El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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emplearan,confiándole en compañía de otros sacerdotes la misión de dirigir lasprácticas piadosas y explicar la doctrina a las hermanas que formaban la Limosna de la luz. ¿A quién podían elegir sino al ministro de Dios querecientemente dio en el púlpito tan brava muestra de fervoroso celo?Tirso entró en seguida en funciones, inundándosele el alma de alegríaante el espectáculo de aquellas mujeres que, unas en continuo trabajo,otras en perpetua oración, tenían puesta la mirada en el cielo y laesperanza en Dios.

Durante algunas semanas, Paz y Pepe se vieron poco; la clausura delParlamento hizo innecesarios al señor de Ágreda los servicios delmuchacho; mas sabiendo la niña que su padre hablaría en una de lassesiones próximas, esperaba la apertura de Cortes con mayor impacienciaque político de oficio; porque don Luis tenía propósito de que Pepebuscara para él ciertos datos, lo cual significaba que el chico volveríaa frecuentar la casa con la asiduidad de antes.

Llegó al fin la ocasión, y Pepe volvió a trabajar por las mañanas en el hôtel de la Castellana.

Era ya cerca del medio día. El balcón del cuarto de los libros estabaabierto, las persianas caídas, y el sol, penetrando por entre suslistones, formaba sobre la fina estera de junquillo un dibujo a rayasblancas y negras. Las acacias del jardín proyectaban confusamente susmovibles sombras en los muros: el silencio y las hileras de volúmenes,colocados en los estantes como un ejército de ideas, parecían estímulosdel trabajo: Pepe, bajo pretexto de tomar apuntes, estaba preparando eldiscurso de don Luis. Nada se oía: sólo el viento agitaba a veces elramaje de los árboles vecinos, obligándolo a chocar contra laspersianas; la luz intensa desparramaba su claridad hasta los rincones, ysobre el paño oscuro que cubría la mesa, las cuartillas, unas vírgenesde plumadas, otras ya escritas, atestiguaban de la laboriosidad de Pepe.El discurso de don Luis prometía estar cuajado de datos interesantes yser denunciador de graves contradicciones en el criterio y conducta desus adversarios: el escribiente no podía dar al senador la elocuencia deque éste carecía; pero, al menos, iba a ponerle en disposición de causarefecto con la oportunidad de los recuerdos que despertase. Pepe habíaleído que Girardín fundaba su oratoria en la demostración de laversatilidad de los contrarios y, no pudiendo prestarle astucia nifacilidad de palabra, procuraba que don Luis hiciese algo parecido. Afuerza de revolver Diarios de Sesiones, discursos y periódicos, ibareuniendo cuanto era aprovechable para que alardeara de memoria yoportunidad. Había instantes en que experimentaba tristeza mirándoseconvertido en agente de la notoriedad ajena; pero luego, considerandoque así se hacía útil, quizá necesario, al dueño de la mujer amada, yque cuanto más le favoreciese más se acercaba a ella, redoblaba suactividad y hacía prodigios para aguzar el ingenio. Acaso un día donLuis llegase a apreciarle, aunque fuera por egoísmo: él se sentía confuerza bastante para fabricar la celebridad de aquel hombre a cambio...

De pronto se abrió la puerta del despacho y entró Paz, vestida con untraje de batista blanca sembrado de florecitas azules, sujeto a lacintura por una ancha cinta de seda y ligeramente entreabierto elescote, sobre el cual llevaba una crucecita de oro, como guarda colocadoa la entrada del Paraíso: la falda, corta según costumbre, mostraba acada movimiento sus bonitos pies, que aún hacían más perfectos a lavista los zapatos de labor delicada y las medias oscuras, quecontrastaban con la blancura del traje.

—Papá ha almorzado solo, porque tenía una cita, y no vendrá hasta lastres:—dijo, tendiendo a Pepe la mano, que él retuvo un instante entrelas suyas.

—Pues me voy.

—¡No! Ya me he cuidado de decir que tenía yo que venir al despacho.

—Me repugna esto de quererte a hurtadillas.

