El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Y yo con usted, Pablo.

—¿Usted?

La joven se ruborizó.

—¿Has olvidado el tú ya?

—¡Tanto tiempo se pasó!

—Tienes razón... Pero mira cómo yo no lo he olvidado.

—El miércoles le vi... te vi en la carretera de Nieva... Ibas en uncaballo blanco...

—Era una yegua.

—Creí que te tiraba.

—¡Tirarme!—exclamó Pablito frunciendo el entrecejo.—

¡Afloja un poco,chica! A mí no me tira tan fácilmente una jaca.

—¡Es que daba unos brincos tan grandes!... Se ponía así para arriba...¡Jesús! Yo estaba asustada.

—Es que la estaba enseñando a levantarse de manos—repuso el jovensonriendo con superioridad.—Como no la han trabajado hasta ahora, seresiste un poquito. Alguna vez da sus botes de carnero; pero totalnada... en el fondo es muy noble la Linda...

Mira, tú, cuando la compré,o, por mejor decir, cuando la cambié por el Negrillo, dando milquinientos reales encima, allá en el mes de octubre, bien te acordarás,tenía una porción de zunas. Se me plantaba a lo mejor en medio de lacarretera, se espantaba con los carros... en fin, un animal perdido. Yome dije: ¿qué hay que hacer con esta jaca?...

Pablito, en cuyo pecho la joven había hecho vibrar la cuerda mássensible, disertó larga y luminosamente acerca de aquellos asuntosecuestres. Nieves le escuchaba embelesada, enternecida, figurándoseacaso que detrás de aquella descripción minuciosa de las zunas de laLinda iba a encontrar su amor perdido.

De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; elauditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de lasorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf!

Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minutolos llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso queescabullirse bonitamente, y plantarse en la calle. Quedó Nieves comoinocente paloma en las garras del gavilán. Pero éste, viendo que nopodía saciarse, porque le sujetaron los brazos, se desprendióbravamente, dejó el salón, dónde se había armado el consiguiente jollín,y salió a la calle.

Pablito caminaba a paso lento, harto sofocado aún, cuando sintió unterrible dolor en el brazo. Conocía tan bien aquel género de tormento,que sin volver la cara exclamó:

—¡Valentina!

—¡Yo soy! ¿Creíais que os ibais a reir de mí?

—Lo que acabas de hacer es muy feo—profirió el joven con acentoirritado, mirando a su querida cara a cara.—Has dado un escándalo, yme has puesto en ridículo. Yo no tolero eso, ¿lo oyes?

—¿Que no lo toleras? Pues, mira; como vuelva a verte otra vez con ella,no me contento con lo que hoy hice... ¡Os clavo a los dos con unanavaja!

—Ya te librarás de hacer nada de eso, ni presentarte siquiera delantede mí cuando esté hablando con otra mujer—gritó el joven cada vez másenfurecido.

—¡En cuanto te vea con esa pendanga! ¡Alza! ¡ya verás! ¡ya verás!

Entonces el hermoso mancebo, justamente indignado, pero olvidando por elestado de ofuscación en que se hallaba todos los artículos del código dela galantería, descargó una bofetada en el rostro de su querida, ydespués otra, y después otra... en fin, una sopimpa más que regular.La graciosa artesana se dejó solfear por su galán pacientemente, sinhacer la más leve señal de resistencia, ni siquiera de esquivar losgolpes. Cuando Pablito cesó, le preguntó con deliciosa naturalidad:

—¿Has concluído ya?

—Por ahora... ¡pero me entran ganas de empezar otra vez!—

rugió elmancebo ciego de cólera.

—Pues empieza cuando gustes. Yo las he de llevar todas sin moverme.Pero te advierto que me pegues o no me pegues, he de hacer lo que tedije en cuanto te vea hablando con esa... Ahora llévame otra vez albaile.

—No quiero.

—Bueno; pues llévame a cualquier parte donde pueda arreglar el pelo,porque me has despeinado.

