El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Su sonrisa desmentía sus palabras.

Una noche, estaba yo desvelado pensando en la tristezade Margarita, pensando cómo haría para volverla á sutranquilo estado anterior. Nuestros hermanos dormían.

Deimproviso y en medio del silencio de la noche oí unas levespisadas... las reconocí: eran las de Margarita que pasó pordelante de la puerta de nuestro aposento; yo me levanté y laseguí descalzo. Margarita marchaba delante de mí como unfantasma blanco. No sé por qué no la llamé. Había dentrode mí un poder desconocido que me impedía hablar. Margaritabajó al corral, le atravesó... Llegó al postigo, sonóuna llave en la cerradura. Entonces grité:

—¡Margarita! ¿á dónde vas?

Pero la puerta se había abierto, un hombre había aparecidoen ella, y había asido á Margarita, sacándola fuera.

Oí entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegómi alma en un mar de amargura.

El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llantode Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa deseres á quienes ama.

Yo me precipité al postigo. No sé á qué. Pero un sueñode sangre había cruzado por mi pensamiento.

Yo veía á un hombre que se llevaba á Margarita, y necesitabamatar á aquel hombre.

Era muy joven y la amaba; la amaba como... como á ellasola, porque... no he vuelto á amar.

Cuando llegué al postigo, aquel hombre, á quien reconocíá la luz de la luna y que era el mismo soldado que durantealgunos días había estado de aposento en nuestra casa, habíapuesto á Margarita sobre el arzón de su caballo, habíamontado y había partido.

Y entre el sordo galope del caballo, oí la voz de dolor deMargarita, que me gritaba:

—¡Adiós! ¡Luis! ¡adiós! ¡hermano mío! ¡ruega á mi padreque no me maldiga! ¡pide á mi madre que me dé su bendición!...

Y Margarita seguía hablándome, pero el caballo se habíaalejado, y el sonido seco, retumbante, de su carrera, envolvíalas palabras de Margarita.

Al fin el ruido del galope se perdió á lo lejos, y sólo quedaronla noche, el silencio y mi desesperación.

No sé cuánto tiempo estuve en el postigo, inmóvil con elrostro vuelto á la parte por donde había desaparecido Margarita,con el llanto agolpado á los ojos y sin derramar unasola lágrima.

Al fin, volví en mí: medité... y cerré el postigo con la mismallave con que le había abierto Margarita, que había quedadopuesta en la cerradura; atravesé lentamente el huerto,entré en la casa y puse la llave del postigo en la espetera dela cocina, de donde sin duda la había tomado Margarita.

Y todo esto lo hice estremecido, procurando, como un ladrón,que no me sintiesen.

Y volví en silencio al aposento en que estaba mi lechojunto al de mis hermanos, y me recogí silenciosamente.

Todos dormían.

Ninguno me había sentido entrar, como ninguno habíasentido salir á Margarita.

Sufrí... ¡oh! Dios lo sabe, porque yo ya lo he olvidado;sólo recuerdo que sufrí mucho; pero tuve valor para ahogardentro de mí mismo mi sufrimiento; le ahogué para que nadieme preguntase, para que nadie supiese por una debilidadmía el secreto de Margarita, que sólo sabíamos la noche yyo... y Dios que lo ve todo.

Al día siguiente...

Figuráos, señor Alonso, una madre que busca á su hija, yno la encuentra; un padre que no se atreve á pensar en suhija para maldecirla, ni puede pensar en su desapariciónsin suponerlo todo... suponedme á mí ocultando, disimulandomi dolor, hasta que el dolor de los demás protegió al mío...yo callé... callé... porque su padre no la maldijese, y su padreno la maldijo.

Poco tiempo después, su padre murió... luego su madre,después de cuatro años de viudez: sus hermanas se habíancasado, sus hermanos se habían alejado del pueblo...

me habíanpropuesto que los siguiese... pero yo tenía otros proyectos.

—¡Buscar á Margarita!—dijo Alonso del Camino.

