El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Pues es lo que yo quiero precisamente! ¡esa escena!

—No seas niño, Gonzalo—repuso la señora.—El arreglo de este asunto mecorresponde a mí, ya que Rosendo, fuera de su política, ni ve, nientiende, ni oye. Un escándalo ahora, te pondría en ridículo...

—¡Pues aunque así sea!—exclamó el joven con rabia.—

Quiero tener elgusto de arrojarle de casa.

—Me obligas a decirte, Gonzalo—replicó doña Paula con impaciencia yautoridad,—que no tienes ningún derecho a hacerlo. Ni tú le hasinvitado, ni eres el dueño de la casa...

El joven se puso colorado. Observando su confusión, la señora añadió conacento cariñoso:

—Tú eres un hijo nuestro, y los hijos no deben intervenir en estosasuntos, que corresponden a los padres. Nosotros tenemos el deber develar por vuestra felicidad, sacrificarnos por ella. Yo haré que elDuque salga de esta casa, sin escándalo, sin que se entere nadie delmotivo, sin exponerte a cometer una bajeza, de la cual tearrepentirías... No creas que lo hago por él, a quien detesto... Desdeque llegó me ha sido profundamente repulsivo ese hombre. ¡Ahora que veolo que ha traído a nuestra casa, figúrate cómo le querré! Lo hagoúnicamente por ti, a quien quiero, no diré más que a mi hija, porque loshijos... ¡Oh, los hijos!... Tú ya sabes lo que son... pero tanto, por lomenos... y a quien estimo mucho más...

Gonzalo, enternecido, se dejó caer en una silla. Comenzó a sollozar comoun niño, con el rostro entre las manos. La buena señora le puso la suya,pálida y descarnada, sobre la cabeza, diciendo con lágrimas también enlos ojos:

—¡Pobre hijo mío! Aguárdame un instante. Voy a decir a ese señor lo quehace al caso.

Subió la señora de Belinchón la escalera de caracol que conducía al pisosegundo. Arriba tropezó con el ayuda de cámara de su huésped.

—¿Qué hace el señor Duque?—le preguntó.

—Está pintando—respondió el criado mirando con sorpresa y curiosidadlos ojos llorosos de doña Paula.

—Dile que deseo hablar con él.

Mientras el doméstico fué a avisar a su señor, doña Paula creyó que lasfuerzas iban a faltarle. Comenzó a sentir los síntomas primeros de unade aquellas sofocaciones que de vez en cuando le daban. Pero la firmevoluntad de devolver la calma a sus hijos venció a la enfermedad en talinstante. Encomendóse devotamente a la Virgen de las Mercedes, y penetrócon resolución en el gabinete-estudio de don Jaime.

El cual, vestido medio a lo oriental con un traje estrambótico que usabapor las mañanas dentro de casa, salió a recibirla teniendo aún en lasmanos el pincel y la paleta.

—Señora—dijo inclinándose respetuosamente, quitando el gorro turco quele cubría la calva,—mucho siento que usted se haya molestado en subir.Bastaba un aviso para que yo me hubiera apresurado a ir a ponerme a susórdenes.

Doña Paula respondió con un gesto de gracias, llevándose la mano alcorazón que le saltaba dentro del pecho como un potro desbocado.

El Duque la examinó con sorpresa.

—Siéntese usted, señora—la dijo, depositando la paleta y el pincelsobre una silla.

Sentóse, en efecto, en una butaca. Don Jaime permaneció en pie.

—Hay que cerrar la puerta—dijo ella tratando de levantarse nuevamente.Pero el caballero se apresuró a hacerlo. Después vino a colocarse frentea la dama, cuadrando los pies en actitud exageradamente respetuosa,esperando a que ella hablase.

Tardó aún algunos momentos. Al fin, elevando hacia él sus ojosdoloridos, dijo:

—Señor Duque, usted nos ha honrado mucho viniendo a esta casa. Nunca leagradeceremos bastante esta prueba de estimación que nos ha concedido...

El Duque se inclinó, levantando al mismo tiempo los pesados párpadospara dirigir a su interlocutora una mirada, donde se traslucía lainquietud y la curiosidad.

