El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—¡Ah! perdonad, señora—dijo el carcelero quitándose sucaperuza, que hasta entonces había tenido encasquetada—;como vuestro esposo es joven y gentilhombre, á estos talesseñores suelen buscarlos...

—¿Pero hay algún inconveniente para que yo vea al momentoá mi marido?

—Ninguno, señora. ¿Qué ha de haber? yo mismo voy állevaros. Molinete, dame las llaves del encierro alto. Vamos,señora, vamos.

El alcaide se metió por una estrecha puerta y por una escaleraobscura.

Doña Clara le seguía sin pensar en donde ponía los pies,acertando con los escalones y con las revueltas por instinto.

Al fin se vió alguna luz en las escaleras, y al acabar desubirlas se encontraron en un corredor estrecho alumbradopor claraboyas, á cuyo fin había una puerta de hierro contres cerrojos y tres candados.

Doña Clara no tuvo paciencia para que el alcaide acabasede abrir.

Golpeó con su pequeña mano la puerta, y dijo con toda lafuerza de sus pulmones y toda la alegría de su alma:

—¡Juan! ¡Juan!

—¡Clara de mi alma!—gritó desde adentro el joven.

—Sin duda ninguna son marido y mujer, cuando se tratanasí delante de gentes—

dijo el alcaide acabando de abrir.

Y cuando la puerta estuvo franca, como nada había yaque guardar allí, se volvió dejando la puerta abierta y murmurandopor las escaleras:

—¡Ya lo creo! con una mujer como esa ya puede uno hacerlo que le dé la gana.

¡Dios de Dios! en mi vida he vistootra tan hermosa.

Entre tanto doña Clara y don Juan estaban estrechamenteabrazados, mudos, en el primer momento de alegría. Parecíalesá entrambos que habían resucitado el uno para el otro.

Al fin se separaron, se miraron, y don Juan vió en los ojosde su mujer lo que jamás había visto, lo que ni aun habíasospechado, lo que no sabía que existiese: un amor sobrenatural,una vida que vivía en su vida; una alegría que erasu alegría; un alma que absorbía la suya, la envolvía, la acariciabay la defendía; una fuerza infinita de absorción queno le dejaba vida, ni deseo, ni voluntad como no fuesen paradoña Clara.

Habíale parecido su mujer hermosa: pero entonces le parecióque la hermosura de su mujer no pertenecía á la vida,que tenía algo de fantástico, de divino.

—¡Juan de mi alma!—le dijo doña Clara—; vámonos deaquí: me parece que me van á arrancar de tus brazos, quese va á cerrar de nuevo esa puerta, que no te voy á volver áver. Vámonos, vámonos; estás libre; he traído la orden yomisma, y nadie puede impedirte que salgas; nadie, como nosea Dios, me volverá á separar de ti.

—¿Quién te ha dado esa orden, Clara mía?—dijo don Juanacordándose á pesar de todo de la pobre Dorotea.

—¡La reina!—contestó doña Clara—; no sé por qué medio:anoche yo me arrojé en balde á los pies de su majestad: enbalde la reina suplicó al rey. Ni aun pudimos saber dóndeestabas preso.

—¡La reina te ha dado esa orden!—dijo profundamentepensativo don Juan, que no acertaba á comprender cómoaquella orden había pasado de las manos de Dorotea á lasde la reina.

—Sí, sí—repuso impaciente doña Clara—; ¿pero qué importaeso? Lo que importa es salir de aquí.

Y tiró de su marido, que se dejó conducir.

Al pasar por la alcaidía, el alcaide les salió al encuentrorespetuosamente y gorra en mano.

En la otra mano tenía una daga y una espada, sencillaspero hermosas y fuertemente bruñidas las empuñaduras deacero.

—El señor alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento,acaba de enviarme para vuesa merced, estas armas, que leocupó cuando le prendió—dijo el alcaide.

El joven se puso la daga y la espada en el talabarte, y diólas gracias al alcaide.