—No—dijo con acento severo el padre Aliaga—; buscar áDios.

¿Os hicísteis entonces fraile?

—Sí. Os he referido esa sencilla historia, para que sepáiscuáles fueron los motivos que determinaron mi vocación, ycuáles las desgracias que labraron en mí esta fuerza para lossufrimientos, este desdén con que miro las grandezas humanas.Huérfano desde mis primeros años, malogrado mi primeramor, sin que nadie lo hubiera comprendido, ni aun yomismo hasta que le vi malogrado, pasando seis años de rudasfatigas para obtener mi alimento; combatiendo duranteestos seis años de la ausencia de Margarita, mis celos... sí,mis celos... mi amor sin esperanza... mi ansiedad por la ignoradasuerte de Margarita... fuí un fruto lentamente maduradopara la vida triste y silenciosa del claustro; en el fondo demi corazón vacío sólo había quedado el nombre de Dios... ytendí mis brazos á Dios... le ofrecí mi vida...

—¿Y no volvísteis á ver á Margarita?

—¡Oh! ¡basta! ¡basta!... os he referido lo antecedente paraque comprendáis que mi nombramiento de confesor del reyme causó pena; yo estaba acostumbrado á una vida obscuray silenciosa en el fondo de mi celda; á la contemplación delas cosas divinas, que levantaba mi espíritu de las miseriashumanas dándole la paz de los cielos; yo no podía ver sindolor, que se pretendía arrojarme á un mundo nuevo paramí, y más peligroso cuanto más grande, cuanto más elevadoera ese mundo; yo no podía pensar sin estremecerme, en quese me quería confiar la conciencia de un rey, hacerme partícipede su inmensa responsabilidad ante Dios... y me negué.

—¡Os negásteis!

—Sí por cierto; pero de nada me sirvió mi negativa. Unanueva orden del rey me mandó presentarme en la corte, y mefué preciso obedecer.

—Pero no comprendo cómo, aislado, obscurecido...

—Cabalmente se quería un fraile obscuro, de pocos alcances,devoto, que estuviese en armonía con la pequeñez, conla devoción exagerada del rey. Don Baltasar de Zúñiga mehabía conocido por casualidad, había hablado de mí á susobrino el conde de Olivares y éste al duque de Lerma. Creyóseque en toda la cristiandad no había un fraile más á propósitoque yo para dirigir la conciencia del rey, y se me trajo,como quien dice, preso á la corte.

Cuando llegué me espanté.

Vi, á la primera ojeada, que se me había traído para sercómplice de un crimen.

Del crimen de la suplantación de un rey.

Engañado por mi aspecto el duque de Lerma, creyó habérselascon un frailuco, que por casualidad pertenecía á laorden de Predicadores... creyó que yo sería en sus manosun instrumento ciego... hoy acaso le pesa... hoy tal vez piensaen desasirse de mí á cualquier precio... pero esto importapoco... ellos no habían comprendido cuánta firmeza ha dadoel sufrimiento á mi alma; ellos no creían que había en mí talfuerza de voluntad; al conocerme... porque la debilidad delrey me ha descubierto ante ellos...

han probado todos losmedios: la ambición... los honores... me han encontrado humildesiempre: han venido á mí con una mitra en la mano, yyo la he rechazado; me han enviado á mi celda ricos dones,y los dones se han ido por donde habían venido: han tentadocon todas las tentaciones al frailuco, y el frailuco las ha resistidocomo San Antonio resistió las del diablo en el yermo.¿Y sabéis por qué, cansado de esta lucha sorda, no he ido ábuscar la obscuridad de mi antigua celda? Porque he contraídoel deber de guardar, de proteger una vida preciosa.La vida de la reina.

—¡La vida de la reina!

—Pero don Rodrigo Calderón, está herido ó muerto... síherido, ganaremos tiempo...

si muerto, nos hemos salvado.

—Pero creéis...

—Don Rodrigo es capaz de todo...

—¡Regicida!

