El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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una

sonrisa

de

afectada

complacencia

yadmiración. Las primeras que salieron de sus labios, después de algunasde cortesía, fueron para seguir admirándose de los contornos de lavilla.

—Yo no conocía del Norte más que las Provincias—decía con supronunciación lenta, arrastrada.—Encuentro este país muy superior aellas en lo que se refiere al paisaje. Ofrece mayor variedad, másriqueza de color. Hay sitios agrestes allá en el puerto que hemosatravesado, comparables a los más decantados paisajes de la Suiza. Y alllegar a la costa, se encuentra la misma suavidad de las líneas, lamisma dulzura en el ambiente, que en el Mediodía de Italia.

—¡Oh, señor Duque, usted nos favorece demasiado!—Pura amabilidad,señor Duque.—En el verano puede pasar este país;

¡pero en el invierno!

Don Rosendo, Alvaro Peña y don Rufo, inundados de felicidad y gratitud,se ruborizaban, rechazaban aquellos elogios, como si fuesen dirigidos aellos. El Duque siguió hablando como si no hubiese escuchado siquierasus exclamaciones.

—Es más abrupto que el de las Provincias, los tonos más pronunciados.He visto desde la carretera de Lancia hacia el Oriente, un término demontañas con las cimas nevadas aún, que es verdaderamente delicioso.Sólo le faltan al país algunos lagos, para ser digno de presentarse alos extranjeros.

—Tenemos un lago en el occidente de la provincia—dijo Peña.

—¿Un lago?—preguntó el Duque, levantando los párpados para fijarse ensu interruptor.

—Sí, señoj: se llama el lago Nojdón.

El Duque dejó caer sobre el ayudante por algunos segundos su miradavidriosa. Peña concluyó por turbarse. Después siguió, paseándola conesfuerzo por los circunstantes:

—En mi galería de Bourges, tengo un paisaje de Backhuysen con un fondomuy semejante al de esas montañas. Solamente que en primer término,aparece un lago cercado de maleza. A la derecha, hay unos cisnessumergiéndose en el agua; a la izquierda, una barca con dos jóvenescampesinos. Lo he comprado por la delicadeza del colorido tan sólo...

—Al señor Duque le gustan por lo visto los buenos cuadros—

dijo donRufo plegando la boca hasta las orejas para sonreir.

—¿Y a quién no le gustan?—respondió el magnate clavando en él sus ojosmuertos de besugo.

—¡Oh, sí, señor!... es verdad... tiene usted mucha razón. A todo elmundo le gustan... Pero es un vicio muy caro... Sólo los grandespotentados como el señor Duque pueden permitirse...

Don Rufo se confundía, creyendo haber dicho una necedad.

—¿El señor Duque posee muchos cuadros de los mejores pintores, segúntengo entendido?—dijo a la sazón don Rosendo para salvar a sucompañero.

—Tengo algunos—respondió el prócer echando agua al mismo tiempo en elvaso de Venturita.

Esta se estremeció de gratitud. La sangre se le agolpó al rostro.

—La suya es una de las primeras galerías de Europa—decía, en tanto,por lo bajo Cosío a Peña.

—Me gusta la pintura porque es el arte nacional—siguió diciendo elmagnate.—Es el único en que hemos verdaderamente descollado, el únicoen el cual aún hoy florecemos... Porque yo, aunque he pasado la mayorparte de mi vida en el extranjero, amo mucho a mi patria—añadió con unamago de sonrisa en tono protector.

La patria, si pudiera escuchar aquellas benévolas palabras, seestremecería infaliblemente de gozo, como Venturita.

—La amo, confesando, no obstante, su degradación. La Naturaleza nos hadotado con mano próvida de los más ricos dones. Un país fértil (no tantocomo vulgarmente se cree, pero, en fin, fértil), admirablemente situadoa un extremo de la Europa, tendiendo la mano a América al través de losmares. Un cielo,

¡oh, el cielo! no hay otro como él. El aire tiene aquí,sobre todo en

el

Mediodía,

una

transparencia...

