El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Un día, Gonzalo, enojado consigo mismo por lo que gastaba sin sustancia,le dió la llave del dinero.—«Mira, guarda tú esa llave; ni Ventura niyo tenemos arte para manejar los cuartos.

Cuando te pidamos dinero, loapuntas en este cuadernito y nos avisas de lo que llevamos gastado en elmes. Tal vez de este modo nos iremos moderando un poco.» Convertida enintendente general, pronto observaron los esposos cierta mejoría en susnegocios. Gonzalo cuando llegaba alguna cuenta, decía al criadosonriendo:—«Pásela usted al administrador». El criado sonreía también yse la llevaba a Cecilia.

Aquella intimidad, aquella compenetración singular de los cuñados encasi todos los actos de la vida, había engendrado una ilimitadaconfianza entre ellos, sobre todo por parte de Gonzalo.

Nada le pasaba aéste en la calle, en el café, que no viniese a contar a Cecilia, que leprestaba incansable atención. Su esposa en cambio ni atendía ni queríaoir hablar siquiera de sus cacerías, de sus disputas, de las ocurrenciasde sus amigos. Todo lo que no fuese modas, bailes, descripciones de las soirées madrileñas, bodas de los grandes de España, le interesabapoco. Lo que más excitaba su curiosidad era cuanto se refería a losreyes y a la real familia. Leía con avidez el relato de las recepcionespalaciegas, conocía la etiqueta tan bien como un gentilhombre de cámara,cómo se saludaba a los reyes, cómo se les besaba la mano, cuándo sehabía de hablar en su presencia, cómo había que retirarse. Sabía losnombres y la biografía de cada uno de los miembros de la real familia ytambién los de los nobles más caracterizados de la corte. Las novelas, yuna señora azafata de la reina que había estado a tomar baños en Sarrió,le habían sugerido aspiraciones fantásticas, un anhelo de vivir enaquella atmósfera brillante. La majestad de los príncipes la conmovía,la embargaba de sumisión, ¡ella que era incapaz de humillarse a nadie! Yaquella vida galante de la corte le producía cierto deslumbramiento comolos fulgores de un sueño feliz. Cuando había estado en Madrid, sucualidad de provinciana rica, no le había consentido gozar más que delos teatros, de los paseos en coche por la Castellana, de las tiendas ylas calles. De la corte, de sus saraos y regocijos, había permanecidotan distante como en Sarrió. Y sin embargo, ella estaba bien convencida,y no le faltaba razón, de que podía brillar en cualquier parte.

Suhermosura y la viva y graciosa imaginación de que estaba dotada, lahubieran hecho notar inmediatamente en la sociedad más distinguida.Algunas veces paseando en landau con su marido, había visto fijarse enella con atención y codicia las miradas del duque de S... del marqués deC... de encumbrados personajes políticos. En una ocasión había oído a laduquesa de Medinaceli al cruzarse los carruajes, decir a sucompañera:—

«¿Estará casada esta niña tan linda?» De aquellos tres mesesen Madrid, le había quedado una visión poética, un recuerdo confuso desus placeres, y cierto prurito de imitar con los pobres medios de quedisponía en la villa a las damas encopetadas de la corte, cuyascostumbres sólo conocía de oídas.. Así, por ejemplo, cuando salía decasa, que era pocas veces, solía hacerlo en carruaje, sobre todo si ibaal teatro. La costumbre de que el coche viniera a esperarles alconcluirse la función, había causado en Sarrió alguna sorpresa y nopocas murmuraciones. Los trajes con que se presentaba en público eransiempre de fantasía, distintos enteramente de los que vestían las otrasdamas de la población. Estas, por regla general, solían andar en suscasas con la ropa usada «en cualquier facha» como ellas decían.

Venturaoperó una revolución, vistiéndose desde por la mañana con trajes nuevosy adecuados a aquella hora. No se la sorprendía jamás, ni aun en elretiro de su gabinete, sin todos los adminículos y adornos propios de laocasión. Sus batas de seda de color siempre apagado, sus cofias deencaje nunca vistas hasta entonces, sus babuchas de terciopelo, eran elpasmo de la población. Había muchas señoras que iban a visitarla, sólopor enterarse de su tocado casero.