—Perdonad, caballero—dijo el alcaide al ver que los dosesposos seguían hacia la puerta—; pero quisiera que antesde salir miráseis esta cuentecita.

Y presentó un papel á don Juan.

Aquel papel decía:

«Cuenta de lo que ha adeudado don Juan Téllez Girón, enlas veinte y cuatro horas que ha estado preso en la torre delos Lujanes.

»Por alquiler de la habitación alta donde estuvo preso enotro tiempo el rey Francisco, y donde sólo se encierran personasprincipales, diez ducados.

»Por el alquiler de una cama con colchones de pluma, sábanasde holanda y repostero de damasco, mantas y demás,cinco ducados.

»Por ídem de doce sillas, un sillón, una mesa, un candelerode plata y una alfombra, seis ducados.

»Por una comida traída de la hostería de los Tudescos,ocho ducados.

»Por una cena de ídem, cuatro ducados.

»Por un almuerzo de ídem, cuatro ducados.

»Por una vela de cera, cuatro reales de vellón.

»Por asistencia, dos ducados.

»Por derechos de carcelaje, ocho ducados.

»Todo lo cual monta la suma de cuarenta y siete ducadosy cuatro reales de vellón.— Ginés Piedrahita. »

Debemos advertir, que de esta cuenta sólo leyó don Juanla suma total.

—¿Traes contigo dinero, Clara?—dijo don Juan.

—Sí, por acaso; ¿qué se necesita?

—Da á este hombre, dos doblones de á ocho.

Doña Clara sacó un precioso bolsillo, y de él dos doblones.

—Aquí sobra dinero, señor—dijo con un acento particularel alcaide, al recibir las dos monedas de oro.

—Guardadlo—dijo don Juan.

—Viváis mil años, señor—dijo el alcaide apresurándoseá abrir la puerta.

Doña Clara, llevando á don Juan de la mano, salió de latorre con la precipitación y alegría con que sale un pájaroá quien abren la jaula, y se metió con su marido en la litera.

—¡Ah!—dijo, cuando se vió caminando hacia el alcázar—,¡gracias á Dios que ha pasado esta horrible pesadilla!

Y estrechó de una manera ardiente las manos de su maridoque tenía entre las suyas.

Don Juan, sin embargo, se mostraba sombrío, pensativo ycabizbajo.

Le preocupaban el recuerdo de Dorotea y la cita quetenía aquella noche con ella en Puerta de Moros.

CAPÍTULO LXXVI

DE CÓMO EL COCINERO MAYOR CONOCIÓ CON DESPECHO QUE NO HABÍAN ACABADO PARA ÉL LAS ANGUSTIAS

Encerrado en aquel aposento reservado que, como sabemos,tenía en su casa Francisco Martínez Montiño, se ocupabaen contar una gran cantidad de dinero que tenía sobrela mesa.

Con un placer sin igual, apilaba los relucientes doblonesde oro, y á otro lado los escudos y los ducados de plata.

—Cabal, cabal—decía—, nada he perdido; ni un maravedí;mi mujer no me ha engañado; había puesto á cubierto midinero, y el señor Gabriel Cornejo es un hombre de bien.Mis treinta mil ducados están aquí... completos, justos. Sólohe perdido el dinero que llevaba en el bolsillo y que mequitaron los alguaciles. Pero lo doy por bien empleado ymás que hubiera sido. El arca de hierro donde está el dinerode don Juan la tiene el mayordomo mayor del rey, y meserá entregada, según me han dicho, para que yo respondade ella á su dueño. Además, ese bribón de sargento mayorque había llegado á inquietarme, ha muerto. Casaré á mihija con ese Cristóbal Cuero, y allá se arreglen; haré loposible para que el duque de Lerma dé un empleo al galopínCosme Aldaba, y cuando todo esté hecho, me iré conLuisa y con lo que haya nacido á Asturias, compraré unatierra y viviré en paz.

El cocinero empezó á poner en sacos su dinero, y á colocaraquellos sacos en una arca.

