El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Se han ido.

—Misteriosa aventura.

—Y más misteriosa la felicidad que más allá de esta puertame aguarda.

—Y la condesa abrió con llave el postigo de una cerca.

—Entrad—dijo.

Quevedo entró.

La condesa sintió que otra persona cerraba el postigo.

—Pero doña Catalina, corazón mío, ¿estáis en vos? Enteradohabéis de este lance á medio mundo.

—¿Y qué se me da? No soy yo mujer á quien mate su marido,ni el conde de Lemos, un marido que mate á una mujertal como yo; ni aun se divorciará, porque divorciándoseperderá la administración de mis bienes. Por lo demás, meimporta todo un bledo. Dirán: la condesa de Lemos es queridade Quevedo; y bien, vos me habéis enseñado á despreciaral mundo.

—Ya no llueve—dijo Quevedo.

—Como que estamos bajo techado—contestó doña Catalina—;ahora vamos á subir... y yo os doy la mano.

—No hablaba yo de esta subida.

—Pues mirad, yo estoy muy contenta.

—No veo el motivo.

—Os tengo.

—¡Pero si decís que no os amo!

—No me amáis todo lo que yo quisiera... pero me amáis...sí; me amáis... y yo os haré tanto... yo seré para vos tanto...

—¿Qué seréis para mí?

—El camino de los honores, del mando, del trono.

—¡Eh! ¿qué decís del trono, señora?—dijo Quevedo conun acento tan singular como nadie hasta entonces habíaoído en él.

—Digo, que sin haceros rey, os pondré sobre el rey, ycomo el rey está en el trono...

—¿Sabéis que esta escalera se parece á la subida de lamontaña aquella á cuya cumbre llevó el diablo á Cristo?—dijocon un doloroso sarcasmo Quevedo.

—Muchas gracias, señor mío, por la galantería. Pero estáisirritado, y con razón, y es menester perdonároslo todo.Entrad.

Y tiró de Quevedo, que se encontró de repente en un magníficosalón completamente iluminado, y con una mesaservida.

Doña Catalina cerró la puerta por donde habían entrado,se aseguró por sí misma de que las otras puertas estabancerradas también, y luego arrojó el manto, y apareció deslumbrantementevestida.

—He aquí—dijo Quevedo—, que el sol sale á la medianoche.

—Os he traído á mi cámara de bodas, y para ello me hevestido el mismo traje de mis bodas.

Y luego, sentándose en un sillón y señalando otro á Quevedo,le dijo con la mirada llena de amor, de embriaguez,de encantos:

—¡Cenemos!

—¡Oh! ¡qué feliz podía yo ser!—murmuró Quevedo.

Y luego, sentándose resueltamente, dijo con una voz queespantaba por su sarcasmo, por su desesperación, por suamargura, y con la mirada ardiente y fija en los ojos de doñaCatalina:

—Cenemos.

CAPÍTULO LXXII

DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA ENCONTRÓ Á TIEMPO UN AMIGO

Amaneció el día siguiente.

Y seguía lloviendo, y nublado y sin señales de mejor tiempo.Estaba en su despacho el duque de Lerma, y su secretarioSantos escribía á más y mejor lo que el duque ledictaba.

Se notaban en el semblante del duque señales de insomnio.

Lo que demostraba que había pasado muy mala noche.

Como que volvían á la corte todos sus enemigos, y podíanhacerle la guerra y derrocarle, sin que él pudiera defenderse,atado como estaba por los terribles secretos suyos queposeía el bufón.

En lo que se ocupaba el duque, era en escribir á sus parcialesde las provincias, á fin de que le hiciesen un partidoentre la gente que alborota y que ha existido en todos tiemposbajo todas las formas de gobierno, á fin de que escribierancartas honrosas para él, esto es, una especie de opiniónpública ficticia, que debía figurar ante los ojos del reycomo la opinión pública del reino.

