El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Se sacudió las migajas con la mano, volvió a arreglarse las gafas ydespués de beber un trago de agua porque también el vino estaba cerrado,se partió en dirección al ayuntamiento. El reloj del edificio señalabalas diez. Atravesó el soportal de arcos, subió la vasta escalera depiedra y al llegar a los corredores donde había más de un dedo de polvosobre el entarimado, preguntó a Marcones, que le salió al encuentro, pordon Gabino.

—El señor alcalde está en sesión.

—¿En sesión? ¡Diablo, a qué hora tan rara!

En efecto, por lo rara se había señalado.

Dos años habían transcurrido desde el fallecimiento de don Roque. Losdel Saloncillo, que habían entrado en el ayuntamiento como triunfadoresy tuvieron por alcalde a don Rufo, más de año y medio, a la horapresente padecían las amarguras de la derrota. Aun tenían mayoría en lacorporación municipal, aunque escasa. Pero los del Camarote se habíanarreglado en Madrid de tal manera, que lograron hacer nombrar alcalde aGabino Maza. Decíase que esto se debía al pasteleo repugnante de RojasSalcedo. Advirtiendo éste en las últimas elecciones municipales bastanteprogreso en las fuerzas de los del Camarote, se había inclinado de sulado. No hay para qué decir la tempestad de odios y amenazas que contraél se levantó por tal motivo entre los partidarios de don Rosendo.

Se había entablado una lucha feroz. Cada sesión del ayuntamiento era unescándalo. Los de Maza habían hecho procesar a la corporación saliente,por dilapidación de fondos: tenían al juez de primera instancia porsuyo. Los de Belinchón contaban con que en la Audiencia les haríanjusticia. Mas por aquello que dicen que dijo Dios: ayúdate yayudaréte, se ponían en juego poderosas influencias para conseguirlo.Cartas iban y venían de Madrid. Los del Camarote no se descuidabantampoco para estorbarlo. Maza deslomaba a sus contrarios con la vara dela justicia. Como la mayoría de don Rosendo era sólo de dos votos, urdíatramas admirables para arrancárselos. Unas veces convocaba a sesiónextraordinaria a horas en que a alguno de ellos le fuera imposibleasistir; otras, mandaba recados fingidos a ciertos concejales,anunciándoles que se había suspendido; otras; en el momento de ponerse avotación cualquier asunto, lo hacía con palabras ambiguas de acuerdo consus amigos, para que los de don Rosendo se confundiesen y votasen contrasí mismos, como sucedió en más de una ocasión. En más de una también,dejó cerrados en la secretaría a algunos concejales llevándose la llave.Después que los padres del municipio se hartaban de gritar y dar golpesa la puerta, venía un alguacil a abrirles; pero ya se había efectuado lavotación. Gracias a estas y otras tretas, a las arbitrariedades sincuento que cometía, vengábase el bilioso ex marino de sus enemigos, queera un primor. Su táctica consistía en atacarlos donde más les dolía;esto es, en sus bienes inmuebles. Cuando en alguna calle había una o máscasas de cualquier socio del Saloncillo y ninguna de sus amigos, hacíaque el arquitecto municipal variase la rasante, dejándola más baja. Deesta suerte se descubrían los cimientos de las casas y corrían riesgo devenir al suelo, además de la molestia consiguiente de poner escaleraspara subir al portal. A los pocos meses de ser alcalde, había más deveinte casas en Sarrió con los cimientos al aire. Otras veces, hacíasubir la rasante para que cuando lloviese fuerte, se inundasen. Como esnatural, tales picardías despertaban fuerte clamoreo en los partidariosde Belinchón, rabiosas diatribas por parte del Faro, y tumultos sincuento en las sesiones municipales.. Pero a Maza se le daba por todo unahiga. Seguía impasible sus inauditas reformas urbanas, escuchando consonrisa cruel las quejas de sus víctimas, contestando con sarcasmosferoces a los discursos de los oradores del bando contrario.