Gonzalo, al verla enfrascada en la lectura de las revistas de salones,al oir describir, como si lo hubiera visto, un baile en Palacio,exclamaba riendo:—«¿Sabes cómo se llama en medicina esa manía tuya?...Delirio de grandezas». Ella se enojaba. Como todos los caracteresburlones, le hería profundamente el ridículo. Con su cuñada el joven sereía unas veces, otras se mostraba irritado de aquellas extravaganciasde su esposa, que calificaba de estúpidas y cursis. Cecilia procurabacalmarle, achacándolo a los pocos años, al carácter tornadizo deVentura:—«Ya verás—le decía;—dentro de algunos meses no se acordaráde semejantes tonterías».

Cecilia era su paño de lágrimas, su confidente en todos los disgustosmatrimoniales. Nunca dejaba de recibir de su boca algún útil consejo,algunas palabras consoladoras que calmaban sus fuertes y repentinosenojos. Se había acostumbrado de tal modo a aquellas confidencias, quecuando después de alguna reyerta con Ventura no hallaba a su cuñada encasa, se ponía el sombrero y corría a buscarla al paseo, a la iglesia odonde estuviese. El mucho tiempo que pasaban juntos convidaba también aéstos desahogos. Ventura no quería salir de casa. Y

como don Rufo exigíaque la niña tomase el aire libre, Cecilia se encargaba de acompañar a lanodriza. Gonzalo las acompañaba a ambas, la nodriza con la niña delante,él con Cecilia detrás. En aquellos largos paseos le confiaba todos sussecretos, le explicaba prolijamente sus temores, sus alegrías, susesperanzas.

A veces, oyéndola discurrir con tanta perspicacia enaquellos asuntos morales, solía exclamar con poca galantería:—

«¡Quélástima que Ventura no posea tu carácter juicioso y sensato!»

Ella, en cambio, permanecía impenetrable para él, como para todo elmundo. O porque no tuviese secretos que contar, o por su temperamentoexcesivamente reservado, la primogénita de Belinchón huía de hablar desí misma con un cuidado extraordinario. Ni sus alegrías ni sus pesareseran conocidos de nadie. Sólo un observador muy fino podría, a fuerzade costumbre, averiguar vagamente las emociones que la agitaban.

Gonzalono lo era. En su egoísmo infantil de hombre sano y musculoso, habíallegado a considerar a su cuñada como un ser pasivo, razonable y frío,admirable para aconsejar y dirigir a los demás, un ser superior, si sequiere, pero incapaz de sentir aquellas cóleras, aquellas alegrías,aquellas pasiones insensatas que alteraban a los caracteres débiles comoel suyo. Sin embargo, alguna vez, en son de broma, había tratado desacarle del cuerpo sus secretillos. Sabía que tres o cuatro mancebos dela población aspiraban a su mano. A alguno de ellos le había sorprendidomás de una vez paseando la calle. En el teatro la flechaban con losgemelos. Y aunque Gonzalo advertía con cierto disgusto que debía dehaber en aquella adoración más deseo de la dote que verdadero amor,procuraba lisonjearla hablándola de sus pretendientes. Ella rehuía laconversación con silencio obstinado, sonriendo vagamente para no dejartraslucir su pensamiento; hasta que al cabo se veía precisado a hablarlede otra cosa.

En cierta ocasión, sin embargo, Gonzalo tomó el asunto con más seriedady persistencia. Un amigo de la infancia, ingeniero de caminos, le hablóde Cecilia, y le pidió su protección para interesarla en su favor. Lafranqueza y sinceridad de su lenguaje agradó mucho al joven.

—Gonzalo—le dijo,—me encuentro ya en edad y en disposición decasarme. No he querido hacerlo en Madrid o en Sevilla, donde estuvedestinado, porque desconfío de las mujeres que no conozco de muy atrás.Los hombres deben casarse en su patria con las jóvenes que han vistocrecer a su lado. Decidido a casarme con una chica de la población, mehe fijado en tu cuñada, y voy a decirte con toda sinceridad mispensamientos.

