El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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La levantó como una pluma, y poniéndola sobre un brazo como a los niños,comenzó a dar brincos por el jardín.

—¡No tanto! Llévame suavemente. Vamos de paseo.

La paseó sin fatigarse por todo el parque. Y desde aquel día aquellaforma de paseo le agradó tanto a la niña, que en cuanto salían de casase colgaba al cuello de su marido para que la subiese. Los criados alverlos movían la cabeza sonriendo.

Pero muy pronto descubrió otro medio de pasarlo aún mejor.

Había cercade casa un columpio que el tiempo, más que el uso, había deteriorado.Hizo que se arreglase, y en cuanto lo tuvo presto se pasaba las horasmecida por Gonzalo.

—Si vieras cómo gozo. Da un poco más fuerte.

Y al empuje vigoroso del joven, el columpio volaba, y la niña cerrabalos ojos dilatando la nariz con un sentimiento de intenso placer.

Gonzalo gozaba en verla así arrobada.

Transcurrieron veinte días de esta suerte. Durante ellos recibieron dosvisitas de Pablito y Piscis, una vez en tílburi y otra a caballo. Enesta última su principal objeto era dar picadero a una jaca que Pablohabía cambiado por otra más vieja. Y ¡cosa extraña! a pesar delenajenamiento amoroso en que nuestro mancebo se hallaba, recibió lavisita de los équites con inexplicable alegría, les ayudó afanosamenteen su tarea. Al marcharse sintió una impresión de vacío en su vida.Porque era ésta tan reposada y pacífica, que su sangre y sus músculospadecían. Un día le habló a su esposa de ir de caza, pues era famoso eincansable cazador. Venturita no se opuso, con tal que la llevaseconsigo. Así se convino. Salieron una mañana en busca de un bando deperdices, de cuya existencia sabía Gonzalo desde el día en que habíallegado a Tejada. Pero antes de alejarse dos kilómetros de la casa,Venturita se manifestó enteramente rendida. Le era imposible dar un pasomás. Se vió precisado a traerla en brazos y a renunciar a su favoritorecreo.

Doña Paula, que había mirado con hostilidad aquel matrimonio, no hablóde ir a ver a los novios hasta después de pasados muchos días. Quiso quePablito la acompañase, porque temía que a Cecilia le causase algún dolorel hacerlo; mas, enterada ésta, expresó su decisión de ir también aTejada. Y una tarde madre e hija emprendieron en carretela descubiertael camino que llevaba a la posesión. Pero al acercarse a ella ycolumbrar las famosas torrecillas de ladrillo, Cecilia comenzó aempalidecer, sintió el pecho oprimido y la vista turbada. Doña Paula,que advirtió su indisposición, ordenó al cochero dar la vuelta.

—¡Pobre hija!—la dijo besándola.—¿Ves cómo no puedes venir?

—Ya podré, mamá, ya podré—respondió tapándose los ojos con una mano.

Al día siguiente, fué doña Paula acompañada de Pablo. Halló a losesposos muy propicios a dejar aquel nido escondido y trasladarse a lavilla; como se efectuó en la misma semana.

Cecilia salió a recibirlos a la puerta de la calle y abrazó y besó a suhermana con efusión. A Gonzalo, le tendió la mano, que por un esfuerzosoberano de la voluntad, no tembló. El joven la estrechó con fraternalafecto, creyéndose perdonado.

Los novios ocuparon las habitaciones que doña Paula había destinado a suhija primogénita. La vida comenzó a deslizarse serena en apariencia.Gonzalo advertía, no obstante, con pesar, que no les envolvía esaatmósfera tibia y afectuosa que hace tan grato el hogar doméstico. Desdedon Rosendo hasta el último criado, se mostraban con ellos atentos,deferentes, no cariñosos.

Ventura no lo advertía, y si lo advertía leimportaba poco.

Volvamos ahora la vista a los asuntos más interesantes de la vidapública de Sarrió.