Marcones introdujo a don Mateo en una sala contigua al salón desesiones. La tribuna destinada al público era demasiado asquerosa paraentrar en ella una persona decente. Además, le interesaban muy poco laspeleas de aquellos gallos ingleses. En la misma sala estaban sentadosdepartiendo amigablemente los dos notarios de la población, don VíctorVarela y Sanjurjo. El uno era un viejo, pequeño, de ojos saltones, conenorme peluca, tan groseramente fabricada, que parecía de esparto; elotro, un hombre de media edad, pálido, con bigote entrecano y cojo denacimiento. Saludóles nuestro anciano como antiguos amigos, a quienes seve todos los días. A nadie en el radio de la villa dejaba de saludar donMateo.

—¿Esperando que termine la sesión, eh?

—Sí, señor—respondió uno con sequedad y reserva que quitó al ancianoel deseo de entrar en más averiguaciones.

Buscó otra conversación, la que más podía complacer a los depositariosde la fe pública; la caza. Los dos eran crueles perseguidores de lascodornices, peguetas y chochas; pero mucho más terribles y empedernidosaún de las liebres. Apenas venían algunos días despejados, estos veloceso inocentes animales tenían que sufrir una violenta persecución porparte del gremio notarial, activamente secundado por media docena degalgos que, para que mejor corriesen, se les dejaba morir de hambre.

Hablar de las liebres, era para don Víctor y Sanjurjo la antesala delCielo. Levantarlas con las varas, metidos en la maleza hasta la cintura,el Cielo mismo.

—¡Qué lástima de día!—exclamó don Víctor dando un suspiro y mirando alcielo por los cristales del balcón, llenos de polvo.

—Verdad—contestó Sanjurjo, dando otro suspiro.—Sin embargo, la tierrade Maribona puede que esté un poco blanda; llovió bastante estos días.

—¡Qué ha de estar!—profirió don Mateo.—Ahora en el verano pronto seseca. Además, toda aquella región es caliza y absorbe el aguafácilmente.

Los notarios le miraron con enternecimiento.

—Me ha dicho Pepe la Esguila—prosiguió—que los paisanos han vistosaltar las liebres estos días en Ladreda.

—Ya lo sabemos,—dijo Sanjurjo.—Hoy, si no fuera por un quehacer quenos ha salido, hubiéramos ido a allá.

Al mismo tiempo hacía un signo de inteligencia a don Víctor.

—Pues Pepe debió de irse esta mañana con Fermo. Eso me dijeron al menosayer noche.

Los notarios se miraron consternados.

—¡Qué le decía yo a usted, Sanjurjo!—exclamó don Víctor.

—Francamente, me engañó ese tuno... Bueno; alguna dejarán... Mañanairemos usted y yo, don Víctor.

Pero la noticia les había puesto tristes. Guardaron silencio obstinado.Dentro del salón se oían voces descompasadas, fuertes rumores. Algunavez sonaba el agudo repique de la campanilla presidencial, llamando alorden.

Don Mateo, pesaroso de no haber acertado aquella vez a animar laconversación, la estableció de nuevo, encarándose con Sanjurjo.

—Hombre, parece mentira que usted con su defecto en la pierna, puedadedicarse a la caza.

—¿Quién? ¿éste? Ahí donde usted le ve, corre como un galgo—exclamó donVíctor con cariñoso entusiasmo.—En cuanto se pone sobre la pista de laliebre, deja de ser cojo. Yo le digo que eso de la cojera lo hainventado él para llamar la atención. Tan cojo es, como usted y como yo.

—¡Si usted me lo hiciera bueno!—profirió Sanjurjo, sonriendo conresignación.

Aquel toque de broma, les puso alegres. Don Víctor contaba las proezasde su compañero en diversas ocasiones. Un día, para correr mejor, sehabía puesto en cuatro patas: era una exhalación.—¿Cómo?—preguntabadon Mateo asombrado,—¿en cuatro patas?—Lo que usted oye. Sanjurjo sereía a carcajadas, afirmando que había aprendido a correr así de niño,cuando su cojera era más pronunciada y no podía competir con loscompañeros. A su vez, ponderaba la poltronería de don Víctor, un tumbónque registraba hasta la más pequeña hierba por no ir adelante ycansarse. Don Víctor reía también, sosteniendo que no se levantabanliebres con las piernas, sino con los ojos. ¡Cuántas veces aquellaobstinación suya había dado al fin resultado!—¿Se acuerda usted deaquel día de San Pedro, hace tres años, cuando me dejó solo cerca deArceanes? ¿Quién levantó la liebre, usted que se fué con viento fresco,o yo que me quedé hurga que hurga por las matas?