El joven hubo de transigir llevándola al café de la Estrella, no sin irpensando por el camino que sus conquistas le estaban saliendo un pococaras.

Pocos días después tuvo aún mejor motivo para hacerse esta reflexión.Fué en la Peluquería Madrileña, donde acostumbraba a afeitarse yarreglarse el pelo a menudo. Acompañado de su primer caballerizo, entróen ella y se sentó en un diván esperando la vez.

—Cuando usted guste, caballero—le dijo al cabo un muchacho pálido, conligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole detravés.

Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esalanguidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes laProvidencia señaló con un destello de superioridad. El chico leembadurnó la cara con jabón. El joven Belinchón, con la preciosa cabezainclinada hacia atrás, esperó radiante de majestad que se le despojasede la sombra negra que manchaba sus mejillas. Tenía los ojos cerradosblandamente para mejor percibir los vagos y poéticos pensamientos quecruzaban por su cerebro. Siempre que volvía de la cuadra traía la cabezarepleta de ideas. Sus piernas se extendían cruzadas debajo de la mesa, ysus manos enguantadas pendían de los brazos del sillón con la mismaelegancia que las piernas.

—Fernando—dijo en voz alta el artista que le iba a afeitar llamando auno de sus compañeros.

—¿Qué quieres, Cosme?

Este nombre hizo estremecer sin saber por qué a Pablito. Abrió los ojosy dirigió una larga y ávida mirada al peluquero. No le conocía. Debía deser nuevo en el establecimiento. Esto, en vez de tranquilizarle, leobligó a cambiar de postura varias veces, abandonando por el momento suhabitual majestad y languidez.

—¿Puedes darme la navaja que han vaciado hoy?

—Allá va.

Fernando alargó el brazo y Cosme recogió la navaja. Un vago deseo delevantarse nació en el espíritu de Pablito. Mas antes de que pudieraadquirir forma, el peluquero le había cogido por la nariz y comenzaba arasparle.

Al cabo de unos instantes en que nuestro joven por debajo de sus largaspestañas seguía con mirada inquieta los movimientos de la mano delartista, éste le dijo en voz baja, plegados los labios por una sonrisaafectada que extendía desmesuradamente su boca:

—Usted es el señorito de Belinchón, ¿verdad?

—Sí—articuló.

—Yo le conozco a usted hace mucho tiempo—manifestó el peluquero con lamisma voz apagada y sin dejar de sonreir.—

¡Oh, sí, hace mucho tiempo!Usted no me conocerá... ¡Claro! los señoritos no acostumbran a fijarseen nosotros. Le tengo visto muchas veces por ahí a caballo y en coche...y también a pie. En los bailes de las Escuelas le veo a menudo. Bailausted muy bien, señorito, ¡muy bien!...

—¡Phs!—profirió Pablito, en quien el deseo de levantarse se habíatransformado ya en verdadero anhelo.

—Sí, muy bien... y además tiene gusto para escoger pareja.

¡Caramba quémuchachas tan guapas se lleva usted siempre, señorito! Hace algunosmeses le veía bailar siempre con una rubia... ¡hasta allí! Es hermana deun amigo mío... Pero hace ya tiempo que le veo bailar con otra muysalada que se llama Valentina, ¿verdad? Es una chica muy graciosa...¡Caramba qué buen ojo tiene usted, señorito!... A esta Valentina laconozco un poquito... Hemos sido algo amigos en otro tiempo... ¿No le hahablado alguna vez de mí... de un tal Cosme?

—No—articuló el joven, en quien comenzaban los síntomas de unaabundante transpiración.

—Pues es extraño, porque éramos bastante amigos... ¡Como que hace tresmeses estábamos para casarnos!... Pero, amigo, vino usted, señorito, ytodo fué rodando.

Cosme había pronunciado estas últimas palabras con voz temblorosa.Pablito sudaba gotas como avellanas sin sentir calor alguno. Tenía elmismo temperamento de su glorioso padre, enemigo irreconciliable de lastraiciones y emboscadas.