Cecilia no es bonita ni es fea; es una mujer pasable.Siempre he creído que éstas son las más a propósito para esposas. En lascuatro o cinco veces que he hablado con ella en casa de las de Saldaña,la he encontrado muy simpática y muy razonable, franca y modesta. Susamigas hablan todas bien de ella. Es un dato importantísimo que loshombres no tienen en cuenta bastante al casarse. Porque las amigassuelen ser implacables las unas para las otras, y se buscan lascosquillas que es una bendición... Además, tu cuñada tendrá una buenafortuna el día de mañana, y esto, ¿por qué no he de decírtelo? tambiénes otro dato que debe tenerse presente. No sé por qué se han de casarlos hombres por sistema con las mujeres pobres. Las necesidades que elhombre se crea al contraer matrimonio, son muchas: los hijos puedenaumentar demasiado, y todo debe mirarse. Yo no necesito casarme porinterés. Tengo una carrera bastante lucrativa. Mis padres me han dedejar también alguna hacienda...

¿Quieres preguntarle si le he sidoantipático en las pocas veces que he hablado con ella, y si consienteque me presenten en su casa?

Gonzalo le prometió interponer su influencia; le dejó entrever conreticencias más o menos claras, un éxito lisonjero, jactándose del poderque sobre ella ejercía. Hasta entonces todas las indicaciones que lahiciera, habían sido atendidas.—«Creo que si yo no consigo llevar aremate la empresa, ninguna otra persona podrá intentarla»—concluyó pordecir en un rapto de expansión y de orgullo.

Aquella misma noche aprovechó el momento en que Cecilia vino aencenderle el quinqué al despacho, para decirla risueño:

—¿Tienes algo que hacer ahora, Cecilia?... ¿No?... Pues siéntate unmomento, que voy a confesarte.

La joven le miró con sus grandes ojos claros y suaves, donde se pintabala sorpresa. Gonzalo la obligó a sentarse.

—¿Tienes novio?—la preguntó bruscamente.

—¡Qué pregunta!—exclamó ella con semblante risueño, sin avergonzarse.

—No hablo de novio formal. Si lo tuvieras ya estaría yo enterado.Quiero sólo saber si entre los jóvenes que te obsequian hay alguno quehubiese logrado interesarte más o menos.

—¿Para qué quieres saber eso?

—Contesta.

Cecilia hizo un gesto negativo.

—Pues entonces voy a tomarme la libertad de hablarte de uno, que me loha suplicado... Se trata de mi amigo Paco Flores, a quien ya conoces. Meha pedido que le recomendase a ti, preguntándote al mismo tiempo si enlas pocas veces que contigo ha hablado te había sido antipático.

—¿Antipático?—preguntó con sorpresa.—¿Por qué? A mi no me es nadieantipático mientras no cometa alguna grosería.

—Después me ha rogado te pregunte si consientes en que sea presentadoen esta casa.

—Eso es otra cosa—respondió poniéndose repentinamente seria.—Yo nopuedo impedir que sea presentado aquí; pero, como mi consentimientopodría implicar que tengo gusto en que nos visite, no estoy dispuesta adárselo.

—No se trata de que lo aceptes por novio—se apresuró a decirGonzalo.—Únicamente desea que le permitas tratarte algún tiempo; y sial cabo le consideras merecedor de tu mano, se la otorgues, y si no, sela niegues.

—Pues negada desde luego, y sin necesidad de trato—replicó con firmezala joven.

—Es muy pronto eso—dijo Gonzalo sonriendo para disimular la irritaciónque aquella brusca respuesta le había producido.

—Me parece que en estos asuntos cuanto más sinceros seamos, mejor paratodos. ¿Por qué ha de molestarse ese muchacho en visitarme una largatemporada para recibir la respuesta que desde ahora mismo le puedo dar?

