—¿Sabes lo que estás diciendo, necia? Hazme el favor de callarte, antesque me enfade.
—Me callaré; pero las pruebas de cariño que está dando no son grandes.
—¡Tendría que ver eso!—dijo la señora volviéndose airada.—
Si Gonzaloes mucho, Cecilia es más... A mi hija no la desprecia ni Gonzalo ni elPríncipe de Asturias, ¿sabes?... Me enteraré de lo que acabas de decir,y si resulta cierto, ya tomaré yo mis medidas.
Doña Paula era de natural bondadoso y tierno, amiga de los pobres ygenerosa; pero tenía la altivez irreflexiva y la susceptibilidadexagerada de las artesanas de Sarrió.
—No, mamá, no se trata de eso. ¿Quién te ha dicho que Gonzalo despreciaa Cecilia?
—Tú misma. ¿Por qué no la quiere entonces?
Venturita se detuvo un instante, y respondió con firmeza:
—Porque me quiere a mí.
—Vamos—dijo la señora sonriendo.—Ya debí comprender desde elprincipio que era todo una broma.
—No es broma, es la pura verdad... Y si quieres convencerte,entérate...
Sacó al mismo tiempo del pecho una carta que llevaba a prevención, y sela alargó.
Doña Paula se puso en pie vivamente, y gritó:
—¡Pronto!... ¡Una luz, pronto!
Venturita tomó una caja de cerillas que había sobre el costurero, yencendió una.
Madre e hija estaban pálidas. Aquélla arrimó la carta a la luz.
Encuanto leyó unos cuantos renglones, se dejó caer en la butaca, yclavando los ojos con expresión dolorosa en su hija, le dijo:
—Ventura, ¿qué has hecho?
—¿Yo? Nada—respondió la niña tirando al suelo la cerilla que tocaba asu fin.
—¿Nada te parece, loca, impedir el matrimonio de tu hermana, engañarlamiserablemente, dar un escándalo en la villa como nunca se habrá visto?
—Yo no he hecho nada de eso. El fué quien se me declaró.
¿Es pecadodejarse querer?
—En esta ocasión, sí—replicó con severidad la señora.—A la primeraseñal debiste advertirme. Consentir que te hablase de otro modo que comouna hermana, era hacer traición a tu hermana y hacerte a ti muy pocofavor.
—Pues ya está—replicó la niña en tono desdeñoso.
—Pues no estará—replicó doña Paula con enojo y levantándose.—¿Qué tehas propuesto, vamos, di?... Mejor dicho, ¿qué os habéis propuesto?
—Debes suponerlo.
—Casaros, ¿verdad?—preguntó en tono sarcástico.
—¡Qué equivocada estás!... El matrimonio de tu hermana quedarádeshecho... Desde ahora mismo lo doy por deshecho...
¡pero lo que es tú,bien libre estás de casarte con Gonzalo... ni de que éste ponga siquieralos pies más en casa...! En primer lugar, tú eres una mocosa quedebieras estar jugando con las muñecas y recibiendo azotes... y aunqueno lo fueras, ni tu padre ni yo podíamos consentir que te casaras con unhombre que ha engañado miserablemente a tu hermana y nos ha engañado atodos... Lo menos que diría la gente es que estamos muertos por hacerlenuestro yerno. ¡Que se te quite, niña!
—Pues que quieras o no quieras—dijo Venturita retrocediendo deespalda hacia la puerta,—me casaré.
Doña Paula quiso castigar la insolencia; pero la niña salióprecipitadamente, sujetó la puerta, y entreabriéndola después, dijo conacento rabioso:
—¡Me casaré! ¡me casaré! ¡me casaré!
Al día siguiente, Gonzalo recibió una carta de ella, que decía:
«Ayerhablé con mamá. Se ha enfadado mucho. Hoy hablaré otra vez, y espero quecederá. Ten confianza.»