—Naturalmente, ¿qué había de pasar?—prosiguió el artista en un tono devoz indefinible, pues no se sabía si quería llorar o reir.

Al mismotiempo pasaba la navaja con suavidad por la garganta del bizarro mancebopara despojarle de algunos pelos importunos.—¡Naturalmente! Un señoritotan principal como usted, ¿cómo no había de derrotar a un pelafustáncomo yo? Las chicas, en cuanto uno de ustedes les canta al oídocualquier cosita, se vuelven locas, aunque la mayor parte de las vecesustedes lo hacen por divertirse, cuando no para otra cosa peor.Demasiado se sabe que usted no se ha de casar con Valentina... Usted laquiere para pasar el rato por las noches con ella en el corredor y hacersus escapaditas adentro, ¿verdad? Y

después ¡ahí queda eso!... Laverdad, yo quería mucho a esa niña...

La voz del barbero volvió a temblar y la mano también.

Pablito no pudosiquiera hacer otro tanto. Estaba petrificado.

—Pero ahora—prosiguió Cosme,—ahora, ¿quién es el que se casaría conella a no estar loco?... Los pobres estamos debajo, y tenemos que sufrirestas vergüenzas. Si usted hubiera sido un igual mío nos hubiéramosvisto las caras... Pero si yo me hubiera metido con usted, no faltaríaquien me rompiese la cabeza, y sobre eso iría a la cárcel... Y sinembargo—prosiguió después de un momento de silencio con acento másronco,—si yo ahora me volviese de repente loco, señorito... ¡adióscaballos y coches!

¡adiós bailes! ¡adiós Valentina!... Con sólo empujarun poco la navaja ¡pif! todo había concluído para siempre...

Pablito, cuyo rostro ya sin jabón estaba tan blanco como cuando lotenía, dejó escapar aquí un jipido tan extraño y doloroso, que Piscisque venía observando con ojos recelosos al barbero, saltó repentinamentesobre éste y le sujetó los brazos.

Pablo se levantó entonces de unsalto. El dueño y los mancebos y todos los parroquianos gritaron a untiempo:

—¿Qué es eso?

—¡Pillo, asesino!—exclamó Pablito lanzándose sobre Cosme, que estababien sujeto por atrás y tan pálido como un muerto.

En un instante el gallardo mancebo, que aun sudaba copiosamente, lesenteró de lo que había pasado. El pobre Cosme fué arrojado de la tiendaa puntapiés por el patrón, que no quería perder el mejor parroquiano dela villa.

XIII

en que se descubren algunos secretos de la vida de gonzalo Gonzalo recordó que aun no le habían curado el vejigatorio puesto el díaanterior. Tiró violentamente del cordón de la campanilla. Estaba tendidoen el lecho boca arriba, mirando los arabescos del techo. La estanciabien esclarecida por los dos balcones que tenía. No se hallaba en sualcoba, sino en el despacho, donde le habían puesto una cama el díaprimero que se sintió mal. Ventura había mostrado pesar de dejar laalcoba, y prefirió salir él, ya que juntos no podían dormir. El ataquehabía sido tan fuerte como repentino: una erisipela que le inflamó elrostro, las manos y las piernas, y estuvo a punto de causarle la muerte.Conjurado el ataque cerebral por medio de violentos revulsivos a laspiernas, el médico le fué aplicando vejigatorios en diversas regionesdel cuerpo.

—¿Qué se le ofrecía, señorito?—dijo la doncella entreabriendo lapuerta.

—Haga usted el favor de llamar a la señorita.

Al cabo de un momento, la criada entreabrió de nuevo:

—Que viene al instante.

El joven esperó. Al cabo de diez minutos largos, la linda cabeza rubiade su esposa asomó por la puerta.

—¿Qué me querías, pichón mío?—preguntó, sin entrar, en tono distraído,que no encajaba bien con lo meloso de la pregunta.