Para esto se ofrecía á comunidades de frailes, cosas queel duque había resistido; á los ayuntamientos, arbitrios; álos labradores, tolerancia en el pago de los tributos; á lascorporaciones de todo género, nuevos privilegios; á éste yal otro señor, amenazado por desafueros, hacer la vista gorda,como suele decirse, y á las audiencias, desestimar lasnumerosas quejas de injusticias, cohechos y violencias quependían por ante el rey.

Claro es que todo esto venía á gravar en último puntosobre la gran masa del reino, sobre el pobre, sobre el débil,sobre el querelloso; pero importaba poco: era necesario queel rey recibiese de todas partes plácemes por el buen gobiernodel duque de Lerma.

Desde el amanecer estaban trabajando en esto el duque ysu secretario.

Santos, á pesar de que hacía frío, sudaba la gota gorda.

El duque estaba fatigado.

—No puedo más, señor—dijo Santos—; de tanto escribir,se me ha puesto el brazo tan frío y tan pesado como si fuerade plomo.

—Urge, urge, Pelegrín; ya sabes que mi sobrino no haperdido el tiempo, y que ya está en Madrid; viene irritadocontra mí y no perdonará medio; además, se encontrará alduque de Uceda apoderado del príncipe de Asturias, y empezaráde nuevo entre ellos la guerra, que vendrá á herirmede rechazo.

—Yo aconsejaría á vuecencia que tomase un partido muchomás prudente, que el de lograr por medio de estas cartasque se corten las quejas que vienen de todas partes—

dijoSantos estirándose el brazo derecho y frotándoselo con lamano izquierda.

—¿Y qué partido es ese, Pelegrín?

—¡Hum! vuecencia está muy comprometido.

—Sí, es cierto; pero todo lo que puede suceder será perderla gracia del rey.

—Perdonad, señor, de antemano, lo que voy á decir ávuecencia, porque mi lealtad no me permite guardar por mástiempo silencio.

—¡Crees tú!...

—Creo que puede sucederos peor que perder la graciadel rey.

—¿Peor?

—Podéis ser procesado.

—¡Procesado!—exclamó con orgullo el duque.

—Porque podéis ser calumniado; esta gente enemigavuestra, os teme, sabe que el rey está acostumbrado á vos,y como en el rey no hay nada más poderoso que la costumbre,como es indolente y enemigo de luchas y de mudanzasy sobre todo irresoluto y débil, usarán contra vuecencia dearmas infames; se han cometido en la corte grandes desaciertos;vuestro secretario don Rodrigo Calderón ha usadoy abusado de vuestro nombre y no se ha detenido en nada;se ha pretendido primero deshonrar á la reina, después envenenarla...

—¡Cómo!

—Hay quien lo sabe, y quien lo murmura... lo que hoy esun rumor sordo, será mañana un estruendo, y un estruendotal, que no podrá menos de oírlo el rey... ¡si para entoncesestáis desprevenido!...

—Pero yo no he pensado... yo no he hecho...

—En la corte es muy fácil hacer caer sobre una personalos delitos de otra; Calderón ha sido vuestro favorito y aúnlo es, al menos para todo el mundo, que ve que en vuestracasa le tenéis, que en vuestra casa le curáis. Calderón espresuntuoso, soberbio, tiene mucho ingenio, vale mucho,conoce la corte, y en cuanto pueda se abrirá paso, obligándoosá que vos le facilitéis el camino, porque os tiene sujeto...

—¡Pelegrín!

—Enojáos cuanto queráis conmigo, señor; pero no oigavuecencia á Pelegrín Santos, pobre hidalgo que os debecuanto es, sino á la voz severa de la verdad; sucédame cuantoquiera, aunque vuecencia irritado conmigo me haga pagarcara mi lealtad, no puedo callar por más tiempo. Porque sehace necesario prevenir el mal, necesario de todo punto; nose puede perder un minuto.

—Sigue, sigue, Pelegrín.