—A mí también; pero, ¿qué remedio? ¡Está bueno lo que pasa!

el riesgoes mío y el miedo tuyo.

—Si una imprudencia nos costara no volver a vernos, ¿quién saldríaperdiendo?

—Yo, que te quiero con toda mi alma—dijo Paz con la mayor viveza.

Callaron unos instantes: él tornó a cogerla la mano, por cima de lamesa, sintiendo un placer tranquilo y grato, como si el calor que sedesprendía de su piel le llegase al alma sin pasar por el cuerpo, yluego se levantó, yendo a ponerse de pie a un lado del balcón, más cercade ella.

—No, no; anda a tu sitio.

—Déjame a tu lado un minuto.

—¡Cómo me gusta entrar aquí cuando estás trabajando!... Me parece queya eres mío. Los días que no vienes también suelo entrar alguna vez,para fingirme que vivimos juntos... y estabas aquí... y que ibas avolver en seguida.

—¡Qué lejos está eso!

—Mientras me quieras, no importa.

—¿Sabes, Paz, que parecemos tontos?

—¿Por qué?

—Sí: tú, tonta; yo, malo. Nos estamos haciendo ilusiones: esto no puedeacabar bien.

—¿Te gusta otra más que yo?

—¿Y el tiempo? ¿Y tu padre?

—Ni mi padre, ni los años, podrán separarnos.

—Eso es muy bonito y muy romántico; pero la realidad se nos echaráencima, y ¡qué amarga!

Pepe la había rodeado la cintura con un brazo.

—Sí, ¿eh? quéjate ahora de la realidad—dijo ella, procurandodesasirse.

—¿Te ofendes?

—No; pero... no está bien.

No estaba bien, pero lo toleró.

Sus rostros quedaron tan cercanos, que los rizos de Paz le rozaban a élla frente. La crucecita de oro que la niña lucía en el pecho, temblabacon el movimiento de la respiración, y el viento suave, penetrando porentre los listones de las persianas, parecía empeñado en empujar loscabellos de Paz contra la cara de Pepe.

—Cuando te tengo así—la decía oprimiéndola el talle—creo que mequieres más, y daría la mitad de la vida por tener derecho a paseartecomo estamos ahora, así, del brazo, por las calles.

—A mí me gustaría más estar solitos, sin que nadie nos viese.

Se sentía languidecer, presa de una laxitud incontrastable, como florenvuelta en una atmósfera muy cálida: el brazo y el aliento de Pepe laabrasaban. Entonces él, sin prisa de ladrón, con verdadera calma dedueño, fue aproximando lentamente los labios hasta besarla cerca de laboca; y ella, en pago, sin voluntad ni fuerza para rechazarle, oprimióla varonil cabeza contra su pecho. No fue beso robado, sino consentidoprimero y agradecido luego.

Al apartarse, Paz le sujetó las manos y, fijando en él los ojos, ledijo, ansiosa de leerle el pensamiento en la mirada:

—¿De verdad me quieres?

—¡Ojalá estuviera tan cierto de que llegarás a ser mía como lo estoy demi cariño!

Ella se quitó entonces un anillo de oro que llevaba entre otrassortijas, y poniéndoselo a Pepe, le dijo, con la leal franqueza de quienentrega el alma:

—¿Entiendes? Tuya para siempre.

Y él, sujetándola las manos, selló el desposorio con un beso más dulceque la mejor palabra. Después se separaron, sin más frases ni promesas,seguros del porvenir, dejándose cada cual su albedrío cautivo en lavoluntad del otro.

XXV

Según Paz mostraba por lo enamorada mayor empeño en salvar la distanciaque les separaba, más parecía obstinarse la adversidad en desunirlos,colocando a Pepe en peores circunstancias.