La conversación se iba calentando con gran satisfacción de don Mateo queno podía ver a nadie triste a su lado. Cuando más embebidos se hallabanen ella, sin hacer caso bendito de los gritos y campanillazos quesonaban detrás de la puerta, ábrese ésta con estrépito y aparece lamajestuosa figura de don Rosendo Belinchón, en un estado de trastornodifícil de pintar, los cabellos revueltos, algunos de ellos pegados a lafrente por el sudor, las mejillas inflamadas, los ojos vidriosos, elnudo de la corbata en el cogote.

—¡Sanjurjo!... ¡Sanjurjo, venga usted!—dijo con voz alterada, sinsaludar, sin ver siquiera a don Mateo.

El notario se levantó tranquilamente y entró en el salón con él.

DonVíctor no hizo alusión ninguna a aquella repentina marcha.

Quedódepartiendo amigablemente sobre lo mismo que estaban hablando con donMateo, el cual, aunque un poco sorprendido, no se atrevía a preguntarnada. Al cabo de un rato, apareció Sanjurjo, que cerró la puerta trassí, y vino a sentarse con el mismo sosiego al lado de ellos, continuandosu interrumpida conversación. Pero no se pasaron muchos minutos sin quede nuevo se abriese la puerta con ruido, apareciendo esta vez la personarechoncha de don Pedro Miranda en estado igualmente de descomposición.

—¡Don Víctor, don Víctor, entre usted!

Tampoco saludó, ni vió siquiera a don Mateo. El notario se levantógravemente y le siguió.

—¿Qué diablo significa esto?—preguntó don Mateo a Sanjurjo, despuésque se hubo cerrado la puerta.

Este hizo un vago ademán de desprecio levantando los hombros.

—¡Qué tonterías!—gruñó don Mateo.—¡Belinchón y Miranda, que en suvida se metieron en estos asuntos del ayuntamiento ni quisieron seralcalde, tomarlo ahora con tanto apuro!

Las cosas habían cambiado mucho, en efecto. La lucha enconadísima queuno y otro bando sostenían en todos los terrenos donde podían, era másempeñada ahora en la corporación municipal que en ningún sitio. Latiranía de Maza irritaba de tal modo los ánimos de los amigos de donRosendo, que

apelaban

a

todos

los

medios

imaginables

paracontrarrestarla. A todo trance querían procesarle por abuso defacultades. Para ello Belinchón había tomado a su servicio al notarioSanjurjo, que constantemente le acompañaba a las sesiones, levantabaactas y más actas de las arbitrariedades del alcalde, que pasaban aljuzgado y allí se estancaban gracias a la mala voluntad del juez. Losdel Camarote oponían notario a notario, actas a actas, quejándose de lainsubordinación de la mayoría, de sus votaciones, en asuntos que no erande su competencia.

Cuando terminó la sesión, don Mateo fué introducido en el despacho delalcalde. Estaba tomando una limonada purgante.

Cada pocos díasnecesitaba uno de estos brebajes para desalojar la bilis que se leacumulaba en el estómago. Aquella lucha diaria desde hacía tres años lehabía echado a perder el estómago.

Estaba aún agitado, convulso. Surisita sardónica de las sesiones, la calma despreciativa con queafectaba escuchar los discursos de sus contrarios, era pura comedia.Allá por dentro, la cólera le carcomía las entrañas, se le mezclaba a lasangre. ¡Cuánto trabajo le costaba reprimir los ciegos ímpetus de iraque a cada paso le acometían!

Dos de sus amigos comentaban la sesión, mientras él, silencioso, lívido,con sus eternas ojeras más pronunciadas aún, revolvía el líquido con unacucharilla. Don Mateo, como una de las poquísimas personas quepermanecían neutrales en Sarrió, fué recibido con franqueza y agasajo.