—Como os decía, aunque sabéis que don Rodrigo os hahecho traición, no podéis deshaceros de él; como no podéisdeshaceros ahora de Uceda, de Lemos, de Olivares, de Sástago,de tantos y tantos á quien vuecencia estorba; os veréisobligado á servir de escala á Calderón, que partirá con vosla ganancia, porque os necesitará siempre, pero que os comprometerá;porque Calderón, soberbio y ciego y codicioso,hará tales cosas, que él mismo se hundirá... y al hundirse, oshundirá con él.

—¿Pero qué puede suceder?...

—Yo veo á Calderón marchar de frente hacia el cadalso,sin verle, confundiéndole con el trono.

—¡Ah!

—Dejad que suba solo al cadalso... cubríos...

—¡Cómo! ¡Pelegrín! ¡crees...!

—Lo creo posible todo. Si fuera tiempo, os diría: retiráosde la corte... pero ya no es tiempo, señor; estáis en el mismocaso que aquel que, subiendo unas escaleras, va dejandocaer los escalones; no tiene más remedio que seguir subiendo,ó caer desde una inmensa altura á una muerte cierta; nopodéis retroceder.

—Y entonces... ¿qué hago?

—Roma insiste sobre el asunto de las preces...

—Pero no puedo complacer á Roma sin rebajar la dignidaddel rey.

—Es un recurso desesperado. Complaced al papa, á cambiode otra complacencia del papa.

—Explícate mejor.

—Pedid á Roma el capelo.

—¡Ah!—exclamó el duque de Lerma, abandonando su sillóny yendo á abrazar á Santos—; sí, sí, tú eres mi amigo;tú eres la única persona leal con que cuento; ¡el capelo! ¡yno se me había ocurrido! ¡y sin embargo, tengo el alma llenade una inquietud vaga, del temor de verme envuelto en lastraiciones infames, en los delitos de los que me rodean! ¡elcapelo! ¡gracias, Pelegrín, gracias! El duque de Lerma puedeser juzgado y condenado por el rey. ¡El cardenal, duque deLerma, sólo puede ser juzgado y sentenciado por Roma!¡Roma! yo haré que Roma esté tan contenta de mí, que mecrea ser su mejor hijo. Escribe, escribe, Santos...

—¿A Roma?

—¡A Roma!

—No es asunto para escrito... es necesario que vaya unapersona de toda la confianza de vuecencia.

—¡Y quién mejor que tú! ¡tú que acabas de darmeuna prueba inapreciable de tu amor y de tu lealtad haciamí!

—¡Partiré!

—Al momento.

—Esperemos...

—¿Que esperemos, y dices que es de todo punto necesario?...

—Esperemos á mañana.

—Preconíceme Roma y nada temo.

—Nada de preconizaciones: basta con que en un momentodado, autorizado por el papa, podáis vestiros la púrpura;sed en buen hora cardenal, pero no lo digáis á nadie...

nomostréis miedo...

—¡Ah! ¡Pelegrín! ¡yo no te conocía!

—Como no habéis conocido á los traidores hasta que hasido de todo punto imposible que no los conozcáis, no habéisconocido á los leales hasta que los leales se han vistoobligados por amor vuestro á darse á conocer.

—¡El capelo! ¡el capelo!—exclamaba el duque de Lermapaseándose á largos pasos por su despacho—. ¡Y que no seme haya ocurrido! ¡el capelo! ¡hijo de Roma! ¡la Iglesia puestaentre el poder temporal y yo! ¡qué quieres, Pelegrín!

—Seguir siendo vuestro secretario.

—¿Y nada más?

—Nada más. Pero para que siga siendo vuestro secretario,es necesario que no me deis muchos días como hoy.

—Vete, vete á descansar, y... está dispuesto.

Santos se inclinó y salió.

El duque de Lerma estaba contento; había encontrado alfin la difícil solución de un problema obscuro que le teníavivamente inquieto. Cubrir su responsabilidad como ministro,cuando tan duros eran los tiempos, con el manto de laIglesia, era cosa que jamás se hubiera ocurrido al duque deLerma.