¡Oh,

una

transparenciainfinita! La desesperación de los pintores. En cambio esta transparenciada mayor pureza a la línea. En ninguna parte se destacan los objetoscomo aquí. En Castilla las torres se perciben a muchas leguas dedistancia, con la misma dureza en los contornos que si estuviéramos aalgunos pasos. Esto depende, claro está, de la altura a que se encuentrasobre el nivel del mar...

—Los países muy elevados sobre el nivel del mar, se ha demostrado queson los menos inteligentes—apuntó don Rufo, respirando por su maníafisiológica.

El Duque volvió la cabeza para mirarle y siguió como si no hubiese oído:

—Luego el admirable brillo del sol que hace más crudo el contrasteentre la luz y la sombra y añade la oposición de las masas a la decisiónde las líneas. Sólo aquí, en el Norte, el vapor acuoso que flota en laatmósfera, reblandece y borra un poco los contornos, los esfuma; pero encambio la riqueza de los tonos es mayor. En el Mediodía los tonos de latierra se extinguen por el esplendor preponderante del cielo, por lailuminación universal del aire: ¡pero aquí! ¡qué inmensa variedad de nuances! ¡Oh, hermosa, infinita!... ¡Luego, qué fuerza, qué movilidad!En el Mediodía un tono permanece fijo. La luz inmutable del cielo lemantiene durante muchas horas, y lo mismo un día que otro.

Mas en estospaíses en que la luz cambia a cada instante, varía también el color; elmodelado es perfecto, las gradaciones del color fondue, transforman enespeso relieve su tono general...

El Duque, que había comenzado a enumerar las ventajas de que losespañoles estábamos dotados, no acababa de salir del contorno, de laluz, del color, se perdía en disquisiciones pictóricas que loscomensales escuchaban con los ojos muy abiertos, sin comprender,moviendo con pereza las mandíbulas.

Pero sin dejar de hablar atendía aVenturita. Prevenía sus deseos, echándole agua en el vaso, alargándolelos entremeses, el pan, todo lo que pudiera serle agradable, haciendoseña al criado para que le sirviese vino cuando advertía que sus copasestaban vacías, con esa oportunidad desembarazada, elegante, del hombreeducado en la cumbre de la sociedad. Venturita acogía aquellasgalanterías confusa, sonriente, con vivos temblores de gratitud, sincomprender que en aquel momento no representaba para el magnate más que«la dama que estaba a su derecha».

Gonzalo, mal prevenido contra el egregio huésped, se había llegado acansar de aquel monólogo de pintura, y cambiaba frases por lo bajo consu cuñada, embromándola, como de costumbre, con lo poco que comía:

—Vamos, Huesitos, otra chuleta, no te dé vergüenza porque este señoresté delante. Ya le hemos dicho que no se sorprendiera de verte comertanto. Los temperamentos como el tuyo necesitan reponer la grasa.

Cecilia contestaba sonriendo, con medias palabras, dirigiendo vivasojeadas de respeto al Duque. Este, que había advertido su plática, pordos veces levantó los párpados para mirarles de aquel modo frío,distraído, que por no expresar nada, ni desdén siquiera, era el colmodel orgullo. La segunda vez, sobre todo, en que Cecilia y Gonzalo serieron con gana llevándose la servilleta a la boca para apagar el ruido,la mirada del prócer fué más larga, más fría y distraída aún. Venturita,indignada, los apuñalaba con los ojos. Pero Gonzalo, o por vengarse desus burlas anteriores, o porque en realidad no sintiese ante elpersonaje el embarazo y respetó que los demás, no amainó en la manía deplaticar con su cuñada y hacerla reir.

La fraternidad cariñosa de los dos cuñados, no decrecía.