—Sólo me inquieta una cosa—decía entre dientes y compungido...—lamuerte de ese pobre paje Gonzalo... esamuerte cuyo autor conozco, y á quien no me atrevo á delatarporque sería necesario delatar á mi mujer... Vamos, esnecesario olvidar esto, olvidarlo de todo punto... yo no hetenido la culpa; y luego, ¿quién sabe si aquellos polvos queme dió en la cárcel Cristóbal son un hechizo ó un veneno?los tengo aquí; me los metí sin reparar en ello en el bolsillo.Yo los llevaré al señor Gabriel Cornejo que entiende de estoy él me lo dirá. Vamos... por último... yo soy inocente; yono tengo la culpa de nada de lo que ha sucedido.

Acabó de colocar su dinero en el arca, y saliendo delcuarto y cerrándole cuidadosamente, se fué á una habitacióndonde su mujer y su hija estaban ocupadas en ponerlo todoen orden.

—¡Eh! ¿qué tal? ¿se te ha pasado ya el susto, mujercitamía?—dijo Montiño, en quien la debilidad era un defectoincurable.

—No ha sido tan pequeño que pase tan pronto, maridomío; si vos hubiérais sido mejor de lo que sois y no hubiéraispensado mal de vuestra mujer, y no la hubiérais hechometer en la cárcel, estaríamos mejor; yo no puedo olvidarmetan pronto de lo mucho malo que habéis hecho contra mí;yo no puedo perdonaros tan fácilmente.

Esto lo decía Luisa, subida en una silla, de espaldas áMontiño, clavando clavos en la pared y dejándole ver el piemás pequeño y el principio de unas piernas lo más bonitoque podía darse.

—Vamos, no hablemos más de esto, mujercita mía; yo heestado loco y á los locos se les perdona todo; yo te compraréun justillo y una saya de terciopelo tomados de oro ycollar y arracadas de corales, y te daré aquellos cintillos dediamantes que te gustan tanto.

—Ya sois bueno—dijo Luisa—, conocéis que habéis sidomalvado, y queréis contentarme con regalos, como si conlos regalos pudiera curarse el alma.

Y Luisa se echó á llorar desconsoladamente; aquel llantoera por la muerte del sargento mayor á quien amaba, ycon quien había pensado gozar fuera de España el dinerorobado á su marido.

Pero Montiño era de esos ciegos que no ven ó no quierenver, y exclamó:

—¡Válgame Dios y qué llanto tan inútil! ya no tienes nadaque temer, y yo te amo más que nunca.

—No queréis que llore, ¡y me habéis llamado adúltera ymiserable!—dijo Luisa buscando un pretexto á su llanto.

—Vamos, mujer, por Dios, olvidemos eso; ya te he dichoque yo estaba loco. ¿No estás bastante vengada de mí?

—No, no y no; necesito vengarme más.

—Pues bien, haz de mí lo que quieras, pero no me atormentesmás con tus lágrimas.

Tendrás todo lo que quieras:ricos trajes, hermosas alhajas...

—¡Ah!—exclamó desconsoladamente Luisa.

—Y á mí, padre, ¿qué me daréis á mí?—dijo la Inesilla.

—A ti, hija mía, te daré un hermoso ajuar, un buen dote yte casaré con Cristóbal.

—¡Ay, padre! y ¡qué bueno es vuesa merced!

—No lo cree así tu madre, que dice que se ha de vengarde mí.

—¡Bah! madre Luisa está irritadilla... pero eso se le pasará:¿no es verdad, madre?

—¡Eh! ¡no!—dijo Luisa.

—¡Todo sea por Dios!—dijo Montiño—; voy á las cocinas,que ya es tiempo de que yo vuelva de nuevo á mi obligación;quiera Dios que cuando vuelva te encuentre demejor humor, mujer.

Y Montiño salió y se trasladó á las cocinas.

—Señor Gómez Puente—dijo al oficial mayor, que adelantócuchilla y tenedor en mano—, ¿qué hacéis?