—¿Por qué no se sienta usted?—preguntóle doña Paula interrumpiendo sudiscurso.

—Estoy bien, señora; siga usted.

Con aquella interrupción se turbó. No supo proseguir en algunossegundos. Al cabo murmuró:

—¡Es una desgracia!... No sabe usted, señor Duque, lo que está pasandopor mí en este momento. ¡Quisiera morirme!

Y las lágrimas acudieron a sus ojos. Sacó el pañuelo, y ocultó el rostrocon él.

El Duque, cada vez más inquieto, le dijo:

—Serénese usted, señora. Soy un verdadero amigo de usted y deBelinchón. Cualquiera que sea el disgusto que usted tenga, yo locomparto como si fuese mío también, y estoy dispuesto a hacer todo loque esté de mi parte para calmarlo.

—Muchas gracias... muchas gracias—murmuró la señora sin separar elpañuelo de los ojos. Al cabo de un rato de silencio, dijo con voztemblorosa:

—Puede usted hacerme un favor muy grande... Un favor que le agradeceríamientras tuviese un soplo de vida... Pero no me atrevo a pedírselo...

—Le repito que estoy a sus órdenes, y que todo lo que pueda hacer en suobsequio debe usted darlo por hecho...

—¡Oh, no; es una atrocidad!... Señor Duque, usted está muy lejos desospechar que su venida a esta casa ha producido graves disgustos. Sucarácter bondadoso y llano, la simpatía que el genio alegre y abierto demi hija Ventura ha conseguido inspirarle, ha dado lugar a habladurías enel pueblo...

—¡Oh!—interrumpió el Duque sonriendo, para ocultar cierta emoción devergüenza.

—Sí; habladurías muy ofensivas para todos nosotros, pero principalmentepara mi hijo político, a quien queremos en casa como si fuese hijoverdadero... No le recrimino a usted ni a ella.

Creo que en usted no hahabido más que exceso de amabilidad, que en un pueblo remoto como éste,donde todo choca y se comenta, acaso no ha debido usted tener... En ellaha habido la imprudencia y la ligereza que siempre han sido susdefectos. Es una chiquilla que tiene la voluntad virgen, como sueledecirse...

Si este pueblo no estuviese dividido, no hubiera esa malditaguerra que a todos nos mata, acaso nadie se hubiera fijado... Pordesgracia, nuestros enemigos buscan el más pequeño pretexto paramortificarnos y sacamos a la vergüenza... Se ha publicado ya unagacetilla que hiere de un modo escandaloso a mi yerno... y esto no lopuedo consentir.

Doña Paula había ido perdiendo su cortedad a medida que hablaba. Lasúltimas palabras las pronunció con energía. A la faz terrosa del Duquehabía acudido un poco de color. Por la cabeza debieron pasarle ideasgraves y tristes; pero en realidad no le pasó más que la siguiente:«Esta mujer me está dando una lección».

—Siento mucho, señora—dijo con expresión soberbia,—haber ocasionado austedes un disgusto... Pero estoy tan acostumbrado a que el público sefije en mis actos y los comente a su gusto, que esas habladurías y esasgacetillas de que usted acaba de hablarme, no me causan la más mínimamolestia. Los pequeños se vengan de la superioridad de los grandes,murmurando de ellos. Es ley eterna que no se debe contrariar.

—Todo eso está muy bien, señor Duque. A un personaje tan alto comousted, no pueden llegar las murmuraciones del pueblo... Pero a nosotroses muy distinto. No estamos colocados en esa altura y las malas lenguas,crea usted que nos hacen muchísimo daño...—respondió doña Paula coninocencia que resultaba profundamente irónica.

El Duque algo impaciente, jugando nerviosamente con el gorro que teníaen la mano, replicó:

—Repito que lo siento mucho, señora. Si hubiera sabido que misinocentes atenciones con su hija pudieran interpretarse tanmalignamente, me hubiera guardado bien de prodigárselas...