—Siéntese usted, don Mateo. ¿Qué trae de bueno por aquí?

El anciano manifestó que venía a saber si era cierta la amenaza desuprimir la subvención de la banda en el caso de que fuese aquella tardea la romería de San Antonio. El rostro de Maza se nubló. Era muy cierto.Que no contasen con socorro alguno del ayuntamiento si aquella tardesacaban los instrumentos de la Academia... Don Mateo preguntó: ¿quémotivo?... Maza, después de rechinar los dientes como introducción,manifestó que no quería contribuir a solemnizar la entrada del personajeque iba a llegar por la tarde y se alojaba en casa de Belinchón.

—Sería capaz don Quijote de darse tono haciendo pensar a su huésped quela había llevado él para obsequiarle.

—Pero, Gabino, si todos los años ha ido. Nadie puede creer ni pensarsemejante cosa. Considera que es la romería más importante del pueblo.Sería muy triste que las chicas no bailasen y se divirtiesen por unapequeñez como ésa.

—Pues nada, por hoy se suprime el baile. Lo siento mucho. Si quieren irque vayan; pero ya saben a qué atenerse.

Fué imposible hacerle variar de resolución. Don Mateo rogó primero, seenfureció después, y con el derecho que le daban sus años y las noblesintenciones que siempre le animaban, y de las cuales nadie dudaba en lavilla, dijo cuatro frescas a Maza y a los dos concejales que allíestaban presentes. Ni el bilioso alcalde ni éstos se enojaron. Uno llegóa decirle:

—Acaso tenga usted razón, don Mateo; pero, ¿qué quiere usted? La luchaes lucha. Está interesado nuestro amor propio, y hay que aplastar a esoscanallas, o que ellos nos aplasten.

El anciano salió de las consistoriales más triste que enojado.

En lostres años últimos eran incalculables los desaires y desabrimientos deeste género que había padecido. A nadie encontraba ya propicio parasecundar sus proyectos de recreo. En vano redoblaba su actividad paratraer al teatro compañías de verso o zarzuela. Todas quebraban al pocotiempo. Porque predominando en las funciones el elemento del Saloncillo,ya se sabía que los del Camarote se retiraban, y viceversa. Y como paraque el teatro se sostuviese era preciso el concurso de todos, elresultado era que los cómicos se escapaban siempre muertos de hambre. Loprimero que le preguntaban a don Mateo en las casas cuando iba asuplicar que se abonasen, era:—¿Se han abonado

Fulano,

Mengano

yZutano?—Si

contestaba

afirmativamente, ya se sabía lo que ledecían:—Pues no cuente usted con nosotros.—Nuestro buen señor apelabaúltimamente al engaño para comprometerlos; mas los enconados vecinosolían en seguida el torrezno, y aplazaban su contestación para despuésque se enterasen de «qué gente había». Y si esto pasaba en el artedramático, ¿qué no sucedería con las notabilidades que en aquel lapso detiempo habían posado su vuelo en la villa? Un famoso violinista, otroque tocaba un instrumento de madera y paja admirablemente, cuatrohermanos campanólogos, un moro que mostraba dos vacas sabias, un doctoringlés que traía un microscopio, el célebre gigante chino, una focamarina que decía papá y mamá, etc. A todos había protegido donMateo. Pero su activa campaña de propaganda no les valió gran cosa.Todos los monstruos, tanto españoles como extranjeros, conocían de oídasa nuestro retirado coronel, y en cuanto ponían el pie en Sarrió, a sucasa iban a llamar. El los acompañaba a ver al alcalde, los presentabaen el Saloncillo, los recomendaba al propietario del almacén dondepensaban exhibirse, y casi siempre encabezaba la suscripción parapagarles el viaje. En otro tiempo no se marchaba uno de la villa que nofuese contento y gordo. ¡Pero ahora! Ahora no estaba la Magdalena paratafetanes, según le respondían algunos.

