El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

para

enseñanza

de

las

nuevasgeneraciones.

Salió al fin El Faro de Sarrió en gran tamaño, porque su fundador noquería que se escatimase papel, y bastante bien impreso. La único queapareció borroso fué el grabado de la cabecera, hasta el punto de que lamayoría del público quedó convencido de que en el individuo que tenía lalinterna en la mano, se quería representar un negro en vez de larespetable persona que ya hemos indicado. Contenía un artículo de fondoimpreso en letra grande del doce, titulado Nuestros propósitos. Aunqueestaba firmado por La Redacción, era debido únicamente a la pluma de donRosendo. Los propósitos del Faro

«al aparecer en el estadio de laprensa», eran principalmente defender, «alta la adarga y calada lavisera», los intereses morales y materiales de Sarrió, combatir laignorancia «en todas sus manifestaciones» y en las batallas ardientes dela prensa, luchar sin descanso por el triunfo de las reformas que elprogreso de los tiempos exigía. La redacción del Faro creía que

«habíasonado la hora de romper definitivamente con las doctrinas del pasado».Sarrió deseaba con afán emanciparse de la rutina y de las ideasmezquinas, «romper los moldes estrechos en que yacía aprisionado» y«entrar de lleno en el dominio de su propia conciencia y de susderechos». «Hacemos votos—decía el articulista—por que la aparición denuestro periódico coincida con un período de actividad moral y material,y podamos asistir a una de esas transformaciones sociales que formanépoca en los anales de los pueblos. Si nuestra voz consiguiese despertara la villa de Sarrió de su largo sueño y estancamiento, y lográsemos verlucir pronto la alborada de una era de labor y de estudio propia delmovimiento reformista que aspiramos a iniciar, ése será el mejorgalardón que recibirán nuestros esfuerzos y sacrificios.»

El lenguaje no podía ser más noble y patriótico. Y, como siempre, lamodestia corría a las parejas con la autoridad y la elocuencia.

«No abrigamos la pretensión—decía—de ser los caudillos en esta granbatalla del pensamiento que no tardará en iniciarse dentro del recintode Sarrió. Sólo aspiramos a luchar como obscuros soldados, y que se nosconceda un puesto en la vanguardia. Allí pelearemos como buenos; y si alfin caemos vencidos, lo haremos envueltos en la sagrada bandera delprogreso.»

Esta alegoría militar, causó excelente impresión entre los vecinos, ycontribuyó no poco a la entusiasta acogida que el periódico obtuvo.Finalmente, el artículo era tan elegante en las palabras, tan lleno degraves sentencias, el estilo tan concertado, que el público no tuvo aquién atribuírselo dignamente, sino a su glorioso director.

Y así era la verdad.

Insertaba después el periódico un largo artículo de Sinforoso, sobre lamujer. Eran dos columnas cerradas de prosa poética, engalanada con todaslas flores de la retórica, en que se cantaba la dulce influencia de estamitad del género humano. Aseguraba en términos calurosos, que lacivilización no existe sino en el matrimonio. El amor conyugal es suúnica base. Todo es santo, todo es hermoso, todo es feliz en el lazoíntimo que une a dos jóvenes esposos. Esta invitación al matrimonio,aunque dirigida al bello sexo en general, iba en particular, según laopinión pública, a cierta bella estanquera de la calle de Caborana, cuyaamor pretendía Sinforoso hacía algunos años sin resultado.

El públicocreía también que la joven concluiría por aceptarla, tanto por lostérminos poéticos en que iba expuesta, como por los quinientos realesmensuales que había comenzado a devengar el invitador.

Venía después otro del maestro de la villa, don Jerónimo de la Fuente,que era una seria y violenta impugnación de las tres famosas leyes deKepler sobre la mecánica celeste.