Ganada aquella noble victoria de los clérigos, las cosas del Faro deSarrió, procedían bien y prósperamente. El brioso y denodado ayudantede marina, pudo continuar su campaña civilizadora sin peligro de nuevasceladas. Sinforoso no se retiraba, sin embargo, a su casa sin iracompañado de él o de otro amigo, perfectamente armados ambos.

Pero Gabino Maza, el eterno disidente, supo aprovechar maliciosamenteaquella ruptura con la Iglesia, para sobresaltar las conciencias dealgunos vecinos. No que él fuese católico ferviente, ni le diese unahiga por que se pusiera a los curas como hoja de perejil. Al contrario,toda la vida había profesado ideas bastante heterodoxas y habíamaldecido de los beatos. Mas ahora se mostraba escandalizado: «Al fin yal cabo, habíamos sido educados en el respeto de la religión, la cual esel único freno

para el

pueblo.

No

se

pueden

ofender

tan

descaradamentelas sagradas creencias de nuestras esposas, etc., etc.» Algunos conestas pérfidas insinuaciones, dejaron la suscripción del periódico.

Los redactores y su director, que adivinaban de dónde venía el golpe,estaban

grandemente

indignados.

Gabino

Maza,

secundado por el no menosdíscolo Delaunay, no cejaba en su campaña de murmuración. Mientrasalguno de los del Faro estaba delante, nada; pero en cuanto se iba,esgrimían las lenguas con singular encarnizamiento. Unas veces hablandoen serio, otras apelando a la burla, se trituraba a todos los queintervenían en el periódico, y muy particularmente, como es lógico, alque mejor y más altamente lo personificaba, el eximio don Rosendo.Decían ¡oh, mengua! que sólo el afán «de verse en letras de molde» habíaimpulsado a aquellos beneméritos ciudadanos a encender la antorcha delprogreso en Sarrió; que don Rufo, el médico, era un farsante; Sinforoso,un pobrete a quien arrojaban un mendrugo; Alvaro Peña (aquí bajaban lavoz y miraban a todos lados), un botarate sin pizca de juicio; donFeliciano Gómez, un pobre diablo a quien más importaba ocuparse en susnegocios no muy florecientes; don Rudesindo, un gran cazurro, quetrataba de alquilar su almacén y anunciar su sidra. En cuanto alfundador y promovedor de aquella empresa, don Rosendo, decían que todala vida había sido un badulaque, un necio que se creía escritor, sinentender de otra cosa que del alza y baja del bacalao...

Sólo el deber imperioso de aparecer como cronistas fieles e imparciales,nos obliga a dar cuenta de tales habladurías. Bien sabe Dios que ha sidocon harto trabajo y disgusto. Porque la misma pluma se estremece ennuestras manos y se niega a estampar semejantes abominaciones.

De don Pedro Miranda, absteníanse de murmurar los murmuradores, no porotra razón sino por tenerle solicitado para que dejase la participaciónen el periódico, a lo cual le veían inclinarse desde la refriega de losclérigos; pues era don Pedro cristiano viejo y muy grande amigo delcapellán de las Agustinas. Con sus malévolos discursos, habían logradodesatar contra el periódico a algunas damas influyentes de la villa,entre ellas doña Brígida. Con esto tuvieron por suyo dentro delSaloncillo al sandio y degradado Marín. También atrajeron a su bando,poco después, al borracho del alcalde. Por una parte el espíritu decompañerismo con los tertulios de la tienda de la Morana, y por otra lamolestia que sentía con las constantes excitaciones de la prensa, a lasque no estaba acostumbrado, le hicieron renegar pronto de aquel granadelanto. Lo que acabó de ponerle mal con El Faro y sus redactores,fué cierta gacetilla en que se censuraba al ayuntamiento y al alcaldecon alguna dureza, por el lamentable abandono en que tenían losservicios de policía urbana, y lo poco que trabajaban por haceragradable la temporada de verano «a los distinguidos escrofulosos queacudían a la playa de Sarrió en busca de salud».

