—¿Es decir, que me echas?
—Piensa bien lo que respondes. Tirso: ¿quieres vivir con nosotros comohermano, sin acordarte para nada de que eres clérigo?
—No.
—Entonces, vete y sé feliz, si puedes. No exijo, aunque lo mereces, quesalgas ahora mismo de casa. Mañana podrás ver a papá por última vez,aunque no creo que te importe gran cosa; pero nada le digas. Luego, temarchas cuando quieras y envías por tus ropas. Sobre todo, sé prudente yevita que mi madre adopte cualquier resolución descabellada, ¿entiendes?porque te costaría muy caro.
Pepe pronunció las últimas frases con la serena altivez de quien, dueñode su voluntad y seguro de su fuerza, está resuelto a exigir obediencia:la menor provocación hubiese trocado en violencia su energía. La extremapalidez del rostro, demudado por la cólera, los labios trémulos y laterca obstinación de sus miradas, intimidaron a Tirso que, esquivandoencararse con su hermano, le dijo fríamente:
—Abur.
—Ve en paz.
Entró el cura en su cuarto y Pepe en su alcoba.
Así se separaron.
Pepe se fue por la mañana temprano a su trabajo, evitando ver de nuevo aTirso: éste conversó breve rato con la madre y luego entró en la alcobade don José.
—¡Adiós padre—le dijo—hoy me marcho... ahora mismo!
El viejo, que la noche pasada había escuchado confusamente el rumor dela conversación de ambos hermanos, adivinó la causa de aquelladespedida; mas nada hizo por evitarla. Su respuesta fue prueba de quecomprendía cuanto había ocurrido.
—¡Adiós, hijo mío: sé dichoso y acuérdate alguna vez de nosotros!
—¡Adiós, padre; rogaré al Señor por ustedes!
En seguida Tirso sacó a rastra sus dos baúles hasta el pasillo, diciendoa Leocadia:
—Hasta luego: ya vendrán por eso.
Y bajó la escalera inmutable, con los ojos enjutos.
XXVIII
El remedio fue enérgico, pero tardío; la determinación de Pepe resultóestéril.
Tirso logró, por mediación de la Condesa, que, a más de su sueldo decapellán, le diera la cofradía habitación y luz, prestándose a ello lasHermanas cuando supieron que se trataba del agente encargado defacilitar la adquisición de los terrenos de don Luis de Ágreda.
Doña Manuela pasaba las mañanas en las iglesias, frecuentando hasta lasmás lejanas de su casa, y las tardes en la Limosna de la luz, de dondesolía volver cuando encendían los faroles de las calles. Leocadia,obligada por la fuerza de las circunstancias y quizá temerosa de suhermano, cuidaba algo más al padre; mas también volvió a las andadas.
Una tarde, al regresar Pepe de la imprenta, la encajera del portal ledijo que la señá Manuela y la señorita acababan de subir.
—Pero, ¿han salido las dos?
— ¡Anda! a media tarde ¡si paece que andan too el día pingando!
La situación llegó a ser insostenible: doña Manuela oía sin chistar losruegos, súplicas y amenazas de su hijo, sin que de sus labios brotaranrespuesta dura o frase desapacible, mas tampoco promesa de enmienda.Leocadia alardeaba de rebelde con tal descaro, que su hermano empezó acomprender que la lucha era inútil. No le quedaba más recurso que hacersolo frente a la desgracia, dedicándose a permanecer todo el díacuidando de su padre; pero aun esto era irrealizable, porque necesitabair a trabajar y no podía estar en dos sitios a la vez: atendiendo a suenfermo, ¿cómo ganar el jornal? yendo a la imprenta, ¿cómo asistir alpadre?