—¿Pues no dicen que ha dado hechizos al rey?—replicóel confesor del rey.

—Os he oído decir mil veces que eso de los hechizos esuna superstición.

—Lo he dicho y lo repito; pero no he dicho nunca quedon Rodrigo Calderón, á pesar de su buen, su demasiadoingenio, no sea supersticioso. Quien se ha atrevido á dar alrey cosas que han alterado su salud, será capaz de envenenará la reina.

—¡Pero si don Rodrigo Calderón no pasa de ser el humildesecretario del duque de Lerma!...

—Don Rodrigo lo es todo. Sólo tiene un rival... rival quecon el tiempo le matará, si don Rodrigo no le mata antes á él.

—¿Y quién es ese rival?

—Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, caballerizomayor del rey y sobrino de don Baltasar de Zúñiga, ayo delpríncipe don Felipe.

—¡Bah! ¡bah! creo que daremos con todos al traste; conlos medios que tenemos...

—Podremos, si nos anticipamos, dar un golpe; pero aunquelo demos, siempre quedará un mal en pie.

—¿Y qué mal es ese?

—El rey.

—¡Ah!

—Sí, su debilidad: la facilidad con que se plega al dictamendel más audaz que tiene al lado; á falta de Lerma, y deCalderón, y de Olivares, vendrán otros, y otros, y otros.

—Que no serán malos como ellos.

—¿Quién sabe? pero vengamos á lo que conviene. Suspendamospor ahora nuestros trabajos...

—¡Ahora que nos dan un respiro, Dios ó el diablo!

—No seáis impío, señor Alonso; no sucede nada que noproceda de Dios. Por ahora, dejémoslos á ellos solos. Lermasin don Rodrigo Calderón es hombre al agua. Uceda y Olivaresle atacarán. Lerma, entregado á sí mismo, cometerá de seguroalgún grave desacierto: dejadlos, dejadlos hacer.Informáos de lo que hay de seguro acerca de don RodrigoCalderón. No olvidéis de comprar la compañía para esemancebo, y con lo que hubiere venid á verme mañana. Conque,que Dios os dé muy buenas noches.

Y el padre Aliaga se levantó y abrió un balcón.

Aquella era la puerta por donde debía salir Alonso delCamino, y por la que salió descolgándose por el balcón á lahuerta del convento.

Apenas había cerrado el balcón el padre Aliaga, cuandose abrió la puerta de la celda, y apareció la cabeza del hermanoPedro.

—Un gentilhombre que viene de palacio—dijo—, quierehablar con vuestra paternidad.

—¡Un gentilhombre del rey!—dijo el padre Aliaga con sorpresa—;que entre, que entre al momento.

Poco después un joven gentilhombre saludaba al padreAliaga y le decía entregándole un grueso pliego:

—Del rey.

—¿Y esto es urgente?—dijo el padre Aliaga.

—Urgentísimo.

—¿Y os han encargado algo además?

—Sí por cierto: que vuesa merced se venga conmigo ápalacio, para lo cual he traído una litera y algunos tudescos—añadióel gentilhombre.

—¡Cómo! ¡que vaya yo ahora mismo á palacio! ¿pues que,está enfermo su majestad?

—No, señor.

—¡Ah! ¿y quién os envía?

—El mayordomo mayor; pero ese pliego dirá á vuestrapaternidad, sin duda, lo que yo no le puedo decir.

—Veamos.

El confesor del rey rompió el sobre: dentro venía unacarta del duque de Lerma para el padre Aliaga sumamenteafectuosa.

«Mi buen amigo—le decía—, vuestras virtudes merecenque se os honre más que con el empleo de confesor del rey;por lo mismo he aconsejado á su majestad que os nombreinquisidor general. Temo que vuestra humildad se resista áaceptar esta alta dignidad; pero cuando meditéis que asíconviene al servicio de Dios y del rey, estoy seguro queconsentiréis; para asegurarme de ello, y porque urge, seguidal portador á palacio, donde os espera, vuestro amigo—, El duque de Lerma. »

—¡Inquisidor general!—murmuró el padre Aliaga—; puesbien, acepto: no supieron lo que hacían cuando me nombraronconfesor del rey, y no saben ahora lo que hacen nombrándomeinquisidor general. ¡Oh! ¡Margarita! ¡Margarita!