Y en efecto, aquella misma mañana madre e hija volvían a tener habla enel cuarto de la última. Fué larga, y no sabemos lo que en ella pasó.Doña Paula salió al cabo de una hora con los ojos enrojecidos de llorar,llevándose la mano al corazón, del cual padecía a menudo, en dirección asu cuarto, y se acostó.
Ventura salió en pos de ella, serena; peropálida. Llamó a Generosa, su confidente, y le dió un recado paraGonzalo. Este, a las nueve de la noche, se paseaba por delante de lacasa de Belinchón. Pocos minutos después, Venturita abría la ventana delescritorio, que estaba en la planta baja y tenía rejas.
—Ya está todo arreglado—dijo en voz de falsete luego que el joven sehubo acercado.
—¿Cómo? ¿De veras?—preguntó éste con alegría.
—¡Oh, buen trabajo me ha costado! Estaba furiosa.
—¿Y tu papá?
—Papá aún no sabe nada; pero cederá también... ¡Vaya si cederá!... Lareceta no puede ser más eficaz.
—¿Qué receta?
—La que he empleado... La cosa se había puesto tan fea, que ya estabaresuelto que tú no volvieras más a casa. A mí me mandaba a Tejada encastigo. Ni súplicas ni razones valían de nada. Estaba loca de ira. Tellamaba infame y traidor. A mí,
¡figúrate cómo me pondría!... Entoncesno tuve más remedio que apelar al último recurso... por más que sea unpoco fuerte—
añadió en voz más baja y alterada.
—¿Qué recurso?—preguntó Gonzalo con curiosidad.
Venturita guardó silencio algunos momentos. Al cabo respondióavergonzada:
—Le dije... le dije que tú y yo no podíamos menos de casarnos ya.
—¿Pues?
—Pues... pues... adivínalo—dijo la niña con impaciencia.
En efecto, Gonzalo adivinó y experimentó una impresión de repugnancia ytemor. Calló obstinadamente por algún tiempo.
Venturita le preguntó alfin:
—¿Te ha parecido mal?
—Sí—respondió secamente.
—Pues dispensa, chico... Mañana le diré que todo ha sido una mentira...y hemos concluído.
—Nada se adelanta ya. Lo que me parece mal no es el resultado, comodebes comprender, sino que haya salido eso de ti.
—Más pierdo yo que tú.
—¡Por lo mismo lo siento!
—Bien, pues dale expresiones—replicó desabridamente levantándose delalféizar de la ventana, donde estaba sentada.
Gonzalo alargó la mano por entre las rejas, y la retuvo por el vestido.
—Espera.
La tela crujió.
—Ya me has roto el vestido, ¿lo ves?
—Si no te disparases tan pronto...
Y logrando cogerla por un brazo, la obligó a sentarse.
—¡Qué barbaridad!—exclamó la niña riendo.—Así deben hacerse el amorlos osos.
—¿Me quieres?—preguntó Gonzalo riendo también.
—No.
—Sí.
—No.
—Dame la mano de amigo.
La niña le alargó su blanca y primorosa mano, y el hercúleo mancebo labesó con pasión repetidas veces.
—Hasta mañana. Ya te daré noticias de lo que ocurra—dijo levantándoseotra vez.
Gonzalo se alejó. A los cuatro pasos se le ocurrió que las noticiastenían que ser referentes al modo como Cecilia recibía la de su deslealconducta, y su frente se arrugó de nuevo con expresión dolorosa.
A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró enla plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hastala punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellascentelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de labahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastanteclaridad del fondo azul obscuro. Aún no había sonado el grito de«apafogones», y se notaban en ellos algunas luces y algún movimiento.Los marineros, recostados sobre la obra muerta, departían antes deretirarse al camarote. De vez en cuando, mirando hacia un gran vaporinglés anclado en el medio, gritaba uno: « All right» exagerando lapronunciación: « all right», contestaban de un patache. El grito se ibarepitiendo en todas las goletas, pataches y quechemarines. Era la bromaque gastaban con los ingleses que allí arribaban. Pero el gran vapor semantenía silencioso, cabeceando flemáticamente con ese desprecio tanprofundo que nadie mejor que un hijo de Albión sabe afectar.