Gracias al anteojo que tenía en el balcón de su casa, don Jerónimo habíahecho una serie de prodigiosos descubrimientos, que daban al traste contodos los conocimientos existentes en astronomía. No es maravilla queel dignísimo profesor de primeras letras, poseído de legítimo orgullo,exclamase al final de su artículo: «¡Bajen, pues, del pedestal en que laignorancia de los hombres los ha colocado esos colosos, portaestandartesde una falsa ciencia: Kepler, Newton, Laplace, Galileo. Todos suscálculos se han deshecho como el humo, y sus magníficos sistemas sonhojas secas que, desprendidas del árbol de la ciencia, no tardarán enpudrirse!»

Insertábanse también unos versos de Periquito, el hijo de don PedroMiranda, en que le decía a cierta misteriosa G., que «él era un gusano;ella una estrella»; «él una rama; el árbol ella»; «ella una rosa; laoruga él»; «ella una luz; él una sombra»; «ella la nieve; el fango él,etc., etc.»

Había motivos para sospechar que aquella G... era cierta Gumersinda,esposa de un comerciante de harinas, mujer notable por la abundancia decarnes, que la hacían caminar con dificultad. Periquito amaba a lascasadas y a las gordas. Cuando estas dos preciosas cualidades se reuníandichosamente en un ser, su pasión no tenía límites. Y tal era el casopresente. No hay que pensar, sin embargo, que nuestro joven era unanimal dañino. Los maridos podían dormir tranquilos en Sarrió.

Periquitopasaba la vida enamorado, cuándo de una, cuándo de otra señora, pero sinacercarse jamás ni osar siquiera enviarle un billete amoroso. Talesprocedimientos no entraban en su método, el cual consistíaprincipalmente en fascinarlas por la mirada.

Para esto, dondequiera quetopaba con ellas, fuese en la iglesia o en el teatro, procuraba, loprimero, colocarse a conveniente distancia. Una voz tomada la posición,dirigía en línea recta los efluvios magnéticos de sus ojos hacia elsujeto pasivo del experimento, que de vez en cuando levantaba hacia éllos suyos con expresión de asombro. Muchas veces las honradas esposas,no considerándose dignas de tan singular adoración, se miraban a todaspartes, y preguntaban a los que estaban a su lado si por casualidadtenían algún tizne en la cara, o llevaban enredado en el pelo cualquierhilacho. Periquito era incansable, y tomaba estos asuntos con laseriedad que merecían. A veces acaecía pasarse una hora y más sinapartar un punto la vista del sitio. Y a veces acaecía también que,transcurrida esta hora, cuando ya pensaba el enamorado mancebo que sualma se había filtrado por los poros de la obesa dama, y se apoderaba detodas sus facultades y sentidos, decía ésta por lo bajo a suscompañeras:

—¡Jesús, este mico de don Pedro, qué mirón es!

¡Cuán ajeno estaba el poeta de que la estrella de sus sueños le hacíadescender de un modo tan odioso en la escala zoológica!

El Faro de Sarrió fué para nuestro amartelado joven un medio admirablede dar forma a las vagas fantasías, inquietudes, ardores y tristezas quea la continua lo agitaban, y declararse sucesivamente con acrósticosmisteriosos e iniciales a todas las beldades más o menos macizas queostentaban sus amables curvas por las calles de la floreciente villa.

Venían por fin las gacetillas con su correspondiente título cada una,donde brillaba el ingenio, tanto de Sinforoso, como de todos los quecolaboraban en El Faro. Una se titulaba: A pasear, sarrienses. Elgacetillero afirmaba en ella, con estilo sencillo y elegante, que eltiempo estaba delicioso, y que nada mejor podían hacer los habitantes deSarrió en las horas de la tarde, que dar un paseo por las amenas yfrondosas cercanías de la población. Otra: ¡Señor Alcalde, por Dios! Se excitaba a don Roque para que obligase a poner canalones en algunascasas.

Posteriormente, esta sección dejó el título de Gacetilla que llevabapor el de Novelas a la mano, que le puso don Rosendo a imitación delas célebres Nouvelles a la main del Fígaro.

Cerraba el periódico una charada en verso, que, si no recordarnos mal,era la palabra avellana.