Gonzalo y sushijas pertenecían a Cecilia. En todos los momentos de su vida, lainfluencia de ésta se dejaba sentir suave y bienhechora. De las dosniñas, la primera, Cecilita, tenía ya dos años y medio; la otra,Paulina, contaba ocho meses. Lo mismo una que otra, vivían al calormaternal de su tía. Ella las lavaba, ella las vestía, las daba de comer,las sacaba a paseo, enseñaba a orar a la primera. La madre, sin dejar dequererlas, se cansaba pronto, sus lloros la impacientaban, y cuandotrataba de hacerlas callar no sabía; concluía por aturdirse y sofocarse.De aquí que en sus necesidades, en sus anhelos infantiles no clamasenmás que por titta. Alguna vez, Ventura, herida por esta preferencia,celosa, las forzaba a aceptar sus oficios, las retenía a su pesar allado de ella. Esto sólo daba por resultado mayor despego en lascriaturas mezclado de miedo. En cuanto a Gonzalo, tenía en Cecilia unahermana y una madre atenta siempre a evitarle disgustos, a separarle losabrojos del camino.

En ella descansaba, a ella acudía como un niñogrande y mimoso, impacientándose cuando no cumplía al instante susdeseos, molestándola más de la cuenta. Pero el lazo que le unía a suesposa, continuaba firme, inalterable. El vivo sentimiento de adoracióny de deseo que le había hecho cometer la primera vileza de su vida, nose apagaba. Por mucho que se alejase, por excéntrica que fuese la órbitade su vida, Ventura le retenía con los rayos de su belleza, seguíafascinando como antes sus sentidos. Lo adivinaba muy bien Cecilia. Poreso cuando el joven, herido de algún desdén, de alguna palabra malévolade su mujer, se desataba en denuestos contra ella, sonreía con tristeza,procuraba calmarle, segura de que su cuñado no tardaría en humillarse,en ir contrito y avergonzado a besarle los pies.

Cuando el prócer terminó al fin su monólogo, hubo unos instantes desilencio. Después, como si recordase una omisión cometida, principió aenterarse con benévola y afectada atención, de los asuntos de suscomensales.

El señor don Rufo Pedrosa era médico, ¿verdad? El ejercicio de lamedicina es penoso, sobre todo en provincias, donde no obtiene por reglageneral la merecida recompensa.—El señor Peña, marino, ¿no es eso? Oh,el cuerpo de la armada, siempre ha sido brillante. Lástima que nocorresponda nuestro material de guerra al valor y a la pericia de losoficiales. ¿Corren mucho las escalas? ¿Da mucho que hacer la direcciónde un puerto?

Pensaba presentar en el Senado una moción, pidiendo laconstrucción de dos acorazados.—¿Y Pablito, se divertía mucho enSarrió? ¿Qué recursos ofrecía aquella villa a los jóvenes? ¿Había estadoen Madrid? Era aficionado a los caballos. ¡Ah! la equitación, un granejercicio. El Duque comprendía muy bien aquella afición. ¿Los caballosque tenía, eran del país o extranjeros?...

Hacía todas aquellas preguntas de un modo distraído, con sonrisa demaniquí, apresuradamente, como si estuviese recitando una lección. Era,en efecto, la página más penosa del libro de la buena educación, aquellaen que se advierte que es preciso hacerse agradable a las personas conquienes se habla, interesándose por sus negocios. A Gonzalo y Cecilialos miró un instante fríamente; pero no les hizo pregunta alguna.Cumplida tan ímproba tarea, el magnate volvió a caer en el eternomonólogo. Esta vez no fué sobre pintura, sino sobre arqueología. EnLancia había visto una capilla bizantina que le llamó mucho la atenciónpor su pureza. No había en ella aún síntoma alguno de transformación. Lacatedral mediana. Sólo la torre era notable por su esbeltez. La agujadebía de ser, no obstante, primitivamente más alta, más elancé. Sinduda al restaurarla después de la destrucción causada por un rayo, sehabían acortado sus dimensiones. Tenía entendido que Sarrió poseía unaiglesia muy bella, estilo plateresco...

Mientras el Duque arrastraba más que movía su lengua en disertacióndoctísima, infinita (como él diría), don Rosendo manifestaba en susademanes y en sus ojos una inquietud extraña que procuraba con cuidadorefrenar, aunque sin resultado. Por tres veces había dado recados en vozbaja al criado, y otras tantas había recibido de éste respuestas,también en voz baja.

