcelero introdujo en la habitación á Montiño, y conarreglo á las órdenes que tenía, salió y cerró la puerta.

—Venid acá, tío Francisco, venid acá—le dijo el bufón—;tenemos que hablar mucho y grave.

—¡Ah, tío Manolillo! mucho y grave es lo que á mí me sucede—dijocompungido el cocinero mayor.

—Sois el rigor de las desdichas, Montiño, y por vuestratorpeza y vuestra cobardía hacéis esas desdichas mayores; yesa horrible codicia...

—Yo creía que veníais á otra cosa, tío Manolillo—dijo elcocinero—, y no á reñirme por desgracias que yo no he podidoevitar.

—En efecto—contestó el bufón—, vengo á sacaros de aquí.