Aunque aparentemente se trataban como amigos, existía, pues, entre lossocios principales del Saloncillo sorda y disimulada enemiga. Iba éstaaumentando de día en día merced a los correveidiles que, en ocasionesanálogas, no cesan de sembrar envidias y rencores. Temíanse ya lasdisputas y se rehuían, porque los desaforados gritos y los baldones queantes se lanzaban sin resultado alguno, gracias a la cordial avenenciaque existía entre todos, eran, al presente, de mucho peligro.

Reinaba,por tanto, en aquel recinto, más silencio, más cortesía, pero muchísimamenos franqueza y cordialidad.

Aquella tirantez no podía durar mucho tiempo. Entre personas que todoslos días se ven y se hablan, y no se quieren bien, es imposible que enbreve plazo no deje de estallar la discordia. La ocasión fué ésta. Llegóal Saloncillo (¡noramala fué!), sin saber quién lo trajera, un ejemplarde cierta Ilustración catalana, donde, entre otros grabados, se veíauno representando las orillas de un río americano, y en ellassolazándose hasta una docena de cocodrilos de diversos tamaños. Tenía elejemplar en la mano Maza, cuando acercándose don Rufo por detrás,exclamó en tono jocoso:

—¡Vaya unos cocodrilos escuálidos!

—No son cocodrilos—manifestó Maza en tono seco y desdeñoso, sinlevantar la cabeza.

—¿Y por qué no han de ser?—preguntó el médico herido por aquel tono.

—Porque no.

—¡Valiente razón!

—Si no te convence, estudia, que yo no estoy aquí para hacer obras demisericordia.

—¡Uf! ¡El sabio de la Grecia! ¡Apartarse a un lado, señores!

—No soy un sabio, pero no digo que estos animales son cocodrilos,cuando en el río Marañón no se crían cocodrilos.

—¿Qué son entonces?

—Caimanes.

—¡Llámalo hache! Caimanes y cocodrilos vienen a ser lo mismo.

—¡Otra barbaridad! ¿Dónde has aprendido eso?

—Hombre, es de clavo pasado. El caimán y el cocodrilo no se diferencianmás que en el nombre. Aquí está don Lorenzo que ha viajado, y puededecir si no es verdad.

—El caimán es algo más pequeño—expresó don Lorenzo con sonrisaconciliadora.

—El tamaño es de poca importancia. La cuestión es saber si tiene o nola misma figura.

Don Lorenzo se inclinó en señal de asentimiento. Maza saltó, hecho unafuria:

—Pero, señores. ¡Pero, señores! ¿Estamos entre personas ilustradas oentre aldeanos? ¿De dónde sacan ustedes que caimán es lo mismo quecocodrilo? El cocodrilo es un animal del Mundo Viejo y el caimán es delNuevo Mundo.

—Dispénseme usted, amigo Maza; yo he visto cocodrilos enFilipinas—manifestó don Rudesindo.

—¿Y qué quiere usted decir con eso?

—Como usted decía que los cocodrilos no se crían en el Nuevo Mundo...

—¡Otra que tal! ¿Las Filipinas son del Nuevo Mundo?

Señores, ¡señores!hay que abrir los paraguas. Hoy llueven aquí burradas.

—Pues qué, ¿Filipinas querrá usted decirme que no esUltramar?—preguntó

don

Rudesindo

con

la

faz

descompuesta.

—¡Nada, nada, siga el chaparrón!

—La diferencia principal, señores, que existe entre el cocodrilo y elcaimán—dijo a esta sazón con autoridad don Lorenzo—es que el cocodrilotiene tres carreras de dientes y el caimán sólo tiene dos.

—¡No es eso, hombre, no es eso! Los cocodrilos tienen las mismascarreras de dientes que los caimanes.

Don Lorenzo sostuvo con brío su aserto. Le ayudó en la defensa donRudesindo. Maza le atacó con no menos fuego, apoyado por Delaunay.Pronto entraron en liza otros cuantos socios generalizándose el combate,que fué haciéndose cada vez más vivo. Las voces eran horrendas. Sihubieran poseído tres carreras de dientes como los cocodrilos, o aunquefuesen dos, no dudo que se devorarían, dada la rabia y el coraje con quese enseñaban la única con que la Naturaleza les había dotado.