En la punta del Peón se tropezaba con tal cual paseante que tomaba elpoco fresco que había. Era una de las noches más calurosas de agosto.Gonzalo, atormentado por el calor y por la idea de su comprometidasituación, se paseaba con el sombrero en la mano. Antes de llegar altérmino del malecón, percibió sobre el segundo paredón una figuragigantesca.
—Allí está mi tío—se dijo.
El viejo marino pasaba una gran parte de su existencia sobre aquelparedón, en íntimo coloquio con el mar, su antiguo amigo y compañero.Para él no tenía secretos el terrible Océano, ora durmiese tranquilo ensu inmenso lecho de arena, ora despertase furioso escupiendo al cielosus espumas. Podía dar nuevas seguras y anticipadas de sus cóleras, desus desmayos, de sus sonrisas, de sus más profundas palpitaciones. Elmonstruo le abría su seno líquido, como a un confidente leal: le decíacuánto se aburría en su prisión de granito, y qué ganas le acometían aveces, presenciando las infamias de los hombres, de precipitarse sobrela tierra, y barrer de una vez este asqueroso hormiguero. Y el buencaballero solía responderle, pensando en el crimen que acababa de leer:
—Tienes razón, camarada; yo, en tu caso, es posible que lo hiciera.
Por nada en el mundo dejaría don Melchor de dar sus paseos matutinos,vespertinos y nocturnos por la punta del Peón. En vida de su mujer,cuando estaba acatarrado, veíase precisado a prescindir de estasvisitas, y era lo que más le atormentaba.
Ahora que, por desgracia, notenía quien le sujetase, acatarrado y todo salía.
—Para los catarros, no hay nada como el aire libre del mar.
Cuando de tarde en tarde se resentía del estómago, bebía un par de vasosde salmuera, y quedaba arreglado.
—No hay purga tan natural, tan eficaz e inofensiva como el agua delmar.
En cierta ocasión adoleció de una pierna. Dos úlceras le fueroncorroyendo la carne, hasta dejar descubierto el hueso. Los médicos, nosólo daban por perdida la pierna, sino que temían por su vida.Desahuciado ya, tuvo la audacia de hacer que le llevasen a la playa y lebañasen. A los nueve baños, las úlceras estaban cerradas. Imagínese loque pensaría después de esto, de la virtud curativa del mar.
En cambio, tenía marcada ojeriza a los ríos. El aire del río le poníaronco. La humedad le daba dolores de reuma. Las nieblas le sofocaban yle ponían asmático. Eso de que el aire fuese en ellos «encallejonado»,le inspiraba una aversión y un desprecio indecibles.
Don Melchor dormía poco. Se levantaba con estrellas, y en cuanto selevantaba subía al mirador, escrutaba el cielo y el mar, y después dehaber trazado en la cabeza un estado meteorológico provisional del día,bajaba a fijarlo definitivamente a la punta del Peón. Allí establecía deuna vez si el viento era entablado o simple vahajillo, si erafrancamente a la estrella o se inclinaba al cuarto cuadrante; si elsemblante estaba calimoso o cerrado; si la mar estaba picada o deleche; cuánto tiempo duraría todo esto; qué viento apuntaría almediodía; si la mar sería gruesa a la tarde o abonanzaría, etc., etc. Nopodría tomar el chocolate si no hubiese hecho tales observaciones.
Y, en verdad, que aunque esto parezca una manía, téngola por menosinsensata que la de levantarse de la cama para escrutar el rostro delvecino, si está limpio o sucio, alegre o aborrascado, si come o siayuna, si duerme o si vela, si huelga o trabaja, cuánto tiempo permaneceen casa, y qué rumbo toma cuando sale.