—Entra... Son las once, y aún no me han curado el vejigatorio.

—Yo pensaba que esperarías a que el médico lo hiciese—dijo avanzandocon vacilación por la estancia. Vestía una magnífica bata de seda azulque no podía velar la curva pronunciada de su vientre.

—No ha dicho que vendría él a curármelo... Además me molesta mucho ya.

La joven se acercó a la cama. Después de unos momentos de silencio,poniendo la mano sobre la cabeza de su marido, le preguntó:

—¿No sería mejor que el médico te curase?

—No, no—respondió él, malhumorado.—Me está molestando mucho... Buscalas hilas y la pomada, y trae unas tijeras que corten bien.

Ventura salió sin decir nada. Poco después volvió con aquellos enseresen las manos. Se había puesto seria y parecía distraída.

El teníaimpreso en el rostro el hastío y el malestar que causa la cama.

Después que hubo colocado los efectos sobre la mesa de noche y esparcidola pomada sobre las hilas con un cuchillo, la joven esposa dijosuavemente:

—Vamos.

Gonzalo se incorporó, y desabrochando la camisa expuso al aire su pechode hércules de circo, a cuyo costado derecho estaba adherida unacantárida. La joven se inclinó para levantar el parche. Gonzaloaprovechó la ocasión para besarla en la frente.

No se dijeron nada. La vejiga era grande y rodeada por un círculo rojode carne inflamada. Ventura se alzó de nuevo y dijo con su habitualdesenfado:

—Bah, bah, mejor esperamos que venga el médico: no puede tardar... Siquieres le pasaremos recado.

—Ya he dicho que no—manifestó el joven frunciendo el entrecejo.—Cogelas tijeras y corta la vejiga alrededor. Después pones las hilas encimade la llaga y se concluyó... ¡Ya ves que es bien fácil!

Ventura no respondió. Tornó las tijeras, se inclinó de nuevo y se puso acortar la piel.

—¿Te duele?

—Nada: sigue adelante.

Pero al quedar la llaga al descubierto la joven no pudo reprimir ungesto de repugnancia. Los ojos de su marido, que la espiaban, seturbaron. Su frente se arrugó fuertemente.

—Mira, déjalo, déjalo... Esperaremos que venga el médico—

dijocogiéndola por la muñeca y apartándola suave, pero firmemente.

Ventura le miró sorprendida.

—¿Por qué?

—Por nada. Déjalo, déjalo—replicó abrochándose de nuevo la camisa ytapándose con la ropa.

Venturita se quedó con las tijeras en la mano mirándole fijamente, enactitud confusa. El tenía la misma profunda arruga en la frente y mirabaal techo.

—¿Pero por qué?... ¿Qué te ha dado, chico?...

—Nada, nada. Déjame que voy a descansar.

La joven se quedó todavía unos instantes mirándole.

Inflamándose depronto, tiró con rabia las tijeras al suelo y dijo con el acento altivoy desdeñoso que tan bien sabía dar a sus palabras cuando quería:

—Me alegro. El espectáculo no era muy agradable; sobre todo poco antesde comer.

Al mismo tiempo se volvió dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Gonzaloexclamó con sonrisa sarcástica:

—Y yo me alegro de haberte dado esa alegría.

Luego, al quedar solo, sus ojos chispearon de furor y sus labiostemblaron. Apretó la sábana con las manos convulsas, y lanzó una seriede interjecciones brutales, entregándose a una de esas cóleras breves yterribles de los hombres sanguíneos.

Antes que se hubiese apagado por completo, oyó tocar en la puertasuavemente. Figurándose que era su mujer, gritó con furia:

—¿Quién va?

La persona que había llamado, estremecida sin duda por aquella voz,tardó un instante en contestar.

—Soy yo, Gonzalo—dijo al cabo con voz débil.

—¡Ah! dispensa, Cecilia. Entra—replicó el joven dulcificándose depronto.

Su cuñada abrió la puerta, entró, y la cerró después con cuidado.