Llegó el momento del café. El Duque, terminado el monólogo arqueológico,había trabado conversación con Venturita, con ese admirable instinto queposeen los orgullosos para comprender a quién fascinan y a quién no. Ysu plática se fué animando poco a poco. Alguna vez se dignaba sonreir elegregio huésped y hacía a su bella interlocutora el honor de levantarlos caídos párpados para fijar en ella una mirada de curiosidad ysimpatía. La joven, exaltada por aquella honra, con las mejillasencendidas y los ojos brillantes, departía con fácil ingenio y palabra,mostrando tanta gracia

y

finura,

que

el

Duque

quedó

de

ella

altamentecomplacido. Al parecer, hablaban de pintura. Cecilia y Gonzalo, quecharlaban aparte, la oyeron decir:

—¡Oh, Rubens! ¡Qué modo de pintar la carne! Rubens es el Cervantes dela pintura.

Gonzalo volvió la cabeza como si le hubieran pinchado. Y una vivasorpresa se pintó en su rostro.

—Chica, ¿dónde ha aprendido mi mujer estas cosas?—dijo en seguida a sucuñada.

Esta se encogió de hombros. Pero Venturita había observado el movimientode Gonzalo, su sorpresa y las palabras que dirigió a Cecilia. Se pusocolorada, y bajó la voz. Luego, observando la mirada burlona de sumarido, le clavó otra, relampagueante y colérica.

Mientras tanto, doña Paula explicaba a don Rufo la marcha de sudolencia. Cosío describía con orgullo a Peña y Pablito las grandezas ycomodidades del castillo de Bourges, donde el Duque tenía su famosagalería de pinturas.

Sólo don Rosendo permanecía silencioso, cada vez más inquieto, haciendocon los dedos nerviosos bolitas de pan. De pronto, su noble faz seextendió con una sonrisa bienaventurada.

Todos levantaron al mismotiempo la cabeza al escuchar en la calle un trompeteo horrísono. Era laorquesta de Lancia que al fin había llegado.

XVI

de lo mucho y bueno que hizo el duque de tornos en sarrió El Faro dedicó casi todo su número del jueves a cantar ditirambos alduque de Tornos. Publicó su biografía en la primera plana, describió enla segunda su entrada triunfal en la romería y el modo gallardo con quefué acompañado por las jóvenes más hermosas de la villa en medio decantos y vítores.

Insertó cerca de esta descripción unos versos con elmismo asunto de uno de los chicos de don Rufo. Por último, en la planatercera, aún podían leerse dos o tres gacetillas referentes al egregiohuésped. El Joven Sarriense se limitó a dar la noticia de su llegadaen un gacetilla cortés y fría, titulada Bien venido. Pero a renglónseguido, y cogiendo la ocasión por los pelos, la emprendió como siemprea tajos y mandobles con sus enemigos.

Figuraba el gacetillero que donRosendo llevaba al Duque al Saloncillo y le iba presentando uno por unolos hombres más notables que allí se reunían. Con tal motivo se hacíainnoble chacota de don Rudesindo, don Feliciano Gómez, Alvaro Peña, donRufo, Navarro y otras respetabilísimas personas. Indignó la gacetilla enalto grado a todos los amigos de Belinchón, e hizo crecer en suscorazones el fuego de la venganza. Por lo bien escrita ymalintencionada, achacábase comúnmente a Sinforoso Suárez.

¿Cómo? ¿Sinforoso no era el redactor principal de El Faro, el amigofiel y edecán de don Rosendo? Ya no. Cerca de un año hacía que seapartara de sus antiguos amigos para ir a formar en las filas de loscontrarios. Estos, sospechando la flaqueza de su carácter y las pasionesque germinaban en el fondo de su alma, le habían

hecho

la

rosca,

comovulgarmente

se

dice.