—Bien, bien; procedamos con calma. Si Paco no te es antipático, comoconfiesas, no puedes asegurar que al cabo de seis u ocho meses o unaño, no te enamores de él.

—Soy incapaz de enamorarme—dijo ella con sonrisa amarga que su cuñadono entendió.

—El amor viene cuando menos se piensa—afirmó éstesentenciosamente.—Estamos años y años sin sentirlo, y un día, ¡paf! daun vuelco el corazón. Es que hemos hallado nuestra media naranja.

Estas palabras tan cándidas como crueles, removieron las escasas gotasde hiel que Cecilia guardaba en su pecho. Con rápida frase y mirandoduramente a uno de los brazos del sillón donde se hallaba sentada,repuso:

—Pues yo estoy segura de que mi corazón no hará ¡paf!

ningún día.

—¿Por qué aseguras eso, Cecilia? Las mujeres, más que los hombres,están hechas para el amor, para los goces que éste proporciona, para lavida de familia. Se puede decir que el único destino de la mujer sobrela tierra, es el matrimonio, porque es la encargada de sostener sobreella la vida. Su disposición física, todos los órganos de su cuerpoestán construídos para la producción de esta vida...

Gonzalo abogaba por su amigo Paco, apelando, como se ve, hasta a lafisiología. Cecilia le escuchaba en silencio, el semblante severo, lamirada fija en el vacío. Las palabras de su cuñado sonaban en su almacomo un acento de desolación. Sí; aquello era verdad, ¡por desgracia eratodo verdad! Cuando terminó de hacer la apología del amor, hizo la de suamigo Paco Flores, un joven tan despejado, tan formal, hijo de una buenafamilia, con brillante carrera, etc., etc.

Cecilia se obstinó secamente en rehusar su consentimiento para queviniese a casa. Entonces Gonzalo, un poco irritado por la disputa, yherido en su amor propio por haberse jactado sin razón delante de Pacode su influjo sobre la joven, dejó escapar algunas frases duras: «¿Porventura le parecía poco para ella?

Paco no era rico, pero podía aspirara su mano. En Sarrió no hallaría un muchacho mejor que él. Nadietacharía, seguramente, el matrimonio de desproporcionado. ¿O es queesperaba un príncipe de la sangre?... Pues que no se descuidara mucho,porque la juventud de las mujeres pasa pronto, y se han llevado en estosasuntos bastantes chascos...»

La joven escuchó la filípica de su cuñado hasta el fin, sin mover undedo siquiera. Cuando terminó, levantóse vivamente del asiento, elrostro pálido, las manos convulsas, y salió con precipitación de laestancia. Al cruzar el pasillo para dirigirse a su cuarto, dos gruesaslágrimas rodaban por sus mejillas.

XIV

de los galicismos que cometía «el faro de sarrió» y otros asuntos nomenos interesantes.-primeras bajas de la batalla del pensamiento.

Después de su ruidoso desafío, el esforzado Belinchón supo, aunque otracosa afirmen algunos cronistas, gozar con modestia de la merecida fama yaureola que inmediatamente le circundaron. Quizá se fijen aquéllos parasustentar la opinión contraria, en haberse descubierto algunasprovocaciones del insigne caballero a ciertos sujetos de la villa, nobastante justificadas. Mas al hacerlo, no tenían en cuenta que talesprovocaciones

vinieron,

no

a

raíz

del

señalado

acontecimiento que hemosnarrado, sino algún tiempo adelante.

En la historia, la cronología essiempre de importancia capital. Y

en este particular de que tratamos,explica satisfactoriamente los actos de nuestro héroe.

Mientras duró en la villa la impresión del suceso, se le tributaronaquellas muestras de admiración a que era sin disputa acreedor. Susmismos enemigos al verle pasar, le miraban con respeto, ya que no consimpatía. Entonces don Rosendo, en vez de abusar de su reconocidasuperioridad, como hubiera hecho otro hombre de menos esfuerzo ymodestia, aparecía con un continente grave, sí, pero apacible,recorriendo las calles con el mismo sosiego y mesura que antes. Ejemplonotable de prudencia, que en vez de agradecérsele, sirvió para que seintentasen y perpetrasen contra él algunos desacatos. Por lo pronto, enel Camarote comenzó a hacerse chacota de tal desafío.