Cierto caballero influyente en la comisión de gobierno interior delSenado, que había menester una plaza vacante para uno de sus protegidos,supo que Pepe era hermano del clérigo autor del sermón censurado por laprensa y, sin otro motivo, logró que le dejaran cesante. En vano procuródon Luis de Ágreda su reposición: hiciéronle buenas promesas, pero noobtuvo resultado; y como la pérdida del destino representaba en casa dePepe una falta de diez y ocho duros a fin de mes, la escasez maldisimulada fue degenerando en franca e irremediable pobreza. Además, eldesorden que causaba doña Manuela con el olvido de todo lo casero eracada día mayor: la misa por la mañana, las Cuarenta Horas y vela por latarde, el hacer o escuchar lecturas piadosas y el quedarse mediodormida en una silla, a lo cual llamaba pomposamente meditación, no ladejaban tiempo para nada. La cena, hecha con prisas al volver de laiglesia, unas veces era mala, otras peor y, si Pepe, a causa del trabajode la imprenta, no venía temprano, doña Manuela, Leocadia y Tirso, envez de acostar al pobre viejo, se ponían a rezar el Rosario y la Letaníacon alguna oración de añadidura, como preces por los herejes o accionesde desagravios; con todo lo cual quedábase don José preso en la butacajunto a las vidrieras

del

balcón,

mirando

pasar

gente,

viendo

encenderfaroles y aumentar las sombras, sin oír palabra que le distrajese nifrase que le consolara. Ni siquiera se acordaban de cubrirle las piernascon una manta; así que, al ir a moverle de la butaca, solían encontrarlefrío, como entumecido. Si pedía que le comprasen periódicos, nuncafaltaba excusa: los pocos cuartos antes

invertidos

para

entretenimientodel

enfermo

en

suplementos y extraordinarios, iban a parar ahora alcajón de las ánimas, débil compensación, a juicio de Tirso, de logastado en regocijarse con noticias contrarias a la buena causa. Además,del armario en que estaban faltaron varias obras que don José estimabaen mucho, por ser de esas que proporcionan el doble placer de recordarel tiempo en que se leyeron y afirmar las ideas que inspiraron:desaparecieron de la casa una Historia de las Cortes de Cádiz, laanónima del Reinado de Fernando VII, las Cartas a Lord Holland, deQuintana; una continuación al Mariana, escrita por Eduardo Chao; los Recuerdos, de Alcalá Galiano y otro de Toreno. El expurgo debió sercosa de Tirso, y también la elección de cuatro o seis libracos que, ensustitución de aquellos, tomó doña Manuela, como el Método prácticopara hablar con Dios, del jesuita Franco; el Verdadero Sufragiouniversal, o sea Pío IX y sus bodas de oro; el Interior de Jesús yMaría, el Águila real, pelicano amante, historia panegírica delínclito San Agustín, y el Despertador del alma descuidada en elnegocio máximo de su salvación.

Otra obra tomó Tirso, guardándola para leer a solas; pero como Leocadiale sorprendiera varias veces con ella en la mano, entró en curiosidad y,observando que metía el libro en el cajón de la mesita de su alcoba, quetenía llave muy chica, intentó y consiguió abrirlo con la de sucosturero.

El deseado volumen decía en la portada:

Mechialogía; tratado de los pecados contra el sexto y novenomandamientos del Decálogo, y de todas las cuestiones matrimoniales,seguido de un compendio de embriología sagrada (obra para el clero), porDebreyne. Muchas de sus páginas, y párrafos de otras, estaban en latín,y lo escrito en castellano cuajado de palabras incomprensibles paraLeocadia; pero algunas frases que malvelaban lo que debe ignorar ladoncellez, excitaron su curiosidad. Aquello era un conjunto dedefiniciones