Mazaestuvo tan procaz, tan insolente, que al fin don Rudesindo, sin serdueño de sí, le descargó un paraguazo en la cabeza.

Siguióse a éste unagranizada de ellos entre los contendientes, con un pavoroso estruendo deballenas y varillas de alambre que daba escalofríos al varón másarriscado. Muchos, que no se habían acordado siquiera de emitir suopinión sobre la dentadura de los reptiles citados, recibieron su partealícuota de paraguazos, lo mismo que los que más habían esclarecido lacuestión con sus discursos. Subieron del café el amo con algunas otraspersonas; suspendieron los indianos del billar su juego; terció donMelchor de las Cuevas, de quien así en guerra como en paz se hacía muchocaso. Al cabo se logró apaciguar el alboroto ya que no concertar lasvoluntades, hacía algunos meses resfriadas.

El resultado fué que desde aquel día Gabino Maza, Delaunay, don Roque,Marín y otros tres o cuatro socios más, se retiraron del Saloncillo. DonPedro Miranda siguió asistiendo con largos intervalos de ausencia. Estohacía presumir a los tertulios restantes y a los redactores del Faro que no podía contarse con él, y que no tardaría mucho en caer del ladocontrario. Como sucedió en efecto. Los disidentes empezaron a reunirseen el café de Londres situado en la calle de Caborana. Pero no muchosmeses después corrió por la villa la noticia de que alquilaban unalmacén en la calle de San Florencio para establecer sus reuniones. Yasí fué. Lo entarimaron, lo alfombraron, después pintaron sus paredes ysu techo, amuebláronlo con algunas sillas y butacas, pusieron mesas detresillo y comenzaron a asistir tarde y noche a aquel sitio tanasiduamente como antes al Saloncillo. Por ser bajo de techo y tenerembutida en la pared una litera que sirvió para dormir la siesta Marín,empezó a llamarse a aquel sitio en la población el Camarote, y estenombre le quedó. Los del Faro, que habían desdeñado a los desertoresmientras no tenían techo donde guarecerse, entraron en cuidado. Elprimer síntoma de temor fué una gacetilla o novela a la mano enverso-prosa describiendo aquella nueva tertulia y pintando a cada uno desus socios con nombres de animales; Maza la víbora, Delaunay un gallobelga, Marín el jumento, don Roque el cerdo, etcétera, etc.

Estagacetilla exasperó a los del Camarote de un modo indecible.

Don Rosendo continuaba cada vez más pujante y empeñado en su campañaperiodística. Introducía en el Faro todas aquellas formas y manerasque observaba en la prensa nacional y extranjera, particularmente en lafrancesa. Había comisionado a un escritor de Madrid para que losmiércoles le remitiese un telegrama de veinte palabras, y le escribieseademás cartas políticas y literarias; traducía él todas las noticiascuriosas que hallaba en los periódicos; hacía revistas de modas, detribunales, de teatros (cuando había compañía). Pero donde más sedistinguía era en las de mercados. No es fácil representarse la destrezacon que manejaba, traía y llevaba los cereales, los aceites, los caldosy los arroces. Para que se vea con qué amenidad y galanura sabía tratarun asunto tan prosaico, diremos que en una ocasión escribía: «Lasmieles, sensibles a estas alteraciones, se pronunciaron en baja y noalcanzaron estabilidad y firmeza en sus precios hasta que los cafés,los cacaos y demás géneros ultramarinos lograron reprimir sus vivasoscilaciones.»

Era, en suma, el alma del periódico.