Se ponderaba conintención malévola y exagerándolos, los saltos que el fundador del Faro había dado hacia atrás en el combate.

Estas burlas, de lascuales, como puede suponerse, era el iniciador Gabino Maza, nopermanecieron mucho tiempo en el recinto de la tertulia. Se extendieronpor toda la población, de tal modo, que al cabo de algunos días una granparte de sus habitantes sonreía irónicamente al oir hablar del famosolance de honor. Don Rosendo traslució algo de esta befa, no sólo por losoídos, sino también por los ojos. Advirtió que en vez de las miradasrespetuosas y de la cortesía que con él se usaba, comenzaban sus vecinosa adoptar una actitud grosera, haciéndose los distraídos o volviendo lacabeza cuando él pasaba. Al cruzar por delante de algún corrillo, creyópercibir risas comprimidas.

¿Qué le tocaba hacer en este caso? Indudablemente dejar la modestia a unlado y obligar a sentir a aquellos bellacos el peso de sus conocimientosen la esgrima. La primera señal que dió de su indignación y del soberanodesprecio que sus enemigos le inspiraban, fué el escupir al suelo, conruido, cuando alguno de éstos cruzaba a su lado, como indicando que ledaba asco. En cuanto

comprendieron

el

motivo

de

aquella

extraordinariasecreción, los más tímidos comenzaron a pensar que el rayo podía muybien acompañar a la lluvia, y evitaron con cuidado el tropezarle. Losmás bravos pasaban a su lado sin hacer caso de aquella tosdespreciativa; pero sin osar mirarle a la cara. Al cabo de algún tiempounos y otros lo tornaron con calma y se decían riendo:—«Acabo deencontrarme con don Rosendo.—Qué tal, ¿te ha tosido?—Ya lo creo;¡parecía que reventaba!» Y en el Camarote corrían las bromas y secelebraban las burlas más groseras contra nuestro gran patricio. Una deellas fué el desfilar uno en pos de otro a cierta distancia, todos lossocios de la tertulia por delante de él. Don Rosendo quedó de aquellavez sin saliva y con la garganta destrozada. Tan sólo Gabino Maza lotomaba en serio y aseguraba que ya se libraría aquel buey (la palabra esdura, pero textual) de escupir cuando él pasase. Y en efecto, donRosendo se había abstenido hasta entonces de hacerlo. Creía que debíaguardar ciertas consideraciones al jefe del bando contrario. Mas unanoche en que traía la cabeza un poco exaltada por la lectura de ciertodesafío de dos yankees, al topar junto al café de la Marina con Maza,se le ocurrió escupir en la forma provocativa que usaba. Aquél se volviórepentinamente hecho una furia, y sujetándole con fuerza por la muñeca,le dijo al oído con acento rabioso:

—Oiga usted, señor majadero: a mí no me tose usted ¡ni en cuarto gradode tisis! ¿lo oye usted?

Don Rosendo, como hombre correcto y muy práctico en estos asuntos dehonor, no dijo nada en aquel momento. Pero al día siguiente no salió decasa esperando los padrinos de Maza, los cuales, felizmente para éste,no parecieron.