El lugarteniente de don Mateo en todos los festejos era Severino, el dela tienda de quincalla. No había en la provincia quien le aventajase enfabricar globos elegantes, vistosos y bien proporcionados para quesubieran sin dar tumbos. Tampoco en el arte difícil de levantar arcos deramaje con transparentes para la noche, ni en disparar cohetesvelozmente y a plomo. Pues bien; este ingeniosísimo varón, que tantohabía regocijado a la villa con sus peregrinas invenciones, hacía yamucho tiempo que permanecía inactivo. Cuando alguna vez le decía donMateo, que pasaba siempre en su tienda algunas horas:

—Severino, ¿vamos a preparar algo para la víspera de San Antonio?

—¡Para qué, don Mateo, para qué!—respondía el tendero con desaliento.

—Una iluminacioncita de doscientos faroles nada más, un globo y algunoscohetes.

—¿Quiere usted que nos cueste a nosotros el dinero como la fiesta deSanta Engracia?

—Acaso los indianos suelten esta vez algo—murmuraba don Mateo.

—Vaya, no sea inocente. ¡Parece mentira que no los conozca!

¡Soltar!¿Qué han de soltar esos guanajos si no...?

Unos y otros eran injustos con los indianos. Estos se mantenían enneutralidad absoluta, asombrados de que, hombres acaudalados comoBelinchón, Miranda y otros, se apurasen tanto por cosas que no atañían asus negocios particulares. Aquel puñado de personas sosegadas, en mediode la lucha feroz con que se agitaba la villa, semejaría el coro de lastragedias griegas, si no fuese porque éste sentíase conmovido por lasdesgracias o prosperidades de los héroes, se alegraba y se entristecía.Los indianos de Sarrió permanecían por entero indiferentes, adormecidospor aquella vida holgazana y metódica en que el recuerdo de sus trabajosy penalidades de América les llenaba algunas veces de horror, y hacíamás amable todavía su situación actual. ¡Qué les importaban a ellos lasvotaciones del ayuntamiento, las perrerías que El Faro y El JovenSarriense se lanzaban, ni los chismes que sin cesar traían conmovida ala villa! Mientras les dejasen dar vueltas por la mañana en la punta delPeón (y no había peligro de que nadie se lo estorbase), jugar al billaro al tresillo después de comer, y dar sus famosos paseos en pandilla ala tarde por los pintorescos contornos, lo demás no significaba nada.Tan sin cuidado les tenía, que sólo por rara casualidad, cuando estabanjuntos, hablaban de los episodios de la lucha. Lo único que conseguíaturbarles eran los telegramas noticiando el alza y baja de los fondospúblicos, donde tenían invertido su capital. Por lo demás, eranciudadanos modelo: no ofendían a nadie; comían lo que era suyo y habíantrabajado con sus manos. Que no daban dinero para las funciones yholgorios.

Esto no puede considerarse como un cargo grave. Ellos noveían la necesidad de tales fiestas. ¡Qué más se podía apetecer en elmundo que vivir en un clima benigno, comer, pasear, dormirtranquilamente las horas que a uno se le antojaran!

Además, habían hechoun beneficio al pueblo, conduciendo al altar a una porción de señoritasde veinticinco a treinta, que, sin este inesperado socorro, se hubieranido desecando tristemente.

Ahora eran casi todas esposas obesas ytranquilas, madres de familia felices, rigiendo una casa bienabastecida.

Aunque antipáticos a los dos bandos, los indianos eran los únicos que sesalvaban en aquel tiroteo incesante de los periódicos. Se contentabancon murmurar de ellos, llamarlos asnos cargados de plata; pero no seatrevían a aludirlos públicamente. No había razón para ello. Y eso queen Sarrió en el transcurso de tres años, se había alcanzado aquel gradode perfección con que don Rosendo soñaba; esto es, no existía la vidaprivada. Los actos de los vecinos, aun los de índole más íntima ysecreta, salían a luz en la prensa, se comentaban, se censuraban, seponían en ridículo. Nadie estaba seguro en el tabernáculo de su hogar.Si cruzaba con su mujer algunas palabras malsonantes, si castigaba conmás o menos severidad a sus hijos, si andaba apurado de dinero, si salíapor la noche a picos pardos, si se le atragantaban las ces en medio dedicción, diciendo reto y pato, en vez de recto y pacto, si comía conlos dedos o se sonaba con ruido. De todos estos interesantes pormenores,daban cuenta al público El Faro y El Joven Sarriense, unas vecesdirectamente, otras por medio de los famosos cuentos orientales yamencionados.