El folletín estaba a cargo de don Rufo, que hacía año y medio queestudiaba el francés sin maestro, por el método Ollendorf. Se resolvióa traducir, para el periódico, Los misterios de París, obra en seistomos. Excusado es decir que El Faro de Sarrió, a pesar de viviralgunos años, nunca pudo llegar al tomo tercero.

Don Rufo era untraductor notable. Si algún defecto podía ponérsele, era el de ajustarsedemasiadamente al original. Un día se aventuró a decir que «la condesa había echado mano al botón de su secretario». Esta declaración levantótan gran polvareda entre la gente ignorante, que don Rufo, justamenteirritado, dejó la traducción del folletín. Se le encomendó a un pilotoque había hecho muchos años la carrera de Bayona.

El éxito del número primero, como era de esperar, fué prodigioso. Elartículo de Sinforoso, la sabia disertación de don Jerónimo de laFuente, las gacetillas y hasta los versos de Periquito, todo fué leído yjustamente celebrado. Pero lo que preferentemente llamó la atención delas personas serias y causó en ellas honda impresión, fué el artículo dedon Rosendo Nuestros propósitos. Aquel lenguaje periodístico tananimado y fogoso, aquellos tan nobles pensamientos, el entusiasmo porlos intereses de Sarrió, la franqueza y la modestia que en élresplandecían, llenó de júbilo los corazones y les hizo presentir unaera de prosperidad y bienandanza. Por la noche, la orquesta, dirigidapor el señor Anselmo con su gran llave lustrosa, dió serenata a laredacción. Iluminóse la fachada de la imprenta con farolillosvenecianos. Las bellas y regocijadas artesanas de Sarrió, cogieron, comosiempre, la ocasión por los pelos para bailar habaneras y mazurcas sobrelos duros guijarros de la calle. Los dignos individuos que con la lenguade metal rendían tributo de admiración y entusiasmo a los redactores del Faro, fueron obsequiados por éstos con vino de Rueda y cigarros. Laalegría rebosaba de todos los pechos y se desbordaba en abrazos tanfuertes como espontáneos. Don Rosendo abrazaba a Navarro, Alvaro Peña adon Rudesindo, don Rufo a Sinforoso, y don Pedro Miranda al impresorFolgueras.

Los músicos se abrazaban entre sí, y todos y cada uno a superitísimo director el señor Anselmo. Fuera de la imprenta, y paraconmemorar también aquel día glorioso, Pablito abrazaba a la blondaNieves, aprovechando la obscuridad de un portal; y varios otrosmancebos, siguiendo su ejemplo, distribuían igualmente abrazosconmemorativos entre las alegres mozas aborígenes.

Lo único que turbó por un instante aquel general contento, fué lasingular tristeza que se apoderó de Folgueras en cuanto tuvo algunoslitros de vino en el cuerpo. El recuerdo de Lancia, su pueblo natal, sele ofreció súbito al espíritu, dejándole en un estado de tribulacióndifícil de explicar. En el momento en que la algazara y contentoalcanzaban su grado máximo, llamó aparte a don Rosendo y con lágrimas enlos ojos, le manifestó que la vida fuera de su patria adorada era paraél un fardo insoportable. La muerte, antes que perder de vista lahumilde casa que albergó su cuna, y las calles que tantas vecesrecorrieron sus pies infantiles.

Aquella misma semana, si Dios quería,contaba dejar a Sarrió y trasladarse de nuevo con sus bártulos a Lancia.

Al recibir de sopetón esta noticia don Rosendo se puso pálido.

—Pero, hombre de Dios, ¿y el número próximo del Faro?

—Don Rosendo, bien puede dispensarme... Usted es un caballero... Uncaballero sabe apreciar los sentimientos de otro caballero... La patriaantes que todo... Guzmán el Bueno arrojó el puñal por encima de lamuralla para matar a su hijo... Demasiado lo sabe usted. ¿Eh?... ¿Quéhay de eso?... Riego murió en un cadalso. ¿Eh?... ¿Qué hay de eso? Si yofuera de la Inclusa o no tuviese cariño a la camisa que traigo puesta,no necesitaba decirme nada. Toda la vida me tendría usted como un perrodándole a la rueda... Pero los sentimientos ahogan al hombre... Elhombre vive, el hombre trabaja, el hombre tiene algunas veces un rato deexpansión... Y porque beba un vaso, o dos... ¡o tres! ¿ha de olvidar lapatria?.... ¿Eh? ¿Qué hay de eso?