—Salpimento unos lechones, señor Francisco—contestóel oficial mayor.

—Muchas gracias, señor Gómez—dijo Montiño.

—¿De qué, señor Francisco?—dijo el oficial mayor.

—Todo está en orden, todo limpio, todo á punto; pareceque no he faltado yo de las cocinas.

—Vos nos tenéis acostumbrados á trabajar bien.

—Veamos qué vianda habéis preparado á su majestad.

—Aquí está la lista—dijo el oficial mayor dejando la cuchillasobre un mantel, sacando un papel doblado del bolsillode su mandil.

Montiño desdobló con gran interés aquel papel y le recorrió.

—Bien, muy bien—dijo—; diez principios con perniles, diezplatos de volatería, otros tantos de pescados, ocho de cazamayor, surtido completo de entremeses, variedad de empanadas,de asados y de fritos, seis ensaladas, todas las frutassecas y frescas de la estación y abundancia de conservas ydulces de repostería; bien, muy bien, señor Gómez; ya veoque no hago aquí gran falta. ¿Y la cena, señor Gómez?

—Hela aquí—dijo el oficial sacando otra lista.

Recorrióla con suma avidez Montiño y con cierto disgusto,porque no halló nada que reprender, y esto, hasta ciertopunto, ofendía su amor propio.

—Está visto que yo aquí no hago absolutamente falta—repitió—.Todo esto está muy bien.

—Vuesa merced hace siempre falta en las cocinas—dijoGómez—; hemos podido salir adelante dos días; pero sivuesa merced faltara un día más, no sabríamos cómo componernos.Así como así, faltan en estas dos listas algunos platosde que gusta sobremanera su majestad, y que son tan delicados,que sólo vuesa merced los sabe preparar.

—En efecto, y quiero hacer dos platillos de los míos reservados,para que el rey conozca que no me he muertotodavía. ¡Hola! Lamprea, hijo: prepárame unos filetes deternera.

—Buenos días, ó más bien, buenos medios días, señorFrancisco—dijo una voz áspera, en aquel punto, á las espaldasdel cocinero, al mismo tiempo que una mano pesadase apoyaba en su hombro.

Volvióse de una manera nerviosa Montiño, y vió detrás altío Manolillo que le presentaba una escudilla de madera.

Estremecióse el triste del cocinero.

El bufón le miraba de una manera terriblemente fija y conuna expresión que era un misterio para el cocinero mayor.

—¿Qué queréis?—dijo Montiño con la voz temblorosa demiedo.

—Quiero que me deis algo bueno que almorzar, tengomucha hambre y no puede esperar mi estómago á la mesade mi hermano don Felipe; paréceme que esas empanadasque acaban de salir del horno, por lo que huelen, son deáguilas; apropiadme una.

Montiño puso por sí mismo una hermosa empanada en laescudilla del bufón.

—Ahí veo formadas en batalla algunas botellas con telarañas;la masa, señor Francisco, no pasa bien sin vino; dadmeuna botella.

El cocinero dió al bufón una botella, que éste se pusodebajo del brazo.

—Ahora, echadme aquí—dijo quitándose la caperuza—algunospastelillos y confituras con que acabar mi almuerzo.

Montiño le llenó la caperuza.

—Muchas gracias, hermano—dijo el bufón.

—¿Y qué más queréis?—dijo con voz chillona, con impacienciaMontiño, viendo que el bufón con la botella bajo unbrazo, la escudilla en una mano y la caperuza en otra, no semovía.

—Quiero que me acompañéis.

—Yo he almorzado ya.

—Que me acompañéis mientras almuerzo yo.

—No puedo; tengo que hacer un platillo de filetes de ternerasobreasados por mi propia mano...

—Y yo tengo que hablaros urgentemente de un platilloque he inventado yo y que quiero que hagáis—dijo con vozronca el bufón.

—¡Ah! ¡habéis inventado un manjar!...—dijo el cocinero,que tenía graves motivos para no atreverse á desobedecer albufón—. Pues esto es distinto. Vamos, tío Manolillo, y veamosvuestra invención.