En adelanteprocuraré ser más cauto... Pero, ¡Dios mío!—añadió riendo.—¿Cómo esposible figurarse que un hombre de mis años pueda mirar a una niña comoVentura, sino con ojos paternales?

Allá en el fondo, sentíase halagado de aquella suposición.

—¡Oh! señor Duque, los hombres de la posición de usted, no son nuncaviejos. El brillo atrae mucho a las mujeres... Por eso no basta queusted se reprima en adelante y sea prudente. Es necesario quitar almundo todo pretexto para murmurarnos...

El Duque se puso repentinamente pálido. Vaciló unos instantes, y dijo alcabo:

—Saliendo yo de esta casa, ¿verdad?

—Ese era el favor que venía a pedirle—dijo ella sin levantar los ojos,con entonación humilde.

Don Jaime se puso aún más pálido. Dió una vuelta por la estanciaarrugando con mano crispada el gorro turco, dejó escapar una risitasarcástica, y volviendo a plantarse delante de doña Paula, dijo conburlona arrogancia:

—¿De modo, señora, que me echa usted de su casa?

—¿Yo, señor Duque?... ¡Qué idea!... Lo que quiero únicamente esdevolver la calma a mis hijos, y evitar un choque...

—¿Qué choque?—preguntó el Duque, por cuyos amortiguados ojos pasó unrelámpago siniestro.

Doña Paula adivinó un peligro para su yerno, y se apresuró a enmendar laimprudencia.

—El choque de mi hijo político con los canallas que pretendeninsultarle... Mire usted, Duque; si toma a mal la súplica que acabo dehacerle, se equivocará mucho... Nosotros estamos tan honrados con suestancia en nuestra casa, que nada nos ha causado tanto orgullo como esapreferencia... Mi marido la ha solicitado con empeño, y ha recibido granalegría cuando supo que usted había aceptado su invitación... ¿Cómopuede nadie figurarse que yo no me encuentre satisfecha teniendo en micasa a una persona tan elevada, yo que soy una pobre mujer del pueblo,hija de un marinero, nieta de un sereno, a quien toda la villa llama laSerena, como llamaron a mi madre y a mi abuela?... Verdad que si hubierasido hace algunos años, estaría más orgullosa... Los desengaños, lastristezas, van labrando la soberbia... Pero de todos modos estoy muycontenta, y sólo el temor a los grandes disgustos que pueden venir a mishijos, me ha obligado a dar este paso... que usted me perdonará...

Don Jaime dió otro paseo por la sala, se detuvo en el medio a meditarunos instantes, y concluyó por hacer un gesto de desdén con los labios,levantando al mismo tiempo los hombros. Luego vino hacia doña Paula y lepreguntó:

—¿Su marido tiene conocimiento del paso que usted acaba de dar?

—No, señor..., y me alegraría de que pudiera arreglarse todo sin que élse enterase...

—Perfectamente. Hoy mismo quedará usted complacida.

—¡Oh, señor Duque! Mil gracias... Usted sabrá perdonar...—

exclamólevantándose y extendiendo hacia él las manos.

El magnate se limitó a inclinarse profundamente sin contestar.

—Le suplico que no me guarde rencor...

—Lo que acabamos de hablar quedará secreto entre nosotros.

Buscaremosmedio de que nadie sospeche el motivo de mi marcha. Procure usteddesempeñar bien su papel. Yo respondo del mío.

Doña Paula salió de la estancia escoltada por el Duque, que la despidióa la puerta con una exagerada y silenciosa reverencia.

Al llegar a la escalera la angustiada señora, respiró con libertad.Aunque fuese a costa de, aquellas penosas emociones, se alegrabavivamente de haber arreglado el asunto sin escándalo y sin peligro. Ycon pie ligero, ella que ordinariamente se arrastraba ya para andar, acausa de su dolencia, fué a comunicar a Gonzalo el resultado de lavisita.