Don Rosendo llamó a don Rudesindo en su auxilio. Entro los dos trataronde disuadirle con poderosas razones. La más poderosa de todas fué unanueva botella de vino de Rueda.

Después de haberla introducido en elcuerpo, los sentimientos patrióticos de Folgueras se debilitaronvisiblemente. Acto continuo pidió otra botella, la bebió, vomitó, y sedurmió.

Pensamientos de gloria, vagos deseos de inmortalidad agitaron la mentedel ilustre fundador de El Faro de Sarrió al tiempo de meterse en lacama. Después de apagar la luz, aun continuaron turbándole, hasta que afuerza de dar vueltas lograron cuajarse o adquirir forma. Don Rosendopensó con emoción en la posibilidad de que a su muerte la villa,agradecida perpetuase su memoria colocando una lápida con su nombre enlas Casas Consistoriales. Homenaje de gratitud de la villa de Sarrió asu esclarecido hijo don Rosendo Belinchón, infatigable campeón de susadelantos morales y materiales. No era fácil conciliar el sueño rodeadode estas brillantes imágenes. Sin embargo, al cabo se durmió con lasonrisa en los labios. Un ángel progresista que el Eterno tieneaparejado para estos casos, batió las alas toda la noche sobre sufrente, inspirándole ensueños felices.

A la mañana siguiente se encontró en la mejor disposición de espíritu enque hombre alguno puede hallarse después de coronados sus esfuerzos porun éxito lisonjero. Vistióse canturreando trozos de zarzuela. Tomóchocolate con la familia, dió un vistazo a los periódicos nacionales yextranjeros, y sin tallar el paquete de palillos acostumbrado, lanzóse ala calle a cerciorarse del efecto real que el primer número del Farohabía producido. En la tienda de Graells le recibieron con regocijo, lefelicitaron por su artículo (que él modestamente no quería atribuirse) yhablaron largo y tendido del periódico. Lo que más excitaba elentusiasmo de los buenos tertulianos, era la consoladora consideraciónde que Nieva aun no había llegado ni llegaría en mucho tiempo a talgrado de perfeccionamiento. Y

don Rosendo, un poco recalentado por loselogios, prometió emprender campañas activas en favor de todo lo que sele demandaba. Uno pedía que se hablara del barranco de la calle deAtrás, otro pedía que se colocase un farol cerca de su casa, otro que sele tirasen algunas pildoras al rematante de las bebidas, otro que losserenos no cantasen la hora porque esto le turbaba el sueño, etc. DonRosendo asentía, fruncía las cejas, extendía la mano abierta en signo deprotección. El, periódico lo arreglaría todo. ¡Ay del que se rebelaracontra las reclamaciones de la prensa!

En el estanquillo de doña Rafaela, de la calle de San Florencio, dondese reunían algunas honradas matronas de la vecindad con las cualesgustaba conversar algún rato, entregado a los palillos, también lehablaron del Faro. Allí se fijaban preferentemente en el folletín. DonRosendo anunció que el del número próximo era mucho más interesante, yse fué. En un corro de marinos que había en el muelle le felicitaron conrudo entusiasmo y le insinuaron la idea de que la dársena estaba muysucia y era menester dragarla. Se dragaría: ¡vaya si se dragaría!

DonRosendo se alejó gravemente poseído de su omnipotencia.

Y al ver rodar alo lejos las olas grandes y encrespadas, se preguntó si no seríaoportuno dirigirles una excitación por medio de la prensa para quemoderasen su impertinente agitación.