Persuadiéronle, por medio de su padre y otraspersonas, de que unido a los del Saloncillo no haría jamás carrera; queatacando las ideas religiosas de la población no sería recibido en lascasas respetables ni bienquisto de las damas. Al mismo tiempo procuraronengolosinarle con la perspectiva de un matrimonio para él muy brillante.La hija de un cuñado de Maza, era la joven que se le prometía vagamente.Al fin, con sorpresa y estupefacción de la villa, traicionó a sus amigosy protectores.

De la noche a la mañana dejó la redacción del Faro ypasó a escribir en El Joven Sarriense. No fué impunemente,sinembargo. La primera vez que tropezó con él Alvaro Peña en la RúaNueva, a las doce del día, le llenó de denuestos, y lo que es peor, lellenó la cara de dedos. La corrección fué tan vergonzosa, tanhumillante, que Sinforoso, que no pecaba de bravo y altanero, concibiócontra su verdugo odio feroz y un deseo punzante de venganza. Armándosede un palo de hierro que le facilitó su nuevo amigo Delaunay, esperó alayudante en la esquina de la calle de San Florencio, y por detrás learrimó un garrotazo en la cabeza que le hizo caer al suelo sin sentido.Transportaron a Peña a su casa y estuvo más de ocho días en la cama.Fueron inútiles los esfuerzos de sus amigos para obligarle a que dieseparte a la justicia. A todo trance, como hombre irascible y arrebatado,quería tomársela por la mano, lo cual tenía sumamente medroso al agresory bastante preocupada a la población. Contábase que el ayudante, mirandodesde la cama por el balcón de su cuarto las tapias del cementerio,había dicho con acento de profunda convicción:—«El pobre Sinforoso notajdará muchos días en dojmij allí para siempre.» Tales palabrasprodujeron gran sensación en la villa, porque se le suponía con arrestospara llevar a cabo el propósito. El efecto que hicieron en Sinforoso, noes para descrito.

En cuanto el ayudante salió a la calle, restablecido ya de su herida, elhijo de Perinolo se eclipsó. Nadie volvió a verle en un mes. Se decíaque sólo salía de noche y con grandes precauciones. Pero, como tododecae y pasa en este mundo, su miedo mismo fué al cabo debilitándose,pensando tal vez que los sanguinarios pensamientos de Peña se habíanborrado igualmente con el tiempo. Poco a poco se fué familiarizando conel peligro.

Se aventuró a salir de día, huyendo, no obstante, deaquellos sitios

en

que

pudiese

tropezar

con

su

cruel

enemigo,informándose de todos si le habían visto pasar y hacia qué paraje sehabía dirigido. Con esto, la villa estaba anhelante, y preveía que lahora menos pensada iba a suceder una catástrofe.

Cierta tarde, con la seguridad que le dieron de que Peña había ido depaseo hacia la Escombrera con don Rosendo, nuestro Sinforoso se arriesgóa entrar a beber una botella de cerveza en el café de la Marina. Sentóseen una de las primeras mesas y al instante observó que los rostros delos parroquianos, muchos de ellos conocidos y amigos, se volvían haciaél sonrientes unos, otros con expresión de susto. No se pasaron muchossegundos sin que llegase a sus oídos la voz campanuda del ayudante, quediscutía con sus amigos allá en el fondo del café, en lo más obscuro.Oirla nuestro periodista y dejarse caer al suelo en cuatro patas, fuétodo uno. De esta suerte fué caminando sigilosamente hasta que alcanzóde nuevo la puerta, y se salió a toda velocidad.

Cuando supuso queestaba ya muy lejos, uno de los parroquianos gritó:

—Alvaro, ¿sabes quién acaba de estar aquí?

—¿Quién?

—Sinforoso: ahora mismo se ha ido.

—¡Ah, mala centella que lo mate!—exclamó brincando más que corriendoal través de las mesas, saliendo disparado como un cohete.