A la hora de almorzar el Duque manifestó que había recibido carta de unode sus hijos en que le noticiaba que vendría a pasar el mes deseptiembre con él a Sarrió. Probablemente vendría también su hermano elmarqués del Riego. Con este motivo expresó su resolución de tomarhabitaciones en la fonda. Al instante fué contrariada con gran calor pordon Rosendo, con el apoyo de su esposa. Venturita se había puestopálida. Miraba al Duque de un modo particular. Gonzalo, con los ojosbajos, el rostro sombrío, comía en silencio mientras se disputaba. Apesar de todas las razones que don Rosendo alegó para retenerle,haciéndole presente que la casa era capaz para recibir a los nuevoshuéspedes, el disgusto que a él y toda su familia iba a ocasionarlesaquella tan inopinada marcha, etc., etc., el Duque se mostró inflexible.Respondía con la misma sonrisa protectora a cuanto se le manifestaba, yrepetía sin cesar frases de agradecimiento y amistad.

Convencido al fin de que era inútil insistir, el insigne cuantoatribulado don Rosendo, fué con el mismo Duque y su secretario a ver lashabitaciones de la fonda de la Estrella, la única decente que había enla villa. Alquilaron todo el piso principal. Al día siguiente setrasladó el magnate, a pesar de las vivas representaciones de su huéspedpara que se quedase al menos mientras no llegasen los otros.

Sorprendió vivamente a la población aquel traslado.

Preguntóse la causa;y aunque don Rosendo informó cumplidamente a todo el mundo de lo quehabía acaecido, no pudo evitarse que quedase en el espíritu del públicoalguna duda o sospecha de que las cosas no habían pasado enteramentecomo Belinchón

las

relataba.

Particularmente

sus

enemigos

recibierongran alegría. Se dedicaron con afán a descifrar aquel enigma, pensando,no sin razón, que los del Saloncillo ya no podrían utilizar la fuerzadel Duque para combatirles. En los dos meses y pico que éste llevaba depermanencia en Sarrió, los amigos de don Rosendo habían conseguido queprosperase en el juzgado una denuncia contra el alcalde, previa la veniadel gobernador de la provincia; habían logrado «tumbar» al administradorde Correos que era del Camarote, y que se resolviese en favor suyo «elproblema del matadero». Los amigos de Maza, que andaban cabizbajos yabatidos, recibieron la noticia como una mosca, próxima a morir en elotoño, recibe un tardío rayo de sol. ¡Santo Dios qué calurososcomentarios aquella noche en el Camarote! ¡Cuánta conjetura! La alegríachispeaba en todos los ojos. Abríanse las narices olfateando la caída delos del Saloncillo, y su próxima y definitiva victoria. El JovenSarriense publicó en su primer número la siguiente lacónica, peroendemoniada gacetilla: «El lunes se ha trasladado a las habitaciones delpiso principal de la fonda de la Estrella el Excelentísimo señor duquede Tornos, conde de Buenavista, que estaba hospedado en casa de donRosendo Belinchón. Damos al egregio Duque la más cumplida enhorabuena».Este indigno comentario tuvo dos días enfermo al nobilísimo Belinchón,pasados los cuales mandó sus padrinos a Maza. Pero éste contestó quemientras estuviese constituído en autoridad no podía batirse. Cuandodejase de estarlo ya vería si le convenía cruzar las armas con«semejante mamarracho». Como los padrinos contestasen en mal tono, lesamenazó con llevarlos a la cárcel, y hubieron de retirarse.

El duque de Tornos siguió visitando de vez en cuando la casa de donRosendo y dejándose acompañar por éste y sus amigos siempre que salía ala calle. En la apariencia, la amistad entre ellos seguía inalterable.La poca gente imparcial que había en Sarrió iba creyendo que no habíamisterio alguno en su traslación y que todo era imaginaciones ridículasde los del Camarote, a quienes cegaba el deseo de vencer a suscontrarios. Sin embargo, pasaban los días, había entrado ya septiembre,y ni el hijo ni el hermano del magnate acababan de llegar. Este habíamejorado muchísimo de salud en Sarrió, según decía a cuantos se leacercaban. Hizo traer de Madrid coche y caballos y compró una bonitabalandra para pescar. Parecía disponerse a pasar todavía algunos mesesen la villa.