Como se llegase ya la hora de comer, dió la vuelta hacia casa meditandoen la grave responsabilidad en que incurriría ante Dios y los hombressi, teniendo en sus manos aquel poder soberano, no lo emplease en laprosperidad y engrandecimiento de su pueblo natal. Al llegar a la RúaNueva, se encontró en la acera con Gabino Maza. El bilioso ex oficial lesaludó muy finamente, le preguntó por toda su familia, y se fuéenterando con amabilidad de la salud de cada uno de sus miembros.Después le habló del tiempo, de la posibilidad de que aquel nordestevivo se trocase pronto en vendaval cerrado, y no pudiesen salir losbarcos de la carrera de América; se quejó en seguida del polvo quehabía en los caminos, lo cual le impedía pasear; se enteró del preciodel bacalao y de las noticias que había de la pesca en Terranova. DonRosendo esperaba, como era natural, que le hablase del periódico. Nada:Maza no hizo la menor alusión a él. Esto comenzó a desconcertarle y ahacer violenta su situación. La conversación giraba de un punto a otrosin tocar en nada que se relacionase con la prensa. Al fin don Rosendo,algo acortado y enseñando toda la pasta de sus dientes, le dijo:

—¿No ha recibido usted El Faro? Se lo he enviado de los primeros.

—Phs... creo que ayer lo han traído a casa; pero aún no lo heabierto—respondió Maza con afectada indiferencia.—Vaya, don Rosendo,¿gusta usted de comer conmigo?...-Pues hasta la vista.

Don Rosendo quedó un instante clavado al suelo como si le echasen unjarro de agua fría. La sangre se agolpó con furia a su rostro, yemprendió de nuevo la marcha, vacilante, hacia casa.

Como estaba tandesprevenido, aquel desprecio fué una puñalada que le llegó a lo másvivo. Después que cesó el aturdimiento, le acometió una ira inconcebiblecontra aquel... (no se contentaba con llamarle menos de malvado ymiserable). Llegó a casa en un estado de agitación deplorable. Aunque sesentó a la mesa, haciendo esfuerzos por calmarse, el estómago,repentinamente turbado, no quería admitir los alimentos. Estuvotaciturno y silencioso durante la comida. De vez en cuando sus labios secontraían con sonrisa sarcástica y murmuraba un ¡villano!

—¿Qué tienes, Rosendo?—se atrevió al fin a preguntarle su esposa, queya estaba inquieta.

—Nada, Paulina; que la envidia produce grandes estragos en el mundo—selimitó a contestar con amargura.

Una vez vertida esta profunda sentencia, quedó en un estado de relativoreposo. Se tendió en una butaca a pensar, y transcurrida media horasalió de casa otra vez en dirección al Saloncillo. Al entrar en el caféoyó la voz de Gabino Maza que gritaba como siempre allá arriba. Se lefiguró percibir desde la escalera que hablaba del periódico y que localificaba de

«solemne payasada». El corazón le dió un vuelco y entró enla sala agitado y triste. Al verle Maza, que gesticulaba en medio de ungrupo, se calló, púsose el sombrero con ademán hosco y fué a sentarse enel diván. Los que le escuchaban, don Jaime Marín, Delaunay, don Lorenzoy don Feliciano Gómez, le saludaron con cierto embarazo y comoavergonzados, lo cual confirmó su sospecha. Disimuló cuanto pudo, yesforzándose en poner cara alegre, comenzó a hablar de las noticias quecorrían. La conversación tomó el rumbo de todos los días; la confianza,volvió a reinar. Mas el ingeniero Delaunay, personaje tan listo comomalévolo, sacó la conversación del periódico, preguntando a su fundadorcon risilla irónica en el español chapurrado que usaba:

—¿Qué trabajitos prepara usted para el próximo número, don Rosendo?

—Ya los verá usted cuando salgan—respondió secamente éste, que adivinóla burla escondida detrás de la pregunta.

—Aquí, en don Feliciano—prosiguió el ingeniero con la mismasonrisa—tiene usted un defensor acérrimo.

—Si me defiende es que alguien me ha atacado—respondió don Rosendo conmás sequedad aún.