Pero, ¿dónde estaba ya Sinforoso? Después de correr buen trecho por lacalle sin saber a dónde iba, el ayudante se vió precisado a dar lavuelta y entrar de nuevo en el café con el despecho y la ira pintados enel rostro. Tanto tiempo se pasó, no obstante, sin lograr tropezar conél, que al cabo concluyó por perdonarle. Satisfizo su agravio conarrearle un par de puntapiés en el trasero, cuando después de tresmeses, le halló paseando en la punta del Peón. El hijo del Perinolo diógracias al Cielo de haber librado tan bien.

El enojo que la indigna gacetilla les produjo, se fué templando con laesperanza de aplastar muy pronto a los reptiles que la habían inspirado,o por lo menos darles algunos golpes formidables con el ariete delDuque. Los amigos de Belinchón andaban, los días que siguieron a lallegada de aquél, satisfechos y rozagantes, mirando a sus enemigos conojos provocativos.—

«Temblad,

petates,

temblad»—parecían

decirles

conla

mirada.—El mismo don Rosendo, tan magnánimo, tan filósofo, tanhumanitario, participaba de aquel rencor implacable, deseabaardientemente el exterminio de sus contrarios. Poco a poco, a impulso dela lucha mortal en que estaba comprometido, aquellos sentimientosrománticos de progreso, aquel amor a los adelantos morales y materialesde su villa natal, que hemos tenido el placer de admirar en los primeroscapítulos de esta historia, habían cedido el sitio a un triste deseo dedestrucción.

Sin embargo, esto era puramente accidental. Allá en elfondo, su alma quedaba tan pura, tan progresista como había salido delas manos del Hacedor.

El partido del Saloncillo formó en torno del Duque una murallaimpenetrable; «le secuestró», según la expresión del Joven Sarriense.No salía jamás a la calle sin ir acompañado de cuatro o seis de susmiembros más notables. Para mostrarle lo que guardaba la población dignode verse, le llevaban materialmente escoltado. Después vinieron lasjiras a los caseríos y parroquias de las cercanías, a las casas decampo de los amigos de Belinchón, los banquetes opíparos, lasexcursiones de pesca y las cacerías. Realmente la vida era grata enSarrió por el verano.

El Duque, que había mandado delante un regularequipaje, tenía los enseres necesarios para pintar, y aprovechaba losratos en que se le dejaba libre para bosquejar horrendos paisajes dignosdel fuego eterno. Sus relaciones con la familia de Belinchón eran deestricta finura, una cortesía infatigable que mantenía admirablementelas distancias. En sus palabras, en su gesto, se traslucía siempre unsentimiento afectuoso de protección que suavizaba un poco aquellaexpresión de cansancio y hastío en que constantemente caía su rostrocuando le dejaban en libertad.

Tan sólo con Venturita parecían animarse un poco aquellos ojos muertos.Cuando se hallaba al lado de ella, el Duque redoblaba su finura hastadar en viva y desenvuelta galantería.

Cuando hablaba al corro de lafamilia, su mirada iba dirigida a ella, como si entre los demás nohubiera ninguno capaz de comprenderle. Las creaciones de su pincel nadielas veía primero que la esposa de Gonzalo, y si de alguien estimaba laadmiración, era de ella. Le había dado a leer algunas novelas francesasque traía, y sobre su argumento y el mérito de los autores departíanlargamente en la mesa escuchados por los otros que apenas sabían de quése trataba. Y al cabo de algunos días le propuso hacer su retrato. Susaficiones le dirigían al paisaje; no había pintado más retratos que elde la duquesa de Montmorency y el de una de las infantitas de España;pero ahora sentía un vivo deseo, un capricho más bien, de retratar aVenturita tal cual la había visto por primera vez, con aquel traje azulmarino descotado. La joven sintióse profundamente lisonjeada. La primerauna duquesa, la segunda una infanta, ¡la tercera ella!