Gonzalo subió al segundo paredón con un deseo irresistible de desahogarel pecho, y poner a su tío al tanto de lo que ocurría. Y
eso que lacondición brusca y severa de éste no se amoldaba muy bien a lasconfidencias amorosas. Pero la ocasión era crítica y precisa. DonMelchor, que con el peso de los años solía doblar un poco el cuerpohacia adelante, al ver acercarse un hombre a él, se irguió. Porque eraempeño el que tenía en que nadie advirtiese su decadencia y le diputasenpor varón inexpugnable.
—¿Eres tú, Gonzalillo?
—El mismo, tío.
—¡Milagro! A ti te gusta más ver rodar las bolas de marfil que lasolas.
—No; hoy no he jugado al billar. Me encuentro triste, preocupado... yquisiera hablar con usted de un asunto serio, a ver qué me aconseja.
Don Melchor le miró con sorpresa.
—¿Un asunto serio?
—Sí... Vamos a ver, tío: ¿usted se casaría con una mujer a quien noquisiera?
—¡Qué pregunta! El matrimonio a mi edad es un barreno en los fondos,querido.
—¿Pero si fuese joven, se casaría?...
—Jamás.
—Pues bien, tío... Yo no quiero a Cecilia.
—¿Que no quieres a Cecilia?—exclamó estupefacto el caballero.
Hay que advertir que don Melchor sentía un cariño ciego, casi adoraciónpor la prometida de su sobrino. Para él aquella criatura era sagrada.Desde que Gonzalo se fijó en ella y él lo supo, la hizo objeto de unaobservación pertinaz lo mismo que si estuviese reconociendo el casco deun buque antes de arbolarlo.
La halló buena, callada, inteligente yhacendosa, y sintió una intensa alegría amargada tan sólo por la noticiade que los novios no se irían a vivir con él. Visitaba poco la casa deBelinchón, pero cuando tropezaba a la joven en la calle, nunca dejaba depararla, mostrándose tan galante y expresivo como jamás le había vistonadie.
—¿Que no la quieres?—repitió.—¿Y por qué no la quieres, zopenco?
—No lo sé. Hice esfuerzos sobrehumanos por cobrarle amor, y no lo heconseguido.
—¿Y ahora te acuerdas de eso? ¿Un mes antes de casarte?
Vamos, Gonzalo,a ti hay que darte una carena en la cabeza.
—Es una atrocidad... lo comprendo... pero yo no puedo resignarme a serdesgraciado toda la vida.
—¡Desgraciado! ¿Y llamas desgracia, grandísimo zarramplín, casarte conuna joven tan buena y tan hermosa que no hay otra en Sarrió que lellegue a la suela de los zapatos?
Gonzalo no pudo menos de sonreir.
—Cecilia es una buena muchacha, digna de casarse con un hombre mejorque yo... pero, hermosa, tío...
—¡Hermosa, sí, hermosa, majadero!—exclamó furioso el señor de lasCuevas.—¿Serás capaz de poner tachas a un ángel?
El veterano estaba (aunque la afirmación cause asombro) en la edad enque mejor se siente la poesía de la mujer, que es la exquisitasensibilidad, la resignación, la dulzura, el sacrificio y no la efímeradisposición de la forma, como juzga la impetuosa y desapoderadajuventud.
—No riñamos por eso.
—Sí reñiremos... No quiero que vuelvas a hablarme de Cecilia de esemodo... ¡Vaya, vaya!
—Bien; pues confieso que Cecilia es una chica muy linda...
pero...
—¿Pero qué?
—Pero yo no puedo quererla... porque ya quiero a otra.
—¡Qué mil diablos estás diciendo ahí, muchacho!—profirió don Melchorsujetando por el brazo a su sobrino y sacudiéndole.
—No puedo remediarlo, tío. Estoy enamorado hasta el cogote de suhermana Ventura.
—¿Estás en tu juicio o entre dos aguas, rapaz?
—Hablo en serio... La quiero, y ella me quiere.
—¿Y crees que con eso está dicho todo?—dijo el anciano cada vez másirritado.—¿Crees que así se puede faltar a un compromiso sagrado?¿Crees que así se puede dejar a una joven expuesta a la burla de lapoblación? ¿Crees que habrá padres que autoricen semejante infamia?