No bastaba, sin embargo, lo que había hecho para ponerlo a la altura desu ideal. Belinchón siempre había seguido con vivísimo interés en losperiódicos de París aquellas polémicas personales que rara vez dejabande terminar con un duelo. Y las peripecias de éste, contadasminuciosamente por algún testigo, le placían tan extremadamente, queninguna comida había para él tan sabrosa, ni más grato recreo. Cuandopasaban muchos días sin desafío, don Rosendo languidecía. Lasdescripciones de los asaltos de armas entre los célebres tiradores de lacapital de Francia, excitaban también grandemente su curiosidad. Yaunque un poco se le enredaban en el magín aquellas frases técnicas engagement de sixte, battement en quarte, contre-riposte, feinte,etc., allá las traducía a su modo y se daba por enterado. Decía él queen ningún signo se conocía mejor el grado de cultura de un país que enla afición a las armas. El manejo de ellas despertaba o avivaba la ideadel honor y la dignidad humana. Su abandono arrastraba consigo lacobardía y la degradación. Conocía mejor que sus parientes la biografíade los grandes duelistas y gens des armes de París. Podía describircon pelos y señales los desafíos que habían tenido y la gravedad de lasheridas. En cuanto se anunciaba un asalto entre dos maestros, porejemplo Jacob y Grisier, ya estaba nuestro caballero excitado. Abría conprecipitación todos los días el Fígaro y apostaba en su interior poruno o por otro.

Un día se le ocurrió en la cama (donde le asaltaban siempre las grandesideas) que ser periodista sin conocer las armas o manejarlas, era lomismo que ser bailarín y no tocar las castañuelas. El día menos pensadose suscitaba un lance, había que acudir al terreno, y él no sabíasiquiera ponerse en guardia.

Verdad que en todo Sarrió no había quiensupiese más. Pero nadie tenía tanta obligación de conocer la esgrimacomo él.

Además, el altercado podía ser con un periodista de Lancia o deMadrid, y entonces era preciso dejarse asesinar. Estas imaginaciones lellevaron a adoptar una resolución; la de aprender a toda costa a tirarel florete. ¿Cómo? Haciendo venir un maestro a Sarrió, ya que él nopodía separarse de este punto.

Sin comunicar el pensamiento con nadie,escribió a un amigo de París, el cual buscó en las salas de armas deesta ciudad algún auxiliar o prevot que quisiera expatriarse. Al cabode algún tiempo se halló uno que, mediante la cantidad de dos milfrancos anuales, y dejándole libertad para dar lecciones, consintió envenir a establecerse en la villa del Cantábrico.

Un día, con verdadera estupefacción del vecindario, se dijo que acababade llegar en la goleta Julia un profesor de esgrima, M. Lemaire, conel exclusivo objeto de enseñar el manejo de las armas a don Rosendo. Y,en efecto, pronto se vió a éste acompañado de un joven delgadito yrubio, de traza extranjera.

La impresión fué honda. En los pueblospequeños, donde la gente se pega de palos y bofetadas, la frialdad, lacorrección y la gravedad de los duelos produce asombro y terror. Loprimero que se les ocurrió fué que don Rosendo deseaba matar a alguno.Sólo después de mucho tiempo comprendieron la razón de aquelaprendizaje.

Don Rosendo lo tomó con el ardor y seriedad que merecía.

Todos los díasdedicaba un par de horas por la mañana, y otro por la tarde, a tirarse afondo, que fué lo único que le permitió hacer el profesor en los dosprimeros meses. El resultado notabilísimo de este ejercicio fué que alcabo de algún tiempo no sabía si sus piernas eran verdaderamente suyas ode otro bípedo racional como él. Tan agudas y vivas fueron las agujetasque le acometieron, que hasta, cuando se hallaba durmiendo creía estartirándose a fondo. Despertaba sobresaltado con terribles dolores en lasarticulaciones. ¡Luego aquel M. Lemaire era tan cruel! Nunca se daba porsatisfecho del trabajo de las extremidades del buencaballero:—« ¡Plus! ¡plus! ¡Ancor plus saprísti! » Y el mísero donRosendo se abría, se abría de un modo bárbaro, inconcebible, percibiendola grata sensación de si le aserraran el redaño. Terminado tan nobleejercicio, el señor Belinchón se veía necesitado a ir cogido a lasparedes para trasladarse de un sitio a otro, formando un ángulo deochenta grados con el suelo. Desde allí, hasta el fin de sus días, elglorioso fundador de El Faro de Sarrió siempre anduvo más o menosesparrancado.