Luego aquelsingular deseo de retratarla en el traje de la primera noche, ¿no hacíapresumir con fundamento que era viva la impresión que había producido enel Duque? Comenzaron las sesiones en uno de los gabinetes del pisoprincipal. Don Jaime (que así se llamaba el magnate) había pensadoretratarla reclinada en un diván rojo con algunas plantas y flores a loslados. Los tres primeros días asistieron a la sesión doña Paula, Gonzaloy Cecilia. Pero se cansaron pronto. En los siguientes los dejaron solos,viniendo la madre de vez en cuando a echar una ojeada al retrato y adecir dos palabritas de cortesía.

En aquellos quince días que la pinturadel retrato duró, la intimidad

entre

el

Duque

y

la

hermosa

joven

crecióextremadamente. El magnate había condescendido hasta contarle muchaparte de su historia privada. La pública era bien conocida de todos.

Don Jaime de la Nava y Sandoval se había casado muy joven con unaegregia dama ligada por vínculos estrechos de parentesco con lasoberana. No había sido feliz en su matrimonio. El amor frenético de ladama (que la había hecho saltar la barrera social que la separaba de suesposo), entibióse presto. Surgieron desavenencias. Hubo algúnescándalo, y concluyeron por separarse. Don Jaime, aunque disfrutaba delas preeminencias y honores que correspondían a su elevada posición, nohacía, sin embargo, un papel muy airoso. Sobre su frente pesaba unestigma fatal, que le había hecho padecer mucho hasta que se fuéacostumbrando. De esta herida, que dado el temperamento de su esposa, notenía tiempo a cicatrizarse, vengábase lindamente despellejando a laaristocracia de Madrid, arrojando puñados de lodo que llegaban, asalpicar a las más altas personas. Pasaba el duque de Tornos por una delas lenguas más aguzadas y temibles de la capital.

Venturita tuvo ocasión pronto de conocer su temple y su filo.

En cuantoel magnate adquirió con ella alguna confianza y penetró por su largaexperiencia, más que por su ingenio, el carácter que tenía, principió adejarse resbalar un tanto en las conversaciones, como si el desenfadopara tratar los asuntos escabrosos fuese una prueba de «buen tono».Habló con gran naturalidad y como cosa corriente, de las relacionesilícitas que sostenía la mayoría de las damas aristocráticas de Madrid.«La duquesa de Tal, ahora está enredada con el hijo del banquero Fulano.La marquesa de Cual, se fugó a Bruselas con el secretario de la embajadade Rusia. A esta señora le gustaban los toreros; a aquélla la habíansorprendido con el lacayo. La condesa de Tal se gloriaba de tener tresamantes a un tiempo. La baronesa Fulana iba con el suyo en carruaje,mientras el marido guiaba afanoso los caballos.» No quedaba dama en lacorte a quien no le arrancara una tirita de pellejo. No perdonabasiquiera a

su

esposa.

Una

vez

concluyó

por

decir

sonriendocínicamente:—«Y por último, si se quiere saber lo que es laaristocracia de Madrid, ahí está la duquesa de Tornos, que es un buenresumen de todos sus vicios.»

Ventura quedó aterrada. Sabía vagamente los motivos de rencor que elDuque tenía contra su esposa; pero no creía posible que un maridopudiese hablar de aquel modo de su mujer en ninguna circunstancia. Noobstante, se hallaba tan fascinada por la grandeza del personaje, quepronto vino a figurarse que aquellas formas, aquel cinismo, eran laexpresión de la moda y el

«buen tono». Luego vinieron las anécdotaspicantes. El Duque contaba con su voz cascada y aquella sonrisa dehastío y superioridad que no se le caía de los labios casi nunca,multitud de aventuras galantes, devaneos y obscenidades que hacía pasar,diciendo previamente:—«Usted ya está casada y se le pueden contarciertas cosas.» En pocos días desplegó como en un gran telón ante losojos pasmados de la joven, el mundo cortesano que tanto ansiaba ellaconocer, la vida íntima, secreta, de aquellos jóvenes pálidos, debigotes retorcidos, que veía pasar en la Castellana guiando lujosostrenes, de aquellas lindas y orgullosas damas, que ostentaban en sucarruaje timbre ducal y apenas se dignaban dejar caer sobre ella