Saboreando estaba su contento, cuando un ayuda decámara abrió la puerta y dijo respetuosamente:

—Señor, el cocinero mayor de su majestad, solicita hablará vuecencia.

Lerma mandó entrar á Montiño.

Presentóse éste, pálido, desencajado, estropeado completamenteen cuerpo y traje; miró al entrar con recelo en tornosuyo, y dijo con grande misterio:

—¿Podrá escuchar alguien lo que voy á decir á vuecencia?

—Nadie, Montiño, nadie—contestó el duque—. ¿Pero quésucede?

—Sucede, señor... En primer lugar, la Dorotea me envía.

—¿Y qué quiere la Dorotea?—preguntó el duque estremeciéndose,porque veía de nuevo asomar la fatídica figura delbufón, que había llegado á convertirse para él en unespectro.

—La Dorotea... quiere ver á vuecencia... al momento; meha mandado llamar para eso solo... está enferma... muyenferma...

—Iré, iré... Id á decírselo.

—Un momento, señor; tengo que hablar á vuecencia deasuntos míos.

—¿De asuntos vuestros?

—Creo, señor—dijo Montiño, á quien la desesperacióndaba atrevimiento—, que en mí tiene vuecencia un esclavo,que ha hecho por vuecencia...

—Lo bastante para que os ampare; lo sé.

—¡Ah, señor! necesitado y muy necesitado estoy de amparo.Por servir anoche á vuecencia al salir de aquella casa,me aconteció una negra aventura.

—¿Y qué fué ello?

—El diablo me echó delante al sargento mayor don Juande Guzmán.

—¡Que os encontrásteis anoche á don Juan de Guzmán!—dijocon asombro el duque—. ¡Bah! ¡imposible! ¡no puedeser! ¡vísteis visiones!

—No vi, tropecé; y como llevaba la daga de punta, porqueeran malos sitios, mala hora y mala noche, sin quererlo,sin pensarlo, le maté.

—¡Ah!, ¡matásteis... al sargento mayor!...

—Y me encontró sobre él la justicia.

—¡Ah!—dijo el duque de Lerma comprendiéndolo todo,porque como saben nuestros lectores estaba en el secreto—;¿y os prendió el alcalde de casa y corte Ruy Pérez Sarmiento?

—¡Cómo, señor, sabéis!...

—Sí, el licenciado Sarmiento me ha hablado de una prisión.Pero si os prendieron,

¿cómo estáis en libertad?

—Bajo fianza de un tal Gabriel Cornejo...

—¿Y qué queréis?

—¡Señor! ¡señor!—exclamó Montiño arrojándose á lospies del duque y con los brazos abiertos—; puesto que losois todo en España, y que yo soy inocente, porque quienmata sin querer no mata, salvadme, señor, salvadme.

—Levantáos, levantáos, Montiño, y nada temáis; se leechará tierra al muerto, se romperá el proceso...

—¡Ah señor! ¡piadoso señor! ¡Mi vida!...

—Merecéis que se os ampare.

—Después de lo que vuecencia acaba de hacer, no meatrevo á pedirle otra gracia.

—Hablad, hablad.

—Muchas gracias, señor, muchas gracias, no sé cómopagar á vuecencia.

—Acabando pronto, Montiño.

—Es el caso, que mi mujer y mi hija y el galopín CosmeAldaba, y el paje Cristóbal Cuero están presos.

—Ya veis que no me he olvidado de lo que me pedísteis.

—Muchas gracias, señor; pero ahora pido á vuecenciaque se deshaga lo hecho.

—¡Cómo!

—Que sin ruido, y sin que nadie pueda saber que han estadopresos, suelten á mi mujer, á mi hija, al galopín y al paje.

—¿Pero estáis loco, Montiño? ¿No os ha deshonradovuestra mujer?

—¡No señor!

—¿No os ha robado?