La madre, rendida por los largos paseos que se daba para ir casidiariamente a la Limosna, hacía de mala gana la cena en las primerashoras de la noche y se acostaba, ansiosa de madrugar y oír misatempranito; de modo que, obligada Leocadia a soportar el trajín y losquehaceres de la casa, todo lo descuidaba. La estrechez de recursosimpuso economías, y entonces se resistió a sufrir ciertas privaciones ymolestias. La cosa más insignificante era allí ocasión de disputa, y elúltimo altercado era el de palabras más ágrias. Una tarde, al quererPepe acostar a don José antes de lo acostumbrado, vio que no le habíanhecho la cama, y como increpase a su hermana, repuso ella:
—¿Soy yo criada? Ya que te llenas la boca de que eres el amo, trae acasa quien te sirva. Haré la cama de papá; pero la tuya la haces tú... otráete de doncella a la novia.
La falta de dinero dio margen a escenas repugnantes. Millán llevabaadelantados a Pepe dos meses de jornales; fue preciso deshacerse decuanto tenía algún valor; el reloj de don José, el de Pepe y varioscubiertos de plata se malvendieron a un platero de portal; el dueño dela lonja de ultramarinos amenazó con no seguir fiando si no leentregaban algo a cuenta, y llegadas a tal extremo las cosas, aun seresistió Leocadia a empeñar una sortija de poco precio, que Pepe laregaló en tiempos más felices.
Un hecho de desgarradora elocuencia vino, por fin, a demostrar laimposibilidad de que continuara aquel desconcierto, fundado en laprofunda variación sufrida por la madre y la hija.
Una noche Leocadiavolvió sola de La limosna.
—¿Y mamá?—la preguntó su hermano.
—Mamá no viene.
El muchacho, fuera de sí, resistiéndose a entender lo que oía, cogió ala chica por un brazo, oprimiéndoselo duramente:
—¿Cómo que no viene?
—¡No seas bruto! ¡Esto te faltaba, pegarnos!
—¿Por qué no viene mamá? ¡Responde!
—Porque ahora tienen guardia las vigilantas cada ocho días.
—¿Qué dices de vigilantas? ¿Qué tiene mamá que ver con eso?
—Si hubiéramos hecho lo que dije, no pasaría esto. Ella no te lo haquerido decir... y ahora aguanto yo el chubasco... Pues, nada, que lahan hecho vigilanta y tiene una guardia por semana, y hoy le toca.
—¿Pero vigilanta de qué?
—De la hermandad. Las muchachas del taller van a las ocho, y a esa horatiene que estar allí para que no alboroten y para distribuir o recogerlabor.
Pepe la escuchó asombrado.
—¡Mi madre convertida en criada de monjas!—gritó con rabia. Los ojosse le arrasaron de lágrimas, y al cubrirse el rostro con las manos, porno entristecer más a su padre, vio que su precaución era inútil: elviejo lloraba también.
—¡Padre, padre de mi alma, nos vamos a quedar solos!—
dijo,arrojándose en sus brazos.
—Tú no me dejarás, ¿verdad, hijo?
¡Qué larga se les hizo aquella noche! ¡Cuántos proyectos, qué deremedios imaginó Pepe, y con qué crueldad le dijo la razón fría que erantodos irrealizables! Don José, desvelado por la emoción sufrida, pasó encontinua queja las horas, y aun así sufrió menos que su hijo: Leocadiase acostó desagradablemente impresionada, pero al poco rato se durmió:Pepe, sentado junto a la cama de su padre y apoyada en su misma almohadala cabeza, oyó sonar en el reloj todas las horas de la noche. Alamanecer abrió el postiguillo del balcón, y entonces la luz triste delalba, iluminando débilmente la alcoba, mostró vacío, junto al viejo, elsitio de la madre. La muerte y no la ausencia, parecía haberla arrancadode allí. Pepe miró hacia la cama y, al no hallar sus ojos la cabezatantas veces besada, los cerró, como si fuera preferible cegar a ver loque veía. Entrada la mañana, salió al comedor, llamando a Leocadia paraque preparase el desayuno del padre, y la encontró en la cocina sentadaen una silla, puesto ante otra el espejo, llena la falda de horquillas yconcluyendo de hacerse un peinado complicadísimo.