—Venía a saber cómo estabas, y al mismo tiempo a decirte que si quieresla limonada ya la tienes hecha.

—Estoy mejor, gracias. Si sigo así, me parece que mañana o pasado atodo tirar me levanto.

—¿Te han curado la cantárida?

—Ventura se puso a ello ahora; pero no ha concluído—

respondió,volviendo a fruncir la frente.

—Sí; acabo de encontrármela en el pasillo, y me ha dicho que te hasincomodado porque te figurabas que lo hacía con repugnancia—dijoCecilia sonriendo con bondad.

—¡No es eso! ¡No es eso!—repuso el joven en tono de impaciencia y nopoco avergonzado.

—Debes perdonarla, porque no está acostumbrada a estas cosas. Es unachiquilla... Además, el estado en que se encuentra, tal vez influya ensu estómago.

—¡No es eso, Cecilia!—volvió a exclamar el joven con más impaciencia,levantando un poco la cabeza de las almohadas.—

Sería muy necio y muyegoísta si fuese a incomodarme por una cosa que después de todo no estáen su mano el evitar. Es cuestión de temperamento, y yo acostumbro arespetarlo; mucho más tratándose de mi esposa, que se encuentra en unestado excepcional... Pero hay algo más. Lo que me acaba de pasar lluevesobre mojado. Hace diez días que estoy en la cama, y no ha entrado enesta habitación más de dos o tres veces cada día y casi siempre llamadapor mí... ¿Te parece que es eso lo que debe hacer una mujer por unmarido?... Si no hubiera sido por ti y por mamá... sobre todo por ti...estaría abandonado en poder de criados como en una fonda.

—¡Oh, no, Gonzalo!

—Sí, sí, Cecilia—replicó con energía y exaltándose.—

Abandonado. Mimujer no aparece por aquí sino cuando hay visita... Entonces, sí, vienehecha un brazo de mar, oliendo a esencias y demonios colorados... Perotraerme las tisanas, apuntar las prescripciones del médico, hacerme unpoco de compañía hablando o leyéndome algo... ¡De eso, nada!... Ahora leruego que me cure el vejigatorio, y, en cuanto se lo digo, cambia deltodo su fisonomía... Comienza a buscar salidas para zafarse. Sólo cuandoyo insisto con empeño, se decide... ¡pero de tan mala gana! con una caratan estirada, que estuve tentado a tirarle a ella todos los chirimbolos.No tendría ni pizca de dignidad, ni vergüenza siquiera, si la hubieseconsentido seguir...

Se había ido exaltando cada vez más, hasta el punto de incorporarse deltodo en el lecho. Cecilia, en pie, en medio de la habitación, leescuchaba inquieta y confusa, sin saber qué replicar. Quería defender asu hermana; pero no encontraba argumentos bastante poderosos paracontrarrestar los de su cuñado.

—Gonzalo—le dijo al fin, con voz firme y semblante sereno, acercándoseal lecho,—el disgusto que acabas de tener te ha exaltado un poco, y noves las cosas como en realidad son... Es posible que Ventura se hayadescuidado un poco en el cumplimiento de sus deberes; pero estate segurode que no ha sido por falta de voluntad. La conozco bien. Sé que sucarácter no se presta a ocuparse en estos pormenores y cuidados que unenfermo necesita. No sirve para enfermera. Además, considera que ahorase encuentra en un estado en que hay que dispensarle muchas cosas...

—¡Pero si es así en todo, Cecilia! ¡Si es así en todo!—replicó eljoven con tanta viveza como mal humor.—¡Si es una chiquilla que notiene atadero! Los asuntos de la casa le tienen sin cuidado. Para ella,lo único importante en el mundo es ella misma, su hermosura, sus trajes,sus joyas... Todo lo demás, padres, hermanos, marido, no significannada... Estoy seguro de que le ha preocupado más el sombrero que haencargado a París que mi enfermedad...

—¡Oh, no digas eso, por Dios! Estás loco.