Pero este tormento, aunque nada tenía que envidiar a los de los mártiresdel Japón, padecíalo, si no con gusto, con varonil entereza. Pensaba quesiempre ha costado enormes sacrificios civilizarse y civilizar un país.Al cabo de los dos meses comenzó el eterno tic tac de los floretes.Pero sin abandonar por eso el tormento de las piernas. Don Rudesindo,Alvaro Peña, Sinforoso, Pablito, el impresor Folgueras y algunos otros,tomaban lección al mismo tiempo. En la sala, las impresiones bélicassubyugaban de tal modo a los tiradores, que guardaban solemne silencio.No se oía más que la voz áspera de M. Lemaire repitiendo sin cesar y deun modo distraído:— En garde vivement—Contre de quarte.—Ripostez...¡Ah bien!—En garde vivement.—Contre de sixte. Ripostez... ¡Ahbien!—Parez seconde.—Rispostez ¡Ah bien!

Don Rosendo se creíatrasladado a París, y veía en don Rudesindo, Folgueras y Sinforoso, aGrisier, Anatole de la Forge y el barón de Basancourt. El Faro no era El Faro, sino Le Gaulois o Le Journal des Debats.

Al cabo de cinco meses, se mantenía bastante bien en guardia, paraba losgolpes rectos, atacaba con furia y saltaba hacia atrás con maestría.Creyó llegado el caso de dar un escándalo. Era necesario que lapoblación se persuadiese de que los dos mil francos asignados alprofesor no eran enteramente perdidos..

Además convenía ir introduciendoen ella el gusto por estos refinamientos de las grandes capitales. ¿Perocon quién tener affaire en Sarrió? Aunque buenas ganas se le pasabande desafiar a alguno de los del Camarote, comprendía que el único capazde batirse era Gabino Maza. A éste le tenía una migajita de respeto,sobre todo desde que había oído decir al profesor que en los duelos erapreciso tener mucho cuidado con los hombres violentos, aunque nosupiesen esgrima. Después de largas y profundas meditaciones imaginó quelo mejor era provocar un lance con algún periodista de Lanciaaprovechando la polémica que el Faro venía sosteniendo con el Porvenir, acerca de cierto ramal de carretera. Y como lo pensó lohizo. En el primer número se mostró tan agresivo, tan insolente con elperiódico de la capital, que éste, sorprendido e indignado, contestó queciertas frases del Faro no merecían sino el desprecio. En suconsecuencia, don Rosendo comisionó a sus amigos Alvaro Peña y SinforosoSuárez «para que fueran a entenderse» con el director del Porvenir. Setrasladaron a Lancia y regresaron el mismo día. El señor Belinchón alverles llegar deseaba ya ardientemente que el asunto se hubiesearreglado sin necesidad de duelo, a pesar de ser él quien lo provocara.Nuevo testimonio de su grandeza singular de alma y de la exquisitasensibilidad de que estaba dotado. Por desgracia el director del Porvenir se había mantenido firme. Los testigos convinieron un duelo asable que debía realizarse al día siguiente, en una posesión de lascercanías de Lancia.

Nuestro héroe, al saberlo, sintió que las piernas le flaqueaban, no detemor, que esto ninguno osará siquiera imaginarlo, sino por la emociónde verse tan próximo a ser objeto de la curiosidad y expectaciónpúblicas, no sólo en la provincia, sino en España entera. Cuandocaminaban hacia casa, Peña le dijo con ruda franqueza:

—Los padrinos de Villar querían que se cortasen las puntas a lossables; pero yo me opuse. «No, no, dije, conozco bien a don Rosendo, yes hombre que aborrece las niñerías. No se puede jugar con él. Cuando semete en un lance de éstos, es menester que vaya todo muy serio. Estoyseguro de que si cortásemos las puntas, tendría con él un disgusto...»¿No he interpretado bien su deseo?