Coloreáronse febrilmente las mejillas del fraile, que tomósu manto, se caló la capucha y salió de la celda, siguiendoal gentilhombre.

—Esperad, esperad un momento—dijo pasando junto áuna puerta de un corredor.

El gentilhombre esperó.

El padre Aliaga entró en aquella celda.

En ella velaba un religioso.

—Amigo Benítez—le dijo el padre Aliaga: salgo delconvento de orden del rey, y acaso no vuelva tan pronto.

—¿Cómo? ¿os prenden?—dijo el padre Benítez, que eraun religioso anciano.

—No por cierto; pero me hacen inquisidor general.

—¡Inquisidor general! No sé si debo alegrarme ó entristecerme.

—Allá veremos. Entre tanto, y mientras yo estoy fueradel convento, quedáos á la mira.

—Descuidad.

—En vos confío.

—Id, id con Dios y nada temáis.

Salió de nuevo el padre Aliaga, atravesó el claustro seguidodel gentilhombre, salió del convento, entró en unalitera, y aquella litera rodeada de soldados, tomó el caminode palacio.

CAPÍTULO XVII

EN QUE EMPIEZA EL SEGUNDO ACTO DE NUESTRO DRAMA

Francisco Martínez Montiño, esto es, el cocinero de su majestad,nuestro protagonista, en una palabra, había vueltode Navalcarnero al anochecer del día siguiente á la nocheen que había ido á recibir un secreto de la boca de su hermanomoribundo.

Montiño se había traído consigo un cofre fuertemente cerradoy sellado, sobre cuya cerradura había un papel.

El receloso cocinero había tenido buen cuidado de envolveraquel cofre en un lienzo para que nadie pudiese repararen sus señas particulares; le había hecho subir á su altoaposento del alcázar, y sin decir á su mujer y á su hija máspalabras que las necesarias para darlas los buenos días, sehabía encerrado con el cofre en el aposento cerrado y polvorosoque ya conocemos, y en el cual tenía secuestrada,apartada de la vista de todo extraño, el arca de sus talegos.

Una vez allí Montiño, después de haber descubierto conrespeto el cofre que había traído de Navalcarnero, le estuvocontemplando en éxtasis.

No cesaba de leer y releer lo siguiente, que aparecía escritoen el papel que estaba pegado y sellado sobre la cerraduradel cofre:

«Yo, Gabriel Pérez, escribano público de la villa de Navalcarnero,doy fe y testimonio de cómo el señor JerónimoMartínez Montiño, recibió cerrado y sellado, como se encuentra,este cofre.» Seguía la fecha y el signo.

—¿Y qué habrá aquí? ¿qué habrá aquí?—decía el cocinerolevantando con trabajo pesado el cofre—. ¿Dinero? no,no, más bien alhajas. El señor duque de Osuna es muy rico,muy poderoso, y tratándose de un hijo suyo... ¿quién habíade pensar que aquel muchacho que se me presentaba bajoun traje tan humilde, como el humilde nombre de sobrinomío, había de ser no menos que un Girón, aunque bastardo...?...¿y pensar que yo, por ignorancia, he estado á puntode malquistarme con él?...

Y Montiño seguía abismándose en su pensamiento y contemplandoel cofre, y probando su peso, y queriendo deducirpor él el valor de su contenido.

El cocinero mayor sufría el tormento de los avaros.

Pero era necesario salir de su reservado aposento.

Puso cuidadosamente el cofre en un rincón, lo cubrió conun tapiz viejo, y no contento aún, con una estera, y se dióal fin completamente á luz á su mujer y á su hija.

Después se presentó, como de costumbre, en la cocina, ydió sus órdenes para la vianda del día.