—No estoy loco. Digo la pura verdad...

Y con palabra rápida, vibrante, tropezando muchas veces por lairritación de que estaba poseído, expuso prolijamente sus quejas,complaciéndose en hacer sangrar de nuevo los pinchazos que habíarecibido en su vida matrimonial. Ventura tenía un carácterdiametralmente opuesto al suyo. No era posible estar bien con ella másde una hora. Porque si duraba mucho la avenencia, y no se presentabamotivo de riña, se encargaba ella de buscarlo, hastiada, sin duda, dehallarse en paz con su marido.

Si hacía una cosa por proporcionarle ungoce cualquiera, en vez de agradecérselo, le pagaba generalmente conalguna burla o sarcasmo. Todo le parecía poco. Los mayores sacrificioslos encontraba pequeños. No había posibilidad de hacerla pensar más queen sus vestidos, en sus perfumes, en sus cintajos. ¡Qué vida la que lehabía hecho llevar en Madrid los tres meses que allí habían estado! Nosalían de los comercios de sedas, de las joyerías, de casa de lamodista. Por las noches, infaliblemente al teatro. Aunque estuviesecansado o se le partiese la cabeza de dolor, nada, era preciso exhibirseen algún palco del Real, del Príncipe o la Zarzuela. El dinero que allíhabían gastado, sumaba una cantidad imponente. Creía haber llevadobastante, y por tres veces tuvo que pedir más a su casa. Luego,comprendiendo que dado aquel tren con sus rentas no tendrían bastante,sobre todo si Dios le daba muchos hijos, había tratado de montar unafábrica de cerveza, para aprovechar siquiera los estudios que habíahecho. Ventura se había opuesto resueltamente a ello, diciendo que noquería ser «la señora de un cervecero...» Estaba convencido de que lasangre que se había quemado en Madrid, y la que seguía quemándose enSarrió, era lo que había causado aquel ataque repentino de erisipela.¡Claro! El necesitaba una vida de actividad y de trabajo, salir mucho alcampo, cazar, montar a caballo. Su naturaleza pletórica exigía elejercicio.

Aquella vida sedentaria que le gustaba a Ventura, aqueleterno teatro, aquellas visitas, aquel trasnochar sin sustancia, lemataban; la sangre se le ponía espesa como el aceite... ¡Pero qué leimportaba a ella todo eso! Lo principal era satisfacer su gusto en todoy por todo... En Madrid había aprendido a pintarse;

¡una granbarbaridad, porque era blanca como la leche!... Pues aunque él le habíamanifestado repetidas veces que le repugnaba aquella asquerosa manía, nohabía sido posible que le hiciera caso.

Mientras se desahogaba de este modo en un flujo intermitente depalabras, el rostro de Gonzalo iba expresando sucesivamente laindignación, la tristeza, la cólera, el desprecio, todas las emocionesque agitaban su alma al recuerdo de sus padecimientos.

Su

gran

torso

deatleta,

se

movía

convulsivamente sobre el lecho, incorporándose unasveces, otras dejándose caer, mientras las manos temblorosas y crispadasse ocupaban instintivamente en tirar de la ropa, que a impulso de susbruscas sacudidas se le marchaba.

Cecilia, con la cabeza baja y las manos caídas y cruzadas, le escuchabaesperando que después de soltar el fardo de sus disgustos, la cólera deljoven se aplacase.

Y así fué. Después que ya no tuvo más palabras en el cuerpo, cubriéndosecon la sábana hasta los ojos dejó escapar una serie interminable

deresoplidos

entremezclados

de

frases

incoherentes. Cecilia comenzó adecirle con voz muy suave:

—Yo no sé qué decirte a todo eso, Gonzalo. Meterse en las desavenenciasque pueda haber en un matrimonio es muy peligroso. Si a alguiencorresponde intervenir en vuestras cosas no es a mí, sino a mamá... Perosiempre he oído decir que en todos los matrimonios hay riñas ydisgustillos, sobre todo al principio, mientras los caracteres no seamolden... Todo eso pasa. Son nubes de verano. Mientras no afecte alfondo, mientras los corazones no se desunan, las reyertas matrimonialestienen bien poca importancia... Y aquí no hay miedo a eso, porfortuna... Tú quieres a Ventura...