de

pecados

horribles,

por

ella

nunca

imaginados,descripciones de vicios asquerosos a su castidad desconocidos, alusionesa hechos absurdos, y advertencias estúpidas para precaver los deliriosde la más corrompida torpeza. El ansia de rebuscar pecados no respetabala ignorancia de la virgen ni la conciencia de la esposa, y los hechosmás naturales e inocentes de la vida servían de base a reflexiones queexcitaban groseramente los sentidos. Aquel libro buceaba en laconciencia humana ávido de espectáculos repugnantes, y al hallarlos sedeleitaba en su análisis, como larva de corrupción que se revuelca entrela podre: mal disfrazado, con frases piadosas y tecnicismos médicos,cuanto en él había era perversión de lujuria. Unas cosas leyó Leocadiacon deseo de adivinarlas, otras con asco de entenderlas: hubo frasesque cayeron sobre su pureza como cieno sobre nieve: luego, asustada,dejó el tomo y cerró el cajón, sintiendo al apartarse de allí unaemoción intensa de pudor ofendido. La flor huía con asco de la babosa.Pero le quedó al libro el encanto de lo vedado, el aroma excitante de loprohibido, y una tarde volvió a entrar en el cuarto de Tirso parahojearlo. La madre estaba en la cocina y el padre postrado en su sillón.Llamaron a la puerta, ella no oyó nada, abrió doña Manuela a Pepe y, alcruzar éste el pasillo, sorprendió a su hermana leyendo. El rostro de lamuchacha fue delator del libro: Pepe entró y, quitándoselo de las manos,lo hojeó unos instantes mientras ella huía avergonzada, sintiendo porprimera vez en su vida una llamarada de vergüenza que la abrasó la cara.

Pepe dudó entre devolver el cuerpo del delito a su hermano u ocultarlopara que de nuevo no cayese en manos de Leocadia: por último, pensandoque Tirso, aunque lo echara de menos, no tendría el atrevimiento dereclamarlo, optó por lo último.

Además, cualquiera que fuese ladeterminación que adoptara, comprendía que, si llegaba a tener un nuevoaltercado con Tirso, había de ser agrio, y esto le daba miedo: aúnsonaban en sus oídos aquellas palabras del viejo: «ha dicho tu madreque si Tirso se va también se irá ella.»

Entre tanto, la situación de la familia era cada día más angustiosa. Seperdieron las escasas economías de don José; el descuento impuesto a lasclases pasivas mermó la jubilación, y la cesantía de Pepe fue causa deque en la casa comenzaran a faltar medios para atender a cubrirnecesidades que anteriormente, aunque en cierta medida, no dejaron desatisfacerse. La economía se trocó en privación; la comida, sana aunquefrugal, se hizo mala, porque era forzoso comprarlo todo más barato; y sesuprimió cuanto se asemejaba remotamente al lujo. El mayor regalo delenfermo quedó reducido a tomar, de vez en cuando, un pedacito demerluza, o a traerle para postre de la tienda inmediata dos onzas dequeso o bollos de a cuarto. Las botellas de agua de Vichy, a que estabaacostumbrado, quedaron suprimidas, y en la hidroterapia no se volvió apensar. La tristeza de Pepe iba en aumento; unos recursos faltaban,otros disminuían; con los objetos de algún valor que fueron empeñados nohabía que contar, por haber vencido los plazos; pero lo peor de todo eraque el malestar de don José y la miseria, a cada momento más cercana,dejaban fría, casi indiferente a doña Manuela y desesperada a Leocadia.

Tirso continuaba dando gracias a Dios después de las comidas.