Nadie pronunció una palabra. El silencio se prolongó bastante tiempo,hasta que lo rompió el mismo Belinchón haciendo una pregunta indiferentea don Jaime, con lo cual la conversación volvió a animarse. Pero no sehabía conjurado el choque sino momentáneamente. La pelota estaba en eltejado y no tardó en caer. Maza tenía vehementes deseos de decir a donRosendo que lo del periódico era «una mamarrachada». Este no las teníamenos vivas de decirle a Maza que era un envidioso. Y en efecto, a laprimera ocasión que se presentó, ambos la cogieron por los pelos paracomunicarse estas gratas noticias. La disputa duró más de dos horas.Maza procuraba reprimirse porque don Rosendo era un caballero de másedad y le debía quince mil reales. El fundador del Faro, por razonesde prudencia, tampoco se atrevía a soltar enteramente la lengua. Sinembargo, al cabo, en mejores o peores términos, todo se dijo paraedificación de los notables, que se dividieron en favor y en pro de loscontendientes. Hay que confesar que de parte de Maza se pusieron losmenos. Los indianos, indiferentes como siempre a estas peleas, seasomaban de vez en cuando a la puerta del billar con el taco en la mano,para escuchar las razones de los contendientes, e ilustrarse. Para ellosaquellas discusiones eran muy provechosas. Les enseñaban una porción detérminos y frases que no conocían, y se ponían al tanto, aunque fuese deun modo superficial, de ciertos problemas de la vida, enteramentecerrados para ellos... ¡Lástima que la afición al billar les impidieseescucharlas siempre!

El estado de agitación y de cólera en que salió don Rosendo delSaloncillo, no puede ponderarse. Su gran carácter elevado y magnánimo,fué herido de un modo cruel por la ingratitud y la bajeza de aquellosfalsos amigos. ¡Horrible tormento debe de ser vivir y morir en laobscuridad cuando se ha nacido para brillar en la cúspide de la sociedadhumana, y consumir las fuerzas recibidas del cielo en el vacío y lainacción! ¡Más fiero dolor todavía es ver despreciados los más noblestrabajos del espíritu, los esfuerzos generosos por el triunfo del bien yla verdad! Tal fué el caso de Sócrates, Colón, Galileo, Giordano Bruno,y tal también el de nuestro héroe. La primera mordedura de la envidia lecausó el dolor agudo que debieron sentir estos grandes bienhechores delgénero humano. Su espíritu vaciló. Fué un instante nada más, un desmayopasajero que sirvió para acreditar mejor el temple admirable de su alma.

Sin embargo, aquella noche no pudo cenar. Tardó mucho tiempo enconciliar el sueño. ¡A cuántas tristes consideraciones se presta estecaso! Mientras la turbamulta de los sarrienses desprovistos de ingenio,de ilustración y de ánimo, dormía a pierna suelta, aquel hombrebenemérito se revolcaba en su cama como en lecho de espinas, sin lograrlas caricias del sueño reparador.

A la mañana siguiente se levantó un poco pálido y ojeroso, pero firme yresuelto a proseguir su obra de regeneración, a despecho de todos losobstáculos morales y materiales que surgiesen en su camino. Aquellanoche de insomnio, en vez de enflaquecer su ánimo y despegarle de suempresa, le confirmó en ella, le dió alientos para llevarla a felizremate. El fuego consume y hace pavesas la paja; al oro lo acendra.

Ocupóse, pues, con brío en trazar el plan del segundo número que habríade aparecer el jueves próximo. Y como siempre acontece, el éxito feliztrajo consigo la voluntad de ayudarle.

Muchos fueron los trabajos que sele ofrecieron para el segundo número; mas la mayor parte no eran depaso. La falta de espacio obligóle también a rechazar algunos que loeran. Con esto hubo algunas murmuraciones y desabrimientos. Segundoescollo con que tropezó su patriótica empresa.

Pero al publicarse el quinto número surgió otro de mayor cuenta queprodujo en el pueblo honda sensación y arrastró consigo

fuertestorbellinos.