Y salió con el tío Manolillo.

—¡Pobre señor Francisco!—dijo el oficial mayor—. Cadadía me convenzo más de que está loco.

—Tiene los ojos que le echan fuego—dijo otro de los oficiales.

—Y se sonríe de una manera que mete miedo—observóotro.

—¡Pobre señor Francisco!—dijeron todos.

Entretanto el bufón había llevado al cocinero á su aposentoy se había encerrado con él.

Puso los manjares que llevaba sobre una grasienta mesay empezó á comer con ansia.

—Es necesario alimentarse para tener fuerzas—dijo—, ysobre todo cuando hay que obrar.

—Decidme, tío Manolillo, ¿para qué me habéis traídoaquí?

—Para deciros que Dorotea tiene que haceros un encargoy os espera al momento.

—Yo no puedo ir... y no iré...—dijo el cocinero.

—¿Cómo que no iréis? ¿Ignoráis que sobre vuestra cabezapende un proceso de asesinato?

—El duque de Lerma ha mandado romper ese proceso.

—¡Ah, el duque de Lerma!... Pues bien, el duque de Lermaos mandará prender de nuevo cuando se lo mande yo.

—¡En cuanto vos se lo mandéis! ¡Bah! vos sois algo fanfarrón,tío Manolillo.

—Oye, Montiño: si te vuelves á permitir burlas conmigo,te doy una paliza, ¿me entiendes?

El cocinero mayor se acobardó.

—Y si te niegas á servir á Dorotea te llevo á la horca.

Entróle pavor á Montiño.

—¿Pero en qué hay que servir á Dorotea?

—Puede suceder que Dorotea quiera matar á alguien.

—¿Y se valdrá de mí?

—Ya lo creo; en tu casa no es ya nuevo el veneno.

—Os digo que no, que no y que no—exclamó Montiñoponiéndose lívido de miedo—; si vos sois un infame, yo noquiero serlo y no lo seré.

—Urge aprovechar el tiempo, el asunto es importante y tevoy á revelar lo que sólo sabemos Lerma y yo; voy á convencertede que Lerma es mi esclavo. Mira.

El bufón sacó de su pecho un legajo de papeles, le desatóy, desdoblando uno de aquellos papeles, le dijo:

—Lee.

—¡Dios mío!—exclamó el cocinero después de haber leídoaquella carta.

—Es una prueba de traición á favor de la Inglaterra contrael duque. ¿No es verdad?

Pues lee estotra.

—¡Señor, señor!—exclamó el cocinero después de haberleído aquella segunda carta.

—Aquí se prueba que Lerma roba al rey, ¿no es verdad?

—Sí, sí.

—¿Y crees tú que quien tiene éstas y otras terribles pruebascontra Lerma no te tiene en sus manos?

—¡Dios mío!—exclamó medio muerto de terror el cocinero.

—¿Y crees tú que si yo digo á Lerma: «la vida de FranciscoMartínez Montiño por estas cartas», no te llevará Lermaal cadalso?

—Tened compasión de mí, Manuel; tened lástima de unhombre de bien que ningún mal os ha hecho.

—Dorotea necesita vengarse, y para vengarse te llama.Tú eres mío y yo uso de ti.

¿Qué importa una muerte más?¿No mataste anoche al amante de tu mujer?

—¡Le mató Dios, le mató Dios! ¡Yo solo fuí la mano deDios!

—Pues bien, seguirás siendo la mano de Dios, porquehaciendo lo que Dorotea te mandará, habrás matado á eseinfame.

—Pensadlo bien, Manuel, pensadlo bien.

—Lo tengo pensado.

—¿Y decís que...?

—Que si no obedeces á Dorotea vas á la horca.

—Dejadme tiempo para pensar.

—Si no te decides te dejo encerrado aquí, voy á ver áLerma, le arranco la orden de prenderte como asesino y vengocon la justicia.

—Bien—dijo el cocinero sudando de angustia—, iré á casade Dorotea.