Desde el ayuntamiento, don Mateo se fué al local de la Academia, dondele aguardaba el señor Anselmo, y le ordenó prudentemente que no saliesecon la banda aquella tarde. A fuerza de transacciones y equilibrios,había conseguido hasta entonces sostenerla lo mismo que el Liceo. Enéste, por supuesto, ni había representaciones teatrales ya, ni sebailaba sino en días señalados, como el de las Candelas, los de Carnavaly el de Santa Engracia. Pero don Mateo, a fuerza de actividad ydiplomacia, había logrado que la mayoría de los socios siguiesen pagandolas dos pesetas mensuales de la suscripción. Todas las demásinstituciones de recreo en que la villa era tan rica, habíandesaparecido.

Lo que traía preocupados a tirios y troyanos a la sazón era la venidadel duque de Tornos. El vigilante y prudentísimo don Rosendo habíaaveriguado por medio de sus agentes de Madrid, que el duque de Tornos,conde de Buenavista, emparentado con la real familia, embajador quehabía sido en Francia, mayordomo mayor de palacio, etc., etc., unpersonaje de mucho bulto en la corte y en la política, estaba decidido apasar el verano en Sarrió para tomar los aires del mar, que le hacíanmucha falta, con más sosiego que en San Sebastián o Biarritz. SaberloBelinchón y escribirle una carta ofreciéndole su casa, fué todo uno. ElDuque rehusó, como era natural, dándole gracias muy expresivas. Pero elbuen don Rosendo que juzgaba un importantísimo triunfo la venida de talpersonaje a su morada, y contaba con ayuda de él exterminar a suscontrarios, tanto insistió, valiéndose de toda clase de recomendacionespara conseguirlo, que el Duque concluyó por aceptar el ofrecimiento. Losdel Camarote, que habían olfateado el asunto y les tenía con grancuidado, obligaron a don Pedro Miranda a ofrecer también su casa,prometiendo abonar entre todos, los gastos que aquello le ocasionase.Pero el Duque ya estaba comprometido. No pudieron conseguir supropósito, aunque pusieron en juego bastantes influencias, lo que lesllenó de ira y despecho, como acabamos de ver. Hay que advertir que elduque de Tornos pertenecía al partido moderado. Aunque en Sarrió ningunode los dos bandos estaba bien definido en política, porque lo que lespreocupaba era la lucha local, y se inclinaban siempre al partidovencedor, no cabía duda que en el Saloncillo predominaban los liberales,principiando por su eximio jefe. En el Camarote, los más eranretrógrados. La preferencia otorgada a los primeros era, pues,doblemente dolorosa.

Don Rosendo el año anterior había levantado un piso más a su casa. Loque le decidió a aquella obra fué el nacimiento de otra nieta. Si elmatrimonio seguía tan aprovechado, no cabrían pronto en la casa. Gonzalohablaba de tomar otra; le faltaba independencia. Para que no se fuese,la aumentó su suegro de aquel modo. El piso entero fué destinado a lanueva familia. A fin de que estuviesen más independientes, la escalerano pasaba por el cuarto de los padres; pero al mismo tiempo había unainterior de caracol que facilitaba el servicio de un piso a otro.Gonzalo podía entrar y salir de su casa sin necesidad de cruzar por lade sus suegros. Comían todos juntos, sin embargo.

Pues cuando se supo la aceptación del duque de Tornos, se le destinó elcuarto entero del matrimonio joven. Este bajó de nuevo a ocupar susantiguas habitaciones. Arreglóse aún mejor de lo que estaba, y eso queestaba bien, pues Venturita había exagerado el lujo de la decoración.Pronto y con poco esfuerzo quedó convertido en una mansión digna delpersonaje que iba a albergar. En el Saloncillo se esperaba con ansia eltelegrama del prohombre, anunciando su salida. El rostro de todos lostertulios expresaba gozo y triunfo, brillaba con la esperanza de quepronto podrían dar algunos golpes contundentes a sus adversarios.