Sucedió

que

Alvaro

Peña,

firmemente convencido, como yasabemos, de que todos los dolores e imperfecciones que padecemos loshumanos dependen exclusivamente de la preponderancia del clero,propúsose aprovechar el arma del periódico para emprender contra él unaactiva campaña. Y para comenzar lanzó, a guisa de guerrilleros, unascuantas gacetillas. Preguntaba por los fondos de cierta cofradía delRosario, que no parecían, hablaba en términos irrespetuosos de las Hijasde María, y decía chuscadas a propósito de la novena, de las confesionesy de los escapularios con que se adornaban las jóvenes beatas de lavilla. Pero a quien iban particularmente dirigidos los tiros era a donBenigno, el teniente párroco, director de las conciencias femeninas deSarrió, y caudillo de todos aquellos combates librados contra el pecado.El párroco era un hombre apático, viejo ya, que pasaba la vida en unacasita de campo que poseía cerca de la población, dejando de buen gradoa su teniente el cuidado del rebaño místico. Y don Benigno cumplía sucometido como pastor vigilante y celosísimo, rondando el rebaño noche ydía, para que el lobo no le arrebatase las ovejas, y criando algunas conesmero y a la mano para ofrecerlas al esposo bíblico. Nada puedeigualarse al ardor con que don Benigno procuraba esposas al Altísimo. Encuanto una joven se arrodillaba a sus pies para confesarse, se creía enel caso de insinuarle que el mundo estaba corrompido, que no había pordónde cogerle, el condenarse facilísimo, el amor terrenal unainmundicia, los mismos afectos de hija y de hermana despreciables, eltiempo para merecer la salvación muy limitado. En su consecuencia lomejor, abandonar este mundo terrenal (don Benigno era muy aficionado aeste adjetivo), y correr a entregarse a Jesús, penetrar en la grutadeleitosa de que habla San Juan de la Cruz, y dejar allí olvidado sucuidado. Conocía él un rinconcito feliz, un verdadero pedacito delcielo, donde se gozaban anticipadamente las delicias que Dios tienereservadas a sus siervas. El rinconcito era un convento de Carmelitasque acababa de fundarse en las afueras de la villa, y del cual era elteniente grande y decidido protector.

Por cierto que esto tenía un pocodesabrido a don Segis, el capellán de las Agustinas, aunque no osabamanifestarlo, porque no le convenía ponerse mal con su compañero.

La insinuación producía efecto unas veces, otras no. Rara la dejaba caerdon Benigno en los oídos de una vieja. Quizá porque calculase que aJesús le gustaban más dos de quince que una de treinta, o porque lashallase más reacias y desconfiadas que las niñas. De todos modos,aquella cacería espiritual tenía episodios interesantes. En ciertaocasión el teniente fué víctima de la agresión de un joven a quien habíaarrancado su hermana para el convento. En otra, después de haberbuscado dote para una muchacha y haberla provisto de ropa, la futura deCristo se escapó de la noche a la mañana con un oficial de sastre.

DonBenigno acostumbraba a conducir él mismo las esposas a la morada delEsposo. Cuando había dificultades que vencer por parte de la familia, seportaba con la habilidad y la osadía de un consumado seductor.Organizaba y llevaba a cabo el rapto de la virgen con una astucia quepara sí la quisieran muchos tenorios mundanos.

De esto sacó pretexto Alvaro Peña para hablar en una gacetilla de ciertosacerdote aficionado a «cazar palomas». Ahora bien; como ya conocemos laafición de don Benigno a la cría de pichones, la gacetilla ibadirectamente a él y con una intención diabólica. Los lectores así locomprendieron. Se comentó y rió no poco el dañino suelto.

Al verse de aquel modo en ridículo, el excusador, que tenía untemperamento susceptible y bilioso, como todos los artistas, seenfureció terriblemente.

—¿Ha leído usted el papelucho de don Rosendo?—preguntó por la nocheen casa de la Morana a don Segis. Es de advertir que desde la primeragacetilla irreligiosa don Benigno no volvió a llamar de otro modo al Faro de Sarrió.

—Sí, lo he leído esta mañana en casa de Graells.

—¿Y qué le parece a usted de aquella indignidad?

—¿Cuál?—preguntó con sosiego el capellán. <