El desafío y la actitud de don Rosendo, tuvieron, sin embargo,consecuencias provechosas para la población. Gracias a nuestro héroenació en ella la afición a las armas. Muchos de sus habitantes másdistinguidos comenzaron con ahinco a cultivar la esgrima. Ya no fueronsolamente los redactores del Faro y los tertulios del Saloncilloquienes se entregaban a este noble ejercicio amaestrados por M. Lemaire.También los socios del Camarote, comprendiendo a la postre laimportancia de este arte, establecieron, en un almacén contiguo, sala dearmas. Al frente de ella, pusieron a un oficial de reemplazoperteneciente al arma de caballería, que había tirado al florete enMadrid. El resultado inmediato de este adelanto fué que las reyertas,que a cada paso se suscitaban entre los del Saloncillo y los delCamarote, eran conducidas con arreglo a todas las fórmulas y ceremoniasprescritas en el código del honor. No transcurría semana tal vez, sinque la villa se estremeciese con las idas y venidas de los padrinos, losrumores de las conferencias celebradas en los ángulos de los cafés, lasactas que inmediatamente se publicaban en el Faro y en los periódicosde Lancia. Porque de veinte pendencias las diez y nueve se terminabancon un acta para ambas partes honrosa, suscrita y firmada por lospadrinos. De modo que de aquellos lances de honor, lo único positivoeran los bastonazos o puñadas que los contendientes se dabanpreviamente, sin perjuicio de que las cosas siguiesen sus trámitesordinarios.

Alguna que otra rara vez, cuando los ánimos se enconaban demasiado, seiba «al terreno». Delaunay se había dado de sablazos con don Rufo, porun comunicado inserto en El Porvenir de Lancia, en el que se decía quelos médicos no giraban la visita en el hospital a la hora reglamentaria.El impresor Folgueras se había batido también con un cuñado de Marín,por haber negado el saludo uno de ellos al otro.

Afortunadamente, enninguno de los dos encuentros había habido más que planazos yverdugones. El desafío más notable fué el de don Rudesindo con don PedroMiranda, que después de vacilar algún tiempo se había decidido por losdel Camarote. El motivo fué «el problema del matadero». La ocasión, lasiguiente. Don Pedro

había

manifestado

en

una

casa

que

don

Rudesindoapoyaba el partido de Belinchón sólo porque no se emplazase el mataderoen la playa de las Meanas, donde sus casas salían perjudicadas. Elfabricante de sidra tuvo conocimiento de este dicho, habló pestes en elSaloncillo de don Pedro, y se mostró vivamente ofendido de talsuposición; mucho más ofendido de lo que en realidad estaba. AlvaroPeña, que no estaba contento sino cuando tenía un desafío entre manos,se apresuró a decirle en voz alta con la arrogancia que lecaracterizaba:

—Pierda usted cuidado, don Rudesindo. Miranda le dará a usted unareparación. ¿Quiere usted dejarlo de mi cuenta?

El bueno del fabricante hubiera deseado comerse las palabras que habíasoltado. ¡Aquel Peña era un hombre tan expeditivo!

¿Por qué diabloshabía dicho que tenía ganas de tropezar a don Pedro para darle dospuntapiés, cuando en realidad acababa de verle al salir de casa, y habíacruzado a su lado sin decirle una palabra? Pero estaban allí más deveinte personas, y se vió en la dolorosa necesidad de contestar alayudante, aunque en el tono menos agresivo posible:

—Bueno... si usted cree que merece la pena...

—¡Pues no ha de merecer! Suponer que usted no está a nuestro lado sinopor móviles mezquinos bastardos es insultarle... A vej, don Feliciano.¿Quiere usted escuchaj una palabra?

Don Feliciano y él conferenciaron en un rincón breves momentos. Actocontinuo salieron a la calle. Don Rudesindo quedó en la aparienciatranquilo, en realidad fuertemente alterado y bramando en su interiorcontra Peña, contra el Saloncillo, contra sí mismo y contra la madre quele parió. ¿Qué necesidad tenía él de meterse en líos? Un hombre casado,con hijos, que en toda su vida no había hecho más que trabajar como unesclavo para labrarse un capitalito... Y ahora que lo tenía...

por unaquijotada de ese farfantón... ¡acaso!... El fabricante apenas podíapasar los sorbos de cognac que de vez en cuando introducía en la boca.

La cosa se arregló muy pronto. Don Pedro Miranda quedó viendo visionescon la visita de Peña y don Feliciano. Dijo que no recordaba... que élno tenía agravio alguno de don Rudesindo... al contrario. Pero Peña lehabía atajado, diciéndole:

—Bueno, don Pedro. No podemos escuchar eso. Nombre usted dos personasque se entiendan con nosotros.