Después, y libre ya por algunas horas, tomó su capa y suespada y se fué á Santo Domingo el Real, y oyó misa, yprocuró oírla, porque el cocinero mayor no tenía pensamientomás que para el cofre y para el sobrino postizo.

Apenas hubo concluído la misa, cuando tomó á buen pasoel camino de la calle de Amaniel.

En aquella calle, en una casa chata y vieja, vivía la señoraMaría Suárez, honrada esposa del escudero Melchor Argote,y honrada amiga del prendero Gabriel Cornejo.

Cuando Montiño llegó, encontró á la señora María fregoteando,como la mujer más hacendosa del mundo, en lacocina.

—Buenos días, buenos días, señora—dijo el cocinero—;¿y cómo va por acá?

—¡Ah! ¿sois vos, señor Francisco?—dijo la vieja.

Pero describámosla.

Era una mujer como de sesenta años, ó por mejor decir,una pelota con pies, cabeza y brazos: morena, encendida ybasta, con la nariz gruesa, los labios gruesos, los ojos pequeñosy colorados, el izquierdo bizco, y los escasos cabellos,rubios entrecanos.

Vestía un hábito de jerga corto, sobrelos hombros un pañuelo de lana azul, y por bajo delvestido que tenía levantado, como acostumbran las mujeresdurante ciertas haciendas caseras, se veían dos piernas rechonchascon medias azules, y dos pies redondos y abotargados,metidos dentro de dos zapatos gruesos y de un colorindefinible.

El ojo bizco de esta mujer era su único, pero completorasgo fisonómico-característico; era un verdadero ojo de demonioque lucía como un ascua medio apagada, y que encontinua movilidad dejaba ver sucesivamente todas las expresionesde los siete pecados capitales.

Esto en ciertas situaciones especiales, que cuando aquelojo dormía cubierto por una expresión hipócrita, la señoraMaría tenía el aspecto de la mujer mejor del mundo.

Pero cuando asomó á la puerta de la cocina el cocinerodel rey, en cuanto la señora María le vió, el ojo se puso enmovimiento y expresó la cólera más concentrada y másvengantiva que darse puede.

—¡Buena la habéis hecho!—dijo la señora María bajándosede una silla, á la que se había encaramado para fregar unavidriera, y viniendo hacia el cocinero mayor con un estropajoen la mano—: ¡buena la habéis hecho, señor Francisco!

—¿Pero qué he hecho yo?—exclamó asustado el cocinero,porque le constaba que la señora María no hablaba nuncaen balde.

—¿Que qué habéis hecho? ¡nada! ¡absolutamente nada!...¡pero ello dirá!

—Sepamos.

—¿Tenéis un sobrino?

—Sí, señora, tengo un sobrino.

—¿Y os habéis valido de este sobrino?

—¿Para qué?... vamos á ver... ¿para qué me he valido yode ese sobrino?...

—¡Pues! para malherir á don Rodrigo Calderón.

—¡Ah! ¡diablo!

—Y ¡ya se ve!... os habéis apropiado los tres mil ducadosde la reina.

—Yo...

—Sí, señor... y si no, ¿por qué ha dado de estocadasvuestro sobrino á don Rodrigo Calderón?

—Han sido asuntos suyos...

—Pues mirad, tiene muy malos asuntos vuestro sobrino.

—¡Bah! ¡no tan malos como creéis! Pero en fin, ya quehabéis hablado de mi sobrino, por él venía, porque supongoque habrá pasado aquí la noche.

—Aquí la ha pasado, quiero decir, aquí ha pasado lamadrugada, porque el galopín Aldaba le trajo á las tres.

—¡Ah! ¿conque ha salido á las tres de palacio mi sobrino?

—¡De palacio!

—¿He dicho de palacio?... eso es... ¿habrá estado en mícasa?... sí, cierto...

—En vuestra casa mientras vos habéis estado fuera, noha estado nadie más que la justicia...

—Sí, sí; ya me ha dicho mi mujer...

—¿Y no os ha dicho vuestra mujer que haya estadonadie más?