—Vendrás conmigo; ya he acabado mi almuerzo y mesiento con más fuerzas que nunca. Vamos.

Y llevándose tras sí á Montiño, que estaba adherido á élpor el terror, salió de su aposento y poco después del alcázar.

Encamináronse á casa de la Dorotea.

Cuando llegaron á la puerta, el bufón dijo al cocinero:

—Llamad y entrad, aquí os aguardo.

Montiño llamó temblando.

Abrióse la puerta y apareció Pedro.

—Decid á vuestra señora—dijo Montiño con voz apenasinteligible—que aquí está el cocinero mayor del rey.

—No es necesario avisarla—dijo Pedro—; os espera y meha dicho que en cuanto vengáis, entréis.

El cocinero entró, y poco después estaba á solas con Dorotea.

CAPÍTULO LXXVII

EN QUE SE ENNEGRECE Á SU VEZ EL CARÁCTER DE DOROTEA

La joven cerró las puertas en cuanto entró en la salaMontiño.

A pesar de su turbación, Montiño notó que Dorotea estaballorosa, muy pálida, y visiblemente enferma. Sobre unamesa había mucho dinero en oro.

—Tomad de aquí lo que necesitéis para una buena meriendapara dos personas—

dijo Dorotea.

Montiño, que iba resignado, contestó:

—¿Cómo queréis que sea esa merienda, señora?

—Como pudiera serlo para el rey.

—¿Con vinos y licores?

—Sí... sí... con vinos y licores.

—Pues bien, tomo diez doblones.

—Tomad lo que queráis.

—¿Y para cuando ha de estar dispuesta esa merienda?

—Para esta noche á las ocho.

—Es muy pronto.

—Tomad por vuestro trabajo lo que queráis.

—No, no es eso. Lo que importa es tener cocina y utensilios.

—Cocina tendréis; utensilios, compradlos.

—Entonces se necesitan otros cuatro doblones.

—Gastad, gastad, y si no basta con el dinero que ahí está,os daré más.

—¡Dios mio! con ese dinero basta para dar un convite deEstado en palacio.

—Pues bien, el oro hace milagros. Gastad sin miedo, yque la merienda esté dispuesta para las ocho de la noche.

—Lo estará.

—El tío Manolillo os llevará á la casa donde habéis deguisar y servir esa merienda.

—¿Será necesario buscar vajilla?

—No, se llevará de casa. Pero es indispensable buscarotra cosa, para lo cual no dudo que necesitáreis mucho dinero.

—¿Qué cosa, señora?

—Un veneno que mate como un rayo.

Y al decir estas palabras Dorotea, se cubrió el rostro conlas manos y rompio á llorar.

—¡Un veneno, señora!—exclamó aterrado el cocinero—;¡un veneno! ¿y para qué le queréis?

—Buscad un veneno; cuando habéis venido aquí, ¿no habéisvenido resuelto á obedecerme?

—Sí.

—Pues bien, tomad todo ese dinero, tomad más si es necesario.Ahí deben quedar sesenta doblones. ¿Habrá bastante?

—Sí; sí, señora.

—Pues tomadlos.

El cocinero tomo maquinalmente el dinero y le guardó.

—Oíd: el veneno le pondréis en una sola confitura, peroen gran cantidad; por ejemplo, en una pera; cuidaréis queno haya otra; á esa pera la pondréis un lazo rojo y negro.

—¡Señora! ¡señora!

—Estáis demasiado turbado; voy á escribiros lo que debéisenvenenar, con la señal que debéis ponerle, para queno podáis equivocaros.

Y la joven se puso á escribir con mano segura, pero llorandosobre el papel.

Cuando hubo acabado de escribir, entregó el papel áMontiño.

—Tomad, idos—le dijo—; á las ocho todo ha de estardispuesto. ¿Lo entendéis?

—¡Adiós, señora, adiós!—dijo Montiño, y salió apresurado,porque le parecía que saliendo de allí, se libertaba delhorrible compromiso en que se veía metido.