A las nueve llegó doña Manuela, y Pepe, oyendo sus pasos en la escalera,la abrió la puerta antes de que llamase.
—Mamá—la dijo—no tengo autoridad sobre tí; pero reflexiona lo queestás haciendo y, si aún nos quieres...
No supo seguir y, arrojándose de rodillas à sus pies, la cogió una mano,que cubrió de lágrimas y besos.
—¡Hijo, por la Virgen del Carmen! ¡No es para tanto! ¡Ni que me hubieramuerto!
En seguida, viendo desde el pasillo que Leocadia estaba en la cocina,gritó:
—¡Mira, Leo, hazme a mí también chocolate, que vengo desfallecida!
Pepe se apartó para dejarla pasar, y sin poder ni querer contenerse,exclamó con ira:
—¡Maldito sea el fanatismo, que engendra tales cosas!
Millán permaneció en Ávila durante algunas semanas, hasta dejarestablecida y en actividad la imprenta cuya fundación le fue confiada.Cuando regresó a Madrid, le dijo Engracia que Pepe había ido a verlacasi todos los días, y que estaba agradecida a sus atenciones,especialmente a lo cariñoso que se manifestó con el niño; de suerte queMillán, apenas vio a su amigo, le dio gracias por el buen cumplimientodel encargo, y como estuvieran solos en el cuarto donde Pepe trabajaba,sin temor de que nadie viniese a molestarles, hablaron así:
—Sí, chico—decía Millán, aludiendo a sus relaciones con Engracia—laverdad es que me he encariñado con ella porque es muy buena. El muertoera un perdido, la trataba mal; ahora la pobre muchacha compara... y nosabe qué hacer para tenerme contento. Ya habrás visto lo hacendosa y lolimpia que es.
—Sí, tiene su casa como antes estaba la mía.
—De modo que siguen aburriéndote a fuerza de disgustos.
Contó Pepe a su compañero cuanto había ocurrido durante su ausencia, lasconsecuencias del sermón, el fanatismo de la madre, sus disgustos conTirso, el modo que tuvo de echarle, y, por último, el deplorable extremoa que se veía reducido, refiriéndole, entre lloroso e irascible, cómohabía faltado doña Manuela a dormir una noche a su casa, por servigilanta en la Limosna de la luz.
—Eso no tiene arreglo.
—He pensado en un remedio enérgico, brutal acaso, pero fuera de él nohallo otro, y para ponerlo en práctica necesito tu ayuda...
y la deEngracia.
—No adivino.
—Dada la situación de mi padre, es insostenible el estado de mi casa:de continuar así, ni ellas le cuidan ni yo trabajo. El día que menos loespere, mi madre se queda en ese convento de los demonios, sin que hayafuerzas humanas que la arranquen de allí. No puedes figurarte suactitud: no disputa ni contesta a mis reflexiones; calla y hace lo quequiere. Con Leocadia, la cosa varía: a cuanto digo, responde que lo quedebo hacer es buscar dinero... y, en el fondo, no le falta razón.
—Pero, ¿cuál es el remedio que has imaginado?
—¿Cuánto supones tú que pueden darme por ser sustituto de uno que noquiera ser soldado?
—Muy duro me parece el sacrificio.
—A mí también; pero no veo otro camino de salvación.
¿Cuánto crees queme darían?
—Agenciándolo bien, ¿qué sé yo? a lo sumo, cuatro o cinco mil reales.
—Con eso tendría bastante para pagar lo que debemos y hacer frente ala situación; pero luego necesitaría tu apoyo.
—Cuenta con él.