—No por cierto.

—Señor Francisco, los hombres viejos no debían casarse...sobre todo con mujeres jóvenes y bonitas.

—Señora María—exclamó todo bilis y enojo Montiño:sois una bribona...

—Bien, muy bien; ahora los insultos.

—¿Queréis vengaros de mí porque os he echado á perderun buen negocio?...

—Yo no me vengo, no os he dicho nada que merezca lapena de que me tratéis así.

—Habéis querido hacerme sospechar de mi esposa.

—¡Jesús María! ¡vea vuestra merced lo que es ser loshombres maliciosos!

—No es necesario ser malicioso.

—¿Pues yo qué os he dicho?

—Pues eso es lo malo, que no habéis dicho nada.

—He dicho que los hombres viejos no debían casarseteniendo hijas jóvenes y bonitas.

—Habéis dicho mujer.

—He dicho hija.

—Y bien, ¿qué tenéis vos que decir de mi hija?...

—¡Hum! ¡nada! ¡pero haberse estado vuestro sobrino hastalas tres en vuestra casa, y no haber parecido cuando lebuscaba la justicia!

—Mi hija no conoce á su primo.

—Pero como tal primo es tan hermoso y tan atrevido...replicó la señora María.

—Dejemos esta conversación, señora María, que estáisequivocada de medio á medio; mi sobrino no ha estadoen mi casa...

—Pues si ha estado en palacio y no en vuestra casa...

—Ha estado en la casa del rey—dijo una voz á lapuerta.

Volvióse todo hosco é incómodo el cocinero y vió al bufóndel rey.

El tío Manolillo entró con las manos puestas en las caderas,miró frente á frente al cocinero de su majestad, se le rióen las barbas y se sentó en un taburete de pino.

—Y bien, ¿por qué os reís?—dijo Montiño amostazado,porque hacía mucho tiempo que le causaban ojeriza lasbromas del bufón.

—Ríome porque siempre que os veo me da gozo, señorFrancisco—dijo el tío Manolillo.

—Es que os estáis gozando conmigo hace muchos días.

—¿Qué queréis? cuando yo veo la felicidad de los demás,me perezco de alegría.

—¿Y qué felicidad veis en mí, amigo bufón?

—¡Bah! ¡vuestra mujer!...

—¡Mi mujer!—exclamó, sintiendo un sacudimiento nerviosoel cocinero.

—Ciertamente, vuestra mujer... os ama mucho... mucho...muchísimo... Os ayuda en todo lo que puede.

—¿Sabéis que ya me incomoda el que me habléis tantode mi mujer?

—Como que estoy enamorado de ella...

—Vos no amáis más que á esa comedianta que os tienevuelto el juicio...

—Puede ser, porque tratándose del juicio de los hombres,no conozco cosa que tanto se lo vuelva como las mujeres.Pero dejándonos de bromas y ya que hablábamos de vuestrosobrino, ¿cómo ha pasado la noche ese valiente joven,señora María?

—¡Qué! ¿conocéis á mi sobrino, tío Manolillo?

—¡Bah si le conozco! ¿pero no habéis oído, señora María,ó es que tanto os interesa tener limpias las sartenes, ya queno podéis tener limpia la conciencia?

—No sé para qué los reyes han de tener gordos y ensoberbecidosá estos avechuchos—dijo la vieja.

—Pero el sobrino del señor Francisco... os he preguntadopor él tres veces y nada me habéis respondido... y sé queha pasado aquí la noche...

—La madrugada, diréis.

—En buen hora... ¿y duerme todavía?

—El que se acuesta tarde, no se levanta temprano.

—¿Y decís que conocéis á mi sobrino?—dijo el cocinero.

—Ya se ve que le conozco.

—¿Dónde le habéis visto?

—Anoche en palacio.

—¿Pero en dónde?

—Donde no entran todos.

—¿Estáis seguro de lo que decís?

—Vaya si lo estoy.

—¿Y habéis hablado con él?