Pero al abrir la puerta se encontró delante al tío Manolillo.

Entre él y el bufón creyó el cocinero ver levantarse losdos palos rojos de la horca, y se decidió á hacer todo lo quequisiese con tal de no verse colgado de aquel patíbulo horrible.

La fatalidad arrastraba á Montiño.

—¿Estáis dispuesto?—le dijo el bufón.

—Sí; sí, señor; estoy dispuesto á todo.

—Pues vamos á donde sea necesario ir.

—Es necesario comprar cacerolas, vasijas, todo lo indispensablepara preparar la vianda que quiere Dorotea.

—Vamos, pues.

No había pasado una hora, cuando Montiño, ayudado porel bufón, guisaba sin mandil y sin gorro, sin más oficial nigalopín que el tío Manolillo, en la cocina de una casa deshabitada.

Eran las dos de la tarde.

A cada momento llegaban mozos cargados de muebles,de alfombras, de cuadros, y un tapicero se ocupaba en adornará toda prisa un inmenso salón en aquella misma casa.

CAPÍTULO LXXVIII

EN QUE SE SIGUEN RELATANDO LOS ESTUPENDOS ACONTECIMIENTOS DE ESTA VERÍDICA HISTORIA

Era ya cerca del obscurecer.

En dos bufetes (así se llamaban en aquellos tiempos unaespecie de mesas aparadoras) se veían puestos en tres filascomo hasta dos docenas de platos, conteniendo una riquísimavariedad de manjares.

Sentado á un lado de la cocina, limpiándose el sudor quecorría en abundancia por su frente, y mirando con cierta vanidadinevitable á pesar de la situación, su magnífica merienda,perfectamente arreglada, estaba el cocinero mayor.

Al otro lado, arreglando sobre otros dos bufetes una magníficavajilla de plata, y un no menos rico y bello juego decristal, estaba el tío Manolillo, ceñudo y taciturno.

Ninguno de los dos hablaba una palabra.

Pero como obscureció hasta el punto de que ya no seveía en la cocina, el bufón dijo al cocinero como pudierahaberlo dicho á un criado:

—Encended una luz.

—Dejad, dejad que descanse un tanto, tío Manolillo—contestóhumildemente el cocinero—; acabo de sentarme yestoy rendido; nunca he trabajado tanto; es cierto que lasconfituras y los hojaldres y las empanadas se han traído defuera, pero así y todo, he hecho más de doce platillos entres horas, y buenos todos, y sin oficiales, ni aun siquiera galopines.Sólo yo podría hacer otro tanto; ¡qué día! ¡qué día,Señor!

—Después descansaréis—dijo el bufón—; pero antes, concluyamos;encended, encended la luz.

—¿Pues qué? ¿no hemos concluído?—dijo el cocinero levantándose.

—Yo creo que no.

—Pues yo creo que sí—dijo el cocinero mientras encendíauna tras otra seis bujías que puso sobre los bufetes.

—¿No os ha hablado Dorotea de cierta confitura que hade ir á la mesa, señalada con un lazo de seda negro y rojo?

Montiño se estremeció todo; sus ojos erraron vagos, atónitos,espantados, sin fijarse en ningún objeto.

—El lazo está aquí—dijo tomando un papel ahuecado deun aparador el tío Manolillo—, y muy bello por cierto; comoque me ha costado tres reales, á pesar de ser una quisicosa;mirad, mirad, Montiño; ¿no es verdad que es muy bello?

Y desenvolvió el papel y mostró al cocinero un preciosolazo de seda.

Montiño miró y apartó instintivamente los ojos del terriblelazo.

—Además—dijo el tío Manolillo tomando otro papel másabultado—, aquí hay una porción de lazos: blancos, verdes,azules, dorados; adornad ese plato de confituras, Montiño,que esté vistoso; vamos, que se pasa el tiempo.

Montiño se acercó á uno de los bufetes, tomó un plato defrutas confitadas, y lentamente, pálido, convulso, fué ponien