El atribulado propietario nombró a Gabino Maza y Delaunay porrepresentantes. Como de éstos el uno era hombre acalorado y fiero, y elotro mal intencionado, no fué posible avenencia. Se negaron en absolutoa dar explicaciones. El lance quedó concertado a sable en el cementerioantiguo, en las primeras horas de la mañana.

Don Rudesindo al saberlo, maldijo de la hora en que viera la luz deldía. Su contrario don Pedro se limitó sencillamente a dejarse caer en unsofá y pedir una taza de tila. Mas no hubo otro remedio que acudir adonde el honor los llamaba. A las seis de la mañana, Peña y donFeliciano por una parte, y Maza y Delaunay por la otra, los sacaron desus domicilios para conducirlos al cementerio viejo. ¡Dios mío, alcementerio viejo! ¡Qué ideas tan lúgubres revolotearon por el cerebro dedon Pedro Miranda mientras caminaba hacia allá! No es posiblecompararlas sino con las que asaltaron a don Rudesindo en el mismotrayecto.

Peña le dijo antes de llegar:

—Es evidente, don Rudesindo, que usted le escabecha. Me lo da elcorazón... Usted le escabecha. No tira usted mucho, pero tiene un juegomuy difícil, ¡muy difícil!...

El fabricante hubiera dado en aquel momento toda su hacienda por tenerlono difícil, sino imposible.

—Don Pedro no tiene pierna; es además, corto de brazo...

Pero, como yasabe usted que en las ajmas no hay nada seguro y a veces el que menos sepiensa, lleva el gato al agua, si usted tiene algo que encargarme,hágalo antes que lleguemos.

Don Rudesindo se estremeció. Siguió caminando un rato en silencio, ypor fin, sacando unos papeles del bolsillo, se los entregó diciendo convoz sorda:

—Si perezco, déle usted esto al señor Benito.

Dos lágrimas asomaron a sus ojos al mismo tiempo.

—¿El señor Benito el Rato?—preguntó Peña.

Don Rudesindo no le oyó. Se había escapado ya por la carretera adelantepara ocultar su emoción.

Por qué el nombre de su escribiente le producía en aquel instante talenternecimiento, no podemos explicarlo. Acaso en las grandes crisis dela vida, se despierten vivas y súbitas simpatías en el fondo de nuestroser, de las que no teníamos la menor sospecha.

El cementerio viejo, próximo ya a dedicarse al cultivo, era un pequeñocercado donde crecía la hierba y la maleza. Las cruces de madera sehabían podrido. No había más testimonio de que tal recinto era mansiónde los muertos, que dos calaveras incrustadas en la pared a entramboslados de la puerta. Por cierto que estas calaveras, no produjeron unaimpresión grata en don Rudesindo. En don Pedro no sabemos; pero puedesospecharse que no sería más favorable. Tardaron algún tiempo en buscarsitio, porque las ortigas y zarzales impedían marchar y romper convenientemente a los combatientes. Mientras Peña, en compañía de lostestigos contrarios, se ocupaba en esta tarea gravísima, el bueno de donFeliciano Gómez cometió la incorrección (¡Dios le bendiga por ella!)de acercarse a don Pedro Miranda, que descolorido, con la miradaatónita, el estómago encharcado por la cantidad fabulosa de tazas detila que había tornado aquella noche, esperaba, arrimado a la tapia, queaquellos señores concluyesen, en la actitud de un reo de muerte.

—Hola, don Pedro; frío, ¿eh? ¡Caramba qué mañana!... ¡Mire usted quelevantarse un hombre de la cama para esto! ¡Válgate Dios!

(Silenciointerrumpido

por

algunos

eructos

del

infortunado Miranda.) Hubiera dadoel dedo meñique, ¡el dedo meñique, sí! por no tener que asistir a unaatrocidad semejante.

Pero dicen que es un favor que no se puede negar.Bueno: que no se niegue cuando se trata de una ofensa grave... ¿Dóndeestá aquí la ofensa grave? Vamos a ver, que me lo digan, ¿dónde es