En sus relaciones exteriores con la familia Belinchón, esto es, cuandose encontraba con ella en público, observaba una conducta delicada yafectuosa, como personas a quienes debía muchas atenciones. ConVenturita no se autorizaba tantas familiaridades, pero no dejaba dehablarla en el teatro o en el paseo de un modo cariñoso. Así hacíaperder la pista a los que buscaban la causa de su salida de la casa.Doña Paula estaba muy satisfecha de esta conducta. El mismo Gonzalo,comprendiendo que no se le podía exigir más, se mostraba con él atento ycortés.

La tranquilidad había vuelto a renacer entre los jóvenesesposos.

Venturita, después de unos días en que no cambió con su maridopalabra alguna y aparecía pálida y ceñuda, herida, sin duda, por laviolencia que éste había desplegado en la escena que hemos descrito,volvió a ser lo que antes, alegre y decidora unas veces, colérica ycaprichosa otras, siempre de palabra aguzada y sarcástica. Notó, sinembargo, Gonzalo cierta amabilidad y deferencia inusitadas en ella. Loachacó al deseo de borrar el recuerdo de aquel pasajero, pero muypeligroso disgusto que habían tenido.

Y así continuaron deslizándose los días serenos en la casa de donRosendo, sólo turbados por los altibajos que la enfermedad de doña Paulasufría. Tan pronto estaba en pie como en la cama.

Salía en coche a darlargos paseos con Cecilia o con Ventura, y solía llevar a su nietaCecilita, en quien adoraba. Don Rufo hablaba de la necesidad detrasladarse a otro clima, a otro país más elevado sobre el nivel delmar, donde el aire tuviese menos presión. Y don Rosendo, aunque conrepugnancia, pues el pensamiento de exterminar a sus contrarios y hacerde una vez la felicidad de su villa natal, le perseguía sin cesar, ibaentrando por la idea y trazando vagamente planes útiles y grandiososcomo todos los suyos. Flotaba en su imaginación el proyecto feliz detrasladar El Faro de Sarrió a Madrid y hacerlo diario con el título de El Faro de las Provincias. Defender los intereses morales y materialesde las provincias, sostener su vida autonómica, independiente, frente ala acción y poderío absorbentes de la capital, «foco de inmundicia queenvenenaba la savia de la nación y secaba todos sus veneros de riqueza».¡Qué grande y noble pensamiento!

A fines de octubre, Gonzalo fué a Lancia con una comisión de su suegro.Se trataba de persuadir a un banquero de aquella población, para que noenajenase las acciones que tenía, en un embarcadero de Sarrió, a ciertoindividuo del Camarote, como se decía. En todo caso, que se las cediesepor el mismo precio a don Rosendo. Hacía ya dos días que estaba allá. Altercero por la tarde, cerca de la hora del obscurecer, se le ocurrió adoña Paula subir a hacer una visita a su hija Ventura, que desde eltraslado del Duque había vuelto a ocupar el piso segundo. Muy rara vezsubía ya la buena señora la escalerilla de caracol. Pero aquel día sesentía más ágil, más desahogada del pecho. Quiso probar sus fuerzas ydarse a sí misma una prueba de que estaba mejor.

El móvil inmediato fué llevar a su nieta Cecilita una muñeca, cuyovestido desgarrado le acababa de coser la doncella. Los peldaños se lehicieron muy altos. Al llegar a la mitad tuvo que detenerse a tomaraliento. Cuando llegó al piso, dijo en la voz más alta que pudo:

—Cecilita, hija mía, ¿dónde estás?

—Aquí, abuelita, aquí—respondió la niña saliendo de la estancia de sumadre.

Era una criatura que aun no había cumplido los tres años, rubia como eloro, tan habladora y espontánea, que ejercía sobre la abuela verdaderafascinación.

—¿Qué me taes, abuelita, qué me taes?—preguntó, mirando con avidez adoña Paula, después de haberla abrazado por las piernas con tal ímpetu,que por poco da con ella en tierra.

—La muñeca, hermosa, que te ha arreglado la chacha.

—Muñeca no... muñeca pa Lalina... yo soy gande... yo quero un chocho.

—No tengo chochos aquí, vida mía—respondió la abuela mirándolaembelesada.