—¡No, señor! y ruego encarecidamente á vuecencia...

—Sentáos y escribid vos mismo.

El cocinero se sentó.

El duque le dictó una orden de soltura para el alcaide dela cárcel de villa, y otra para el alcalde de casa y corte,para que diese por nulo y destruyese todo lo que se habíaescrito é intentado contra los presos.

Después de esto y de haber saludado humilde y profundamenteal duque, el cocinero salió.

Poco después, Montiño entraba triunfante en palacio consu mujer y su hija.

Al mismo tiempo, el duque de Lerma entraba en casa deDorotea.

CAPÍTULO LXXIII

EN QUE EL DUQUE DE LERMA CONTINÚA REPRESENTANDO SU PAPEL DE ESCLAVO

Encontró el duque á la joven en el lecho.

Pero no la encontró sola.

A su lado estaba el tío Manolillo.

El duque se estremeció como si en el bufón hubiese vistopersonificada su conciencia.

—Gracias, muchas gracias, señor, porque habéis venido—dijola joven sacando un magnífico brazo de debajo de lasropas y estrechando una mano del duque—. Tengo que hablarosgravemente. Manuel, amigo mío; hacedme el favor deldejarme sola con su excelencia.

El bufón se levantó y salió en silencio, pero no sin haberdicho antes con una profunda mirada al duque:

—Os mando hacer todo lo que ella quiera.

El duque se sentó en un sillón junto al lecho, y por la primeravez se descubrió delante de Dorotea.

—Cubríos, cubríos, don Francisco—dijo la joven—; yo oslo ruego. Os habla una pobre mujer, y esa mujer os suplica.Cubríos, si no queréis lastimarme.

El duque se puso la gorra.

—¿Qué queréis, pues?

—Don Juan Téllez Girón ha sido preso; preso como causantede la herida de don Rodrigo.

—Es cierto; todas las pruebas están contra él.

—Pues bien: yo quiero que se destruyan esas pruebas.

—No es eso fácil.

—Ya lo sé: sé que doña Clara Soldevilla, su esposa, se haarrojado á los pies de su majestad el rey; sé que su majestadla reina ha intercedido por la petición de su amiga, porquedoña Clara, más que dama, es amiga de la reina, y séque el rey se ha mantenido severo; que ha respondido á lareina y á doña Clara, que no puede hacer nada estando depor medio la justicia.

—Ya veis, Dorotea, que cuando el rey...

—Pero vos podéis más que el rey.

—¡Yo!

—Sí, vos; basta una palabra vuestra para que la justiciacalle, para que la puerta de la prisión se abra, y yo quieroque don Juan salga libre y seguro... porque le amo, ¿lo entendéis?...porque es mi vida, y el mal que le sucede me vuelveloca, me asesina.

Quiero ir yo... yo misma á abrirle su prisión;quiero ser para él la libertad, la vida; quiero ser su recuerdocontinuo... quiero que no pueda olvidarme nunca... ytanto haré, que no me olvidará... ¡Oh, no! y con eso sóloseré feliz.

—¡Pardiez, y lo que amáis á ese mozo!—dijo contrariadoel duque.

—No os enfadéis señor, vos me tenéis por lujo... ya os lohe dicho... pues bien: vuestra querida pública seré, ya queesto os halaga, hasta la muerte, hasta la muerte, señor; pero...tened compasión de mí; concededme lo que os pido.

El duque miró á la cortina de la puerta tras la cual habíadesaparecido el bufón.

Aquella cortina estaba inmóvil.

Aquella cortina era en aquellos momentos para el duqueel velo impenetrable de la fatalidad.

—No puedo...—dijo al fin.

—Sí, sí podéis—dijo Dorotea—, vos lo podéis todo.

—No me atrevo—dijo el duque, que no quitaba ojo dela cortina.

—Necesito la libertad y la seguridad de don Juan—dijocon acento voluntarioso Dorotea.

—Yo no puedo sobreponerme á las leyes.