—Tío—respondió Gonzalo suavemente,—antes de atreverme a decirle austed lo que acaba de oir, han ocurrido cosas que me obligaban a dareste paso. Mis relaciones con Venturita son formales. Su madre lasconoce y las ha autorizado, y a estas horas también su padre debe tenernoticia de ellas.
—¿Y las autorizará?
—Estoy seguro de ello.
Don Melchor dejó el brazo de su sobrino que tenía cogido, y se llevó lamano a la frente. Estuvo un rato largo sin hablar.
Al cabo dijo con palabra lenta y acento melancólico:
—Bien está... Yo nada puedo hacer para evitar esa vergüenza... ¡porquees una vergüenza!—añadió con energía.—
Eres mayor de edad, y aunque nolo fueses, en estos asuntos no intenvendría jamás.
—¿Se enfada usted?
—Tampoco cabe aquí el enfadarse. Lo siento únicamente. Lo siento porella, pues he llegado a cobrarla cariño... y lo siento aún más por ti,Gonzalo. Al hombre que falta a su palabra, no puede ayudarle Dios...Estabas ya a bordo de un barco seguro, de porte, de madera blanca biensangrada, con los fondos forrados, los árboles recios y el aparejolimpio y sencillo, y lo dejas para embarcarte en otro más ligero ygalán... Buen provecho te haga.
Pero ten en cuenta, hijo, que el viajees largo, la mar ancha y brava; lo que ahora es bonanza, en un instantese convierte en marejada de leva; el viento no siempre fresquito, ycuando arrecia, se pone pesado de veras. Entonces no valen primores enla arboladura ni pinturas en las bandas, sino madera, mucha madera. Damequillas, y te daré millas. De poco vale salir empavesado del puerto siel casco no puede con el aparejo... Ya sabes que Cecilia me gustaba...Siento mucho no poder decirte lo mismo de su hermana... Esto no eshablar contra ella. Ni la conozco bastante, ni a mí me correspondehacerlo; pero puedo y debo decirte mis sentimientos, aunque no hagascaso de ellos...
—¡Oh, tío!...
—Nada, nada, querido: cuando a un muchacho le cae sobre la cabeza unsuestazo de éstos, es menester arriar de salto las escotas y dejarlenavegar a bolina desahogada. Tú estás requemado al parecer... bueno,pues refréscate... Pero ten en cuenta que ni llevas rumbo seguro, niobras como caballero.
—¡Tío!
—Más claro que yo, el agua, querido. Si has logrado vencer laresistencia de los padres, y si has salvado las dificultades, nolograrás por eso hacer de lo blanco negro, no convertir una mala acciónen buena... Pica, pica los cables y larga vela. Yo soy viejo ya, y tengoesperanza de no verte correr los temporales que sobre ti han de caer...Pero si Dios quisiera darme ese castigo, si algún día, por mis pecados,te viese correr a palo seco y bebiendo agua por las bordas... sentiré,hijo mío, no tener fuerzas ya para tirarte un cabo.
La voz del anciano se había conmovido al pronunciar estas últimaspalabras. Gonzalo sintió apretársele el corazón.
Guardaron silencioobstinado un buen rato. Al cabo don Melchor dijo:
—¿Vienes a cenar, Gonzalito?
—Ahora no tengo apetito, tío; allá iré un poco más tarde.
—Bien, pues hasta ahora—pronunció tristemente el señor de las Cuevas.
Y se alejó lentamente en dirección de tierra, perdiéndose a poco entrelas sombras.