—Tene mamá chocho... Ven... dame uno.

Y la llevó por el vestido al gabinete de su madre.

Al entrar en él la niña, pareció sorprendida y echó una mirada a todaspartes. Ventura había salido a recibirlas con la sonrisa en los labios,besando a su madre cariñosamente:

—¡Jesús, qué pinitos! ¿Cómo te has decidido?... No sé si te convendrásubir escaleras, mamá... ¿Te sientes bien?

—No me he fatigado gran cosa. Yo creo que estoy mejor. Las pildoras deDehaud, me parece que me prueban bien.

—Vaya, me alegro que al fin hayamos dado con una medicina que produzcaalgún efecto... ¿Quieres sentarte?

—Abuelita, dame un chocho—dijo la niña interrumpiéndoles.

—No tengo, hija mía... ¿Tienes algún caramelo, Ventura?

—No.

—Tene Jame que está aquí.

Venturita se puso horriblemente pálida.

—¿Qué Jame, niña?—preguntó doña Paula.

—Nada, nada, cualquier tontería... ¿Conque te han probado bien laspildoras?... Si don Rufo, por más que digan, entiende...

¡Vaya sientiende!—se apresuró a decir Ventura con voz temblorosa, la faz tandescompuesta, que su madre la miró sorprendida.

—Jame está aquí... Tene chocho... Ven, abuelita.

La niña tiró del vestido a la señora. Esta, pálida ya también,adivinando vagamente algo terrible, se dejó arrastrar sin saber lo quehacía.

—¡Cecilia!—gritó Ventura con una voz extraña que jamás le había oídosu madre.

Pero la niña no hizo caso. Siguió arrastrando a su abuela hacia laalcoba. Antes de llegar a la puerta, se presentó en ella el duque deTornos.

Doña Paula, ante aquella repentina aparición, se quedó un instanteclavada al suelo, el rostro blanco y aterrado, la mirada atónita.Después cayó pesadamente al suelo, arrastrando en la caída a su nieta.

El Duque se apresuró a levantarla. Luego, ante un gesto imperioso deVentura, la dejó sobre el sofá y huyó.

A las voces de la joven, acudieron los criados y luego Cecilia.

Se creyóque era un síncope producido por la fatiga.

Transportósela a su cama,donde luego, merced a los cuidados de Cecilia, recobró el conocimiento.Pero no la facultad de hablar.

La infeliz señora no pudo ya articularpalabra. Así estuvo dos días, sin que los esfuerzos de don Rufo, ni losde otro médico que llegó de Lancia, lograsen poner en movimiento aquellalengua, que se había paralizado. Generalmente, estaba con los ojoscerrados, exhalando leves gemidos. Sólo cuando Ventura entraba en elcuarto los abría para clavarlos en ella con una expresión fija deangustia y reconvención. El sacerdote a quien se llamó, se vió obligadoa confesarla por señas. Dos días después, casi a la misma hora en quehabía acaecido la fatal escena, falleció la infeliz señora, que ni aunen la hora de la muerte apartó sus ojos empañados del rostro deVentura.

XVII

que gonzalo toma una grave resolución y cecilia otra La familia Belinchón se refugió en Tejada para vivir a solas con sudolor, durante algún tiempo. Doña Paula fué llorada como lo merecía, porsu magnánimo esposo. Dando tregua al espíritu progresivo y reformistaque le animaba, supo mostrarse tierno y sensible, lo cual en nadamenoscaba su gloria de publicista.