Estosandaban mohinos y recelosos, disimulando, no obstante, lo mejor quepodían su despecho. Afectaban no conceder importancia a la venida delDuque. No faltó quien viniese a avisar en seguida a Belinchón de la zurdada del alcalde respecto de la música. Estaba empezando a comercuando recibió la noticia. Con admirable serenidad, que debían envidiarsus enemigos, concluyó el plato de sopa que tenía delante, se limpió loslabios, bebió un trago de vino, volvió a limpiarse los labios, ylevantándose acto continuo, salió sin decir palabra. Como todos losgrandes caudillos de que nos habla la historia, don Rosendo no perdíajamás el aplomo. En los momentos críticos, como el presente, era cuandoa él le asaltaban las grandes ideas, las resoluciones salvadoras. Se fuéal telégrafo y puso un parte al director de la orquesta de Lanciapidiéndole que viniese con ella a Sarrió y que señalase precio. Eldirector contestó que llegarían a la noche.—«Perfectamente;—sedijo,—si la música no va a recibirle, al menos no se quedará sinserenata. ¡Y que rabien esos miserables!»

La llegada del duque de Tornos coincidía, como hemos visto, con laromería de San Antonio. La tarde estuvo como la mañana serena y alegre,sin pizca de calor; porque la brisa del Nordeste en Sarrió, como entodos los puertos del Cantábrico, refresca deleitosamente los ardoresdel sol en los meses de estío. Las romerías pertenecían a todas lasclases sociales, pero muy particularmente a los artesanos. Gracias aesto no habían perdido nada de su primitiva alegría y animación. Desdepor la mañana, bien temprano, grupos numerosos de muchachas salían delos arrabales y cruzaban la villa para tomar la carretera de Lancia,vestidas todas con la clásica falda de merino, negra o de color, y elfloreado mantón de Manila atado a la cintura, zapatos descotados,pendientes de perlas, y la hermosa cabeza, sencillamente peinada, aldescubierto. Su charla bulliciosa, sus frescas carcajadas despertaban alos vecinos que aún yacían entre las sábanas, les hacían sonreirbeatamente trayéndoles al recuerdo otros días de San Antonio cuando lajuventud chispeaba también en sus ojos y en la copa de la vida aún nohabía caído ninguna gota de hiel. ¡Quién no recordaría en Sarrió algunode aquellos viajes a la ermita en una mañana límpida y suave, con laspiernas ligeras y el corazón mecido dulcemente en la esperanza de verpronto al dueño adorado y pasar el día cerca de él! El rumor de aquellasniñas era un soplo de alegría que desde la calle subía a las casas,entraba por los balcones invitando a soltar por algunas horas el fardopesado de los quehaceres, de la ambición, de la envidia, de todas lasruines pasiones que consumen la mísera existencia humana. Y seguirlas,seguirlas a gozar del ambiente puro de la mañana, del verdor de loscampos, de la rica leche incomparable que se vende en torno de laermita, del juego a las cuatro esquinas y la deleitosa gallina ciega, delas habaneras lánguidas, los dulces caramelos y crucetas de la Morana, ytal vez que otra, cuando no se tiene una figura despreciable y sedispone de largos bigotes retorcidos, de sus besos más dulces yregalados aún (habiendo hecho algo por merecerlos, se entiende).

Pablito salió de madrugada acompañado de su fiel Piscis, montados ensendos caballos pujantes y amaestrados, trabajando unas veces delcostado derecho, otras del izquierdo como era lógico. Para ir de estasuerte, no solamente había la razón de sus arraigadas inclinaciones,sino otra también muy atendible. El joven Belinchón hacía ya más de unaño que no iba a las romerías y evitaba todo lo posible caminar a pie.Salía poco de casa, sobre todo de noche, procurando atravesar por lascalles más céntricas, sin que por casualidad se le viese jamás solo.Tenía enemigos ocultos y encarnizados. Valentina, la blonda y saladísimacosturera, había jurado por todos los santos del Cielo clavarle un puñalen la espalda. La razón no necesitamos decirla. Después de haber tenidoun hijo con ella, la había abandonado y volaba otra vez, cual libre ypintada mariposa, posándose ahora en u