—Mi proyecto es el siguiente: primero, buscar esa cantidad por el medioindicado: y luego, tener una entrevista seria con mi madre, ver si séhablarla al corazón, aunque no espero nada. Si se hace cargo de larealidad, atiende a razones y promete enmienda, aún podemos vivir enpaz: yo me mataré a trabajar.
—No te hagas ilusiones.
—En ese caso, tomar el dinero de la sustitución, pagar las pocas deudasy...
Vaciló, sin atreverse a continuar.
—Habla, hombre, ¿qué más?
—Entregarte todo lo que me reste, y rogarte que te lleves a mi padre acasa de Engracia. Durante tu ausencia he visto lo limpia, dulce ytrabajadora que es. Estoy seguro de que le cuidaría bien.
Por de pronto,ya digo, de esa cantidad te daría todo lo que pudiera, y en adelante, loque conviniéramos con arreglo a lo que yo tuviese.
Millán guardó silencio.
Pepe, casi temeroso de una nueva decepción, añadió:
—Chico, no sabes lo harto que estoy de sufrir: hasta he pensado enllevarle a los incurables; pero me harían falta recomendaciones queno tengo, y no podría ver a mi padre cuando quisiera... mientras que encasa de Engracia...
—¿Querrá ella?—dijo el impresor.
—La he hablado, y dice que sí; pero que nada resolverá sin tuconsentimiento.
—Pues por mí... hecho—repuso Millán, sin valor para negar.
La expresión con que Pepe le miró, fue señal de su agradecimiento.
—Un gran inconveniente veo,—continuó Millán:—advierte cómo está todo;la guerra arrecia por momentos, dicen que hay partidas hasta porAndalucía. ¿Has pensado que estás expuesto a tener que salir a que terompan el alma por esos campos en cuanto te agreguen a un regimiento?Reflexiónalo despacio.
—Todo lo he pensado.
—¿Y qué dirá tu novia?
—¿No tengo que renunciar a mi madre? Después de esto, ¿qué desengaño hede temer? A pesar de todo, tengo confianza en ella.
—¿Estás resuelto?
—Si vosotros me hacéis el favor que os pido, sí.
—Cuenta con nosotros y, sin embargo, créeme: antes trata de ablandar atu madre.
—No tengo esperanza de lograr nada, pero lo intentaré.
—Falta un cabo por atar. Supones, y desgraciadamente no te equivocas,que tu hermana y tu madre irán a parar a la maldita cofradía: pero, ¿vastú a quedarte en medio de la calle?
—He pensado en todo. Cuando el buñolero con quien vivía Pateta supo quetenía amores con su hija, no se opuso a las relaciones, pero dijo alchico que no le parecía bien que siendo novios siguieran bajo el mismotecho, y el muchacho está hoy en una casa de huéspedes que le cuesta muypoco: con él pienso irme.
—Poco te durará la compañía, porque Pateta entra en quinta estos días.
—¡Quién sabe si la suerte nos juntará por esos mundos!
—Pues no hay más que hablar: ya lo sabes; y si desgraciadamente llegael caso...
—Me llevo a mi padre a tu casa... quiero decir, a la de ella.
—Es lo mismo—añadió Millán sonriendo.
No quiso Pepe que su padre se enterase del triste proyecto que fraguabahasta tener que llevarlo a cabo, y para evitar que le oyese hablar conla madre, al otro día de la conversación con Millán se fue a buscarla alconvento de las Hijas de la Salve, donde tenía su centro la hermandadllamada Limosna de la luz.
Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y eldepósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillorojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres delGuadarrama. Cuando Pepe divisó el sombrío edificio, que con sus murosllenos de ventanas chatas y con rejas, antes parecía cárcel moderna queasilo religioso, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Era un caserónenorme, ancho y bajo, como ávido de extenderse sobre el suelo que losoportaba, sin torrecilla esbelta que realzase su construcción, sinhuerto que lo sombreara ni campanario que elevase al cielo la cruz de suveleta: la puerta, claveteada de hierro, parecía de castillo, y a muylarga distancia no había en torno de los recios paredones árbol, planta,ni enramada alguna, cual si los jugos de la tierra se negaran ahermosear con su verdor la obra del egoísmo humano... Era la hora desalir las educandas externas: cerca de las tapias se veían paradosvarios carruajes, y otros, a cuyas ventanillas se asomaban cabezas demuchachas ávidas de aire libre, corrían en dirección a Madrid, donde,según lo lejano de aquel sitio, llegarían al cerrar la noche. Pepe pensócon rabia en el fanatismo que hacía a su madre volver desde allí sola ya pie cuando en la casa gruñía por no ir a la botica, que distabacincuenta pasos... Aguardó impaciente a que se fueran los últimoscoches, esperando que doña Manuela saliera presto; mas trascurrido unbuen rato, se resolvió a llamar y adelantó hacia la puerta. Aún sedetuvo unos segundos: sentía repugnancia de entrar. Por fin llamó, oyosedentro el sonido de la campana y abrió una mujer vestida de suerte que,sin ser el traje religioso, quería parecerlo.
—¿Hace Vd. el favor de decirme si es aquí donde está establecida la Limosna de la luz? —preguntó—y como le respondiesen afirmativamente,añadió:
—¿Se ha marchado ya doña Manuela Resmilla, una señora que es vigilanta?
—¿Qué deseaba Vd?
—Vengo a buscarla. Tenga Vd. la bondad de decirla que está aquí suhijo.
—¡Ah! ¿es Vd. hermano del padre Tirso? Pase, pase Vd.
Hiciéronle atravesar un ancho corredor dado de cal, con alto zócalo deazulejos, y entró en un cuarto espacioso, donde todo el mueblajeconsistía en un par de docenas de sillas de Vitoria, y en uno de cuyosmuros se veía una estatuilla de la Virgen de Lourdes con las manoscruzadas sobre el pecho, túnica blanca y faja azul. Al tiempo de llegarPepe, se marchaban dos señoras con una niña: era la última educanda quesalía. Allí permaneció solo unos minutos, nervioso, contrariado, sinpoder estarse quieto y mirando hacia las ventanas, donde los barrotes dehierro cortaban con cruces negras la claridad del espacio, en que la luziba faltando. Como oyera de pronto a su espalda ruido de pasos, sevolvió; mas no era su madre la que llegaba, sino una monja. Traía lacabeza metida en una cofia blanca, bajo la cual resaltaba un rostrobrillante, hasta parecer erisipeloso, de facciones menudas y redondas.El hábito era de un gris ratonesco, y pendiente de la cintura llevaba unenorme rosario con cuentas como nueces, gran cruz de cobre y medallas desantos. Su voz era falsamente suave; el acento y giros que empleaba, muyfranceses.
—¿ Está Vd.—dijo—quien pregunta por la mamán del padre Tirso?
—Sí, señora; soy su hijo y vengo a buscarla.
—El caso es que... es lastima que haya usted dado un paseo tan largo;pero ya hoy doña Manuela no saldrá... hase su guardia... es su día... que le toca hoy.
—No importa, señora. Suplico a Vd. que la pase recado: ya he dicho aVd. que soy su hijo.
—Como Vd. guste, señor; pero estará inútil. Una ves que ya se ha entrado en la guardia, non se puede salir.
—Dígala Vd. que he venido yo mismo, que está aquí su hijo.
No le sugería el pensamiento frase más poderosa.
La monja afectaba tranquilidad; pero la entonación que Pepe daba a suspalabras, no era para inspirar confianza. Tornó ella a salir, quedose élotra vez esperando más desazonado que antes, y en un abrir y cerrar deojos apareció de nuevo la del hábito ratonesco diciendo de mal talante:
—Señor, era equivocasión; esa señora ha salido ya; era error quecometíamos; no estaba, hoy que hasía su guardia. Elle est partie.