—Sobreponéos—dijo la voz ronca del bufón detrás de lacortina.

Tembló el duque al sonido terrible, fatídico de aquella voz.

—Es el caso que... yo... mi poder... no alcanza á veces...

—¿No os he dicho ya, duque de Lerma, que hagáis cuantoella quiera? ¿ó es que sois tan torpe que no comprendéislo que se os manda?—dijo el bufón abriendo la cortina yapareciendo.

Sonrojóse vivamente el duque al verse tratado de tal modopor el bufón en presencia de una tercera persona, y balbuceóalgunas palabras.

El bufón adelantó lento y sombrío.

—No te agites, Dorotea—dijo—; no llores; no supliques:el señor duque hará lo que sea necesario hacer; el señor duqueno puede negarte nada: excelentísimo señor, afuera, enla sala, hay recado de escribir; yo sé dónde vive el licenciadoSarmiento; escribidle una carta y concluyamos, que Doroteaestá impaciente.

—Esto es ya demasiado—dijo el duque colérico.

—Ya lo creo que es demasiada obstinación la vuestra.

—No os irritéis, señor—dijo Dorotea—; yo os lo ruego,yo os lo suplico.

—No hay que suplicar; tú no tienes que suplicar á nadie,hija mía; yo soy tu esclavo, y el duque de Lerma es esclavomío. Ayer quisiste la prisión de don Juan, y fué preso; hoyquieres su libertad y hoy se verá libre, porque su excelenciay yo... nos entendemos.

—¿No teméis que llegue un día en que os pese de lo quehacéis?

—Algunas cosas horribles tengo hechas por ella, y todavíano me ha pesado; servidnos ahora, y después, cuandopodáis, no tengáis compasión de mí... pero ahora...

haced loque ella quiere.

Y señaló á Lerma con toda la autoridad y la arroganciade un señor despótico, la puerta que conducía á la sala.

El duque se levantó maquinalmente y salió de la alcoba.

Maquinalmente se encaminó á una mesa donde había recadode escribir y escribió.

Luego cerró la carta y la entregó al bufón.

Aquella carta estaba concebida en estos términos:

«Mi buen Ruy Pérez Sarmiento: En el punto en que recibáisésta, rasgad todas las diligencias que hayáis practicadoen averiguación del delito cometido en la persona de donRodrigo Calderón; proveed auto de libertad en favor de donJuan Téllez Girón y de don Francisco de Quevedo Villegas,y guardad esta carta para cambiarla por una provisión deoidor en la Real Audiencia de México. A cualquier hora,mañana, me encontraréis en la secretaría de Estado ó enmi casa. Guárdeos Dios.— El duque de Lerma. »

Apenas entregada esta carta, el duque salió de casa deDorotea, sin despedirse de ella, trémulo, irritado.

El bufón salió también, llevando consigo la carta del duquede Lerma.

Dorotea quedó en un estado horrible de ansiedad.

Una hora después, el tío Manolillo volvió con unos pliegosen la mano.

—¿Tenéis ya la orden de libertad?—dijo la joven conanhelo.

—Sí—respondió con voz ronca el bufón—. Este pliego esel auto de libertad de tu amadísimo don Juan; este otro, elauto de libertad de don Francisco de Quevedo, que yo meguardo, porque importa que esté preso; y este otro pliego, esuna orden para que tú puedas entrar en la torre de los Lujanes,donde está encerrado don Juan.

Dorotea, á pesar de la fiebre que la devoraba, llamó áCasilda, saltó de la cama, se hizo vestir, pidió una litera, ysalió de su casa.

CAPÍTULO LXXIV

LO QUE HIZO DOROTEA POR DON JUAN

Irritado, contrariado, impaciente, cuidadoso, se encontrabadon Juan encerrado en un aposento alto de la torre de losLujanes.

La opaca luz de aquel día nublado y lluvioso, penetrandoen el encierro por dos estrechísimas saeteras, apenas bastabapara determinar los objetos que en el aposento había.