Lo que más exasperaba a Pepe, era el abandono en que ambas tenían alpadre, pareciéndole mentira que fuesen las mismas mujeres, antessolícitas en el cuidado hasta la exageración, siempre opuestas a todo loque fuese salir, ahora despegadas y ávidas de callejear. La vida de lafamilia varió completamente: por las mañanas, don José, a no ser quePepe le levantara, tenía que esperar en la cama a que madre e hijavolvieran de misa, y luego aguantarse si se obstinaban en dilatar elmomento de la comida hasta que llegase Tirso; después, a media tarde,marchábanse de nuevo, y ya no se las volvía a ver hasta la noche, sinque Pepe se diera cuenta de en qué invertían tales ausencias. Eraimposible que permaneciesen tanto tiempo en la iglesia. Las mañanas queiba él a casa del padre de Paz, tenía Leocadia que quedarse acompañandoal enfermo; pero doña Manuela, apenas levantada de la cama, desaparecía.Pepe, desde que dejó por la cesantía de ir a la biblioteca del Senado,dedicó las tardes a hacer compañía a su padre, y entonces comprendióque su madre y su hermana habían roto todo lazo que las sujetase alhogar. Don José no se quejaba; mas, para el cariño de su hijo, eraimposible la ocultación de su pena: en cambio no acertaba a explicarseel fundamento del imperio que en ellas ejercía Tirso, y los medios deque se valió para conquistarlo, pareciéndole absurdo que sólo ladevoción fuese la causante de tantas desventuras. Sus esfuerzos deobservación, su vigilancia, apenas descubrían detalles por los cuales noera fácil adivinar nada: doña Manuela estaba completamente absorbida porel cumplimiento de las prácticas religiosas; todo lo demás era a susojos ocupación despreciable; pero aparte esto, nunca dio señales de queotras atenciones distrajesen su espíritu. Leocadia ponía empeño enacompañarla y, a pesar de la pobreza de sus galas, se acicalaba mucho;mas siendo tal afición antigua en ella, no autorizaba otra sospecha. Porfin, un día, estando recosiendo el mejor vestido que le quedaba, indicóa su hermano tímidamente la necesidad de comprar tela para otro: Pepe,antes por explorar su ánimo que por oponerse a sus deseos, la dijo:

—Tendrás que armarte de paciencia: por ahora, es imposible complacerteel capricho.

—Es necesidad.

—Pues igual que si no lo fuera. Ya sabes cómo estamos...

—Saldré desnuda a la calle.

—No: te quedarás en casa, y así harás compañía a papá.

—Ya estoy cansada de miserias—replicó con gesto avinagrado, dando asus ojos una expresión de insolente desenfado que jamás tuvieron.

—Pues ahora empiezan.

—Veremos quién las sufre: tú eres el hombre de la casa...

conque buscael remedio. Si no... a mí no me ha de faltar.

Pepe no pudo sufrir aquel lenguaje, enteramente nuevo en labios de suhermana.

—Pero, ¿eres tú quien habla así? ¿Se te ha podrido el corazón?

—Vaya, vaya; menos sensiblería, y trae cuartos a casa, que eso es loque hace falta.

Esta actitud de Leocadia, su exigencia, descaradamente manifestada, yaquel despego junto con el afán de salir, hicieron sospechar a Pepe quela manía devota fuese encubridora de próximos y mayores males.

XXVI

—Me había propuesto—dijo una noche en la imprenta Millán a Pepe—nohablarte de ciertas cosas, porque me duele recordar lo pasado; pero esnecesario que sepas lo que te voy a contar, para que estés advertido. Sino andas listo, a los disgustos de ahora tendrás que añadir otros, y depeor índole.

—¿Qué quieres decir?

—Es necesario... que vigiles a tu hermana.

—¡Millán!

—No nos enfademos; ten calma.

—¡Eso es despecho!

—Te hago un verdadero favor avisándote; conque escucha y serénate, quete conviene: si callo, tú serás quien salga perdiendo. Y me alegro quehayas soltado esa palabreja: no hay tal despecho.

—Habla pronto y claro.

—Yo quería a Leocadia y ella parecía no recibirlo mal; después, tú loviste y yo no me hice ilusiones, ella me dejó: desde entonces heprocurado ir poco a tu casa; me era penoso verla y, la verdad, hasta meofendía su indiferencia, porque era prueba de que mi amor propio mehabía engañado. Vi claro que nunca me quiso ni pizca.

—Y ahora, ¿qué pasa?

—Me propuse que nosotros no riñéramos, y tú dirás si tienes queja demí...

—Ninguna.

—Y me propuse también no hablarte nunca de ella. Hoy lo hago, no porLeocadia, soy franco; sino por tí. ¿Sabes dónde pasa muchas tardes?

—Su madre se la lleva a novenas y fiestas de iglesia.

—Y a otras partes.

—¡Mira bien lo que dices!