—No, pero no importa; sé que anda enamorado y enaventuras.

—¿Y le corresponden?

—Tal creo.

—Tenemos que hablar á solas... no os ofendáis, señoraMaría.

—La señora María no se ofende de otra cosa que de noganar dineros.

—Yo no puedo ofenderme de lo que me da risa.

—¿Y qué os da risa en esto?

—El secreto que gastáis... como si no supiéramos que enpalacio es muy fácil tener amores altos.

—Como es muy difícil que vos dejéis de ser una deslenguada.

—Os advierto, hermano bufón, que si mi esposo os oye,que pudiera ser, os cortará una oreja.

—¡Bah! ¡el escuderote! Pero dejando esto... ¿dónde tienesu aposento el señor Juan Montiño?

—Ved que sale en persona—dijo la vieja señalando unapuerta que se abría, y tras la cual apareció el joven.

—¡Ah! ¡mi buen sobrino!—exclamó Montiño corriendo haciaél.

—¿Cuánto pensará ganar con su sobrino el cocinero delrey, cuando tan bien le trata?—dijo para si el bufón.

—¿Y mi tío Pedro?—dijo el joven con solicitud.

—¡Tu tío!... ¡tu pobre tío, ha muerto!—contestó apagandosu sonrisa y con acento triste Francisco Montiño.

El joven se puso pálido, sus ojos se llenaron de lágrimas,y exclamó bajando tristemente la cabeza:

—¡Cúmplase la voluntad de Dios!

Y luego añadió dominándose:

—¿Y nada os ha dicho para mí?

—Nada; cuando llegué ya había perdido el habla.

—¡Ah! ¡mi buen tío! la carta que me dió para vos era unpretexto para alejarme de sí; para que no lo viese morir.

—No te has engañado, sobrino; no te has engañado... ¿yqué he hecho yo de esa carta? creo que la llevé al pueblo, yque la he dejado olvidada allí. ¿Pero, cómo has pasado lanoche?

—Muy bien, tío, muy bien.

—Pues me alegro, me alegro mucho—dijo el tío Manolillo—,porque creo que tenéis demasiado que hacer para nonecesitar estar descansado.

—No os conozco, amigo—dijo Montiño.

—Nada tiene de extraño. Yo soy el bufón del rey; pero si nome conocéis á mí, conocéis mucho á un grande amigo mío.

—¿Qué amigo?

—Don Francisco de Quevedo.

—¡Cómo! ¡don Francisco de Quevedo!—dijo el cocineromayor—¿y está don Francisco en la corte?

—Y algo más que en la corte dijo el tío Manolillo.

—¡Ah, ah! ¿Y conoces tú á don Francisco de Quevedo,sobrino?—añadió el cocinero.

—Estuvo hace dos años en el lugar; iba huído...

—¡Ah!—dijo Francisco Montiño, recordando el pasaje dela carta de su difunto hermano, en que se refería al conocimientode Juan con Quevedo—. ¡Ah, sí! ¡Es verdad!

—¿Y qué es verdad?—dijo Juan.

—¿Qué ha de ser verdad, sino que hace dos años anduvohuído por unas estocadas don Francisco?

—Pues amigo mío—dijo el bufón—, don Francisco osespera.

—¿Que me espera? ¿Y dónde? Habíamos quedado envernos en San Felipe.

—Pero urge, urge. Así, pues, os vendréis conmigo.

—¡Sin almorzar!—dijo el cocinero—. ¡Yo que venía con élpara que almorzase!

—Donde yo le llevo almorzará mejor.

—¿Mejor que en mi casa?

—Sí, señor; vuestro sobrino, señor Francisco, almorzaráhoy mejor que el rey.

—¡Algunas empanadas de hostería de esas que no se digieren!—exclamóMontiño con desprecio y picado en su calidadde cocinero.

—¡Yo daré de almorzar á vuestro sobrino pechugas de ángeles!

—¡Ah, ah!... ¡vos tenéis á vuestra disposición pechugas deángeles!... Pero