Gonzalo quedó como estaba, de bruces sobre el pretil del paredón,contemplando el mar que lo batía suavemente. Las olas, después de chocaren la piedra con leve y hueco estampido, retrocedían corriendo sobre lasotras, y producían rumor semejante al de una cortina que se despliega.De sus espumas brotaba la claridad fosforescente acusando la presenciade los millones de millones de seres que allí habitan, con el mismososiego que nosotros en la tierra, a pesar de su vertiginosa marcha porlos espacios. El monstruo dormía debajo del manto obscuro de la noche,tranquilo y feliz como un niño, a quien no agitan tristes ensueños.Apenas se percibía el blando soplo de su respiración en las concavidadesde las peñas. Hacia el Poniente alzábase la negra silueta del cabo deSan Lorenzo que avanzaba mar adentro buen trecho, y en su extremidad unfaro movible desparramaba a intervalos iguales sus luces, ora blancas,ora verdes, ora rojizas. En el firmamento brillaban las estrellas confulgor extraordinario. Hasta los innumerables soles de la vía lácteadejaban caer como nunca su blanca luz sobre la húmeda llanura. Júpiterrelampagueaba en el cielo como el dios de la noche, rompiendo laobscuridad con sus hermosos rayos anaranjados..
De pronto cambió la decoración. Allá hacia Levante el pálido semicírculode la luna asomó su cuerno superior sobre las aguas dormidas. Una estelade luz corrió vivamente sobre ellas inflamándolas. El lucero divinorecogió sus rayos con galantería, ante la luz serena de la diosa queempezó a levantarse lenta y majestuosamente, eclipsando los diamantes detodos tamaños que en torno suyo lucían. Alzábase en medio de unaatmósfera radiante
y
espléndida,
dibujando
sobre
ella
sus
graciososcontornos y esparciendo por el ambiente balsámico influjo. Y el Océanoque dócil a él va y viene sin cesar desde el principio del mundo, seencendió en pura llama, tembló su vasto seno inflamado, y arrojó susaguas a las peñas de Santa María como enormes capas de mercurio que alretirarse se sobreponían a otras y se fundían con ellas.
Reinaba silencio sublime, un recogimiento de suavidad inefable enaquella escena tan vieja y tan nueva a la vez. La Naturaleza parecíasuspender su curso para escuchar la eterna armonía de los cielos.
Las olas se acariciaban blandamente sin osar interrumpir con ruidososjuegos la augusta serenidad de la noche.
Gonzalo, a pesar de la viva inquietud en que la conversación con su tíole dejara, sintió la fascinación de aquel mar, de aquel cielo, deaquella luna, y su agitación se fué transformando en tristeza. Lasseveras palabras del viejo marino habían despertado a latigazos suconciencia. Renació con más furia que antes la lucha entre el ángel y eldemonio. Una vez estuvo aquél a punto de vencer. El joven imaginópresentarse al día siguiente en casa de Belinchón, hablar con doña Paulay rogarla que no dijese nada a Cecilia y apresurase el matrimonio. Peroal instante se le ofreció a la mente la imagen de Venturita, y pensó quele sería imposible vivir al lado de ella, sin padecer horriblestormentos.
Entonces, como acaece casi siempre en estas luchas, vino elperíodo de las transacciones.—«Nada, lo mejor—se dijo—es huir,marcharse otra vez a Francia o Inglaterra, y no casarse con una ni conotra. De este modo no hay traición. La herida que causo a Cecilia secicatrizará pronto. Hallará un marido que valga más qué yo, y cuandovuelva al cabo de algunos años, probablemente la encontraré feliz yrodeada de hijos...»
Pero... ¡huir de Ventura! ¡Huir de aquella imagen radiante de felicidad!¡No escuchar más su voz que causaba en el alma delicias incomprensibles!¡No sentir el dulce contacto de su mano fresca y maciza como un botón derosa! ¡Alejarse de sus ojos brillantes y risueños y magnéticos!... ¡Oh,no!
Sentía la frente bañada en sudor. Una mortal congoja le acometiópensando en esto, como si ya la decisión estuviese tomada, y para salirde ella tuvo que decirse:—«Ya veremos, ya veremos... Ahora es muydifícil, casi imposible, volverse atrás...
La madre ya lo sabe... DonRosendo también... y Cecilia a estas horas acaso...»