—Perfectamente. Muchas gracias, Alvaro—respondió el señor de

Belinchónalargándole

una

mano

que

Peña

halló

demasiadamente fría. Y añadió convoz débil:—Aunque se limasen un poquito las puntas, ¿sabe usted? notendría inconveniente en aceptarlo... El asunto, después de todo, noexige precisamente que sea a muerte.

—No me atreví siquiera a aceptar eso. Como no conocía la opinión deusted, tenía miedo que le disgustase...

—Nada, nada, pues por mí no hay inconveniente en que se limen.

—Ahora ya no puede ser. Están concertadas las condiciones.

A menos queellos lo propongan de nuevo, las puntas irán afiladas. A usted leconviene mucho porque tira el florete...

—Precisamente por eso. Yo no quisiera llevar ventaja alguna a miadversario.

Peña guiñó el ojo con malicia.

—No sea usted tan escrupuloso, don Rosendo. Sí usted puede ensartarlo ¡fiiit! como un pajarito, no deje de hacerlo.

Estas últimas palabras las acompañó el ayudante con un gesto expresivo,traspasando el aire con los dedos de punta, lo mismo que si losestuviese introduciendo por un cuerpo humano.

Don Rosendo hizo un gesto de repugnancia, y guardó prolongado silencio.Al cabo, manifestó sordamente:

—Lo que sentiré es que estas malditas agujetas no me permitan tirarme afondo.

—¡Ca, hombre, ca! Pierda usted cuidado. Mientras dure el lance, nosentirá usted dolor alguno en las piernas. ¿No le ha sucedido dejar desentir el dolor de una muela en el momento de llamar a la puerta deldentista para sacarla?

Este símil consolador produjo inmediatamente en el ayudante un accesode risa, que duró buen rato. Belinchón se mantuvo grave y sombrío, comodeben estarlo los héroes la víspera del combate.

La noticia corrió como una chispa eléctrica por la población.

El pasmode los vecinos era indescriptible. A ninguno le cabía en la cabeza queuna persona, entrada ya en años, con hijos casados, fuese a darse desablazos con otra por cuestión de un ramal de carretera. Sin embargo, elpartido que Belinchón acaudillaba admiraba la decisión y el valor de sujefe. Este, por la noche, tuvo una espantosa pesadilla. Soñó que elsable del director del Porvenir le abría por el medio. Una mitad se lallevaba el vencedor como trofeo. A Sarrió sólo volvió la otra mitad.

Susmismos gritos le despertaron. A doña Paula, que dormía a su lado, laaterraron de tal modo, que fué necesario acudir al antiespasmódico.Belinchón,

con

la

fortaleza

de

los

temperamentos heroicos, no dijo nadaa su consorte. Lo que hizo fué beber un trago del antiespasmódico.

Al día siguiente salió en coche para Lancia, acompañado de Peña,Sinforoso, don Rufo y dos sables de tiro. A la salida de la villa, en lacarretera, más de cien personas le despidieron. Ante aquellamanifestación de cariño, don Rosendo se sintió enternecido.

—¡Buena suerte!—Pongan ustedes telegrama, ¿eh?—No se diga que Sarrióqueda por debajo de Lancia.

Don Rosendo fué estrechando con emoción las manos de sus partidarios.Todos se le ofrecían para acompañarle, y le prometían venganza para elcaso de perecer en la lucha.

Al fin llegaron a la quinta designada, y se avistaron con el enemigo.Los testigos platicaron, midieron los sables, y los pusieron en manos delos contendientes. La fisonomía de éstos tenía el color adecuado asemejantes solemnidades; esto es, un verde botella, que a intervalostomaba visos anaranjados.

Una vez en guardia, y dada la voz de atacar, comenzaron ambos a tentarselos sables metódicamente, primero de un lado, después de otro, con unlúgubre sonido que ponía espanto. Al cabo,