—¡Oh, cada día más!—exclamó él, con rabia de sí mismo.—

Estoyenamorado como un burro... sí, sí, ¡como un burro!

Una sombra de mortal dolor, veloz como un relámpago, pasó por los clarosojos de Cecilia. Pero al instante volvieron a lucir serenos y brillantescomo siempre.

—Ella también te quiere a ti; no lo dudes. Su genio es vivo, acaso unpoco caprichoso, por lo mismo que ha sido siempre el mimo de la casa.Pero es incapaz de guardar rencor por una ofensa, ni obra jamás conpremeditación, sino empujada por las impresiones

del

momento...

Además,Gonzalo—añadió

sonriendo,—considera

que

ahora

le

debes

muchas

másatenciones, muchísimo más cariño, si es posible...

La joven, con frases delicadas empapadas de ternura, le habló de sufuturo hijo; un clavito que remacharía de modo inquebrantable la uniónde sus almas. Aquel niño para el cual todo el mundo estaba ya trabajandoen la casa, disiparía con su sonrisa inocente las nubéculas quesombrearan por un instante el amor de sus papas. Después que estuvieseen el mundo ¡bien se acordaría Ventura de coloretes! ¡Anda, anda! puesno tendría poco que hacer para tenerle limpio, darle el pecho yentretenerle cuando llorase. Y él estaría tan embobado contemplándolo,que no tendría tiempo a ocuparse en si su mujer traía tal o cualvestido, ni siquiera si estaba de bueno o de mal humor.

La voz de Cecilia, suave, persuasiva, un poco empañada siempre, lo cualdaba a su acento singular ternura y humildad que llegaba al corazón,logró conmover pronto el de su cuñado.

Apaciguóse súbito. Dilatado su rostro por una sonrisa, exclamó antes deque concluyese:

—¡Chica, qué gran abogado harías!

—Es que tengo razón—replicó ella riendo.

—Y si no la tuvieses ya te arreglarías para aparecer con ella...

¡Ea,ya pasó!... A mí las rabietas me duran poco... Y, sobre todo, en cuantotú empiezas a hablar, pierdo la fuerza. No hay orador que se te igualeen eso de acumular los razonamientos en el punto que te convenga; yhasta sabes sacar el Cristo... digo, el niño...

Cecilia soltó la carcajada.

—Reconocerás que ha sido con oportunidad.

—No lo niego.

Ambos rieron con alegría, embromándose cariñosamente, mecidos en dulcefraternidad que los hacía felices.

Cecilia se retiró al fin. Antes de llegar a la puerta se volvió,preguntando con timidez, donde apuntaba un vivo y mal disimulado deseo:

—¿Quieres que te haga yo la cura?... Debes estar molesto...

El joven vaciló un instante. Temía ofender el pudor de su hermanapolítica.

—Si tú quieres... No hay necesidad... Acaso te cause repugnancia...

Pero Cecilia ya se había acercado a la cama y recogía las hilas, lapomada y las tijeras, poniéndolo todo en orden. Hizo una nueva tableta,y extendió con esmero el ungüento sobre ella.

Gonzalo la miraba, un pocoinquieto. Ella guardaba silencio, haciendo esfuerzos heroicos por vencerla confusión que se iba apoderando de su alma. Ya estaba arrepentida desu proposición.

Dejaba transcurrir el tiempo pasando infinitas veces elcuchillo sobre las hilas, con los ojos bajos, fingiendo gran atención ala tarea que tenía entre manos. Al fin, haciendo un supremo esfuerzo,tomó la tableta, y levantando la cabeza hacia su cuñado, le dijo conafectada indiferencia:

—Cuando quieras.

Gonzalo, con mano va