Podía juzgarse, sin embargo, que no se había tratado malá don Juan; algunos muebles, aunque no de lujo, decentes;una cama limpia, una alfombra usada, pero aceptable aún,y un brasero con fuego, hacían cómodo aquella especie decalabozo, si es que un calabozo puede ser cómodo para unpreso.

Comprendíase claro que aquel encierro estaba destinadoá personas á quienes, por su clase, era necesario tratarbien.

Don Juan no sabía por qué estaba preso, pero se lo figuraba;no podía ser por otra cosa que por el asunto de donRodrigo Calderón.

Lo que más inquietaba al joven era que suponía que Quevedohabría sido también preso, porque ¿cómo explicarseque estando libre Quevedo no hubiese hecho en su favormaravillas?

Y dolíale, además, el estado aflictivo que suponía en doñaClara Soldevilla.

Cuando le prendieron en su aposento, la joven se pusopálida y se desmayó.

Don Juan no vivía, agonizaba en aquel calabozo, habíapasado una noche horrible, de cavilaciones, de temores; sehabía acordado de todo, había dado vueltas á todo, y sinembargo, no se había acordado de Dorotea.

Cuando el carcelero la noche antes le entró la luz, donJuan le dió dinero y le preguntó por la causa de su prisión.

El carcelero le respondió con sumo respeto, pero encogiéndosede hombros, que nada sabía.

Encargóle don Juan que procurara informarse, que avisaseá su esposa del lugar donde se encontraba, y que procurasever á don Francisco de Quevedo ó saber de él.

El carcelero volvió á la hora de la cena, trayendo una escogiday abundante.

Pero lo que le dijo el carcelero le puso en mayor ansiedad.

Empezó por asegurarle que, por más que había hecho, nohabía podido averiguar la causa de su prisión; pero que élcreía que cuando lo habían traído á la torre de los Lujanes,y con tal misterio, debía tratarse de un grave asunto de Estado.

Añadió que había ido al alcázar y que no había podidohablar á Doña Clara, porque estaba en audiencia con el rey,y que en cuanto á don Francisco de Quevedo, ninguna delas personas á quienes por él había preguntado le habíandado razón de tal persona.

Se empeoraba el negocio á la vista de don Juan, y comohemos dicho, no pudo dormir en toda la noche.

Al día siguiente, cuando volvió el carcelero con el almuerzo,cuando don Juan le habló, el carcelero le respondió congran respeto:

—Se me ha prohibido terminantemente hablar con vuesamerced una sola palabra; estas que le digo son imprudentes,porque las paredes escuchan. No me pregunte vuesa mercedmás, porque no le contestaré.

Después de esto el carcelero salió, y don Juan quedó máscuidadoso que antes.

Adelantó el día y con él la desesperación y la impacienciade don Juan.

Nadie parecía á tomarle declaración ni darle noticiaalguna.

Al fin, al medio día se oyeron pasos en las escaleras y luegoel ruido de los candados y cerrojos de la puerta.

Entró el carcelero.

No traía la comida.

Esto dió alguna esperanza á don Juan.

—¿A qué venís?—dijo al carcelero.

—Vengo á pediros licencia, en nombre de una dama quequiere hablaros—contestó aquél.

—¿De una dama? ¿qué señas tiene?

—Está completamente encubierta por un manto; pero pareceprincipal y hermosa.

—¡Ah, es ella!—dijo don Juan pensando en doña Clara ysin acordarse, ni remotamente, como hasta entonces no sehabía acordado, de Dorotea.

—Trae una orden terminante para que se la permita hablarosá solas, del señor alcalde de casa corte, Ruy PérezSarmiento, de quien pende vuestro proceso.

—¡Oh, pues que entre! ¡que entre!—exclamó con afán eljoven.

—Entrad, señora—dijo el carcelero llegando á la puerta.

Entró una mujer completamente envuelta en un manto, ymandó con un ademán enérgico al carcelero que sa