Era indudable el engaño: doña Manuela allí debía estar y se negaba, oaquellas gentes, de acuerdo con ella, evitaban que saliera, lo cualindicaba claramente su propósito de pasar la noche sin volver a casa,como había hecho ya una vez.
La resistencia hubiera sido inútil. Por fortuna, Pepe lo comprendió así,y, aunque acibarada el alma, rebosando hiel el pensamiento, resolvióaguantarse. ¿Qué podía hacer? ¿Dejarse llevar por la cólera, promover unescándalo, y tras no conseguir nada ser llevado a la cárcel, si aquellasmujeres requerían el auxilio de las autoridades? ¿Con qué derecho iba aturbar la paz del santo asilo? ¿Por sacar de allí a su madre? Años teníala buena señora para obrar por su propia cuenta. Sus reflexiones fuerontan amargas como exactas.—«Todo es en balde: armo un alboroto, grito,insulto a estas mujeres, llamo a mi madre...
cierran la puerta, mandanvenir una pareja... y mi padre se queda solo, sabe Dios hasta cuándo.»
—Está bien, señora—dijo;—pero no es fácil engañarme. ¡Mi madre estáahí dentro! Dígala Vd., de parte de su hijo, que, si quiere, prontopodrá quedarse aquí para siempre.
—Adiós, señor—repuso secamente la del hábito.
Salió Pepe al corredor que comunicaba con el zaguán, y al atravesar elcruce de dos pasillos vio claridad de luz artificial en una puertaentornada: atraídos sus ojos por el resplandor, miró, y tras aquellapuerta vio a su madre, que estaba espiando su salida.
Sin podersecontener, avanzó para entrar; mas cerraron por dentro, y al cerrar, lafalda de doña Manuela quedó presa entre las hojas de la puerta: ellaentonces tiró con violencia del vestido, y en seguida se oyeron pasoscomo de cuerpo viejo que huía trabajosamente.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Su voz robusta pareció grito de niño abandonado.
Oyose un violento portazo, dado ya en habitación lejana, y aquellahorrible respuesta resonó en sus oídos más triste que caer de tierrasobre féretro.
Un instante después estaba fuera: el portón de las Hijas de la Salve giró sin ruido sobre sus goznes; Pepe permaneció unos instantes junto ala misma entrada del convento, inmóvil, vencido del dolor, queriendo ysin poder llorar... Anduvo unos cuantos pasos... Miraba y no veía lo quetenía delante... El eco del portazo no se apagaba nunca en sus oídos. Depronto, acordándose de su padre, apretó el paso, y de allí a poco seinternó en las calles de Madrid.
XXIX
En veinte días quedó realizado el proyecto de Pepe. Un agente de losllamados corredores de quintos tomó a su cargo el asunto, y como elinteresado se hallaba dentro de todas las condiciones exigidas por lalegislación de aquel tiempo, no hubo entorpecimientos; que a veces lasuerte facilita los intentos tristes tanto como suele estorbar loshalagüeños. Gracias a la escasez de sustitutos, los que por entonces seprestaban a serlo eran relativamente bien retribuidos. Quedó pactadoque, aparte la ganancia del mediador, recibiría Pepe cerca de cinco milreales.
Un caballero, amigo de Millán, prometió después interesarse paraque fuese destinado al batallón de escribientes o a la imprenta delMinisterio de la Guerra, pues lo principal era evitar que saliera deMadrid, propósito difícil de conseguir durante aquellos días, en que lospoderes públicos se veían obligados a echar mano de todos los cuerpos einstitutos militares para combatir la insurrección carlista, que yamerecía el maldito nombre de guerra civil. Pepe entró en caja, siendodestinado a un regimiento;
pero
las
recomendaciones
buscadas
por
Millánfueron tan eficaces que, merced a ellas, pudo hacerse a favor de suamigo una de esas combinaciones en que la interpretación de las leyes seamolda a lo