El ángel aflojó sus brazos, cansados ya, desprendió las manos y cayó alfin rendido. Si no con los del cuerpo, Gonzalo pudo ver con los ojos delespíritu su blanca imagen cruzar la atmósfera serena y hundirse en lasaguas resplandecientes.
Y lloró acometido de extraña tristeza. Esta clase de luchas nunca seefectúan en el alma humana sin desgarrarla por algún sitio. Paraalcanzar la dicha necesitaba pisar el corazón de una inocente joven,violar un juramento, ser un traidor. Las palabras de su tío vibraban aúnen sus oídos:—«Al hombre que falta a su palabra no puede ayudarleDios.» Y, en efecto, él se consideraba indigno de esta ayuda. Unpresentimiento cruel, indefinido, de desgracia, de muerte, de tristeza,le atravesó el pecho, y en intensa y rápida visión observó la fealdadde la vida sin virtud ni sosiego, como el caballero de la leyenda que,abrazado a una dama joven y hermosa, al oscilar la luz por la fuerza delviento la veía transformada en vieja, descarnada y hedionda.
Las aguas batían suavemente el paredón a sus pies. Con los ojos clavadosen ellas seguía distraído su movimiento ondulante.
Las algas, sujetas alfondo, se agitaban con el vaivén de las olas semejando la cabellera deun muerto. ¡Qué bien se dormiría allí abajo! ¡Qué paz en aquel fondotransparente! ¡Qué mágica luz arriba! Gonzalo escuchó por primera vez ensu vida la voz elocuente de la Naturaleza que invita a reposar en suseno maternal, esa voz dulce de irresistible atractivo que losdesgraciados escuchan hasta en sueños, y que les impulsa tantas veces aacercar el frío cañón de una pistola a la sien.
Fué un instante no más. Su feliz temperamento sanguíneo se rebeló contraese llamamiento. La vida, que hervía exuberante en su naturaleza deatleta, rechazó con indignación aquel fugaz pensamiento de muerte. Unsuceso insignificante, la aparición de una lucecita verde en losconfines del horizonte, bastó para divertir su imaginación de aquellasideas tristes.—«Un barco que quiere entrar—se dijo.—¿Qué hora será?(Sacó el reloj.) ¡Las diez y media ya! Si fuese un poco más temprano, mequedaría.
Vamos a ver si aún está esa gente en el café y quiere jugarunos chapós.»
Sacó un magnífico cigarro habano de la petaca, lo encendió, y chupándolovoluptuosamente, se fué acercando, poco a poco, al café de la Marina.
Casi a la misma hora pasaba en casa de Belinchón una escena triste. Todoaquel día, había estado doña Paula en su lecho, quejándose de una fuerteopresión en el lado izquierdo, que le dificultaba mucho el respirar. Nole gustaba llamar al médico, por esa antipatía invencible y aun terrorque tiene la plebe a la ciencia. En cambio acostumbraba a propinarsecuantos remedios absurdos le aconsejaban las muchas mujerucas queacudían diariamente a su casa para sacarle los cuartos con viles ehiperbólicas adulaciones. Así, que no cesaron las fricciones de sebo decarnero, las tazas de hortelana, la enjundia de gallina, etc., etc. Porfin, a despecho de esta formidable terapéutica, la buena señora mejoróbastante al obscurecer: hasta quiso levantarse; pero se lo impidieronCecilia y Pablito. Uno y otra la habían acompañado largos ratos sentadosa la cabecera de la cama. En particular Cecilia apenas se separó másinstantes que los necesarios para preparar las unturas y tisanas.Pablito hacía frecuentes, excursiones a los corredores, donde, por raracasualidad, tropezaba casi siempre a Nieves y la hacía pagar derechos depeaje. A veces, sus carcajadas reprimidas llegaban hasta el cuarto de laenferma, y ésta sonreía con benevolencia diciendo a Cecilia:
—¡Qué locos!
Sin ocurrírsele, por supuesto, que su adorado hijo pudiera hacer otracosa que jugar al escondite.
Según iba quedando libre y dese