—No te atufes. A Tirso le ha hecho, no sé quién, capellán de unacofradía, hermandad, o lo que sea, que llaman las Hijas de la Salve ola Limosna de la luz, no lo sé fijamente, y Tirso las lleva con muchafrecuencia a las fiestas de la iglesia: hay capillas privadas, como hayteatros caseros. Hasta aquí todo va bien; pero, de paso, ya sabes porqué dejan a don José solo las horas muertas. Lo malo es que antes ydespués de las funciones de iglesia se están allí ratos y más ratos, enuna sala donde las hermanitas reciben la visita de las familias de suseducandas, donde además venden la ropa de un obrador que tienen:aquello es medio tienda medio sacristía, y allí va toda clase de gente.Tu hermano ha tomado en serio el ser director espiritual de lasoficialas del taller, y las aturde a letanías: tu madre... chico, lodiré con mucho respeto; pero hay que llamar a las cosas por susnombres... tu madre está como si le hubieran sorbido el seso: Tirso latiene días enteros doblando ropas, arreglando cajones, recibiendo lalabor a las chicas... y, vamos a la parte más fea del asunto. Con lasseñoras de la grandeza y las que quieren imitarlas, van allí algunos deesos devotos que desgastan con las rodillas los ruedos de las iglesiasy, tras las mujeres, van señoritos elegantes a ver lo que se pesca,¿entiendes?

—Sigue.

—Uno de esos señoritos está buscándole las vueltas a Leo.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—¿Puedes suponer que me hubiese metido en esto si no lo estuviera?

—¿Cómo lo has sabido?

—Esa cofradía ha mandado imprimir unos reglamentos en casa de Lozano,donde yo estuve ayer; él tiene prisas, me ha pedido que le hagamosaquí la tirada, y con este motivo, estuvo hablándome de esas Hijas dela Salve, y me lo ha contado todo.

Lozano es hombre formal, incapaz dementir, y, vamos, son cosas que no se inventan. Él ha ido allí variasveces y ha visto a Tirso, y a tu madre, y a Leocadia hablando, muyentusiasmada con varios señoritos.

—¿Y en particular con alguno?

—No lo sé; pero ¿qué importa? No te hagas ilusiones; tu hermana eshonrada, todo lo que quieras... pero ya puedes figurarte lo que buscaránesos caballeretes.

Pepe quedó pensativo; involuntariamente se acordó de Paz, de ladesigualdad que le separaba de su amante y de que, sin embargo, aquelamor no podía ser más sincero ni honesto. Lejos de ocultar a Millán susideas, le dijo:

—Y si yo hablo con ella, ¿qué caso ha de hacerme mi hermana? Puededecirme que también yo estoy en amores con una mujer superior a miclase.

—Calla hombre, no compares: ¡buena diferencia! La malicia estágeneralmente en el hombre; y siendo tú como eres, tu novia es para tísagrada. Lo otro es distinto: la atacada es la parte débil... y, en fin,con estar avisado y ser cauto, nada pierdes. Por interés mío no tehablo: no he vuelto nunca a imaginar que yo pudiese tener nada conella. Además, ya sabes que estoy con Engracia.

—Tienes razón.

—A estar yo en tu pellejo, lo primerito que hacía era prohibirla quevolviese.

—Se arma en mi casa la de Dios es Cristo.

—Pues chico, que se arme; pero pon remedio.

—¿Tendrás medio de averiguar?...

—¿Qué más quieres saber? ¿No te digo que andan tras ella sin que lesrechace? ¿que se ponen a charlar con ella en cuanto llegan? Por supuestoque, según Lozano, la mitad de las señoras van allí a eso. En la puertahay una de carruajes que no se puede pasar, y todo son miradas, frasescambiadas como al descuido, darlas el brazo hasta los coches, en fin,como los domingos a la entrada de las iglesias de moda.

—¡Y para eso dejan solo a mi padre! ¡Te juro que lo evitaré!

Hablaron después de otros asuntos; pero Pepe no podía fijar en nada laatención. Iban ya a separarse, cuando Millán le dijo:

—Ahora voy a pedirte yo un favor.

—Lo que quieras.

—Me han propuesto