Cecilia no se cansó en mucho tiempode llorar a su buena madre, con quien la ligaba tanto el parentesco dela carne como el del alma. De todos sus hijos, era ésta la que mássemejanza guardaba con ella, aunque no era la preferida. El favorito,Pablo, la sintió todo lo profundamente que él podía sentir algo en elmundo. Es fama que, algunos días después del suceso, vió al último potroque había comprado alcanzarse en el trote, y no le afectó gran cosa.Pero en quien hizo sobre todo aquella repentina muerte un efecto extrañoy terrible, fué en Venturita. Tanto la impresionó, que estuvo algunosdías en la cama con fuerte calentura. Después que sanó, veíasela páliday triste. Contestaba distraída a lo que le decían: no salía casi nuncadel cuarto, a pesar de las instancias de su esposo. Este sentimiento tanvivo como inesperado fué para él una prueba de lo que Cecilia y doñaPaula sostenían siempre; esto es, que Venturita era loca, caprichosa yaltiva, pero buena en el fondo. Algo se mitigó con tal consideración elsincero dolor que experimentó por la muerte de su madre política. Elúltimo y maternal servicio que la buena señora le prestara, había puestoel sello al cariño que, con su conducta prudente y afectuosa, habíasabido inspirarle.

El duque de Tornos se volvió a Madrid, poco después de la desgraciasobrevenida a sus amigos. Desde allá se escribía con don Rosendo, aquien obligó con más de un servicio en la lucha sin tregua que manteníacontra sus enemigos los del Camarote.

Estos servicios fueron coronados,después de algún tiempo, por una gran cruz de Isabel la Católica. Almismo tiempo que el diploma, le remitía el magnate una placa debrillantes, cuyo valor no bajaba de veinte mil reales. Puede cualquieraimaginarse la emoción y la gratitud de don Rosendo, al recibir aquellahonrosísima distinción. Como en Sarrió nadie poseía una gran cruz, sevió precisado a ir a Lancia, para que un caballero de la orden llevase acabo la ceremonia de ceñirle la banda. Y así que se vió caballero, él,que profesaba cierto desprecio metafísico a las religiones positivas,aprovechó una procesión de la parroquia para llevar el farol, con lahermosa placa en el pecho y la banda por encima del frac. Los amigos deMaza tragaron mucha hiel. Después la vomitaron, no sólo en su tertuliadel Camarote, sino en el periódico, donde, en serio y en burla, vejaronde un modo repugnante al glorioso fundador del Faro de Sarrió. Enalgunas cáusticas, feroces gacetillas, se estaba viendo al biliosoalcalde con la pluma en la mano. Don Rosendo, por vez primera en suvida, leyó aquellas diatribas sin conmoverse, con un desdén sincero. Yes que, cuando se ha llegado a la cima de las sociedades humanas, debenparecer las amenazas de los pigmeos más curiosas que ofensivas.

Venturita salió, con este motivo, de su letargo sombrío.

Habíaserealizado uno de los sueños que más acariciaba. Tomó parte en la alegríay triunfo de su padre, y empezó a dejarse ver algunos días en la villa,siempre en carruaje, por supuesto.

Creció su orgullo y aquellalanguidez señorial, imponente, que hacía morir de envidia y de rabia alas señoras y señoritas de la villa, quienes se vengaban de su despreciollamándola, en sus horas de murmuración, «la princesa del Bacalao». Lamuerte de su madre, a quien todo el mundo había conocido en Sarrióartesana, «con pañuelo atado atrás», como allí se decía, contribuyótanto como la gran cruz de su padre a elevar el nivel social de lafamilia, a aristocratizarla, por decirlo así. Ventura, con su desdeñosoporte, con sus riquísimos vestidos, con la frialdad despreciativa conque trataba a sus conocidas, vengaba lindamente a aquella pobre mujer, aquien las señoras de Sarrió tanto habían hecho sufrir en vida.

Se pasó el invierno en Tejada, un invierno crudo, como pocos lo habíansido. A temporadas llovió mucho, y esto hacía imposible el salir decasa. Otras veces heló cruelmente. El cielo se mantenía sereno, pero loscampos, por la mañana, aparecían blancos, con una escarcha de medio dedode grueso. En ocasiones

también

nevó

abundantemente.

Todos

estosfenómenos meteorológicos tienen sus encantos en la aldea para el quesabe hallarlos. Gonzalo había nacido para vivir feliz en medio de lasfluctuaciones de la Naturaleza. Si helaba, levantábase de madrugada ydejaba atónitos a los de casa saliendo al corredor en mangas de camisa,lavándose todo el cuerpo con el agua que se hacía sacar de las pilas demármol, después de roto el hielo. L